Spin

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Los rumores del Apocalipsis llegan a las Berkshires

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Los rumores del Apocalipsis llegan a las Berkshires

No volví a ver a Jason durante varios años después de la fiesta del trineo, aunque me mantuve en contacto. Nos volvimos a encontrar el año que me gradué en la facultad de medicina, en una casa de alquiler en las Berkshires a unos veinte minutos de Tanglewood.

Había estado ocupado. Había hecho cuatro años de facultad, más tiempo como voluntario en una clínica local y había empezado a prepararme para la Prueba de Admisión en Medicina un par de años antes de hacerla. Mi nota media, los resultados de la Prueba de Admisión, y un fajo de cartas de recomendación de los tutores y otros profesores venerables (más la generosidad de E. D.) me consiguieron la admisión en el campus médico de la Universidad Estatal de Nueva York en Stony Brook por cuatro años. Eso ya estaba hecho, quedaba detrás de mí, terminado, pero tenía la intención de pasar al menos otros tres años de especialización antes de estar preparado para dedicarme a la práctica de la medicina.

Lo que me colocaba entre la mayoría de la gente que continuaba viviendo sus vidas como si el fin del mundo jamás hubiera sido anunciado.

Podría haber sido diferente si el día del juicio hubiera sido calculado al día y hora. Todos podríamos haber escogido nuestra motivación para el personaje, desde el pánico a la resignación beatífica, y haber representado el final de la historia humana con un sentido decente del ritmo y con un ojo fijo en el reloj.

Pero a lo que nos enfrentábamos era simplemente una alta posibilidad de extinción definitiva en un sistema solar que cada vez era más inhóspito para la vida. Probablemente nada podría protegernos indefinidamente del sol en expansión que habíamos visto en las imágenes de la NASA capturadas por sondas orbitales… pero por ahora estábamos escudados, por razones que nadie comprendía. La crisis, si es que había una crisis, era intangible; la única evidencia disponible a nuestros sentidos era la ausencia de estrellas: ausencia como evidencia, evidencia de ausencia.

¿Cómo construye uno una vida bajo la amenaza de la extinción? La pregunta definió a nuestra generación. Para Jason era bastante fácil, por lo que parecía. Se había tirado al problema de cabeza: el Spin se estaba convirtiendo rápidamente en su vida. Y también fue relativamente fácil para mí, supongo. Me atraía la medicina desde el principio, y parecía una elección sabia en la actual atmósfera de crisis en ebullición. Quizá me imaginaba que salvaría vidas, si el fin del mundo resultaba ser algo más que hipotético y menos que instantáneo. Pero ¿tenía alguna importancia si todos estábamos condenados? ¿Por qué salvar una vida si toda vida humana perecería? Pero los médicos en realidad no salvan vidas, las prolongamos; y si eso falla, proporcionamos cuidados paliativos y aliviamos el dolor. Lo que puede que fuera la habilidad más útil de todas.

Y encima de todo eso, la universidad y la facultad de medicina habían sido una distracción continua, incesante y agotadora, pero bienvenida, de todos los pesares del mundo.

Así que aguanté. Jason aguantó. Pero muchos otros lo pasaron peor. Diane fue una de esas personas.

Estaba limpiando mi dormitorio de alquiler en Sony Brook cuando me llamó Jason.

Era temprano por la tarde. La ilusión óptica indistinguible del sol brillaba con fuerza. Mi Hyundai estaba cargado y preparado para la vuelta a casa. Tenía planeado pasar un par de semanas con mi madre, y luego atravesar el país en coche durante una o dos semanas. Ése sería mi último tiempo libre antes de empezar el período de médico interno en Harborview, en Seattle, y tenía intención de ver mundo, o al menos la parte de él que estaba comprendida entre Maine y el estado de Washington. Pero Jason tenía otras ideas. Apenas me dedicó un hola-qué-tal-estás antes de intentar venderme la moto.

—Tyler —me dijo—, esto es demasiado bueno para dejarlo pasar. E. D. ha alquilado una casa de verano en las Berkshires.

—¿Ah, sí? Bien por él.

—Pero no puede usarla. La semana pasada estaba haciendo una visita a una planta de extrusión de aluminio en Michigan y se cayó de una plataforma de carga, rompiéndose la cadera.

—Lamento oírlo.

—No es grave, pero estará con muletas durante un tiempo y no quiere recorrer todo el camino a Massachusetts sólo para quedarse sentado y chupar analgésicos. Y Carol no era muy entusiasta de la idea para empezar. —No era ninguna sorpresa que Carol se hubiera convertido en una alcohólica profesional. No me imaginaba qué podría haber hecho en las Berkshires con E. D. Lawton, excepto beber aún más—. La cosa —prosiguió Jase— es que no puede deshacer el contrato, de forma que la casa se va a quedar vacía durante tres meses. Así que pensé que ya que habías terminado la facultad de medicina y todo eso, quizá podríamos reunirnos al menos un par de semanas. Quizá podríamos convencer a Diane de que se nos una. Ir a un concierto. Pasear por los bosques. Como en los viejos tiempos. De hecho, me dirijo hacia allí en estos momentos. ¿Qué dices, Tyler?

Estaba a punto de rechazar su oferta. Pero pensé en Diane. Pensé en las pocas cartas y llamadas telefónicas que habíamos intercambiado en las ocasiones predecibles y en las preguntas sin responder que se acumulaban entre nosotros. Sabía que lo más sabio sería no ir. Pero ya era demasiado tarde: mi boca había dicho sí por su cuenta.

Así que pasé otra noche en Long Island; luego metí a presión mis últimas posesiones terrenales en el maletero del coche y conduje por la avenida estatal del Norte hasta la carretera rápida de Long Island.

Había poco tráfico y el tiempo era ridículamente bueno. Era una tarde azul y despejada, agradablemente cálida. Quería vender el mañana a la puja más alta y quedarme para siempre en el dos de julio. Me sentía más estúpida y físicamente feliz de lo que me había sentido en mucho tiempo.

Y entonces encendí la radio.

Era lo suficientemente mayor para recordar que una «estación de radio» era un edificio con un transmisor y una torre de antena, cuando la recepción de radio variaba de pueblo en pueblo. Muchas de esas estaciones todavía existían, pero la radio analógica del Hyundai había muerto como una semana después del fin de la garantía. Lo que dejaba las emisoras digitales (retransmitidas a través de uno o más de los aerostatos de gran altitud de E. D.). Normalmente solía escuchar descargas de jazz del siglo XX, un gusto que adquirí mientras rebuscaba en la colección de discos de mi padre. Me gustaba fingir que ése era el verdadero legado que me había dejado: Duke Ellington, Billie Holiday, Miles Davis, música que ya era vieja cuando Marcus Dupree era joven, transmitida subrepticiamente, como un secreto de familia. Lo que quería escuchar en ese momento era «Harlem Air Shaft», pero el tipo que había revisado el coche había reseteado mis presintonías y me había programado un canal de noticias que parecía que no podía quitar. Así que tuve que aguantar desastres naturales y la mala conducta pública de celebridades. Incluso hablaban del Spin.

Ya lo habíamos empezado a llamar el Spin para ese entonces.

Las encuestas eran muy claras a ese respecto. La NASA había publicado la información de las sondas orbitales la noche que Jason nos dio la noticia a Diane y a mí, y una oleada de lanzamientos europeos confirmaron los resultados americanos. Pero todavía, a ocho años de que el Spin se hiciera público, sólo una minoría de norteamericanos y europeos lo consideraban una «amenaza para ellos y sus familias». En gran parte de Asia, África y el Oriente Medio, una empecinada mayoría consideraba que todo el asunto era una trama de los Estados Unidos, probablemente un intento fallido para crear algún tipo de escudo antimisiles de defensa estratégica.

Una vez le pregunté a Jason a qué se debía esto. Y me dijo:

—Piensa en lo que les estamos pidiendo que se crean. Estamos hablando, a nivel global, de una población con un conocimiento casi prenewtoniano de la astronomía. ¿Cuánto necesitas saber sobre la luna y las estrellas cuando tu vida consiste en cosechar la suficiente biomasa para alimentarte a ti y a tu familia? Para que esa gente entendiera algo acerca del Spin tendrías que comenzar desde muy atrás. Tendrías que contarles que la Tierra tiene miles de millones de años, para empezar. Espera que se las vean con el concepto de «miles de millones» quizá por primera vez en sus vidas. Es difícil de tragar, especialmente si has sido educado en una teocracia musulmana, una aldea animista o una escuela pública del Cinturón de la Biblia. Y luego cuéntales que la Tierra no es inmutable, que hubo una era, que duró más que la nuestra, en la que los océanos eran vapor y el aire venenoso. Cuéntales cómo los seres vivientes aparecieron repentinamente y evolucionaron esporádicamente durante tres mil millones de años antes de producir el primer ser humano. Y entonces cuéntales lo del sol, que tampoco es permanente, sino que empezó como una nube de gases y polvo en contracción que algún día, dentro de otros cuantos miles de años a partir de ahora, se expandirá, tragándose a la Tierra, y finalmente volará sus capas exteriores para convertirse en una pepita de materia superdensa. Curso Básico de Cosmología, ¿no? Tú lo aprendiste de todas esas novelas que solías leer, para ti es algo sabido, pero para la mayoría de la gente es una visión del mundo completamente nueva y que probablemente ofende a sus creencias básicas. Pues deja que haga efecto esa información. Deja que lo asuman, y luego cuéntales las malas noticias de verdad. El tiempo mismo es fluido e impredecible. El mundo que parece tan resistentemente normal, a pesar de todo lo que hemos aprendido, ha sido colocado en una especie de nevera cósmica. ¿Por qué se nos ha hecho eso? No lo sabemos con exactitud. Creemos que está causado por la acción deliberada de seres tan poderosos e inaccesibles que bien podríamos llamarlos dioses. Y si enfurecemos a los dioses, puede que retiren su protección, y al poco tiempo las montañas se fundirán y los océanos hervirán. Pero no te fíes de nuestra palabra. Ignora la puesta de sol y las nieves que cubren las montañas cada invierno, como siempre han hecho. Tenemos pruebas. Tenemos cálculos, deducciones lógicas y fotos hechas por máquinas. Evidencia forense de gran calibre. —Jason sonrió con una de sus extrañas y tristes sonrisas—. Sorprendentemente, el jurado sigue sin estar convencido.

Y no sólo eran los ignorantes los que no estaban convencidos. En la radio, el presidente de una compañía de seguros empezó a quejarse del impacto económico producido por todo ese «debate incesante y acrítico sobre el llamado Spin». La gente empezaba a tomárselo en serio, dijo. Y eso era malo para los negocios. Hacía que la gente fuera temeraria. Animaba a la inmoralidad, al crimen y al gasto sin ahorro. Peor todavía, jodía las previsiones de los actuarios.

—Si el mundo no se acaba en los próximos treinta o cuarenta años —dijo—, nos enfrentaremos al desastre.

Las nubes empezaron a llegar desde el oeste. Una hora más tarde el hermoso cielo azul estaba encapotado y las gotas empezaron a estrellarse contra el parabrisas. Encendí los faros.

Las noticias de la radio pasaron a otra cosa después de las previsiones de los actuarios. Había mucha charla sobre otra cosa en los últimos titulares: las cajas plateadas, suspendidas por fuera de la barrera del Spin, a cientos de millas por encima de ambos polos de la Tierra. Suspendidas, no orbitando. Un objeto puede mantenerse en órbita estable sobre el ecuador, los satélites geoestacionarios solían hacer eso mismo, pero nada, según las leyes elementales del movimiento, podía «orbitar» en posición fija sobre los polos del planeta. Y sin embargo, esas cosas estaban ahí, detectadas por radar y últimamente fotografiadas por misiones no tripuladas de reconocimiento: otro estrato de misterio añadido al Spin, e igualmente incomprensible para las masas iletradas, que en este caso me incluían. Quería hablar de ello con Jason. Creo que quería que le diera sentido para mí.

Llovía a raudales, y los truenos resonaban por los montes, cuando finalmente llegué a la casa de alquiler de E. D. Lawton a las afueras de Stockbridge.

Era una casa de campo estilo inglés, de cuatro dormitorios, con el recubrimiento pintado de un verde arsénico, puesta en medio de unos cien acres de bosque protegido. Relucía en el ocaso como un faro. Jason ya estaba allí, su Ferrari blanco aparcado bajo el techado que iba de la casa hasta el garaje.

Debió oírme aparcar: abrió la gran puerta delantera antes de que tocara.

—¡Tyler! —saludó, sonriendo.

Entré y dejé mi única y empapada maleta en el suelo de baldosas del recibidor.

—Sí que ha pasado tiempo —dije.

Nos habíamos mantenido en contacto mediante correo electrónico y teléfono, pero aparte de un par de breves apariciones en la Gran Casa, ésta era la primera vez que estábamos en la misma habitación en casi ocho años. Supongo que el paso del tiempo era evidente en los dos, un sutil inventario de cambios. Había olvidado lo formidable que era su presencia. Siempre había sido alto, y siempre había estado a gusto en su propio cuerpo, y así seguía aunque parecía más delgado, no delicado, sino delicadamente equilibrado, como una escoba en equilibrio sobre la punta del palo. Llevaba el pelo cortado como un rastrojo uniforme de una longitud de seis milímetros. Y aunque conducía un Ferrari, seguía ignorando cosas como el estilo personal: llevaba unos vaqueros desgastados, un suéter de punto con pelusas de hilo descosido y zapatillas deportivas de ocasión.

—¿Has comido de camino?

—Almorcé tarde.

—¿Tienes hambre?

No tenía, pero admití que me moría por una taza de café. La facultad de medicina me había convertido en adicto.

—Tienes suerte —dijo Jason—. Compré medio kilo de café guatemalteco de camino hacia aquí. —Los guatemaltecos, indiferentes ante el fin del mundo, seguían cultivando café—. Lo pondré en la cafetera. Te mostraré la casa mientras se hace.

Dimos una vuelta por la casa. Tenía un aire abarrotado propio del siglo XX, paredes pintadas de verde manzana o naranja inmadura, recio mobiliario rústico y cabeceros de latón en las camas, cortinas de encaje sobre ventanas de cristales abombados sobre los que la lluvia repiqueteaba incesantemente. Comodidades modernas en la cocina y la sala de estar, una tele grande, cadena de música, conexión a internet. Acogedor en la lluvia. De vuelta al piso de abajo, Jason sirvió el café. Nos sentamos a la mesa de la cocina e intentamos ponernos al día.

Jase se mostró vago acerca de su trabajo, ya por modestia o por razones de seguridad. En los ocho años que habían transcurrido desde la revelación del Spin había conseguido un doctorado en astrofísica y luego lo había abandonado para ocupar un puesto menor en la Fundación Perihelio de E. D. Quizá no había sido una mala jugada, ahora que E. D. era un miembro de alto rango del Comité de Investigación y Planificación para Crisis Globales y Medioambientales del presidente Walker. Según Jason, Perihelio estaba a punto de dejar de ser un comité de expertos de la industria aeroespacial para transformarse en un cuerpo oficial asesor, con autoridad real para influir en la política.

—¿Eso es legal? —dije.

—No seas ingenuo, Tyler. E. D. ya se ha distanciado de Industrias Lawton. Dimitió de la junta y sus acciones son administradas por un fondo fiduciario ciego. Según nuestros abogados, está libre de incompatibilidades.

—¿Y qué haces tú en Perihelio?

Sonrió.

—Escucho con mucha atención a mis superiores —dijo—, y hago sugerencias educadamente. Cuéntame algo sobre la facultad de medicina.

Me preguntó si no encontraba desagradable tener que ver tanta debilidad humana y enfermedades en clase. Así que le conté mi clase de anatomía de segundo año. Junto con una docena de estudiantes, había diseccionado un cadáver humano y ordenado sus contenidos por tamaño, color, función y peso. Pero también era un hito, un ritual de paso. Más allá de ese punto no quedaba nada de la niñez.

—Jesús, Tyler. ¿Quieres algo más fuerte que el café?

—No digo que fuera gran cosa. Eso fue lo más sorprendente. No fue gran cosa. Acabas y te vas a ver una peli.

—Has recorrido mucho camino desde la Gran Casa, ¿eh?

—Mucho camino. Los dos.

Entonces empezamos a rememorar, y la tensión se apagó en la conversación. Hablamos de los viejos tiempos. Caímos en lo que reconocía como un patrón. Jason mencionaba un lugar, el sótano, el centro comercial, el arroyo; y yo proporcionaba una historia: aquella vez que forzamos el mueble bar; la vez que vimos a aquella chica de la academia Rice llamada Kelley Weems robar unos condones de la farmacia; el verano en que Diane insistió en leernos arrebatados pasajes de las obras de Christina Rossetti, como si hubiera descubierto algo profundo.

El jardín, propuso Jason. La noche en que desaparecieron las estrellas, dije yo.

Y entonces nos quedamos en silencio durante un rato.

—Bueno… ¿Va a venir o no? —conseguí decir al fin.

—Lo está decidiendo todavía —dijo Jase en tono neutro—. Tiene que ajustar algunos compromisos. Se supone que mañana me llama y me lo dice.

—¿Sigue en el sur? —eso era lo último que había sabido de ella por mi madre. Diane estaba en alguna universidad del sur, estudiando algo que no podía recordar: geografía urbana, oceanografía o alguna otra ografía.

—Sí, ahí sigue —dijo Jason, removiéndose en su silla—. Ya sabes, Tyler. Diane ha cambiado en muchos aspectos.

—Supongo que eso no es nada sorprendente.

—Está semiprometida. Para casarse.

Me lo tomé con dignidad.

—Bueno, bien por ella —dije. ¿Cómo podría estar celoso? Ya no tenía ninguna relación con Diane… y jamás había tenido una, en ese sentido de la palabra «relación». Y yo mismo casi había estado comprometido, allá en Stony Brook, con una estudiante de segundo año llamada Candice Boone. Habíamos disfrutado de decirnos «te amo» el uno al otro hasta que nos cansamos. Creo que Candice se cansó primero.

¿Y eso de semiprometida? ¿Eso cómo funcionaba?

Estuve tentado de preguntar. Pero Jason estaba claramente incómodo con la dirección que había tomado la conversación. Recuperé un recuerdo: una vez, cuando estábamos en la Gran Casa, Jason se había traído una cita para que conociera a su familia. Era una chica nada espectacular pero agradable que había conocido en el club de ajedrez de la Rice, demasiado tímida para hablar mucho. Carol había permanecido relativamente sobria aquella noche, pero E. D. había mostrado a las claras su desaprobación por aquella chica, había sido visiblemente grosero con ella y había reprendido a Jase por «traer un espécimen como ése a casa». Un gran intelecto, había dicho E. D., trae consigo una gran responsabilidad. No quería ver a Jason forzado a un matrimonio convencional. No quería verlo «colgando pañales» cuando podía estar «dejando su huella en el mundo».

Mucha gente en la posición de Jason habría dejado de llevar a casa a las muchachas con las que salía.

Jason simplemente dejó de salir con mujeres.

La casa estaba vacía cuando desperté a la mañana siguiente.

Había una nota en la mesa de la cocina. Jase había salido a comprar provisiones para una barbacoa: «Volveré al mediodía o más tarde». Eran las nueve treinta. Había dormido hasta deliciosamente tarde, y sentía toda la languidez de las vacaciones de verano.

La casa parecía generarla. Las tormentas de la noche pasada habían desaparecido y me llegaba una agradable brisa matinal a través de las cortinas estampadas. La luz del sol resaltaba las imperfecciones de las vetas de la madera de la cocina. Tomé un desayuno lento al lado de la ventana y observé las nubes como señoriales veleros que navegaban hacia el horizonte.

Un poco después de las diez, sonó el timbre de la puerta, y durante un segundo me entró el pánico de que pudiera ser Diane. ¿Había decidido aparecer antes de tiempo? Pero resultó ser «Mike, el paisajista», advirtiéndome de que iba a cortar el césped. No quería despertar a nadie, pero el cortacésped hacía mucho ruido. Podía volver esa tarde si me suponía un problema. Ningún problema, le dije, y unos minutos después ya estaba definiendo los contornos de la propiedad a bordo de un anticuado John Deere que ennegrecía el aire con el combustible que quemaba. Todavía sintiéndome algo somnoliento, me pregunté cómo se vería aquel trabajo de jardinería frente a lo que Jason solía llamar el universo en general. Para el universo en general, la Tierra era un planeta casi en estasis. Esas hojas de hierba habían crecido durante siglos, con un movimiento tan lento y cargado de historia como la evolución de las estrellas. Mike, una fuerza de la naturaleza nacida hacía un par de miles de millones de años, segaba la hierba con una paciencia vasta e irresistible. Las hojas cortadas caían como apenas tocadas por la gravedad, pasando muchas estaciones entre el sol y la marga, marga en la que se deslizaban gusanos matusalén mientras en otros lugares de la galaxia, quizá, surgían y caían imperios.

Jason tenía razón, por supuesto: era difícil creer en ello. O más bien no, no «creer en ello»; la gente cree en todo tipo de cosas de lo más inverosímiles; sin aceptar la verdad fundamental sobre el mundo. Me senté en el porche de la casa, en el lado más alejado del rugiente cortacésped, y el aire era fresco y el sol era agradable sobre mi rostro cuando lo volví hacia él, aunque supiera lo que era, radiación filtrada de una estrella en pleno Spin, donde los siglos se malgastaban en segundos.

No podía ser cierto. Es cierto.

Volví a pensar en la facultad de medicina, en la clase de anatomía que le había contado a Jason. Candice Boone, mi casi prometida de antaño, había estado en esa clase conmigo. Se había mostrado estoica durante la disección, pero no después. Un cuerpo humano, me dijo, debería contener amor, odio, valor, cobardía, alma, espíritu… no ese conjunto de gelatinosos imponderables azules y rojos. Sí. Y tampoco deberíamos vernos arrastrados a un futuro cruel y letal.

Pero el mundo es como es, y no se puede regatear con él. Eso fue lo que le dije a Candice.

Ella me dijo que era «frío». Pero seguía siendo lo más cercano a la sabiduría que había conseguido reunir.

La mañana continuó su curso. Mike terminó con el césped y se fue, dejando el aire lleno de un silencio húmedo. Pasado un rato conseguí levantarme para llamar a mi madre en Virginia, donde el tiempo, según me contó, era menos invitador que en Massachusetts: todavía seguía nublado tras una tormenta la noche pasada que había derribado unos pocos árboles y un par de líneas de alta tensión. Le conté que había llegado sin contratiempos a la casa de veraneo de alquiler de E. D. Me preguntó qué tal estaba Jason, aunque probablemente lo hubiera visto ella más recientemente que yo durante alguna de sus visitas a la Gran Casa.

—Mayor —dije—. Pero sigue siendo Jase.

—¿Está preocupado por lo de China?

Mi madre se había convertido en una adicta a las noticias desde el Suceso de Octubre, mirando la CNN no por placer, sino para asegurarse, de la misma manera que un aldeano mexicano podía mantener un ojo puesto en el volcán que tenía al lado, con la esperanza de no verlo humear.

Lo de China era sólo una crisis diplomática por ahora, dijo ella, pero se había oído un leve ruido de sables. Algo acerca de un lanzamiento de satélite controvertido.

—Deberías preguntarle a Jason al respecto.

—¿Ha sido E. D. el que ha hecho que te preocupes por eso?

—Qué va. Carol cuenta cosas de vez en cuando.

—No sé si puedes confiar en lo que diga.

—Vamos, Ty. Carol bebe, pero no es idiota. Ni yo tampoco, si vamos a eso.

—No quería insinuar eso.

—La mayor parte de lo que oigo acerca de Jason y Diane en estos días lo oigo de boca de Carol.

—¿Te ha dicho si Diane va a venir a las Berkshires? No puedo sacarle una respuesta directa a Jase.

Mi madre titubeó.

—Diane ha sido un poco impredecible en los últimos años. Supongo que eso es lo que le pasa a Jason.

—¿Qué significa «impredecible» exactamente?

—Oh, ya sabes. No mucho éxito en los estudios. Un par de problemas con la ley…

—¿Con la ley?

—No, quiero decir, no ha robado un banco ni nada de eso, pero la detuvieron un par de veces cuando las manifestaciones del NR se salieron de madre.

—¿Qué demonios hacía ella en las manifestaciones del NR?

Otra pausa.

—Creo que eso deberías preguntárselo a Jason.

Ésa era mi intención.

Tosió, y me la imaginé con una mano sobre el auricular y la cabeza delicadamente vuelta a un lado.

—¿Qué tal te sientes?

—Cansada.

—¿Algo nuevo en el médico? —Estaba en tratamiento para la anemia. Montones de pastillas de hierro.

—No. Simplemente me hago vieja, Ty. A todo el mundo le pasa, tarde o temprano. —Y añadió—: Estoy pensando en retirarme. Si es que se puede llamar trabajo a lo que hago. Ahora que los gemelos se han marchado, sólo quedan Carol y E. D., y E. D. no está mucho por aquí desde que empezó ese asunto de Washington.

—¿Les has dicho que estás pensando en dejarlo?

—Todavía no.

—No sería la Gran Casa sin ti.

Se rió sin alegría.

—Creo que he tenido suficiente de la Gran Casa para toda una vida, gracias.

Pero jamás volvió a mencionar que se iba. Creo que fue Carol la que la convenció para que se quedara.

Jason apareció por la puerta a media tarde.

—¿Ty? —Sus pantalones, un par de tallas excesivamente grandes, le colgaban de la cintura como el velamen de un barco atrapado en calma chicha, y tenía la camiseta sucia con los fantasmas de manchas de salsa—. Échame una mano con la barbacoa, ¿quieres?

Fui con él a la parte de atrás de la casa. La barbacoa era una parrilla normal y corriente de propano. Jase nunca había usado una. Abrió la válvula de la bombona, pulsó el botón de encendido y retrocedió cuando florecieron las llamas. Entonces me sonrió.

—Tenemos filetes. Y tenemos ensalada de tres tipos de judía procedente de la tienda de delicatessen del pueblo.

—Y apenas tenemos mosquitos —dije.

—En primavera rociaron algo para tenerlos controlados. ¿Tienes hambre?

La tenía. De alguna manera, pasarme la tarde dormitando me había abierto el apetito.

—¿Vamos a cocinar para dos o para tres?

—Sigo esperando noticias de Diane. Probablemente no sabremos nada hasta esta noche. Sólo nosotros para cenar, creo.

—Suponiendo que los chinos no nos desintegren primero.

Era un cebo.

Y Jason lo mordió.

—¿Te preocupa lo de los chinos, Ty? Ya ni siquiera es una crisis. Ya está solucionado.

—Qué alivio. —Había descubierto la existencia de una crisis y su resolución en el mismo día—. Mi madre me lo mencionó. Algo que salía en las noticias.

—Los militares chinos querían volar los artefactos polares con armas nucleares. Tienen misiles con cabeza nuclear preparados para salir en sus rampas en Jiuquan. El razonamiento que hacen es que si pueden dañar artefactos polares puede que puedan desactivar el escudo de Octubre por completo. ¿Qué probabilidades crees que hay de que una tecnología capaz de manipular el tiempo y la gravedad sea vulnerable a nuestras armas?

—¿Así que amenazamos a los chinos y éstos se han retirado?

—Algo de eso hubo, sí. Pero también les ofrecimos una zanahoria. Les ofrecimos una plaza a bordo.

—No entiendo.

—Que se unieran a nuestro pequeño proyecto para salvar el mundo.

—Me estás asustando un poco, Jason.

—Alcánzame las pinzas para la carne. Lo siento. Sé que suena críptico. No debería hablar de esto. Con nadie.

—¿Estás haciendo una excepción en mi caso?

—Siempre hago una excepción en tu caso. —Sonrió—. Hablaremos durante la cena, ¿vale?

Lo dejé ante la parrilla, envuelto en humo y calor.

Dos gobiernos consecutivos habían sido regañados por la prensa por «no hacer nada» acerca del Spin. Pero una crítica sin demasiado fundamento. Si había algo práctico que se pudiera hacer, nadie sabía lo que era. Y cualquier represalia evidente, como lo que los chinos habían propuesto, podría ser increíblemente peligrosa.

Perihelio abogaba por un enfoque completamente diferente.

—La metáfora más apropiada —dijo Jase—. No es una batalla, sino el judo. Usar el peso y la inercia de un oponente de mayor tamaño contra él mismo. Eso es lo que queremos hacer con el Spin.

Me lo contó lacónicamente mientras cortaba su chuleta a la parrilla. Comimos en la cocina, con la puerta abierta. Un enorme abejorro, tan gordo y amarillo que parecía un ovillo de lana volador, se estrelló repetidas veces contra el mosquitero de la puerta.

—Intenta pensar en el Spin —dijo—, más como en una oportunidad que como en un ataque.

—¿Una oportunidad de qué? ¿De morir prematuramente?

—Una oportunidad de usar el tiempo para nuestros propios fines, de una forma que jamás podríamos haber hecho antes.

—¿No es precisamente el tiempo lo que nos han quitado?

—Al contrario. Fuera de nuestra pequeña burbuja terrestre tenemos millones de años con los que jugar. Y tenemos una herramienta que funciona a la perfección precisamente en esos plazos de tiempo.

—Herramienta —dije, confuso, mientras Jason trinchaba otro trozo de carne. La carne estaba servida sin más. Una chuleta en el plato, botella de cerveza a un lado. Sin florituras, exceptuando una ensalada de judías, de la que se había servido una modesta ración.

—Sí, una herramienta, la más obvia: la evolución.

—Evolución.

—Tyler, así no se puede mantener una conversación, si sólo me repites lo que te digo.

—Vale, bueno, la evolución como herramienta… sigo sin ver cómo podríamos evolucionar lo suficiente en treinta o cuarenta años para que sirviera de algo.

—Nosotros no, por amor de Dios, y desde luego no en treinta o cuarenta años. Estoy hablando de formas de vida simples. Estoy hablando de Marte.

—Marte. —Ay. Lo había vuelto a hacer.

—No seas obtuso, piensa en ello.

Marte era un planeta muerto en todos sus aspectos, aunque una vez pudiera tener los precursores primitivos de la vida. Fuera de la burbuja del Spin, Marte había estado «evolucionando» durante millones de años desde el Suceso de Octubre, calentado por el sol en expansión. Seguía siendo, según las últimas fotografías orbitales, un planeta seco y muerto. Si hubiera poseído vida simple y un clima habitable, supuse que a estas alturas podría haberse convertido en un exuberante planeta de verdes selvas. Pero no tenía los requisitos y no se había convertido en un vergel.

—La gente solía hablar de la terraformación —dijo Jason—. ¿Recuerdas todas esas novelas especulativas que solías leer?

—Sigo leyéndolas, Jase.

—Más poder para ti. ¿Cómo intentarías tú la terraformación de Marte?

—Liberando una cantidad suficiente de gases de efecto invernadero en la atmósfera para calentarlo. Liberando el agua congelada. Sembrando el planeta con organismos simples. Pero incluso en las suposiciones más optimistas, eso llevaría…

Me sonrió.

—Me estás tomando el pelo —le dije.

—No. —La sonrisa desapareció—. Para nada. No, es completamente en serio.

—Pero ¿por dónde empezarías a…?

—Empezaríamos por una serie de lanzamientos coordinados con cargamentos de bacterias diseñadas genéticamente. Propulsores iónicos simples y un lento viaje hasta Marte. Impactos controlados, principalmente, a los que pueden sobrevivir los organismos unicelulares, y unos cuantos envíos de mayor tamaño con ojivas de penetración para liberar esos organismos bajo la superficie del planeta allí donde sospechemos que haya agua enterrada. Respalda las apuestas usando múltiples lanzamientos y un amplio espectro de organismos candidatos. La idea consiste en tener la suficiente actividad orgánica para liberar el carbono prisionero en la corteza y diseminarlo en la atmósfera. Dale un par de millones de años, meses de nuestro tiempo, y luego examina el planeta otra vez. Si es un sitio más cálido y con una atmósfera más densa, y quizá un par de charcos de agua semilíquida, entonces puede que comencemos el ciclo de nuevo, esta vez con plantas multicelulares diseñadas específicamente para ese entorno. Lo que pondrá algo de oxígeno en el aire y quizá consiga subir la presión atmosférica un par de milibares. Repetir según sea necesario. Añadir millones de años y remover. En un tiempo razonable, según miden el tiempo nuestros relojes, podrías cocinarte un planeta habitable.

Era una idea asombrosa. Me sentí como uno de esos personajes que acompañan al protagonista en las novelas victorianas de misterio. «¡Había pergeñado un plan audaz, casi absurdo, pero por mucho que lo intentara, no conseguía encontrar un solo defecto en él!».

Excepto uno. Un defecto monumental.

—Jason —dije—. Aunque fuera posible. ¿De qué nos serviría a nosotros?

—Si Marte es habitable, la gente podrá irse allí a vivir.

—¿Los siete u ocho mil millones de seres humanos que hay aquí?

—Ni de lejos —resopló—. No, sólo unos pocos pioneros. Material de crianza, si quieres tomártelo en plan cínico.

—¿Y qué se supone que tienen que hacer?

—Vivir, reproducirse y morir. Millones de generaciones por cada uno de nuestros años.

—¿Con qué fin?

—Si no sirve para nada más, al menos para darle a la especie humana una segunda oportunidad en el sistema solar. En el mejor de los casos… tendrán el conocimiento que les proporcionemos, más un par de millones de años para mejorarlo. Dentro de la burbuja del Spin no tendremos tiempo suficiente para preguntarnos quiénes son nuestros Hipotéticos o por qué nos están haciendo esto. Nuestros herederos marcianos puede que tengan una mejor oportunidad. Quizá puedan resolver el problema por nosotros.

¿O luchar por nosotros?

(Por cierto, ésa fue la primera vez que oí llamarlos los «Hipotéticos»… las hipotéticas inteligencias controladoras, las invisibles y teóricas criaturas que nos habían encerrado en la cripta temporal. El nombre no se puso de moda entre el público en general hasta varios años después. Y lo lamenté cuando se popularizó. La palabra era demasiado desapasionada, sugería algo abstracto y tenía una frialdad objetiva; la verdad, posiblemente, resultaría ser mucho más compleja).

—¿Y hay un plan —dije— para hacer todo eso?

—Oh, sí. —Jason había terminado con tres cuartas partes de su chuleta. Apartó el plato—. Ni siquiera es prohibitivamente caro. Diseñar unicelulares extremadamente resistentes es la única parte problemática. La superficie de Marte es un sitio árido, frío, virtualmente carente de aire y que quedaba bañado en radiación esterilizante cada vez que sale el sol. Pero aun así, tenemos ingentes cantidades de organismos extremófilos con los que trabajar; bacterias que viven en las rocas antárticas, bacterias que viven en el agua de los reactores nucleares. Y todo lo demás es tecnología sobradamente comprobada. Sabemos que los cohetes funcionan. Sabemos que la evolución funciona. Lo único realmente nuevo es la perspectiva. El poder conseguir resultados a plazos de tiempo larguísimos en tan sólo días o meses después del lanzamiento. Es… la gente lo llama «diseño teleológico».

—Casi parece —dije, probando la nueva palabra que me había dado— lo que nos están haciendo los Hipotéticos.

—Sí —dijo Jason, enarcando las cejas en una expresión que aún encontraba halagadora después de tantos años: sorpresa, respeto—. Sí, en cierta manera, supongo que sí.

Una vez leí en un libro un detalle interesante acerca del primer alunizaje tripulado, allá en 1969. En aquellos entonces, decía el libro, algunas de las personas más ancianas, hombres y mujeres nacidos en el siglo XIX, lo suficientemente viejos para recordar el mundo antes de los automóviles y la televisión, se habían mostrado reacios a creerse las noticias. Las palabras que sólo tenían sentido como cuentos de hadas en su niñez («dos hombres han caminado por la luna esta noche») les estaban siendo ofrecidas como descripción de un hecho. Y no podían aceptarlo. Confundía su sentido de lo que era razonable y lo que era absurdo.

Ahora me tocaba a mí.

«Vamos a terraformar y colonizar Marte», decía mi amigo Jason, y no estaba loco… o al menos no más loco que las docenas de personas poderosas e inteligentes que aparentemente compartían su convicción. Así que la propuesta era en serio: de hecho, ya debía de ser, a algún nivel burocrático, un trabajo en marcha.

Di un paseo por los terrenos después de la cena mientras todavía quedaba algo de luz diurna.

Mike, el jardinero, había hecho un trabajo decente. El césped relucía como la idea del verde de un jardín, el cultivo de un color primario. Más allá, las sombras empezaban a crecer en los terrenos arbolados. A Diane le hubieran gustado los árboles bajo esa luz, pensé. Volví a pensar en esas sesiones estivales junto al arroyo, hacía años ya, cuando nos leía libros antiguos. Una vez, cuando estábamos hablando del Spin, Diane había citado un poemita del poeta inglés A. E. Housman:

El Oso Pardo es enorme y salvaje;

Y ha devorado al tierno infante.

El tierno infante no es consciente

De que se lo ha comido el oso.

Jason estaba hablando por teléfono cuando entré por la puerta de la cocina. Me miró y luego apartó la vista y bajó la voz.

—No —dijo—. Tiene que ser así, pero… no, lo entiendo. Muy bien. He dicho que muy bien, ¿no? Pues muy bien significa que muy bien.

Se metió el móvil en el bolsillo y yo pregunté:

—¿Era Diane?

Asintió.

—¿Va a venir?

—Va a venir. Pero hay un par de cosas que quisiera mencionar antes de que llegue. ¿Te acuerdas de lo que hablamos durante la cena? No se lo podemos contar. De hecho, a nadie en absoluto. No es una información pública.

—Quieres decir que está reservada.

—Técnicamente, supongo que sí, así es.

—Pero me lo has contado a mí.

—Sí. Eso ha sido un delito federal —sonrió—. Mío, no tuyo. Y confío en que seas discreto. Sé paciente… saldrá en la CNN en un par de meses. Además, tengo planes para ti, Ty. Uno de estos días, Perihelio va a buscar candidatos para una vida rural más que dura. Necesitaremos todo tipo de médicos. ¿No sería maravilloso que pudiéramos trabajar juntos?

Me quedé sorprendido.

—Acabo de licenciarme, Jase. Todavía no he hecho la interinidad.

—Todo a su tiempo.

—¿No confías en Diane? —pregunté.

Su sonrisa se derrumbó.

—No, sinceramente. Ya no. No en los tiempos que corren.

—¿Cuándo estará aquí?

—Antes de mañana.

—¿Y qué es lo que no quieres contarme?

—Que se trae a su novio.

—¿Y eso es un problema?

—Ya lo verás.

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