Sorry

Sorry


Primera parte » Tamara

Página 6 de 81

TAMARA

En el preciso momento en el que Kris abandona la oficina de la redacción, Tamara Berger se incorpora asustada y se sienta en la cama. El techo de la habitación está a tan solo unos centímetros de su cabeza, y Tamara sabe que jamás se va a acostumbrar a ello. Es como si se despertara en un ataúd. Entonces se deja caer sobre la almohada y medita sobre el sueño que sigue resonando en su mente, como un eco. Un hombre le ha preguntado si ya ha tomado una decisión. Tamara no podía ver su rostro, solo veía los tensos tendones de su cuello. Por tal razón, intentó darle la vuelta al hombre, pero la cabeza de este continuó girando y alejándose cada vez más de ella, hasta que en su cuello se formaron esas delgadas grietas que a Tamara le recordaban la tierra reseca. Finalmente, le puso una mano en la cabeza al hombre, de modo que este ya no pudo girarla más. Luego Tamara le dio la vuelta y despertó.

Nos encontramos en el sur de Berlín, a dos calles del Ayuntamiento de Steglitz. La habitación da a un patio trasero, las cortinas están corridas, y una avispa revolotea incansablemente y se pega contra el cristal de la ventana. Tamara no sabe cómo la avispa ha podido entrar a través de las ventanas selladas. El despertador marca las 11:19. Tamara no se lo cree, por eso coge el reloj y se lo pega a la cara antes de levantarse de la litera rezongando y ponerse la misma ropa que llevaba la noche anterior. Un minuto después sale corriendo del piso como si el edificio estuviera envuelto en llamas.

Seguramente te estarás preguntando por qué perdemos el tiempo con una mujer que ni siquiera consigue lavarse la cara después de despertar o ponerse ropa limpia. Pues Tamara se hace la misma pregunta mientras contempla su rostro en el reflejo de uno de los cristales del metro. Esta mañana, cuando llegó a casa a eso de las cuatro de la madrugada, estaba demasiado cansada como para desmaquillarse. El rímel corrido le ha dejado unos surcos oscuros bajo los ojos. Tiene el pelo desgreñado, la blusa arrugada y un botón demasiado abierto, de modo que puede vérsele claramente el canalillo en el escote. «Parezco una dejada», piensa Tamara, y hunde la cara entre las manos. El hombre que está en diagonal a ella le alcanza un pañuelo sin hacer comentario alguno. Tamara le da las gracias y se sopla la nariz. En ese momento desea haberse quedado todo el día durmiendo.

Aunque ahora te resulte difícil, tienes que confiar en que Tamara Berger es un elemento importante en toda esta historia. Un día te verás sentado delante de ella y le preguntarás si ha tomado una decisión. Sin ella, ahora tendríamos que separarnos.

La Oficina de Empleo ya está cerrada. Tamara le da una desganada patada a la puerta y se va hasta la panadería más próxima. De pie, se come un bocadillo y bebe sorbos de un café que sabe como si hubiese pasado la tercera noche sobre la placa eléctrica. La dependienta se encoge de hombros y no quiere hacer un nuevo café. Cree que primero hay que tomarse el que ya está hecho. Además, hasta ese momento nadie se había quejado. Tamara da las gracias por el pésimo servicio y, cuando la dependienta se da la vuelta, le roba los azucarillos. Todos.

El piso pertenece a la hermana de Tamara, Astrid. Primera planta, exterior, edificio de antigua construcción. Ni feo ni bonito; sencillamente, práctico. Dos de las habitaciones dan al exterior, y la tercera habitación está junto al cuarto de baño y es la que ocupa Tamara. Tiene una vista deprimente a un traspatio gris que jamás ha visto la luz del sol. En el verano, el hedor de los contenedores de basura es tan insoportable que Tamara ya se ha despertado varias veces con arcadas. Y cuando se quejó ante su hermana, Astrid le dijo que, por ella, podía irse a vivir de nuevo con los padres de ambas. Fue entonces cuando Tamara se calló la boca y selló las rendijas de la ventana.

«Somos familia —pensó—, y así son las cosas, hay que callarse la boca y confiar en que todo mejore algún día».

Tamara lo piensa realmente. A su padre le dieron la jubilación anticipada a la edad de treinta y nueve años; su madre se pasa todo el día sentada tras la caja en un supermercado, y por las noches hace ganchillo delante del televisor. Aparte de Astrid, Tamara tiene un hermano mayor que ella y que en algún momento desapareció de casa para emigrar a Australia. Los hermanos crecieron con la filosofía muy burguesa de que la vida no es amiga de nadie y que hay que estar satisfecho con lo que se tiene.

Cuando Tamara regresa de la Oficina de Empleo, Astrid está frente a la cocina removiendo una crema de color verde. El piso huele a vestidor después de las clases de deportes.

—Esto apesta —dice Tamara a modo de saludo.

—Yo ya no huelo nada —responde Astrid dándose unos golpecitos con el dedo en la nariz—. Aquí dentro está como Chernobil.

Tamara besa a su hermana en la mejilla y abre la ventana.

—¿Y bien? ¿Qué ocurre?

A Tamara le gustaría responder que no ha ocurrido nada, porque es verdad, pero sabe bien a lo que Astrid se refiere. Por eso guarda silencio y se saca las botas con la esperanza de poder escapar de allí sin tener que oír más preguntas. Hay días en que lo consigue.

Astrid observa cada uno de los movimientos de Tamara. Desde la infancia, entre las dos hermanas las cosas no han cambiado demasiado. Es cierto que existe entre ellas cuatro años de diferencia, pero nadie lo nota. Tamara no sabe si eso es bueno o malo. Antes siempre quería ser la hermana mayor.

—No pongas esa cara —dice Astrid—. Alguna de esas grandes librerías te dará un trabajo. Dussmann o cualquiera de esas. Siempre están buscando gente.

Astrid ve las cosas muy fáciles. La gente que tiene trabajo siempre oye decir que hay trabajo por todas partes. Hace un año, la hermana de Tamara montó un salón de manicura en los bajos de un edificio de alquiler. También se dedica, por encargo, a mezclar cremas y mascarillas faciales. Al final del año quiere especializarse en masajes. Astrid lleva su salón ella solita. A Tamara le gustaría ayudarla, porque para ella cualquier cosa es mejor que estar todo el día sentada sin hacer nada, pero a Astrid le parece que su hermana está demasiado cualificada para ese trabajo.

Tamara detesta esa palabra. Suena como si, con el bachillerato terminado, hubiese adquirido una enfermedad contagiosa. Tener una cualificación normal es siempre mejor, ya que así el empresario puede pagar menos. Lo mejor de lo mejor, por supuesto, es ser estudiante universitario, pero Tamara se ha jurado a sí misma que jamás iría a la universidad. Se siente feliz por haber dejado atrás la escuela; no necesita ninguna repetición bajo el manto camuflado de lo académico. Tampoco espera mucho de la vida. Solo quisiera hacer un poco más de dinero, viajar un poco más, y muy especialmente, lo que quiere es que las cosas le vayan un poco mejor.

—¿Has ido allí? —pregunta Astrid.

—¿Adónde?

—Dime una cosa, ¿me escuchas cuando te hablo? ¿La librería? ¿La grande? ¿Dussmann? Allí habrá pronto alguna plaza vacante, créeme.

Tamara asiente sin querer hacerlo, luego se planta junto a la mesa de la cocina y vacía los azucarillos que trae en el bolsillo de la chaqueta.

—Mira lo que he traído.

Astrid sonríe con desgana.

—¿Quién se te ha atravesado hoy?

—Alguien de la clase obrera —dice Tamara, besa a su hermana en la mejilla y desaparece en su habitación.

Aunque Tamara vive con Astrid solo desde la primavera, siente como si hubiese transcurrido una eternidad. De todos modos, ella misma se lo buscó, pero a veces uno dice «sí» cuando tiene que decir «no» y luego se asombra de que ciertas cosas sean como son.

Si pudieras echar un vistazo a la habitación de Tamara, te darías cuenta enseguida de que allí vive alguien que solo se encuentra de paso. Dos maletas abiertas, rebosantes de prendas de vestir, dos hileras de libros a lo largo de las paredes, no hay cuadros ni pósteres, y hasta se echan en falta las baratijas de adorno sobre el alféizar. «Haber llegado» es un estado que Tamara aún espera. Ella no sueña con tener un piso propio con suelo de parquet; tampoco sueña con tener un marido que la haga feliz dándole tres hijos. Sus sueños son más bien pobres y débiles, ya que no sabe lo que quiere de la vida. No tiene ninguna vocación, no tiene misión alguna que la atraiga. Solo siente el deseo de encajar de algún modo, pero sin llegar a formar parte totalmente. Le gusta demasiado la sociedad como para ser una marginal, y es demasiado marginal como para ser una buena burguesa.

Después de haber cerrado la puerta de la habitación a sus espaldas, Tamara se pone a escuchar aquel silencio engañoso. A través de la pared puede escucharse un tenue jadeo, luego un sonoro gemido.

«Tengo que largarme de aquí», piensa Tamara y se resiste al impulso de golpear contra la pared. Werner está otra vez sentado en el retrete. Werner es el actual novio de Astrid y se pasa cinco días de la semana en casa de su hermana, aunque su piso es dos veces más grande. El fin de semana Astrid no lo ve, porque Werner se dedica a recorrer el barrio con sus colegas y a emborracharse tanto que apenas puede sostenerse en pie. Werner es profesor de deporte en una escuela primaria y tiene hemorroides desde su más tierna infancia. Cada día permanece sentado una hora en el váter, gimiendo. Tamara escucha cada ruido. Salvo los sábados y los domingos, por supuesto.

Ahora Tamara se sube a la litera, se pone los auriculares y coge la novela histórica que yace abierta boca abajo junto a la almohada. Siete páginas después, la luz del techo empieza a apagarse y encenderse, a apagarse y encenderse. Tamara se quita los cascos y mira hacia abajo desde la litera. Astrid está en el umbral de la puerta y le hace señas con el teléfono en una mano.

—¿Quién es?

—¿Quién iba a ser? —le responde Astrid y le arroja el teléfono.

El corazón de Tamara empieza a latir con más fuerza. Hay días en los que espera escuchar en el otro extremo de la línea una voz fina y casi tierna. Sabe que es una esperanza tonta, pero así y todo se pega el auricular al oído con un gesto nervioso y se pone a la escucha. Oye una respiración, conoce esa manera de respirar y se siente decepcionada, pero intenta que no se le note el desencanto.

—Sálvame —le dice su mejor amiga—. Estoy en las últimas.

Tamara Berger y Frauke Lewin se conocen desde la escuela primaria. Estudiaron en el mismo instituto, se entusiasmaron por los mismos chicos y odiaron a los mismos profesores. Pasaban casi todas las tardes con la misma pandilla a orillas del lago Lietzensee. Juntas experimentaron todo, desde el primer beso hasta el primer porro: penas de amor, convulsiones de llanto, discusiones políticas, peleas y un tedio insondable. En el invierno podías verlas sentadas en los bancos del Monumento a los Caídos. Por entonces, el frío no les hacía ninguna mella. Tomaban ponche caliente servido de un termo y fumaban cigarrillos con avidez, como si con ello pudieran entrar en calor. Tamara no recuerda ya cuándo el frío consiguió superarla. Ahora sienten frío con mucha mayor rapidez, se quejan más, y cuando uno les pregunta por qué, responden que el mundo se torna cada vez más frío, ¿o acaso no es cierto? También podrían responder que se han hecho más viejas, pero eso sería demasiado sincero, eso solo se dice cuando uno llega a los cuarenta y puede volver la vista atrás. Con veintiocho o veintinueve años no resulta muy sensato mirar hacia atrás. Con veintiocho o veintinueve uno experimenta su propia catástrofe climática privada y confía en que vengan tiempos mejores.

Frauke la espera en el Monumento a los Caídos, que se eleva como un solitario monolito en medio del parque. Tiene la espalda apoyada contra la piedra gris y las piernas cruzadas. Frauke va vestida de negro, y eso no tiene nada que ver con este día tan especial. Cuando era adolescente, Frauke tuvo una fase en la que adoraba todo lo gótico. De esa etapa le ha quedado el color negro. En días como hoy, hace pensar en aquellas inocentes mujeres de las películas de horror, a las que todos quieren proteger del mal y que, de repente, se transforman y terminan mostrando los colmillos. Obsérvala bien. Todavía no puedes saberlo, pero un día esa mujer se convertirá en tu enemigo. Te odiará e intentará matarte.

—¿No tienes frío? —pregunta Tamara.

Frauke le arroja una mirada por la que parece que estuviera sentada sobre un iceberg.

—Ya se acabó el verano, y mi culo es un cubito de hielo. ¿Puedes explicarme lo que hago aquí?

—Estabas en las últimas —le recordó Tamara.

—Cuánto te quiero.

Frauke se aparta un poco, Tamara toma asiento; Frauke le ofrece un cigarrillo y Tamara lo acepta, aunque no fuma. Tamara solo fuma cuando Frauke le ofrece cigarrillos. No quiere decepcionar a su amiga y por eso le hace compañía. A veces Tamara no sabe si existe algún calificativo para las mujeres de su condición. Fumadora pasiva no encaja muy bien.

—¿Cómo conseguiste salir de la cama esta mañana? —quiere saber Frauke.

Habían pasado la noche anterior bailando en una discoteca y se emborracharon tanto que ni siquiera se despidieron.

Tamara le cuenta lo de la Oficina de Empleo cerrada y lo del café en la panadería. Luego toma una calada del cigarrillo y tose.

Frauke le quita el cigarrillo y lo apaga de un pisotón.

—¿Alguien te ha dicho alguna vez que fumas como una chimenea? La gente como tú no debería fumar.

—¿A quién le dices eso?

Ambas observan a los pocos viandantes que se atreven a salir al parque con este tiempo. El Lietzensee brilla como si su superficie fuera de hielo. Una mujer embarazada, con un cochecito de niño, se detiene en la orilla y se coloca ambas manos sobre la barriga en un gesto de satisfacción. Tamara aparta rápidamente la vista.

—¿Qué edad tenemos? —pregunta Frauke.

—Ya sabes la edad que tenemos.

—¿Y eso no te da miedo?

Tamara no sabe qué responder. Por el momento, las cosas que les dan miedo a una y a otra son bien diferentes. La semana pasada Tamara se separó de un músico que la abordó en el metro. La idea que aquel tío tenía de una relación era que Tamara se pasara el día entero hablando con entusiasmo del talento de él y que por las noches se callara la boca, cuando sus amigos venían a hacer sesiones de Jam. A Tamara no le gusta estar sola. Para ella la soledad es un castigo.

—Lo que quiero decir es si no te da miedo que, después de diez años de haber acabado el bachillerato, sigamos aquí sentadas, junto al monumento, y que nada haya cambiado. Conocemos cada rincón de este sitio. Sabemos dónde esconden los sin techo sus bolsas con las botellas retornables, sabemos incluso dónde prefieren mear los perros. Me siento como un zapato viejo. Imagínate que acudiéramos ahora a una reunión con antiguos compañeros de clase. Joder, se reirían de nosotras.

Tamara recuerda la última reunión que tuvieron con antiguos compañeros del cole, hace un año, y recuerda también que a nadie le iba realmente bien. Doce de ellos no tenían trabajo, cuatro intentaban mantenerse a flote como vendedores de seguros, y tres habían montado su negocio y estaban al borde de la ruina. Solo a una de las chicas le iba realmente bien, era farmacéutica y alardeaba mucho con eso. Y hasta aquí la cháchara sobre el instituto.

Tamara, sin embargo, no cree que ese sea el verdadero problema de Frauke.

—¿Qué ha ocurrido? —pregunta ella.

Frauke arroja el cigarrillo con dos dedos. Un hombre se detiene bruscamente y mira la colilla que ha caído a sus pies. La toca con la punta del zapato, como si fuera un animal muerto, y luego dirige su mirada hacia las dos mujeres sentadas en el banco del parque.

—¡Lárgate! —le grita Frauke.

El hombre niega con la cabeza y continúa. Frauke empina la nariz y sonríe. En días como estos es cuando Tamara se da claramente cuenta de que Frauke sigue siendo una chica de la calle. Mientras Tamara ha tenido que luchar consigo misma para salir del piso por una hora, Frauke ha estado merodeando por el barrio sin hacer caso de nadie. Las chicas la veían como a una líder y la miraban con reverencia, mientras que los chicos tenían un miedo enorme a sus comentarios. Frauke siempre tuvo mucho orgullo y mucha dignidad. Ahora trabaja por cuenta propia como diseñadora para los medios, pero solo acepta encargos que le gustan, por lo que a menudo se ve sin dinero a principios de mes.

—Necesito algún nuevo encargo —dice—. Cualquiera. ¿Me entiendes? Y lo necesito con suma urgencia. Mi padre tiene una tía nueva, y esta es de la opinión que yo debería aprender a andar por mi cuenta. Y yo me pregunto, ¿acaso tengo catorce años? Me ha eliminado la paga. Lo hizo así, sin más. ¿Puedes decirme con qué clase de fulanas se lía mi padre? Todas deberían venir un día y llamar a mi puerta, que ya verán lo que tengo que decirles.

Tamara ve claramente el cuadro delante de sus ojos. No sabe si existe algún nombre en latín para el complejo paterno de Tamara, pero da igual. No importa qué mujer se líe con el padre de Tamara, para todas, la hija siempre será una de las Furias. En un par de ocasiones Tamara ha estado presente, y no son recuerdos precisamente agradables. Tamara cree que el problema es su padre, no las amigas, pero esa es una opinión que ella se reserva.

—¿Y ahora? —pregunta Frauke de pronto, sin fuerzas—. ¿Qué hago ahora?

—Podríamos asaltar a alguien —propone Tamara, señalando con un gesto del mentón al hombre que se detuvo a causa de la colilla.

—Demasiado pobre.

—Podríamos abrir una librería.

—Para eso necesitas un capital inicial. Monetos, ¿capice?

—Lo sé.

Siempre es el mismo diálogo. Tamara sueña y Frauke se encarga de despertarla.

—Y no me propongas ahora que vayamos a la Oficina de Empleo —dice Frauke, al tiempo que saca un nuevo cigarrillo del paquete. Le ofrece uno a Tamara, pero esta niega con la cabeza; entonces Frauke guarda el paquete y se da fuego.

—Yo tengo dignidad —dice tras la primera calada—. Prefiero mendigar en la calle.

Tamara desearía que se le pegara alguno de los rasgos del carácter de Frauke. Le gustaría ser más selectiva. Con los hombres, con el trabajo, con sus decisiones. También le gustaría ser orgullosa, pero es difícil serlo cuando no se tiene nada por lo que sentir orgullo.

«Para eso tengo a Frauke», piensa Tamara y dice:

—Lo conseguirás.

Frauke suspira y mira al cielo. Al hacerlo su cuello se alarga y muestra su color blanco, como el de un cisne.

—Mira de nuevo hacia abajo —le pide Tamara.

Frauke baja la cabeza.

—¿Por qué?

—Me mareo cuando la gente mira al cielo.

—¿Qué?

—Es cierto. Me pongo realmente mala. Creo que se trata de algún trastorno nervioso.

—Buena eres tú —dice Frauke y sonríe.

Y en eso tiene toda la razón: buena es Tamara.

Un cuarto de hora después están junto a los Juzgados Municipales compartiendo una ración de patatas fritas y esperando que llegue el bus 148 en dirección al Zoo. Frauke se siente mejor. Se da cuenta de que a veces solo ve nubes de tormenta por todas partes. Cuando Tamara le sugiere que tome menos medicamentos, Frauke, sin mover apenas la boca, le responde:

—Eso díselo a mi madre, no a mí.

En la parada de la Wilmersdorfer Strasse bajan del autobús y entran al Mercado de Asia, situado frente a Woolworth. Frauke tiene ganas de comer pastas con vegetales cocinados en wok.

—También te hará bien comer algo sano de vez en cuando —le explica.

A Tamara no le gusta el olor que hay en los comercios asiáticos. Le recuerda las entradas de los edificios con rincones llenos de meadas, o también un poco aquel tour en tren durante el cual tuvo la regla y no pudo lavarse en dos días. Pero lo que más le molesta es que al cabo de un minuto ya se ha acostumbrado al olor del pescado seco, aunque sabe muy bien que todavía está en el aire.

A Frauke no le preocupa eso. Mete en la cesta una col rizada, unas berenjenitas y unos puerros. Pesa un puñado de brotes de soja y busca y rebusca durante un rato hasta que encuentra la pasta adecuada. Luego corre de vuelta hasta donde están las verduras para coger jengibre y cilantro. El cilantro no le gusta. Discute con una vendedora y le pide un manojo fresco. La vendedora sacude la cabeza. Frauke alza el cilantro y dice: «Muerto», y a continuación se da un golpecito en el pecho y dice: «Viva». La vendedora le sostiene la mirada durante un minuto antes de desaparecer en el almacén y regresar con un manojo de cilantro fresco. A Tamara le parece que el nuevo manojo tiene el mismo aspecto que el anterior, pero no dice nada al ver que su amiga ha quedado satisfecha. Frauke le da las gracias a la vendedora insinuando una reverencia y se va con Tamara en dirección a la caja. El vietnamita que está allí detrás es amable como una se imagina que sería un tío que quiere meterte la mano bajo la falda. Frauke le dice que puede ahorrarse la risita, y entonces la boca del hombre se transforma en una raya. Frauke y Tamara salen de la tienda.

—Y ahora, el plan B —dice Frauke, arrastrando a Tamara hasta una de las cabinas telefónicas.

Eso de «plan B», en Frauke, puede significar muchas cosas, pero en muchos casos solo quiere decir que no existe un plan A.

Mientras Frauke telefonea, Tamara observa a la gente delante del Tchibo. Aunque hay un techo, la gente se agolpa en torno a las mesas bajo las sombrillas y han colocado las bolsas de la compra aprisionadas entre las piernas. Abuelitas con cigarrillos en una mano y tazas de café en la otra; abueletes que vigilan la mesa sin decir palabra y que parecen haber sido obligados a abandonar sus pisos. Entre ellos hay dos obreros de la construcción que están inclinados sobre una de las mesas, comiendo algo como si no se les permitiera arrojar ni una migaja sobre la acera. Hay una oferta de café con leche y tarta. Tamara se imagina cómo será estar allí con Frauke dentro de treinta años. Recién salidas de la peluquería, con sus zapatos ortopédicos de color beige, las bolsas de plástico llenas de trastos, el lápiz labial en grumos bien gruesos en las comisuras.

—De eso hace meses —dice Frauke al teléfono—. Ya ni siquiera sé qué aspecto tienes. Además, mi cocina es demasiado pequeña. Detesto tener que cocinar allí, ¿tiene eso algún sentido para ti?

Frauke mira a Tamara y levanta el dedo gordo.

—¿Qué? ¿Cómo, cuándo? —vuelve a decir en el teléfono—. Por supuesto que ahora.

Tamara pega su oído al auricular y oye a Kris decir que le parece muy amable de su parte que lo llamen, pero que ahora no tiene tiempo, tiene la cabeza como metida en un horno, así que deberían intentarlo más tarde.

—Más tarde no me va nada bien —dice Frauke, sin inmutarse—. ¿Es que no tienes ganas de comer verduras hechas en el wok?

Kris admite que en ese momento no se interesa demasiado por las verduras en wok. Le promete que la llamará pronto.

—Después de la obducción —dice Kris y cuelga.

—¿Qué quiere decir con eso de la obducción? —quiere saber Tamara.

—Venga ya, Tamara —dice Frauke y la empuja fuera de la cabina telefónica.

Cada vez que Tamara piensa en Kris, piensa inevitablemente en un pez que ha visto en el acuario.

Fue cuando cumplió los veinte años. El novio que Frauke tenía por entonces les había conseguido un poco de hierba y el plan consistía en ir a ver los peces del acuario totalmente colocadas.

—No hay nada mejor —había dicho Frauke—. De repente uno se da cuenta de lo auténticos que son esos bichos.

Caminaron entre risitas de una sala a la otra, y de pronto, allí dentro, les entraron unas ganas terribles de comer barritas de chocolate, por lo cual se aprovisionaron de ellas en un kiosco antes de entrar a la sala con la gran pecera. Un puñado de turistas se había reunido allí; algunos escolares estaban sentados en dos de los bancos, bostezando. La boca de Tamara estaba llena de chocolate cuando se acercó y vio a aquel pez.

El animal no nadaba. Flotaba en el agua, entre todos los demás peces, y miraba fijamente a los visitantes, que le clavaban la vista, excitados. Algunos hacían muecas o daban golpecitos contra el cristal, de modo que los peces se asustaban y se alejaban nadando. Pero a aquel pez eso lo dejaba impasible. Sus ojos estaban fijos y veían a través de los visitantes, como si allí no hubiera nadie. Tamara pensó entonces: «A este nadie puede hacerle nada». Y así es Kris. Nadie puede hacerle nada.

Antes todos pertenecían a la misma pandilla. Kris, Tamara y Frauke. También estaban Gero, Ina, Thorsten, Lena y Mike, y todo el resto. Atravesaron los años noventa como una armada de marinos saturados de hormonas y con un solo objetivo a la vista: alcanzar algún día la sagrada orilla del final de la escuela y no tener que volver a hacerse a la mar nunca más. Tras la escuela se perdieron de vista. Años después, se reencontraron de nuevo por casualidad y les asombró cómo el tiempo se les había escapado entre los dedos. Ya no eran los marinos de antes, tampoco eran unos náufragos, más bien recordaban a esa gente que camina a lo largo de la playa y va juntando lo que arrastra la corriente.

—¿Qué pasa? —pregunta Frauke volviéndose hacia Tamara, que todavía está de pie junto a la cabina telefónica—. ¿Qué esperas?

—¿Estás segura de que quiere vernos?

—¿Qué clase de pregunta es esa? Por supuesto que quiere vernos.

Tamara habló con Kris por última vez en Nochevieja. Kris la calificó de irresponsable y de inepta para la vida. Tamara, en efecto, es irresponsable, y a veces llega a ser inepta para la vida, pero eso no le da razones a él para restregárselo en las narices. Ella no tiene muchos deseos de escuchar de nuevo esa letanía.

—Hoy es su último día en la redacción —dice Frauke—. Me lo ha dicho Wolf en un correo electrónico. Kris tiene que ver a alguien, de lo contrario se volverá loco.

—¿Y eso te lo dijo Wolf?

—Eso lo he dicho yo.

Tamara niega con la cabeza.

—Si Kris quiere ver a alguien, sin duda no es a mí.

—Ya sabes que no lo hace con mala intención.

—¿Y qué intención tiene?

—Él… se preocupa. Por ti. Y también por la pequeña, por supuesto.

Frauke omite su nombre y lo hace a conciencia. «La pequeña». Kris, por el contrario, siempre menciona el nombre, aunque ella le ha pedido que no lo haga. Y eso duele. Sobre Jenni no se habla. Jenni es todavía una herida sangrante.

Tamara intenta ver a Jenni dos veces por semana. No tiene permiso para hablar con ella, no puede dejarse ver delante de ella. En ciertas noches particularmente solitarias, Tamara recorre la parte sur de Berlín hasta detenerse en la casa de Jenni. Siempre bien oculta, como si esperase a alguien, verifica si hay luz en la habitación de la niña. Tamara nunca llama por teléfono. Tamara no existe para su hija. Así lo acordaron ella y David.

El padre de Jenni ha escalado mucho en el trabajo en los últimos dos años, y ahora es dueño de una librería en Dahlem. Tamara lo conoció en la escuela de libreros en Leipzig y fue la primera vez en su vida que se enrolló con un hombre con los pies puestos en el suelo y con objetivos. Tras un año de relación, Tamara quedó embarazada. A pesar de la píldora. Frauke opinaba que eso era cosa de las hormonas.

—Cuando las hormonas enloquecen, puedes tirar la píldora por el váter.

Tamara no estaba preparada para tener un hijo. Aun cuando sus hormonas afirmaran lo contrario, no se sentía, a los veinticinco, como una madre, por lo que quiso abortar. David se vino abajo cuando escuchó aquello. Habló del gran amor, de un futuro en común y de que sería maravilloso. Tamara debía confiar en él.

—Por favor, confía en nosotros.

A esto le siguieron larguísimas discusiones, y al final Tamara cedió, a pesar de que no amaba a David. Estar enamorada de alguien y amar a alguien son para ella dos estaciones de tren distintas. Ella puede enamorarse cada semana de alguien nuevo, pero solo quiere amar una vez. David, sencillamente, no era el hombre que atizaba su corazón. Era bueno con ella, le ponía el mundo a sus pies, pero eso no bastaba para alcanzar el amor verdadero. Tamara seguía con David porque él tenía objetivos y le mostraba un rumbo.

Jenni vino al mundo y todo se convirtió en un fiasco. Tamara aprendió demasiado tarde que no se debe probar nada con un niño como rasero. Es algo muy distinto a decidirse por un tipo de empapelado, a bajarse en la estación equivocada o a enrollarse en una relación. El empapelado de la pared se puede arrancar otra vez, siempre hay un siguiente tren y a toda relación se le puede poner fin. Con un niño, sin embargo, nada de eso funciona. Está ahí, y ha venido para quedarse.

Para que las cosas fueran todavía más difíciles, David hacía el papel de padre ideal, que nunca perdía los nervios y siempre tenía tiempo suficiente, cuando Tamara estaba a punto de trepar por las paredes. Aguantó siete meses, pero al cabo de ese tiempo desistió.

Ella sabe que fue malvado y cruel de su parte marcharse, pero no le quedó otro remedio. Sentía demasiado poco afecto por la pequeña Jenni y temía convertirse en una mujer dejada y sin emociones que cría un hijo que luego se pasará toda su vida haciendo terapia y hablando del poco afecto que recibió de su madre. Por esa razón emprendió la huida. Aunque, a decir verdad, no era que Tamara no sintiera nada de nada. Se trataba de un lento y progresivo distanciamiento de sí misma. Tenía la sensación de que cada día ella era menos, mientras que Jenni ocupaba cada vez más espacio. Y como Tamara no quería perderse, se marchó, abandonando al padre y a la hija.

David se sintió decepcionado, furioso, pero dijo que entendía a Tamara y aceptó su decisión. Asumió la custodia de la niña con la condición de que Tamara le diera la oportunidad de rehacer su vida. No quería medias tintas. Quería a Tamara totalmente fuera, o mejor dicho, Tamara debía desaparecer totalmente de su vida.

Fue así como Tamara se convirtió en un fantasma.

Ese mismo año David se casó con otra mujer con quien fundó una familia, y Jenni consiguió una nueva madre. Durante un año a Tamara esto le pareció bien, pero empezó el segundo año y todo ocurrió como lo habían vaticinado las amigas, la familia. Se desató en ella una tormentosa añoranza por Jenni. Empezó a dudar de su decisión, empezó a consumirse de nostalgia.

David no quiso saber nada de aquel cambio que se había obrado en Tamara. Dijo que esa puerta estaba cerrada y lo seguiría estando.

Por dicha razón, a Tamara le duele cuando se habla de Jenni. Por esa razón, también, evita encontrarse con Kris, ya que este es de la opinión de que Tamara debería hacer algo contra esa añoranza. Le parece que Jenni debe estar al lado de su madre. No importa lo que David tenga que decir al respecto.

—Da igual el arreglo al que hayáis llegado —afirmó Kris en Nochevieja—. No vale de nada. Tú eres y seguirás siendo su madre. Me pone de los nervios que vayas sufriendo por ahí. Joder, contrólate. Todos cometemos errores. Y tú tienes que estar al lado de tu hija. En eso no hay peros que valgan.

«Todos cometemos errores».

Tamara entendió todo aquello. De todas partes le llegan más consejos de los que puede asimilar. No obstante, no se atreve a plantarse delante de su hija. Porque, ¿qué va a ocurrir si algún día reaparece esa sensación de extrañeza? ¿Quién puede asegurar que, después de dos días al lado de su hija, no emprenda de nuevo la huida? No hay ninguna garantía. Tamara lo daría todo por tener un par de garantías.

Esto era todo. O casi. Ya los has conocido a casi todos. Has conocido a Kris, a Frauke y a Tamara. Falta el cuarto en esta alianza. Su nombre es Wolf. Y él será el único con el que te encontrarás personalmente durante un breve instante, lo cual es una pena, pues se te parece mucho, os habríais entendido bien. Ambos vais por esta vida siendo culpables. La gran diferencia es que Wolf siente su culpa injustamente, mientras que tú eres plenamente consciente de tu responsabilidad y por eso, poco a poco, estás perdiendo la cabeza.

En este momento, Wolf no está ni a diez metros de distancia de Frauke y Tamara. Lleva en los brazos una pila de libros, y aunque jamás lo admitiría, le alegraría mucho tener un poco de compañía.

Así que no lo hagamos esperar.

Ir a la siguiente página

Report Page