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Makedde se despertó con el corazón palpitando fuerte en el pecho y el sonido de una alarma perforándole con fuerza el cerebro.

«Vale, vale, ya me levanto. ¡Estoy despierta!»

Se levantó y se sentó en la cama, alargó el brazo para alcanzar el despertador que estaba en su mesilla de noche y, a tientas, buscó el botón en la parte trasera para apagarlo. El reloj, pequeño, de estilo retro, que tenía una forma redondeada y dos patas, decidió protestar saltando de sus manos y cayendo al suelo con un ruido estrepitoso, lo que hizo que la abolladura de la parte derecha aumentara su tamaño mientras el despertador continuaba zumbando con una insistencia insoportable.

«¿Por qué no se callará?»

Irritada, recogió rápidamente el maltrecho reloj del suelo y consiguió dar un capirotazo al botón. Con cara de sueño, leyó las manecillas plateadas. Las siete de la mañana. Ese deprimente hecho confirmó las sospechas de Makedde de que, de alguna manera, no todos los períodos de sesenta minutos tenían la misma duración. Desde la medianoche hasta las cuatro de la mañana, las horas se habían arrastrado con lentitud, mientras que las últimas tres horas parecían haber pasado en un abrir y cerrar de ojos. Se sentía como si hubiera pestañeado en vez de haber dormido.

Recordó los días, ya lejanos, en que se consideraba una persona diurna; día tras día se levantaba fresca, con toda la dulzura y la luz de haber pasado por un sueño placentero que no le había costado conciliar. ¿Dónde habían quedado aquellos días? Por suerte, no había nadie que la pudiera ver en esas mañanas en que seguro que estaba hecha un cuadro. Pero de nuevo se preguntó si con compañía quizá podría gozar de un mejor humor.

«Mucho tiempo. Hace demasiado tiempo que alguien no me abraza mientras sueño…»

Seguramente aquellos pensamientos estarían lejos de su mente. No había nadie a la vista, pero su cabeza seguía buscando los recuerdos de aquellos momentos de su vida en los que dormía acompañada. Pensó en todos los amantes del mundo y en que no formaba parte de ellos.

«Tonterías.»

Automáticamente, su brazo abrió uno de los cajones de la mesilla que tenía al lado de la cama. Sacó una libreta pequeña con ilustraciones en la portada que había comprado en la tienda de suvenires del Museo de Arte Contemporáneo de Sídney y la abrió con fecha del 22 de septiembre. Deslizó el bolígrafo que estaba pegado a un lado de la libreta y escribió:

«He dormido tres horas. Desde las cuatro hasta las siete. He tenido una pesadilla con Andy, que me cazaba en el bosque. (¡Maldito sea por volver a mis sueños!) Sujetaba un bisturí y yo llevaba el uniforme de mi padre otra vez. No podía correr lo suficiente. Me he despertado antes de que me alcanzara. No había ningún demonio en esta ocasión.»

Iba a cerrar la libreta y entonces la abrió de nuevo para anotar un último comentario:

«Me encuentro fatal.»

La cerró y se frotó los ojos.

«Mierda. Me encuentro verdaderamente mal. ¿Cuánto tiempo va a durar esto?»

En la búsqueda sobre los trastornos del sueño, Makedde había descubierto una recomendación común que decía que había que mantener unos patrones diarios. Así que cada mañana, durante las últimas tres semanas, Mak anotaba obedientemente los detalles de su sueño, o la ausencia de él. Ahora que los leía, la verdad es que resultaba deprimente. Al sentarse en la cama para contemplar sus pesadillas, se preguntaba con escepticismo si en realidad algún psiquiatra podría arrojar luz nueva sobre sus problemas. ¿Cómo? ¿Qué haría Ann con su diario? Mak sabía que sus pesadillas eran una manifestación abstracta del trauma que había experimentado en su reciente pasado. Pero ¿y qué? Parecía improbable que hubiera ningún beneficio en que un experto cualificado le mostrara lo obvio.

Mak balanceó las piernas hasta sacarlas fuera de la cama y se puso en pie de un salto. Se sacudió de arriba abajo intentando, sin ganas, quitarse de encima la mala noche que había pasado, y luego se puso un par de zapatillas con forma de animal y se cubrió el cuerpo con una sábana blanca. Su preferencia por dormir como había venido al mundo no tenía nada que ver con los famosos comentarios sobre Marilyn Monroe; en cambio, sí que estaba relacionada con la propia tendencia de Makedde a ser una durmiente hiperactiva, ya que retorcía los pijamas, culotes o pantalones cortos o cualquier otra cosa que se pusiera para dormir. Cuando dormía, claro. En más de una ocasión se había despertado luchando con la ropa para poder respirar, con una camiseta enroscada en el cuello y las sábanas y el nórdico tirados en el suelo, cada uno a un lado de la cama.

Con la sábana alrededor del cuerpo y ya en pie, fue arrastrando los pies hasta su ordenador.

«Bienvenido a AOL Canadá -rezaba el chisposo saludo al encender el aparato-. Tiene correo.» Su taciturno humor mejoró ligeramente, y las comisuras de los labios se le inclinaron hacia arriba formando una sonrisa adormilada. Había revisado el correo un par de veces la noche anterior antes de irse a dormir, pero no le había llegado nada. Bueno, al menos nada interesante. Estaba esperando descubrir un pequeño correo de un cierto joven apuesto.

Mmm… La palabra del día. Algún correo de la lista de psicología forense. «Ajá… ¿Qué es esto?» Un correo de Blake. Título: «Una pregunta».

«¡Bingo!»

Hola, Makedde:

Fue un placer conocerte ayer. Encontré interesante la conferencia, pero tú fuiste un rayo de luz. Mañana no podré asistir…

«Mierda.»

Sin embargo, me preguntaba si podríamos recuperar ese tiempo a la hora de la cena.

«¡Sí!»

Espero que no pienses que soy demasiado descarado. Envíame un correo o, mejor, llámame.

Volvió a leer el correo. Dos veces más. Debía de haberlo mandado después de que ella se desconectara a la una de la madrugada. Quizá él también era un ave nocturna. Comprobó la hora de la correspondencia. Sí, la una y dieciséis minutos de la mañana. Era bastante tarde.

«Roy Blake.»

Sí, estaba intrigada. Pero ¿una cita seria? Habría sido mejor que se vieran en la conferencia; allí podrían hablar un poco sin ninguna de las formalidades de una «cita». ¿Desde cuándo no tenía una cita como Dios manda? ¿Un año? Bueno, sin contar el desastre con Henry. Eso no había que incluirlo. Lo dejó antes del primer plato.

Se fue a la cocina y puso agua a calentar. Entonces, distraída, empezó a prepararse una taza de café.

Mak se dio cuenta de que estaba sonriendo mientras pensaba en la respuesta que le iba a dar. Se sentó al escritorio bebiendo de la taza. De hecho, estaba contemplando la posibilidad de ver a Roy, lo que era extraño. Pero ¿cómo abordarlo?

Hola, Roy:

Gracias por tu mensaje. También me gustó conocerte. Tengo que agradecerte que me salvaras del profesor Gosper y del chicle.:-) Gracias por tu propuesta. A lo mejor podríamos vernos para tomar un café rápido. A las ocho me iría bien; si no, podríamos intentar encontrar un hueco para el fin de semana. Llámame.

Escribió su número y estuvo a punto de darle a la tecla de envío cuando le invadió un sentimiento de duda. «Mak, este tipo es un desconocido. ¿Realmente quieres darle tu número de teléfono? ¿De verdad quieres verlo a solas?»

Reconocía que su miedo era algo irracional. No estaría sola. Si escogía un bar o una cafetería, estaría en terreno conocido y podría excusarse después de la primera bebida si lo necesitaba. Además, él era guardia de seguridad… Bueno, no es que eso significara nada, pero al menos en el campus funcionaba. Mak apretó la tecla de envío antes de empezar a morirse de miedo. El mensaje salió hacia el ciberespacio.

Cuando faltaban diez minutos para las nueve, Makedde llegó a la sala del Centro de Graduados de la universidad y vio a un grupo que se había reunido allí. Roy no estaba entre ellos, como le había dicho en su correo.

«Bien, así no tendré distracciones», se dijo a sí misma.

Tampoco se veía al profesor Gosper por allí, así que se podría relajar. Makedde se dio cuenta de que había poca gente en el segundo día de conferencias. Tanto unos como otros llegaban tarde. El doctor Hare había atraído a una buena masa de estudiantes universitarios curiosos el día anterior, pero solo los asistentes más incondicionales fueron los que se quedaron. Probablemente habría más gente por la tarde, en la conferencia del agente del FBI sobre el análisis en la escena del crimen y cómo eso se relaciona con los constructos clínicos de psicopatía. Parecía una conferencia interesante, y Mak estaba segura de que cualquier mención al FBI ayudaría a colgar el cartel de aforo completo en la puerta. Algo que se conoce como un expediente X.

Pensar en el FBI le hizo recordar a Andy Flynn y Quantico. Desde que la había llamado, no había podido quitárselo de la cabeza.

«¿Debería intentar devolverle la llamada?»

Después de lo que sucedió en Sídney, le gustara o no, Andy Flynn formaba parte de su vida. Ella no lo amaba -al menos eso era lo que seguía repitiéndose-, pero la experiencia que compartieron había forjado un vínculo fuerte entre ellos, y, como si fuera la marca que deja un hierro candente, los acontecimientos los habían estigmatizado para siempre. Pero no era amor. No había ninguna razón para arrepentirse de que estuviera tan lejos.

«No, no voy a intentar localizarlo», decidió Makedde.

«Déjalo correr. Sigue adelante, Makedde. Sigue adelante.»

Un nudo amargo se le formó en la garganta y lo ignoró. Tenía un gran día por delante.

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