Sorry

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Primera parte » Antes. Kris

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Antes KRIS

Antes de que hablemos de ti, quisiera presentarte a gente a la que vas a conocer muy pronto. Es un día fresco de agosto. El sol está en el cielo con extrema claridad, y recuerda la luz titilante en los interruptores de los pasillos. La gente vuelve su rostro hacia el sol y se asombra de recibir tan poco calor.

Nos encontramos en un pequeño parque en el centro de Berlín. Aquí empieza todo. Un hombre está sentado en un banco junto al agua. Su nombre es Kris Marrer, tiene veintinueve años y parece un asceta que hace mucho tiempo decidió no formar parte de la sociedad. Solo que Kris sabe demasiado bien que forma parte de esa sociedad. Ha terminado la escuela y la carrera universitaria. Le gusta viajar al mar, adora la buena comida y puede pasarse horas hablando de música. Aunque no quiera, Kris Marrer, definitivamente, es parte de la sociedad, y eso se le revela con particular claridad ese miércoles por la mañana.

Está allí sentado en el banco del parque, sin más, como si fuera a levantarse de repente en cualquier momento. Tiene el mentón estirado hacia delante, los codos apoyados en las rodillas. Hoy no es un buen día, y ya al despertarse Kris sabía que no lo sería, pero de ello hablaremos más adelante. En este momento lo importante es su arrepentimiento por haber escogido precisamente ese banco del parque junto al puerto fluvial. Pensó que un par de minutos de tranquilidad para recuperarse sería justo lo adecuado. Pero pensó mal.

A unos metros de distancia hay una mujer sentada en la hierba. Va vestida como si se negara a creer que se ha acabado el verano. Vestido sin mangas, sandalias. La hierba a su alrededor parece mustia, el suelo está frío. Un hombre está parado delante de la mujer y le habla con insistencia. Su mano derecha es como un hacha que corta el aire sin hacer ruido. Afilado, anguloso, veloz. Cada vez que el hombre señala hacia la mujer, ella se sobresalta. Ni siquiera se les oye alzar la voz demasiado, pero Kris puede escuchar con claridad cada una de sus palabras.

Sabe, por ejemplo, que el hombre ha tenido una aventura. La mujer no le cree. Cuando el hombre enumera todas las mujeres con las que se ha acostado, la mujer empieza a creerle y lo llama bastardo. Es un bastardo, eso está más que claro. Él se le ríe en la cara.

—¿Y qué pensabas? ¿Pensaste que te sería fiel?

El hombre escupe a los pies de la mujer, le da la espalda y se marcha. Ella empieza a llorar. Llora en silencio, la gente reacciona como suele reaccionar: mirando hacia otra parte. Los niños siguen jugando, y un perro le ladra acaloradamente a una paloma, mientras el sol, indiferente, no ve nada que no haya visto hace mucho tiempo.

«En días como estos debería llover —piensa Kris—. Ninguna persona debería separarse de otra cuando el sol brilla».

Cuando la mujer levanta la vista, nota su presencia en el banco del parque. Sonríe tímidamente, pues no quiere exhibir su tristeza. Su sonrisa le recuerda a Kris una cortina tras la cual ha podido mirar por un instante. «Es amable, seductora». Kris se siente conmovido por la franqueza de la mujer, pero luego ese instante desaparece con la misma rapidez, la mujer se frota las lágrimas de la cara y mira hacia el agua como si nada hubiera sucedido.

Kris se sienta junto a ella.

Más tarde le contará a su hermano que ni él mismo sabía lo que estaba haciendo. Pero eso sucederá después. A partir de este momento todo transcurre de un modo muy sencillo. Es como si las palabras hubieran estado siempre dentro de su cabeza. Kris no tiene que buscarlas, solo tiene que decirlas.

Le explica a la mujer lo que acaba de suceder. Asume la defensa del bastardo que la ha engañado y le inventa un pasado difícil. Le habla de problemas y de angustias infantiles. Le dice:

—Si él pudiera, muchas cosas las haría de otro modo; sabe que está metiendo la pata. Deja que se marche. ¿Cuánto tiempo hace que os conocéis? ¿Dos meses? ¿Tres?

La mujer asiente. Kris continúa.

—Deja que se marche. Si regresa, sabrás que es el hombre adecuado. Pero si no regresa, puedes alegrarte de que todo haya acabado.

A medida que habla, a Kris le van gustando sus palabras. Puede observar el efecto que causan. Son como una mano tranquilizadora. La mujer lo escucha atentamente y dice que no está muy segura de cómo tomarse toda esa relación.

—¿Habló mucho acerca de mí?

Kris vacila de manera imperceptible, entonces le dice unos cumplidos y le cuenta lo que se le cuenta a toda mujer insegura de veintitrés años: que no tendrá grandes dificultades para encontrar a su siguiente amante a lo largo de esa misma semana.

Kris es bueno, es realmente bueno.

—Aun cuando él nunca lo reconozca —dice finalmente—, no debes olvidar que lo siente. En lo más hondo de su ser, se está disculpando contigo en este momento.

—¿De verdad?

—De verdad.

La mujer asiente satisfecha.

Todo comienza con una mentira y acaba con una disculpa; también esa mañana allí, en el parque. La mujer no sabe quién es Kris Marrer. Tampoco quiere saber de dónde conoce Kris a aquel bastardo que acaba de abandonarla. Y aunque no tiene ninguna otra relación con Kris, le pregunta si no tendría ganas de ir a tomar algo con ella. El dolor en la mujer es como un puente que cualquiera que muestre cierta empatía puede cruzar.

«A veces somos tan prescindibles que resulta penoso», piensa Kris.

—Me haría bien una copa de vino —dice ella, y su mano alisa el vestido sobre sus piernas, como si este fuera un motivo para que Kris medite sobre su oferta.

Él ve su rodilla, ve en las sandalias las uñas de los pies pintadas de rojo. Entonces hace un gesto negativo con la cabeza. No ha hecho aquello con el fin de acercarse a la mujer. Ha actuado de un modo puramente instintivo. Tal vez se trate de ese banal anhelo ancestral del hombre protector. Hombre ve mujer, hombre quiere protegerla. Hombre protege mujer. Más tarde Kris llegará a la conclusión de que no ha hecho más que responder a una vocación; había sentido la apremiante necesidad de disculparse. Más tarde, una parte se unirá a la otra para formar un todo. Pero eso será más tarde.

Kris posa su mano sobre la de la mujer y dice:

—Lo siento, pero he quedado con alguien.

Y entonces aparece de nuevo su sonrisa, pero esta ya no es forzada; la mujer entiende a Kris, confía en él.

—En otra ocasión —dice Kris, poniéndose de pie.

Ella asiente. Todo ha pasado. El dolor de la ruptura ha desaparecido, pues ella ha visto un poco de luz. Un hombre amable le ha abierto los ojos. Y es así como dejamos a esa mujer sola, sentada en el césped, y abandonamos el parque en compañía de aquel hombre amable. Vamos camino de su trabajo. Será su último día en ese empleo, y el hombre amable no está de muy buen humor.

—Tienes que entenderlo —le dice Bernd Jost-Degen diez minutos después, metiendo las manos en los bolsillos delanteros de sus vaqueros de diseño. Está de pie, de espaldas a la ventana, de modo que Kris solo puede ver la silueta de su cara. Un minutero digital palpita entre un Chagall y un Miró en el reloj holográfico proyectado sobre la pared. La oficina del jefe siempre ha de estar un poco a oscuras, de lo contrario no se ve el dichoso reloj. Bernd Jost-Degen es tres años mayor que Kris y no le gusta que le digan jefe. Prefiere el término más informal de jefazo.

—Hay recortes por todas partes —sigue diciendo Bernd Jost-Degen—. Mírame a mí. La mierda me está cubriendo. Las estructuras ya no son las mismas, el mundo ha seguido girando, ¿me entiendes? Antes la gente hacía un buen trabajo y le pagaban bien por ello. Ahora tienes que hacer un trabajo extraordinario y te pagan mal. Y para colmo tienes que estar agradecido.

Bernd ríe con la risa de alguien que no forma parte de la gente. Kris se siente como un idiota y no sabe por qué ha querido hablar una vez más con su jefe. A sus pies hay dos bolsas de papel que le entregó la empleada de la limpieza después de haber desocupado su escritorio.

—Esto es la economía de mercado, Kris, esto es exceso de personal. Somos muchos, y nuestras almas pertenecen al capitalismo. Mírame a mí. Pendo de unos cuantos hilos. Soy una marioneta. La gente de arriba dice: «Bernd, queremos ganar el doble». ¿Y qué hago yo? Os pongo un agua mineral más barata y el café más ordinario, y recorto donde puedo recortar, para que la gente de arriba no me corte los hilos.

—Pero ¿de qué hablas? —pregunta Kris—. Me has despedido, me has convertido en uno de esos recortes.

Bernd Jost-Degen coloca una mano sobre la otra y se estira hacia delante.

—Hombre, Kris, mira una cosa, tengo las manos atadas, mátame si quieres, pero tengo las manos atadas. Tengo que despedir a la gente que llegó última. Claro que puedes continuar trabajando por libre, y si quieres, te hago una carta de recomendación, te la hago con mucho gusto. Faltaría más. Inténtalo otra vez en el Tagesspiegel, ahora mismo andan un poco desorientados. ¿O es que has pensado en el taz? Ellos… ¿Qué pasa? ¿Por qué me miras así?

Kris ha inclinado la cabeza. Sus pensamientos han llegado a un determinado punto. Es un poco como la meditación. Con cada inhalación, Kris se hace más grande, y cada exhalación suya hace que su jefe se encoja un poco más.

—¿No irás a ponerte violento conmigo ahora, verdad? —dice Bernd Jost-Degen con tono nervioso y se sitúa detrás de su escritorio. Sus manos desaparecen en los bolsillos del pantalón, su torso se inclina hacia atrás, como si estuviera parado ante un abismo. Kris no se mueve, solo observa, sabe que si se acercase ahora a su jefe, podría oler el miedo que siente.

—Lo siento, tío. Si quieres…

Kris lo deja plantado en medio de la frase y atraviesa la redacción con las bolsas de papel bajo el brazo. Está decepcionado. Bernd Jost-Degen nunca ha aprendido a formular correctamente una disculpa. Nunca digas que lo sientes y, al hacerlo, escondas las manos en los bolsillos del pantalón. Todos queremos ver las armas con las que nos hieren. Y si vas a mentir como lo ha hecho Bernd Jost-Degen, da por lo menos un paso hacia donde está tu interlocutor y transmítele la sensación de que estás diciendo la verdad. Fíngele proximidad, porque la proximidad puede disimular las mentiras. No hay nada más lamentable que una persona que no sepa disculparse por sus errores.

Nadie levanta la vista cuando Kris pasa. Él solo desea que toda la tropa se asfixie allí mismo en su ignorancia. Durante todo un año ha colaborado estrechamente con ellos, y ahora ninguno levanta la vista, ni uno solo.

Ya en el ascensor, Kris coloca las bolsas de papel en el suelo y se mira en el espejo de la pared. Espera que la imagen rehúya su mirada. Pero la imagen reflejada le devuelve la irónica sonrisa.

«Es mejor que nada», piensa Kris y oprime el botón de la planta baja.

En las dos bolsas están todas sus investigaciones y entrevistas de los últimos meses, cosas por las que nadie se ha interesado en realidad. Actuales por un día y basura al día siguiente, una basura que se recicla una y otra vez. «El periodismo de actualidad», piensa Kris, y de pronto siente ganas de prenderle fuego a todo aquello. Cuando las puertas se abren nuevamente, sale del ascensor, deja las bolsas de papel en el suelo y estas casi se vuelcan al resonar el suspiro de Kris; pero entonces las puertas del ascensor se cierran y todo acaba.

Kris sale a la acera y respira hondo.

Estamos en Berlín, en la Gneisenaustrasse. El Mundial se ha acabado hace nueve semanas, y parece como si nunca hubiese tenido lugar. Kris no quiere que eso le ocurra. Tiene casi treinta años y, después de doce meses con un trabajo fijo, ha vuelto a quedarse sin empleo. No tiene interés en buscar un nuevo puesto de trabajo, y tampoco quiere, como tantos cientos de miles, pasar de una plaza de becario a otra, dar lo mejor de sí por un famélico salario y esperar que algún día lo acepten. No. Tampoco quiere hacer el trabajo de un aprendiz, pues él ya tiene una formación y ha acabado una carrera. Sus posturas en la vida se cruzan con las exigencias del mercado profesional: es malo mendigando y demasiado arrogante para los trabajitos menos exigentes. Pero Kris no tiene intención de desesperarse. Su cabeza no terminará en un horno, nadie se enterará de sus problemas. Kris es un optimista, y solo hay dos cosas que no puede soportar: las mentiras y el comportamiento desleal. Hoy ha experimentado en propia carne ambas cosas, y así está su estado de ánimo. Si Kris Marrer supiera ahora mismo que, desde que despertó, está avanzando hacia una nueva meta, cambiaría de inmediato de actitud. Podrías verlo reír. Pero como no sospecha nada, maldice ese día y encamina sus pasos hacia la estación del metro. Se pregunta cómo puede enderezarse un mundo en el que todos se han acostumbrado a vivir de manera torcida.

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