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Al tercer día de conferencias, a Makedde le rondaban demasiadas preocupaciones por la mente, en especial aquellas que tenían que ver con dos hombres y el incesable empeoramiento de su insomnio. Estaba considerando seriamente llamar a Ann.

El encuentro había ido bastante bien con Roy Blake la noche anterior, pero aquello no le había ayudado a dormir. Dejó de beber después del martini de chocolate, así que no tenía que preocuparse por ninguna resaca, pero no había bebido lo suficiente como para que el alcohol le ayudara a dormir. Tuvo la pesadilla de siempre: el uniforme de su padre y su madre muerta.

«Roy Blake.»

Había esperado que Roy le enviara un correo electrónico por la mañana y se sintió algo decepcionada al no encontrar ninguno. Ese sentimiento desapareció al tropezarse con un gran ramo de rosas rojas inmaculadas, de tallo largo, envueltas en papel de celofán que habían dejado en los escalones que tenía delante de su piso.

«Gracias por tu agradable compañía -decía la tarjeta-. Roy.»

Aquello le sentó muy bien; era halagador, definitivamente, y una gran distracción del otro hombre que hacía poco había vuelto a aparecer en su vida. Tenía que realizar esfuerzos para no pensar en él de nuevo solo porque estuviera en la ciudad. No había ido allí para verla, al fin y al cabo. Había ido por trabajo. Y no había forma de que volvieran a estar juntos.

El programa del tercer día de conferencias había sido interesante, pero no se podía comparar con las presentaciones del doctor Hare y del criminalista, el doctor Harris, que habían tenido lugar los dos primeros días. Andy no estaba allí o, si estaba, intentaba esquivarla. Mak trató de convencerse de que se enorgullecía de ello, aunque no fuera así. ¿Para qué había ido a Vancouver? Le daba la impresión de que no era solo una cuestión de turismo.

«Para. Deja de pensar en él.»

Al llegar a casa, su contestador le indicaba que había nuevos mensajes, y tenía la esperanza de que fuera Roy.

Lo era.

«Hola, Mak. Gracias por la noche de ayer. A lo mejor podríamos repetirlo ¿pronto?»

Soltó un suspiro de alivio. «Sí, sería un placer.» Siguiente mensaje.

«Hola, Mak. -Era la voz familiar de su padre-. Tienes un par de llamadas…»

Aquello solo podía significar una cosa. Las únicas personas que la llamarían a casa de su padre eran los empleados del Departamento Fiscal y Andy Flynn. Pero esta vez no tenía nada que ver con los pagos.

«… de Andy. Te ha llamado dos veces hoy. Parece bastante interesado en contactar contigo. Dejó un número del hotel Renaissance, que está en Vancouver…»

«Cielos, no me des su número.»

Su padre recitó con cuidado el número en dos ocasiones y acabó diciendo: «Si quieres mi consejo, deberías llamarlo y quitártelo de encima. Si no, acabaré siendo tu secretaria de asuntos sociales.»

«Muy gracioso, papá, muy gracioso.»

Ahora incluso su padre la estaba animando a llamarlo. Tenía que tomar una decisión.

Makedde tuvo que escuchar dos veces más el mensaje para anotar el número de teléfono correctamente. A pesar de que su padre se lo había recitado despacio y con cuidado, ella había intentado apartar los dígitos de su mente las dos primeras ocasiones. Anotó el número en un trozo de papel que le servía como borrador. «¿Debería hacerlo?» Marcó.

Un tono.

- Flynn. -Ese era su saludo.

La pilló desprevenida. Esperaba, de alguna forma, que no estuviera allí.

- Ah, Andy. Hola. Soy Makedde.

- ¡Makedde! Hola. Gracias por llamar.

Por el tono de su voz, parecía tan agradecido por su llamada que se sintió culpable por haber considerado no hacerla.

- ¿Qué tal? -le preguntó Mak. No sabía qué más decir.

- Bastante bien.

- Hoy no has ido a las conferencias -dijo ella.

- No. -Pausa-. Makedde, me gustaría tener la oportunidad de hablar contigo en algún momento. De hecho, tan pronto como puedas.

- Mmm… -«¿Cómo le respondo a esto?»-. Claro. -Era lo más educado que se esperaba en aquella situación, incluso lo más correcto, pero Makedde no estaba preparada todavía para pasar un rato a solas con Andy-. Sí, sería genial -prosiguió-. Será bueno ponerse al día.

- Bien. Bueno… ¿qué haces esta noche?

«¡Esta noche!»

- Mmm… No creo… -empezó.

De pronto él le soltó una disculpa.

- Lo siento, seguramente estás muy ocupada…

- No te preocupes. No tienes por qué disculparte. Solo que es algo tarde, eso es todo.

- Sí, claro, es tarde. Es que… -Aquí se detuvo-. Hay algo de lo que tengo que hablar contigo… en persona.

Su voz le produjo un escalofrío, o a lo mejor solo fueron sus palabras, que le recordaron a cuando empezó a sospechar de él en el mayor de los crímenes. Y de pronto se lo encontró en su puerta, inesperadamente, pidiéndole hablar con ella.

- Hay algo de lo que tengo que hablar contigo… en persona.

- Perdona -dijo ella-. Pero eso suena algo críptico.

Soltó una risita nerviosa y, al ver que no se la devolvía, se quedó en silencio.

- Te lo contaré todo cuando te vea.

Así tendría que ser. Ella tendría que disuadirlo y concluirlo de una vez por todas.

- Entonces, hablaremos pronto -dijo ella, y colgó.

Cerró los ojos. Tenía la mente abrumada por una avalancha repentina de pensamientos involuntarios, pensamientos sobre Andy, sobre lo poderosa que había sido la atracción que ejercía sobre ella. Pensaba en cuando hacían el amor en su apartamento de Bondi, con un montón de velas encendidas por el suelo. Y en cuando luego, con la cara pegada a la puerta detrás de la cadena de seguridad y con el aliento apestándole a alcohol, le decía: «Makedde, tienes que creerme…». Y en cómo la había mirado cuando ella aún estaba en el hospital, muda, llena de puntos y con la mandíbula inmovilizada con alambre quirúrgico.

Makedde decidió intentar esclarecer su mente leyendo el diccionario. Sacó el gran ejemplar que tenía del Collins, un tomo de diez centímetros de ancho que pesaba tanto como una bola de jugar a los bolos. Lo abrió al azar y se encontró mirando en la «m», desde «metralla» a «mezclado». Era un pasatiempo del que disfrutaba de vez en cuando, pero del que nunca le había contado nada a nadie. Le encantaban las palabras, y para ella el diccionario era rico en expresiones, pero desafortunadamente aquella noche no conseguía captar su interés. Lo dejó y entonces empezó a leer de nuevo el artículo titulado «Sensibilidad del jurado ante la evidencia de identificación de un testigo ocular», de Cutler, B. L., Penrod, S. D., y Dexter, H. R. (1990). Pero ya no lo encontraba fascinante. Sus pensamientos regresaban constantemente a Andy.

«Hay algo de lo que tengo que hablar contigo… en persona.»

«Maldita sea. ¿Qué significa eso? ¿Qué quiere de mí? ¿Por qué ahora?»

Makedde se fue directa al lavabo, se cepilló los dientes y se pasó el hilo dental, y luego se lavó la cara con agua hasta que le quedó rosa y brillante. Estaba decidida a desconectar su mente y descansar. Cuando se metió en la cama no eran más que las nueve y media.

Pero no pudo dormirse. De nuevo.

«Vaya sorpresa, Mak, vaya jodida sorpresa.»

Esta vez el problema no eran las pesadillas. El problema era Andy Flynn.

Durante una hora estuvo tumbada en la cama mirando al techo e intentando dormir, pero no pudo silenciar su mente. Una fuerte disputa se estaba desencadenando dentro de su cabeza, acalorada y prolongada, que gritaba adelante y atrás, entre el hemisferio derecho y el izquierdo. Sus emociones y su lógica libraban una gran batalla mientras yacía, en silencio, bajo las sábanas, en la oscuridad.

«Maldita sea -pensó-. ¿Por qué de todos los hombres del mundo me tendría que acabar enamorando de este? ¿Por qué? Es ridículo.»

Makedde sintió una fuerte necesidad de verlo en aquel preciso momento. Quería ponerse algo de ropa y encaminarse hacia el hotel Renaissance.

Sabía que no debía hacerlo.

Había decidido hacía varios meses que Andy Flynn era una influencia negativa en su vida. Sabía que no era bueno para ella. No es que fuera una mala persona. No era para nada malo. Era un hombre bastante agradable, y eso agravaba su dilema. El problema era que daba la sensación de que Andy solo aparecía cuando había problemas y no mejoraba las cosas, sino que las empeoraba. Fuera o no buena persona, ella sabía que era así. Y aún…

Y seguía siendo más fácil que le dejara de interesar cuando los separaban varios continentes. Ahora estaba muy cerca, algo que era imposible de ignorar, y ella estaba perdiendo el control.

«Mi padre tiene razón. Tengo que alejarme de él. Todos esos kilómetros de por medio estaban ahí por alguna razón.»

Una hora más tarde, Makedde entraba al hotel Renaissance, que estaba frente al puerto, por la calle West Hastings. Había salido disparada de la cama, se había puesto algo de ropa y un poco de maquillaje, y se había ido hacia allí. Temía que algo así pudiera sucederle. Conocía demasiado bien sus debilidades.

Había racionalizado sus acciones como si fuera una estudiante con un máster en autoengaño, y se había convencido de que solo quería hablar con Andy para descubrir qué ocurría. Tenía algo importante que contarle y ella necesitaba saber de qué se trataba. Era así de simple. Quizá se encontraba con que hablando durante un rato lo desmitificaría todo. Y eso sería todo. Se enteraría y finalmente se quedaría tranquila. Dormiría mejor que desde su primera llamada desde Quantico. Demonios, probablemente dormiría mejor que desde que se conocieron.

Makedde se acercó a la recepción.

- Disculpe. Hola.

La joven recepcionista la miró. Tenía una cara dulce, como de querubín, y Mak no pudo evitar fijarse en que la chica había dejado que le creciera una permanente mal hecha. El cabello castaño de la joven era brillante y liso hasta que alcanzaba el nivel de las orejas; entonces le explotaba en rizos enmarañados. Los ojos de Mak se posaron en él y se preguntó si habría sido peluquera en una vida anterior.

- Buenas noches. ¿Puedo ayudarla en algo?

- ¿Podría llamar a uno de sus huéspedes, por favor? Su nombre es Flynn. Andrew Flynn, habitación 330. También quisiera asegurarme de que no ha pedido que lo despierten temprano. No quiero molestarle.

- Desde luego, un momento, por favor.

Mak alzó la vista hacia el reloj que había en la pared detrás de la recepción. Solo pasaban unos minutos de las once. No era demasiado tarde. Andy también era nocturno, como ella. Si algo sabía de él era que aún tardaría en irse a la cama y que no le importaría que ella le hiciera una visita. Además, le había dicho que lo llamara a cualquier hora. Lo único que difería de aquello es que lo llamaba justo desde la recepción. Algo sin importancia, en realidad.

- Ah, Flynn, sí. Si no le importa utilizar el teléfono blanco que tengo a mi izquierda, puede marcar el cero, tres, tres, cero y la pondrá en contacto directo con la habitación. No ha solicitado el servicio de despertador.

- Muchas gracias.

Makedde se dirigió hacia el teléfono, marcó y oyó cómo sonaba en la habitación de Andy. Tenía que admitir que todo aquello era algo extraño. Al principio no tenía intención de hablar con él y ahora se encontraba haciendo aquello. No cabía duda: el insomnio le podía estar afectando en su toma de decisiones.

No hubo respuesta.

«Si quiere dejar un mensaje de voz en la habitación tres, tres, cero…», le dijo el contestador automático.

Colgó. «Mierda.»

Makedde se encaminó de nuevo hacia la recepción.

- ¿Su amigo no le ha contestado? -le preguntó la joven.

«Mi amigo.»

- No.

- ¿Quiere dejarle un mensaje?

- No, gracias. Lo esperaré unos minutos, ya que estoy aquí.

- Por favor, póngase cómoda -le dijo señalando hacia la zona de espera.

Makedde se sentó en un sillón en una de las esquinas de la sala que había en recepción mientras decidía qué hacer. Estaba segura de que lo vería aquella noche. Desde aquel punto estratégico, tenía una buena vista de las puertas correderas que daban a la calle y de los ascensores que llevaban a los cientos de habitaciones, además de ver también la recepción. Había unas plantas alrededor del sillón que imitaban vulgarmente unos helechos, y cuando se recostó le ofrecieron un toque de camuflaje.

Durante un momento se sintió como un investigador privado que estuviera vigilando a alguien, un paralelismo que le pareció divertido. Una parte de ella encontraba deleite en la idea de sorprenderlo, aunque no sabía por qué. ¿A lo mejor porque él la había sorprendido a ella?

Makedde esperó, con poco entusiasmo, leyendo el Vancouver Providence por segunda vez aquel día y, unos minutos más tarde, le llamó la atención una figura familiar. Se sentó erguida. Un hombre entró en el recibidor, con un corte de pelo típico de policía. No le vio la cara, pero estaba segura de que era él.

«Sabía que no andaría muy lejos.»

Un delirio enfermizo le envió un golpe de sangre a la cabeza. De repente sintió calor e incomodidad en su piel.

«Andy.»

El corazón le latía con fuerza.

Él se acercó a la recepción, le dijo algo a la chica y ella le dio la llave de la habitación. Mak se fijó en que la joven con cara de querubín no hizo ninguna señal con la cabeza en su dirección, pero instintivamente se levantó y dio un paso adelante.

Entonces él se dio la vuelta.

Era el hombre equivocado.

Mak volvió a hundirse en el asiento detrás del helecho de plástico, pero él ya se había fijado en ella. Probablemente había sentido la mirada de Mak incluso antes de darse la vuelta. El hombre le sonrió desde la otra parte del recibidor y Mak le respondió con un gesto frío. Miró hacia abajo, al periódico, mientras el corazón le latía con rapidez, ahora más por sentirse avergonzada que por la anticipación.

«Oh, no.»

Se estaba dirigiendo hacia ella.

- Buenas noches -le dijo el hombre mientras se acercaba.

Tenía acento francés canadiense. Se fijó en su piel áspera y en el olor a colonia barata que desprendía. La miraba con ojos amistosos, pero ella le devolvió el saludo con reservada educación. No quería que la molestara si podía evitarlo.

- ¿Espera a alguien? -le preguntó el hombre.

Makedde sonrió.

- Sí, gracias.

Le ofreció una sonrisa desdeñosa y educada, y fingió estar absorta en el periódico.

Sintió sus ojos posarse en ella durante lo que le pareció demasiado tiempo y entonces dijo:

- Bien, buenas noches.

- Sí, buenas noches. Adiós.

No lo miró por miedo a animarlo.

Cuando ya estuvo a una distancia prudente, echó un vistazo a la recepción. Seguía vacía. Bueno, si Andy no iba a responder al teléfono, ¿dónde estaba? Se sintió estúpida allí sentada, realmente estúpida. De repente, no pudo esperar más a marcharse. Se levantó y cruzó la sala, y, justo cuando pasó de largo la recepción para salir, vio una cara familiar.

«Cielos.»

- Doctor Harris, hola…

«Esto se pone feo.»

- Makedde -dijo él. Parecía lógicamente sorprendido al verla en el hotel-. Bueno, buenas noches.

El doctor Harris iba vestido de manera muy elegante, con una camisa planchada y unos pantalones de sport. Se fijó más en su apariencia en esta ocasión que cuando se encontraron por primera vez, ahora sin las distracciones de Andy y de Roy. Bob Harris tenía unos cincuenta años y parecía que se cuidaba bastante, pero su cara podía contar mil y una historias. Tenía un buen puñado de patas de gallo y dos líneas de preocupación entre sus ojos marrones. Sus párpados estaban caídos. Makedde pensó que tenía una cara amable, pero cansada.

Le sonrió, esperando no haberse puesto demasiado colorada.

- ¿Estás buscando a Andy? -le preguntó el doctor Harris.

- ¿Andy? Sí, eso parece…

- Lo acabo de dejar en el Sports Bar, que está en la esquina. -Hizo una pausa y pareció tomar una rápida instantánea de su cara, su lenguaje corporal y sus palabras. Quizá aquel intenso escrutinio solo estaba en su imaginación-. ¿Te esperaba? -le preguntó-. Porque dudo mucho que te haya dejado plantada para quedarse en el bar.

- No, no. Era una visita sorpresa, de hecho. Estaba por aquí y he decidido pasarme a ver…

«Vaya cosa más imbécil has dicho, Mak.»

Pero al fin sabía dónde estaba Andy. Estaba a menos de una manzana, tomando unas copas con los amigos. ¿Qué amigos? Se preguntó a quién más conocería en Vancouver.

- ¿Quieres que vaya a buscarlo? -le ofreció el doctor Harris.

- No, no se preocupe. Gracias, de todas formas. Me acercaré, pero tengo que estar pronto en casa, es un poco tarde.

Él asintió con la cabeza. Parecía necesitar una buena noche de descanso tanto como ella.

- Me encantó su presentación, por cierto. Fue fascinante.

- Gracias.

- Que pase una buena noche -le dijo ella, con una sonrisa agradable. Se marchó y dejó el periódico en una silla al salir.

Makedde había visto el Sports Bar al pasar con el coche; las señales de cerveza de neón y los espejos que contenían nostálgicos anuncios de Coca-Cola en grandes paneles de cristal. Era el típico establecimiento norteamericano en el que te preguntaban si querías patatas fritas rizadas o ensalada de col con el bistec. Había varias pantallas enormes de televisión que emitían un partido de fútbol, y el lugar estaba lleno de hombres bulliciosos, ebrios de deporte y de alcohol.

No podía ver a Andy, pero entró de todas formas y se sentó en una esquina.

Una camarera se le acercó.

- ¿Qué te pongo?

- Un agua mineral, gracias.

La camarera frunció el ceño y luego esbozó una sonrisa artificial cuando recordó sus requisitos profesionales.

«No estés tan tensa, Makedde. Estás aquí para acercarte con cautela a un antiguo amante, después de todo…»

- Bueno, tráeme un Pezón Resbaladizo.

La camarera sonrió.

- Eso está mejor.

«Vale, este es el plan: te tomas la bebida, te relajas, encuentras a Andy, habláis, te vas a casa y te duermes.»

«Bien.»

Intentó ver la televisión, pero aún no podía calmar sus tripas revueltas. Necesitaba aquella bebida.

Intentó ponerse en la piel de Andy. Él la había llamado, ¿no? Entonces, ¿por qué estaba nerviosa? A lo mejor su llegada sin avisar le resultaba un poco extraña, pero eso solo importaba si ella decidía tomar contacto. Aún podía marcharse.

Cuando acabó su segundo Pezón Resbaladizo, Mak ya había pasado de una dulce felicidad inicial y un estado de profundo hundimiento a una melancolía achispada.

«Pero ¿dónde está? ¿En el servicio de caballeros?»

La camarera pasó por su lado y le aconsejó que tomara un Grito Orgásmico.

- Me encantan esos -soltó Mak.

Cuando se dio cuenta de su metedura de pata, soltó una risita y se tapó la boca. Entonces pensó que debía de parecer un poco tonta en aquella postura, y rápidamente se colocó las manos en las rodillas. Asintió con la cabeza, sonrió y entonces la camarera desapareció.

«Dios santo, lo he perdido.»

Mak miró hacia la televisión más cercana. Allí los hombres eran grandes y llevaban pantalones estrechos. Todo el mundo bramaba y se daba palmadas en el trasero. Una manera muy curiosa de actuar que tenían los hombres.

La camarera volvió y colocó dos vasos pequeños encima de la mesa.

¿Dos?

Mak no sabía exactamente qué tenía delante. Se debió de notar, porque la camarera empezó a explicarle cómo tenía que beberse el cóctel con aquel nombre tan placentero.

- Primero te metes el concentrado de lima en la boca, pero sin tragártelo. Luego el Baileys. Dejas que se aposente en la boca y después meneas la cabeza con fuerza de un lado a otro. Y entonces te lo tragas.

«Me está tomando el pelo.»

Mak intentó pagarle.

- A este invita la casa. Que aproveche.

Mak parpadeó y se quedó mirando los dos vasos de cristal, que le respondieron arremolinándose en su visión por un momento. Volvió a parpadear y estaban quietos. La camarera se había ido. Mak estaba segura de que todo el mundo la estaba mirando. ¿La gente pedía normalmente aquella bebida?

«Bueno, qué demonios.»

Cogió la bebida de color verde fluorescente y la introdujo en su boca. El concentrado solo. ¡Zas! Luego el Baileys. Alzó la vista y la camarera le hizo una señal con la cabeza desde el otro lado del bar. Ah, sí, no tengo que olvidarme de menear la cabeza. Le sonrió con la boca llena y sacudió la cabeza. Intentó desesperadamente no reírse, pero se ahogó con una risita y se le escaparon algunas gotas por la mejilla.

Glup.

«Oh, ¡Dios santo!»

Su cabeza dio un giro de trescientos sesenta grados. Todos sus músculos se relajaron.

De pronto se sintió mucho menos cohibida.

Le hizo una señal de aprobación a la chica con la mano y volvió a escabullirse en su asiento.

Debió de mirarse las rodillas durante mucho tiempo, porque cuando levantó la cabeza se encontró con que alguien se había sentado a su lado.

- … sola -le estaba diciendo el extraño. Le sonreía mientras se acercaba a ella-.

Déjame que te invite a una copa.

Su boca tardó una vida en responder. Tenía la lengua rara.

- No, gracias. No más.

Él seguía hablando. Ella se concentró en los movimientos de la boca del hombre, pero seguía sin poder entender ni una palabra. Se inclinó hacia delante y se puso bizco.

- … compañía. Venga, deja que te invite a otra.

Mak retrocedió y dijo:

- No, lárgate.

Parpadeó con lentitud, comprendiendo al final lo tremendamente bebida que estaba, y, cuando volvió a abrir los ojos, él ya se había ido.

Tenía que salir de allí. No estaba relajada precisamente, sino desorientada, y no era así como quería que Andy Flynn la viera.

De alguna manera consiguió dirigirse hacia la salida. El sonido del fútbol y de la música iba disminuyendo a medida que salía hacia la calle y levantaba la mano para pedir un taxi. Pero no había ninguno.

Alguien le puso la mano en el hombro. Se dio la vuelta, suponiendo que sería el extraño que se le había acercado en el bar y que le había hablado de aquella manera tan confusa. Su cabeza le dio vueltas, y, cuando se recuperó y sus sentidos volvieron en sí, se encontró cara a cara con el detective Andrew Flynn.

Sintió que la mandíbula se le aflojaba y se quedó mirándolo fijamente. El brazo, que casi aplastó a Andy cuando se dio la vuelta, todavía oscilaba en el aire.

«No, no puede ser Andy. Ahora no…»

Su sistema nervioso le había hecho la versión ebria de una alerta repentina de pánico y a la vez le había desubicado el repertorio completo de habilidades motoras. Se encontró sin habla e inerte.

- ¡Makedde! Me había parecido verte -le dijo el hombre que era Andy, o la alucinación más convincente que ella jamás hubiera tenido.

Ella miraba fijamente.

- Me ha parecido verte en una esquina del bar, pero no estaba seguro. Pensaba que no bebías… -Hizo una breve pausa al ver que ella no respondía. Estaba petrificada por una vergüenza espantosa-. ¿Qué? ¿Te has alistado en las SS? -La rodeó con sutileza por un costado-. Oye, ¿estás bien?

«Avergonzada. Totalmente avergonzada.»

Demasiado por habérselo encontrado. Demasiado por no estar calmada, fresca y serena.

Era el mismo; recordaba su olor, su presencia. La misma mandíbula marcada y su irresistible nariz imperfecta. Con la misma cicatriz en la mejilla y el mismo cabello oscuro y corto. Y sus ojos. Sus increíbles ojos verdes. Deseó de verdad estar sobria.

- Creo que necesito sentarme -consiguió decir. Se encontraba mal. Andy dejó de hacerle preguntas y la apartó con cuidado de la cristalera del Sports Bar.

Horas más tarde, Makedde se despertó entre rígidas sábanas de hotel. El techo estaba estucado, y percibió un ligero olor a viejos cigarrillos y a perfume en la habitación.

Se sintió terriblemente mal. Horrible. Su garganta estaba irritada y tenía la sensación de tener la cabeza atrapada en una burbuja hermética. De forma instintiva, abrió la mandíbula al máximo para que se le destaparan los oídos. Estaba sobria de un modo deprimente, con un terror profundo que la carcomía y que no podía describir. Había algo que no le gustaba, pero no estaba lo suficientemente espabilada para recordar de qué se trataba.

«¿Dónde estoy? ¿Qué hora es?»

Vio un vaso vacío y una tostada en la bandeja del servicio de habitaciones posada en una silla cercana. Le dio un mordisco a la tostada para sentirse mejor después de haber bebido demasiado. Alguien se lo sugirió. Ese alguien era el hombre al que había ido a ver a aquel hotel.

«Andy, no…»

Estaba sentado en la salita a unos metros de ella. Le dedicó una lenta sonrisa cuando sus ojos se encontraron. Su primera reacción fue mirarse. Se quedó aliviada por encontrarse aún vestida. El sentimiento de pavor disminuyó bastante.

- ¿Cómo te encuentras ahora? -le preguntó él.

«Mierda. No es así como lo planeé.»

- Mmm, ¿cómo me siento? He estado mejor -admitió ella, y se rió.

- ¿Quieres más tostadas? ¿Agua?

- No, en serio. Estoy bien.

La habitación se quedó en silencio por un momento. Buscó con la mirada un reloj y lo encontró en la mesita que estaba algo retirada de la cama. Con una luz roja fluorescente declaraba que era tarde.

Las tres de la madrugada.

- Es tarde -dijo él.

Ella asintió con la cabeza.

- Muy tarde, y mañana hay que trabajar.

¿Era tarde para ellos? No pudo decidir si se sentía como si él fuera un extraño o un hombre con el que había pasado las noches el último año. En sueños o en pesadillas.

Estudió su cara en silencio.

- ¿Puedo acercarme? -le preguntó él, y ella le respondió con un gesto de cabeza.

Se levantó y se dirigió hacia la cama, donde ella estaba arropada, completamente vestida, con los pantalones y la camisa ahora arrugados, para sentarse en una de las esquinas. Vio que sus zapatos y sus calcetines estaban a unos metros. Se imaginó que él se los habría quitado mientras ella estaba en Dios sabe qué estado.

- Me ha gustado verte. Me has dado una sorpresa -le declaró Andy.

- También me la he dado a mí. Estaba cerca y pensé… -Su voz se fue apagando y entonces hizo un gesto con la cabeza-. No, no es verdad. Quería ver cómo estabas. Parecías algo raro por teléfono. Todo ese rollo de que necesitabas hablar conmigo… Y entonces pensé que no estaría mal acercarme y saludarte, ya sabes, nada más, solo decirte hola y eso…

- Estás aún más guapa de lo que recordaba.

«Oh, no.»

- No me digas eso. -«Por favor, no lo digas.»

Él se acercó.

- Te he echado de menos.

Mak quiso besarlo. Demonios, quería besarlo. Estaba cerca, sus labios estaban tan cerca.

- ¿Puedo usar tu pasta de dientes?

Andy se incorporó.

- Sí, claro. Como quieras. Puedes usar también mi cepillo.

Makedde asintió con la cabeza y salió con dificultad de la cama. Se preguntaba por qué en los hoteles hacían las camas con las sábanas tan estiradas. Lo comparó con salir de un sobre que hubiera que desgarrar para poder abrirlo, y se preguntó cómo Andy la habría metido allí dentro.

Mak consiguió poner ambos pies en el suelo y se dio impulso para levantarse. Se quedó de pie, pero su cerebro no cooperó. Tuvo un bajón de tensión y se quedó perfectamente quieta para que se le pasara.

- Estoy bien, estoy bien -murmuró, notando la atención que Andy había puesto en ella mientras se encaminaba hacia el baño con la camiseta atrapada bajo el tirante del sujetador.

El espejo no fue benévolo con ella.

El cabello de Makedde estaba hecho un desastre. Su rímel, en cambio, se había mantenido bastante bien. Tenía algo manchados los párpados inferiores. Se lavó los dientes.

«Así está mejor.»

Se acicaló como pudo, preocupada porque le importaba lo que él pensara. Cuando se hubo arreglado un poco y vio que no tenía la baba de haber dormido ni las rayas que podía haber dejado el maquillaje, salió para volver con Andy y se sentó en la otra esquina de la cama.

Hacía mucho tiempo que no estaba cerca de un hombre en una cama, un año, y la última vez había sido con un asesino. El hombre que ahora se sentaba a su lado la había salvado. No podía soportar ese pensamiento, le hacía sentirse vulnerable y débil. Tenía la sensación de que le debía algo. Odiaba eso más que nada.

Miró a Andy a los ojos.

- No sabía si tenía ganas de verte.

Él no dijo nada, solo asintió al comentario.

- Es un poco… -No completó la frase y no se apresuró a hacerlo.

«¿Es un poco qué? ¿Un poco incómodo? ¿Un poco espeluznante? ¿Un poco de cada?»

Se sentaron uno al lado del otro, impasibles.

- Será mejor que duermas -le dijo él, y se puso en pie.

Estaba evitando la intimidad con ella. «Buena filosofía», pensó Mak.

- Yo dormiré en el sofá -prosiguió Andy-. Te puedes poner una de mis camisetas para dormir si así estás más cómoda.

- No. Debería marcharme. Apenas puedo dormir en mi propia cama, y menos lo haría aquí, sabiendo que te hago dormir en el sofá. De ninguna manera.

- ¿Qué quieres decir con que no duermes en tu propia cama? ¿Algo va mal? ¿Por qué no consigues dormir?

Mak cerró los ojos. Él no debería haber retomado ese tema. No era más que un comentario hecho a la ligera.

- Estoy bien, en serio.

- ¿Estarás bien? -Aquellos ojos verdes se clavaban directamente en los suyos, y su intensidad la incomodaba.

- Sí, por supuesto. Yo siempre estoy bien, ¿recuerdas?

- Yo no lo recuerdo así.

«Jódete, Andy.» Aquel comentario le dolió. Se sintió como si la estuviera controlando… Él le había salvado la vida. Makedde percibió como se alzaba un muro a su alrededor. Cruzó los brazos.

- Bien, ¿y qué era eso de lo que tenías que hablar conmigo? -le preguntó-. Ya estoy aquí, ¿de qué se trata?

Él esbozó una sonrisita y bajó la mirada. Cuando ponía aquella cara no podía leer su expresión. «¿A qué venía aquella sonrisita?»

Cuando volvió a levantar la cabeza, parecía realmente consternado. Makedde se sintió presa del pánico. «No puedo descifrar sus gestos ahora… ¿por qué?»

- ¿Qué narices pasa?

Él tragó saliva y se levantó para ponerse frente a ella. Vio como subía y bajaba su nuez. No se lo veía contento. ¿Qué era lo que ella temía que le dijera? ¿«Te quiero»? ¿«Vuelve conmigo a Australia»? ¿Qué?

- Mak, no creo que este sea el mejor momento para hablar de ello.

- ¿Por qué no?

- Confía en mí. Este no es el momento.

- Me dijiste que querías verme y decirme algo, e incluso sugeriste la posibilidad de vernos esta misma noche, y ahora que estoy aquí…

- Cielos, olvidaba que tenías un carácter tan fuerte. -Sonrió y se acercó a ella.

- En serio, Andy, esto es muy condescendiente. -Ella se levantó furiosa.

Ahora estaban de lado, muy cerca, y él era tan alto, tan tremendamente alto a su lado. «Mierda.» ¿Por qué tenía que encontrarlo tan atractivo?

- Tengo que irme -dijo ella con tono firme.

- Tus zapatos están ahí.

- Ya lo veo. Gracias por cuidarme.

«De nuevo. Dios, odio esto.»

- Me ha gustado que vinieras a verme.

«A mí no.»

Se sacudió la ropa para quitarse las arrugas y se fue hacia la puerta.

- Ya nos veremos.

Ya estaba en el ascensor cuando se dio cuenta de que se había dejado el bolso. «Mierda.» Y había hecho una buena salida. Volvió hacia la habitación de Andy, pero esta vez su carga de autoestima había menguado un poco. Él abrió la puerta antes de que ella llegara y le pasó el bolso.

- Buenas noches.

- Buenos días. Ya hablaremos luego.

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