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Cuarta parte » Antes. Frauke

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Antes FRAUKE

Ha transcurrido un día desde que la policía ha excavado de nuevo la fosa vacía en los terrenos de la casa. En ese breve espacio de tiempo el invierno ha salido de su madriguera y se ha cernido sobre todo el país. Las temperaturas han caído por debajo de cero en cuestión de pocas horas y la nieve se ha depositado sobre la tierra como una sábana susurrante, ocupándose de crear una quietud extraña. Ha desaparecido el ruido del tráfico, no se oye el trinar de las aves y la gente habla en voz baja entre sí.

En el sur de Alemania predomina el estado de excepción, el tren ya no circula, han cancelado todos los vuelos y han cerrado las escuelas. En el norte y el oeste hacen estragos las tormentas huracanadas, mientras que en el este se expande una nueva era glacial. Berlín se ha transformado, durante la noche, en un blanco sueño asfixiante. El tráfico avanza a rastras por la ciudad como un animal herido. Las aceras están desoladas, las personas apenas se atreven a salir, y las farolas son como manchas amarillas y centelleantes en las primeras horas de la mañana, unas manchas que no consiguen romper la luz crepuscular.

A Frauke le interesa poco ese estado catastrófico. Está sentada, muerta de frío, en el tronco de un árbol caído, y ha colocado un periódico bajo su trasero. A sus pies yace, como petrificado, el lago Krumme Lanke, cubierto de una capa de hielo sobre la que no se ve ninguna huella. Los únicos movimientos en el paisaje nevado son los cuervos, que vuelan de una rama a otra sin hacer ruido.

A Frauke le parece como si el estado del tiempo fuera un reflejo de su propio estado de ánimo. Arroja su cigarrillo al suelo y lo pisa un par de veces. Su reloj marca las diez menos cuarto. Poco a poco le va entrando el nerviosismo. «Probablemente lo único que deseo es regresar a casa», se miente a sí misma, al tiempo que saca otro cigarrillo del paquete. Ha pasado la última noche en un hotel, aunque Gerald le ha ofrecido que durmiera en su casa. Frauke rechazó la oferta. Ya tiene suficientes complicaciones encima como para sumarle la de Gerald.

Después de que la policía se retirara de la propiedad el sábado a mediodía, Gerald, siguiendo el deseo de Frauke, la acompañó a un café. Frauke podía darse cuenta de lo alterado que estaba su amigo. Primero, la noche anterior, ella se aparecía delante de la puerta de su piso totalmente deshecha y le pedía ayuda, luego lo echaba de la villa delante de las narices de sus amigos, para luego, a la mañana siguiente, aparecer de nuevo en su despacho y soltárselo todo, hablando de una muerta que habían clavado a la pared y de un asesino que había pagado por una disculpa.

—¿Que quería qué?

—Que nos disculpáramos en su nombre ante la muerta.

—¿Y luego?

—Luego quiso que borráramos cualquier rastro.

—¿Y no pudiste decirme todo eso ayer por la noche?

—Quería que lo oyeras de boca de todos nosotros. Pensé que si te conocían, les resultaría más fácil hablar de ello. Pero no fue así.

—Eso ya lo sé, estuve presente.

—Si hubiera sabido que Kris y Wolf iban a enterrar el cadáver en nuestro jardín, entonces hubiera…

—¿Ellos hicieron qué?

—El cadáver está ahora en nuestro jardín, por eso he venido.

Gerald estaba confundido. Le hizo saber a Frauke que estaba haciendo acusaciones muy graves. Frauke levantó una mano en un gesto defensivo.

—Nosotros no tenemos nada que ver con el asesinato. ¿Es que no puedes entenderlo, Gerald? Nos amenazó a todos. ¿Qué podíamos hacer?

Gerald se inclinó hacia adelante.

—Frauke, ¿está claro para ti que todo esto suena un poco…?

—¿Descabellado? —continuó hablando Frauke—. Lo sé. Pero puedo mostrártelo todo.

Gerald viajó con Frauke hasta Kreuzberg para echar un vistazo al piso en el que presuntamente Wolf había encontrado a la mujer muerta. Gerald no dijo la palabra «presuntamente», pero Frauke podía escucharla en cada una de sus frases.

El piso estaba abandonado, no había siquiera basura en el suelo, tampoco había ningún tapiz fotográfico en la pared. Cuando Frauke le señaló los dos agujeros, Gerald ni se inmutó y le dijo que era muy poco lo que podía hacer con ese dato. Por fuera, Gerald parecía interesado, pero Frauke podía notar su nerviosismo.

«Probablemente le estén pasando ahora por la cabeza las historias que le conté acerca de mi madre, y se estará preguntando si no habré perdido también el juicio».

—Aquí no hay nada —corroboró Gerald—. Solo tenemos un piso abandonado. Tienes que darme algo más.

—La muerta está ahora enterrada en nuestro jardín, ¿te bastará eso? —le preguntó Frauke, acalorada.

Tenía conciencia de que, de haber sido cualquiera otra persona, hacía rato que Gerald la hubiera mandado a paseo y le hubiese pedido que no tomara tanta droga la próxima vez. Pero, para Gerald, Frauke no era una persona cualquiera.

—¿Qué quieres de mí? —quiso saber el policía.

—Quiero que desentierres el cadáver.

—Frauke, no puedo hacer eso sin una denuncia.

—Pues entonces formaliza la denuncia. Si lo prefieres, puedo denunciarme yo misma.

Gerald soltó un suspiro. Entonces echó un vistazo a su alrededor en aquel piso abandonado.

—¿Estás segura?

—Estoy segura.

Gerald convocó la presencia de dos coches patrulla y renunció a la denuncia de Frauke. Si hubiera seguido el procedimiento legal habitual, hubiera tenido que hablar con el juez de instrucción competente a fin de obtener una orden judicial para registrar la vivienda y los terrenos. Eso habría tardado demasiado. Gerald quería salir de aquel asunto lo antes posible y por eso renunció conscientemente a solicitar el apoyo de otras instancias. Solo quería allí la presencia de su propio equipo de trabajo, ya que a sus hombres no tenía que darles explicaciones. Ellos no se cuestionaban sus decisiones.

Después de haber hallado en la fosa únicamente el saco de dormir, Gerald se sintió muy aliviado cuando Wolf, sin vacilar, firmó la declaración estando de acuerdo con el registro. Los compañeros de Frauke podrían haberle creado un infierno por vías totalmente legales.

—Quería disculparme contigo —dijo Frauke media hora más tarde, cuando estaban sentados en el café—. Estaba segura de que la mujer estaba en esa fosa.

—Tus amigos me causan una impresión muy convincente.

—Gerald, están mintiendo.

—Bueno, tal vez, pero son tus amigos.

Frauke apretó los labios como si ella misma quisiera obligarse a callar. Evitó la mirada de Gerald. No tenía ni idea de cómo podría convencerlo.

«Además, convencerlo de qué, ahí no hay nada», la espetaba una voz en su cabeza.

La nieve golpeaba en ráfagas horizontales contra la ventana, el golpeteo recordaba el de unos dedos diminutos tamborileando contra el cristal. Pero Frauke no veía ni escuchaba nada. Sus pensamientos se agolpaban. «Concéntrate, convéncelo». Por un momento tuvo intenciones de proponerle a Gerald que revisara más minuciosamente el maletero del coche de Wolf. «¿Y qué hay del saco de dormir? ¿Cómo es que Gerald no se lo ha llevado?». Frauke empezó a recordar a posteriori muchos detalles.

«Se podrían examinar los agujeros de la pared y buscar rastros de sangre…».

«Se les podría someter al polígrafo…».

—No entiendo nada —dijo ella en voz baja—. Sencillamente, no lo entiendo.

—Si quieres, puedo hablar de nuevo con tus amigos.

—No, está bien.

—De verdad, podría…

—Tú no me crees, ¿verdad, Gerald? Sé sincero.

Él se quedó mirando fijamente su café y guardó silencio. Frauke revolvió su bolso y luego puso una foto sobre la mesa. Hasta ese momento se había negado a hacerlo, no había tenido intenciones de involucrar a su madre.

«Tengo que protegerla».

—Solo tengo esto —dijo Frauke.

—¿Quién es?

—Mi madre. En aquella bolsa de papel había tres fotos. En una puede verse a la hija de Tamara sentada en una escalera a la salida de la guardería; la otra foto es una imagen de Lutger, el padre de Kris y Wolf. En ella se lo ve repostando combustible. Pero esta fotografía… —dijo Frauke dando unos golpecitos con el dedo sobre la foto—, se la hizo el asesino a mi madre en su propia casa.

—¿Tu madre no estaba internada en una clínica en Spandau?

—En Potsdam. Tiene allí un apartamento de dos habitaciones. ¿Entiendes ahora lo que quiero decir? Meybach ha estado sentado con mi madre frente a frente, debe de haber hablado con ella. Estuvo allí.

Gerald no cogió la fotografía, solo la rozó con el dedo índice, pero no sucedió nada más.

—¿Y por qué no te envió una foto de tu padre? —preguntó el policía.

Frauke lo miró como si acabara de hacer una broma.

—¿Me estás vacilando?

—No, no, lo digo en serio. ¿Por qué iba a tomarse el trabajo de visitar a tu madre?

—¿Cómo voy a saberlo?

Gerald le desliza la foto a lo largo de la mesa. Un breve gesto, pero Frauke estuvo a punto de retroceder, asustada. «Solo lo conozco desde hace dos años, pero puedo leer en él como en un libro». Ese gesto se lo revela todo.

«Piensa que esa foto pudo haberla hecho cualquiera, también yo».

—Mi madre es la única que sabe qué aspecto tiene ese Meybach —dijo Frauke, y no pudo evitar, al decirlo, que su voz sonara furiosa—. Mi madre ha estado sentada frente a ese asesino, Gerald, lo recordará. Si hablas con ella y hacemos un retrato robot, entonces…

De pronto, Gerald golpeó la mesa con la palma de la mano, y Frauke guardó silencio de inmediato.

—Escúchame —dijo él en voz baja—. Solo para que nos entendamos bien. Tú me caes muy bien, estoy totalmente de tu lado, pero ya he sacado medio cuerpo fuera de la ventana, y eso es suficiente. Esto puede complicarse mucho para mí. Estuve en vuestra casa y tú me echaste de allí; he ido a ver contigo un piso abandonado y luego envié a mis hombres a que registraran vuestra propiedad sin tener una orden para ello, y todo para, al final, excavar una maldita fosa vacía. ¿Y ahora debo ir a una clínica para interrogar a una mujer que padece trastornos mentales desde hace más de una década?

De repente hubo un silencio alrededor de ambos. Gerald no se había dado cuenta de que lo último lo había gritado a voz en cuello. No había tenido intenciones de perder los estribos. Pero la mirada de Frauke, ahora, se lo decía todo. La había perdido. Los demás clientes continuaron charlando. Frauke cogió la fotografía de encima de la mesa y la guardó en la cartera.

—Frauke, no quería…

—Tienes razón —dijo ella y se levantó—. Ya has sacado demasiado el cuerpo fuera de la ventana.

—No hagas tonterías, ¿adónde piensas ir?

—¿Adónde crees tú que pienso ir? Voy a ver a mi madre, esa mujer con trastornos mentales, y le preguntaré quién le hizo esta foto —respondió Frauke, al tiempo que se abotonaba el abrigo y salía del café.

Son las diez y cuarto, y Frauke ya no siente las piernas. El suelo a sus pies está lleno de colillas. Sabe que si fuma un cigarrillo ahora, le entrarán ganas de vomitar. Uno de los cuervos aterriza a unos metros de ella en una nube de nieve sobre el Krumme Lanke. El animal picotea dos veces el hielo, se agacha y vuelve a salir volando. Frauke lo ve desaparecer por encima del lago, luego el paisaje aparece de nuevo inmóvil y silencioso.

Cuando era niña pensaba que todos los cuervos eran ángeles de la guarda camuflados. Ahora, cuando recuerda aquello, no sabe ya cómo se le ocurrió esa idea. Sí se acuerda, sin embargo, de lo bien que le sentaba pensarlo. Cada vez que veía un cuervo, se sentía protegida y segura.

Su mano derecha se aferra al mango de madera guardado en su abrigo; lo hace con tal fuerza que le duele. Ha comprado el cuchillo esa mañana temprano en una ferretería de la Schlossstrasse. Tiene una hoja de doble filo y encaja muy bien en su mano. «Hoy no me va a proteger ningún cuervo, hoy tendré que protegerme yo misma». Frauke mira de nuevo su reloj. Desde lejos se escucha el tronar de un motor. El servicio quitanieves está en camino y pasará por delante de ella muy pronto. Frauke saca el paquete de cigarrillos del abrigo. La primera calada le provoca arcadas, pero con las siguientes le va mejor. «Un cigarrillo más no puede hacer daño», piensa la mujer y mira con tanta intensidad el hielo que el paisaje se funde y vibra ante sus ojos como un sueño nebuloso.

Después de haber dejado plantado a Gerald en el café, Frauke viajó hasta Potsdam a través de la ventisca, se anunció como visitante y fue hasta el ala posterior de la clínica, donde se encontraba el apartamento de su madre. Al hacerlo, se sintió como si estuviera soñando despierta. En todos aquellos años, jamás había estado allí sola. Lo hubiera sentido como una actitud falsa.

—¿Dónde está su señor padre?

Frauke se asustó cuando la voz de la señora Sanders sonó a sus espaldas. Ella no se dio la vuelta, pues tenía muy clara la imagen ante sus ojos de la señora Sanders parada bajo el marco de la puerta de su apartamento, en puntitas de pie, siempre cuidándose de no cruzar cierta línea invisible.

—No vendrá hoy —respondió Frauke.

—Ajá. Siempre hay gente entrando y saliendo de la habitación de su señora madre. Negocios de putas, diría yo. ¿Está embarazada de nuevo? En ese caso no se puede encender la luz, la mente permanece a oscuras.

Frauke ignoró a la señora Sanders y se detuvo delante de la puerta de su madre. Número 17. Pegó un oído a la madera. Estaba nerviosa, pero probablemente lo estaría cualquiera que llevara once años sin hablar con su progenitora.

Tanja Lewin empezó a ver a su hija como al mal después de que su marido la internara en la clínica privada. Un buen día en que estaban en el jardín, durante una visita, y el padre había desaparecido un momento para ir al baño, Tanja Lewin se llevó aparte a su hija de quince años y le dijo:

—Sé quién eres y quién se esconde tras ese rostro tuyo. Sé lo que has hecho. Mírame, ¿o es que te resulta demasiado difícil? Estoy aquí por tu culpa. Por tu culpa ha sucedido todo esto.

Así empezó.

Por las noches, el teléfono sonaba, y cuando era el padre quien cogía la llamada, se interrumpía la comunicación. Sin embargo, cuando respondía Frauke, la madre le decía con rabia al oído:

—¿Cómo le va a mi pequeña hija de puta? ¿Sabes que yo estoy aquí encerrada, mientras tú compartes la cama con tu padre? ¡Cuánto debes odiarme para hacerme esto!

La doctora a cargo del caso de su madre siempre le preguntaba cómo se sentía y cómo se las arreglaba con su enfermedad. Quería saber si su madre le había hecho algún reproche alguna vez, y le explicó, en repetidas ocasiones, que Tanja Lewin tenía una incapacidad mental, y que confundía ciertas personas y ciertas situaciones. «Si eso es así —le hubiese gustado comentar a Frauke—, ¿cómo es posible entonces que solo me culpe a mí y no también a mi padre?». Frauke, sin embargo, mantenía la boca cerrada. Lo mismo frente a la doctora que frente a su padre. No quería que nadie supiera acerca de las amenazas de su madre, pues tenía miedo a que la doctora aumentara la medicación de Tanja o le hiciera incluso algo peor. Oculta en lo más profundo de Frauke yacía la esperanza de que si todos pensaban que su madre era una persona normal, pronto regresaría a casa y podría retomar su vida de antes.

Era por eso que Frauke, durante los horarios de visita, siempre permanecía en un segundo plano, evitando mirarla. Lo peor de todo aquello era que también había momentos de lucidez en la vida de Tanja, en los que se mostraba cariñosa y cordial y llamaba a Frauke para que se le acercara. Esa alternancia de sentimientos amenazaba cada vez más con desgarrar a la hija.

La gran escisión se produjo el año en que Frauke aprobó el examen final del bachillerato y viajó por dos meses a Italia. Su madre se mostró tan decepcionada por su ausencia, que después del regreso de la hija dejó de hablarle. Y así ha sido hasta el día de hoy.

Frauke respiró hondo, tocó a la puerta y accionó el manubrio. El apartamento estaba vacío, y su madre ni siquiera se encontraba en el cuarto de baño. Frauke echó un vistazo detrás de la puerta, donde estaba el menú de la semana. Hoy había macarrones con queso y ensalada de rúcula. Bajo la casilla correspondiente al sábado había una S mayúscula encerrada en un recuadro.

Frauke supo entonces dónde encontraría a su madre.

Tuvo que apartar la cortina que cubría la estrecha ventanilla de la puerta para poder ver a su madre sentada en un banco. Estaba desnuda y sola. Frauke dio unos golpecitos contra el cristal, pero Tanja no reaccionó. Entonces la hija abrió la puerta y entró. El calor le golpeó la cara.

—¿Mamá?

Su madre alzó la vista, asustada. A los médicos no les gustaban nada las visitas espontáneas. Decían que los pacientes tenían que prepararse para los encuentros. «Tal vez yo no exista para ella, puesto que no me he anunciado», pensó Frauke e intentó sonreír.

—No contaba con verte tan pronto —dijo su madre—. Birgitt tenía intenciones de darme unos masajes después de la sauna y…

—Tengo que hablar contigo ahora —la interrumpió Frauke y se quedó parada junto a la puerta. Sentía como si sus pulmones se negaran a respirar aquel aire tórrido. Su madre dio unas palmaditas en el banco, a su lado.

—Entonces siéntate.

—¿No podrías…?

—Cierra la puerta y habla conmigo aquí —dijo su madre en tono severo y apartándose hacia un lado para hacer sitio a su hija.

Frauke cerró la puerta y se sentó. Estaba nerviosa y le hubiera gustado encenderse un cigarrillo, pero no tenía ni idea de si eso estaba permitido en la sauna.

—Sabía que vendrías —dijo su madre—. Lo sentí aquí.

Al decir esto, levantó su seno derecho y lo dejó caer de nuevo.

«Un bonito gesto», pensó Frauke y asintió, como si entendiera exactamente lo que su madre quería decirle. Tenía el cuerpo empapado en sudor, pero ni siquiera pensó en quitarse el abrigo. «Es mi coraza —pensó—, se queda puesto». La mano de Tanja se posó sobre la rodilla de su hija; Frauke se asustó y retrocedió un poco.

—Tranquila —dijo su madre.

—Estoy tranquila.

La madre le acarició la rodilla.

—Él estuvo aquí —dijo Tanja—. Habló conmigo. Tú le caes bien. Creo que por eso vino a visitarme. Quería saber más cosas de ti. Me preguntó por qué sufrías tanto. Puedes imaginarte lo sorprendida que me sentí. No sabía que estabas sufriendo. Por eso tenía que hablar contigo. Quería que supieras que no tienes culpa de nada. ¿Me entiendes?

Frauke intentó reaccionar. «Orden, pon orden en este caos». La joven carraspeó y se enjugó el sudor de los ojos.

—Mamá, ¿quién estuvo aquí?

—El diablo, ¿de quién estoy hablando si no?

—¿Y cómo sabes que era el diablo?

—¿Qué piensas, que no reconocería al diablo cuando se detiene junto a mi cama?

Su madre rio, se burló de Frauke, y la hija hizo algo que jamás creyó que fuera posible: abofeteó a su madre.

—Tengo veintinueve años —dijo Frauke, y tuvo que repetirlo—. Tengo veintinueve años, ya no tengo quince. Ya tengo bastante mierda encima. Tienes que dejar de contarme tales porquerías, ¿me entiendes? Basta ya de eso.

Madre e hija se miraron. ¿Había reconocimiento en los ojos de Tanja? Frauke columbró algo en su mirada. Entonces Tanja Lewin alzó la mano y se la puso suavemente a su hija en la cara, como si fuese Frauke quien hubiera recibido la bofetada y no ella.

—No llores —dijo su madre—. Sé lo difícil que es para ti.

—Tú no sabes nada.

—Claro que lo sé, y si tú supieras todo lo que yo sé, estarías encerrada aquí conmigo. Nosotros, los locos, sabemos sencillamente demasiado.

Tanja sonrió. Había hecho un chiste. Frauke deseó marcharse. Se imaginó corriendo fuera de la sauna, se vio en el pasillo, respirando con dificultad, apoyada contra la pared y saboreando un cigarrillo; luego se vio en la calle y en el coche, hasta que desaparecía.

—¿Y qué le contaste al diablo? —preguntó Frauke, bajito, y su voz sonó demasiado quebrada. Comprendía con dolor lo que estaba haciendo allí. Se estaba dejando llevar por su madre. «Otra vez».

Tanja Lewin había visto al diablo tantas veces que ya no se dejaba engañar. El diablo había cantado para ella y le había recitado algunos poemas; había tocado su corazón, demostrando con ello que Tanja le pertenecía. La madre de Frauke sabe cuál es el olor del diablo, conoce sus preferencias, sus aversiones. En una ocasión se le apareció siendo una niña. Se coló en la clínica, se detuvo junto a su lecho y le dijo que se había extraviado. Tanja Lewin se burló de él. En otra ocasión vino a visitarla mostrando el propio aspecto de Tanja, con su viva imagen, y ella empezó a gritar con fuerza hasta que su boca no fue capaz de emitir un sonido más.

Tras una ausencia de años, el diablo había regresado donde Tanja Lewin hacía cinco días. Llevaba puesta una gruesa chaqueta, botas y una gorra de lana. Era joven y se mostró amable.

—El diablo no pasa frío —le dijo ella, a modo de saludo.

—No quería llamar la atención —dijo él, acercando una silla. El diablo no tenía anillos en los dedos, sus ojos eran de color marrón y llevaba el rostro afeitado.

—¿Ya saben que estás aquí?

—Por supuesto, y me han dejado entrar. Mira lo que te he traído.

El diablo alzó una cámara fotográfica.

—¿Quieres llevarte mi alma?

—Quiero recordarte.

El diablo, entonces, le pidió que sonriera. La madre de Frauke lo hizo y el diablo hizo una foto, luego otra.

—Cuéntame acerca de tu hija —le dijo él.

—No te contaré nada —dijo Tanja Lewin sonriendo tímidamente. Aunque había estado esperándolo día y noche, eso no significaba que él pudiera insuflarle miedo.

El diablo negó con la cabeza y dijo que él había entendido las cosas de otro modo. Plegó las manos. Por lo visto, tenía tiempo.

Ambos se miraron. Se miraron durante mucho tiempo. Es doloroso ver al diablo guardar silencio. Es un poco como si toda la energía se retirara de la habitación. El aire, la vida.

—¿Qué quieres oír? —preguntó Tanja Lewin al cabo de un rato.

—Cuéntame lo que le has hecho a ella —dijo el diablo.

En ese momento, Tanja Lewin tuvo ganas de gritar. Quiso saltar de la cama y arañarle la cara, pero el diablo no le permitió ir tan lejos. Con una mano, oprimió el cuerpo de la madre de Frauke contra la cama y con la otra le tapó la boca.

—Cuéntamelo todo —dijo, inclinándose sobre ella—. Quiero saberlo todo.

Tanja Lewin le mordió los puños. Tenía tanto miedo, que ese miedo le infundía valor. El diablo no retiró la mano de su boca. Sus ojos se cerraron por un instante. La sangre de la herida fluyó dentro de la boca de Tanja, y ella tuvo que tragarla y tuvo una arcada. El diablo no cedió. Sus ojos eran como un gran signo de interrogación.

«Me lo cuentas todo, ¿de acuerdo?».

Tanja Lewin asintió, la mano se apartó de su boca y ella escupió la sangre en el suelo, tuvo otra arcada y casi vomita. El diablo le alcanzó unas servilletas de papel que estaban sobre la mesilla de noche. Tanja Lewin escuchó el goteo de la sangre sobre el suelo.

—Estoy desangrándome por ti —dijo el diablo, sonriente.

Tanja Lewin empezó a llorar. Tal y como le explicó a Frauke más tarde, no lloraba por miedo, sino de puro alivio, al ver que el diablo no estaba furioso con ella. Se mostró muy comprensivo. Con su mano ilesa, le acarició la frente a Tanja y le dijo que se tranquilizara. Ahora.

Ella se tranquilizó.

Entonces él le dijo que lo mirara. Ahora.

Ella lo miró, y el diablo le pidió de nuevo que le contara todo.

Tanja Lewin sacudió la cabeza en un gesto negativo.

—Entonces, ¿no le contaste nada? —preguntó Frauke, asombrada.

—Nada. Ni una palabra.

—¿Y él se dio por satisfecho con ello?

—Se dio por satisfecho con ello. El diablo es un caballero. Por eso tenía que hablar contigo. No me fío de él. También dice, efectivamente, que tú le caes bien, pero ten cuidado. El diablo miente, siempre miente. Y odia lo que le gusta; y llama amor a aquello que odia. Por eso no le revelé absolutamente nada. No debe saber quién eres. Tú eres mi hija. Pero no debe saber nada más. No hay nada más que decir. ¿Sabes lo que quiere decir «cansada»?

Tanja Lewin no esperó la respuesta de su hija, sino que apoyó su cabeza en el regazo de Frauke. Como su padre. Era como si la madre conociera la manera en que el padre se comportaba con la hija. A pesar del calor, a Frauke se le puso la piel como escarpias.

—Déjame dormir durante un día entero —dijo la madre—. O durante una semana, ¿de acuerdo?

Tanja cerró los ojos, una mano seguía apoyada sobre la rodilla de Frauke, mientras que la otra se había crispado en forma de puño a la altura de la boca. Así se durmió Tanja Lewin, y Frauke permaneció allí sentada, sudando el alma por los poros, sin atreverse a despertar a su madre.

«Ella me protegió».

La idea fue como un trozo de hielo en medio del calor sofocante.

Frauke aguantó veinte minutos, luego levantó cuidadosamente la cabeza de su madre y la colocó encima de una toalla. El aire fuera de la sauna era lo más agradable que Frauke había experimentado jamás. El alivio le llegó en forma de sollozos. Se hundió en una silla del corredor y respiró con avidez.

«Él estuvo aquí, quería saber más cosas sobre mí».

Mientras se dirigía fuera, Frauke les preguntó a las enfermeras si su madre había recibido visita en los últimos días. Ninguna sabía nada, y le explicaron que, a fin de cuentas, su señora madre no se encontraba en ninguna prisión de alta seguridad.

«¿Qué es lo que quiere ese hombre de mí?».

La nieve fue un alivio. Todo aquel blanco, el frío, el silencio. Frauke fue hasta su coche y estaba a punto de sacar un cigarrillo del paquete con sus manos temblorosas, cuando le sonó el móvil.

El número de Tamara aparecía en la pantalla.

—¿Sí?

En el silencio que siguió a continuación, Frauke esperó cualquier cosa. Insultos, preguntas. No le hubiera sorprendido nada que Tamara, sencillamente, se hubiese puesto a hacer tonterías por ahí.

«¿Todavía me conoces?».

—¿Podrías venir aquí un momento, por favor? —dijo Tamara—. Tenemos a tu padre en la puerta.

Frauke se sobresalta. No sabe cuánto tiempo ha permanecido mirando al frente, sin objetivo preciso. «¿Cómo puedo ser tan poco precavida?». El ruido de los camiones que esparcen la sal la arrancan de sus pensamientos. «¿De dónde sabe Meybach que yo me siento culpable? ¿Cómo lo sabe?». Le duele la mano derecha. Suelta un poco el mango y mira el cuchillo. Son las diez y veinte, y Frauke se pregunta si en realidad sería capaz de matar. Antes siempre creía que si subía corriendo una pendiente y tomaba impulso, al llegar arriba podría volar. El impulso era muy importante.

«También así podría ser el matar a alguien, solo necesito el impulso adecuado y creer en ello, entonces todo sucederá de manera espontánea».

Frauke intenta imaginarse la vida después. Se imagina empezando de nuevo el trabajo, pidiendo un plato de taboulé en el restaurante árabe, husmeando en la librería o desahogándose con Kris; se imagina teniendo citas con algún que otro hombre, y sabiendo de antemano si va a tener o no sexo con él; se imagina hablando con Wolf, que la rodea con sus brazos, se imagina que todo va bien, que puede ser ella misma y nadie más, todo después de haber asesinado a una persona.

—¿Dónde estás? —dice a media voz, al tiempo que oye el vehículo esparcidor que se aleja; y en ese momento desearía estar de nuevo en la villa.

Normalmente, Frauke no necesita ni diez minutos para llegar de Potsdam a la villa, pero ayer el viaje, a causa de la nevada, tardó más de media hora. Al llegar a la casa, no se atrevió a entrar en el terreno de la misma y aparcó el coche sobre la acera, como una extraña.

«¿Qué pasa si no me dejan entrar?».

Frauke examinó su rostro en el espejo retrovisor. Los cabellos negros, la raya al medio, tal vez demasiado maquillaje alrededor de los ojos. Luego se acomodó el pelo detrás de las orejas y bajó.

Su padre estaba sentado en la terraza, envuelto en una manta. Tenía una taza en la mano y a Frauke le recordó unas fotos en blanco y negro que había visto en una ocasión en una exposición. Cuando su padre la vio acercarse, se quitó de inmediato la manta de los hombros. «No quiere parecer viejo y débil».

—Pensé que no habría nadie —dijo él a modo de saludo y señalando con el pulgar a sus espaldas—. Por eso esperé fuera.

—Hubieras podido congelarte —dijo Frauke, echando un vistazo a la ventana de la cocina. No se veía a nadie.

—Los tipos como yo no se congelan tan fácilmente —respondió su padre, dándose unos golpecitos en el pecho con la mano izquierda—. Esto es de acero, ¿entiendes?

Luego dobló la manta y la colocó encima del banco.

—Era broma.

Entonces quiso abrazarla, pero Frauke retrocedió. Hoy había recibido ya demasiado afecto por parte de uno de sus progenitores.

—Sé que era una broma —dijo ella—. ¿Por qué no me telefoneaste?

Su padre hizo como si no la hubiese escuchado.

—Probablemente a Tamara se le haya parado el corazón cuando me encontró delante de la puerta. Hija, deberías haber visto su cara. Probablemente pensara que estaría muerto. Este aire, además, te cansa.

—Padre, ¿por qué no me llamaste?

—Tu coche no estaba allí. Pensé que regresarías pronto. Además, estoy acostumbrado a esperar. Tamara me preparó un café, pero yo no quise entrar. Está pesado el aire, ¿no te parece?

A continuación, bebió un último sorbo de café de la taza y vertió el resto sobre la nieve, antes de colocar la taza en el banco. Una fea mancha de color marrón quedó en el blanco impecable.

—¿Y qué pasa ahora? ¿Estáis enfadados o qué? Puedes decírmelo tranquilamente, soy…

—No es algo que te incumba.

El padre de Frauke alzó las manos en un gesto defensivo.

—Está bien, está bien. No es por eso por lo que he venido. Tu madre me mandó un aviso, dice que quiere hablar contigo.

—Lo sé, acabo de visitarla.

—Pero ¿cómo supiste que…?

Su padre guardó silencio y se frotó la cara; siempre estaba cansado, tenía los ojos rojos.

—Vosotras dos sois un enigma para mí —dijo él—. No os comprendo. Tu madre me llamó hoy al mediodía desde uno de los teléfonos de monedas del salón de estar. Me dijo que te encontrara y te dijera que ella…

Una vez más, volvió a interrumpirse en medio de la frase. Frauke vio las lágrimas y se preguntó cómo aquel hombre podía amar tanto a su madre después de todos aquellos años. «Ninguna persona debería amar a otra de ese modo».

—¿Qué te ha contado? —quiso saber él.

Ella se lo dijo. Le contó todo lo que había sabido por boca de su madre, y se dio cuenta de cómo su padre pasaba de la alegría a la tristeza. Alegría de que su mujer estuviera lúcida de mente por momentos y lo hubiera llamado; triste, porque ella solo hablaba del diablo, como si fuera un huésped bienvenido.

—Ven —dijo Frauke—. Vayámonos.

En la calle situada frente a los terrenos de la villa, Frauke soltó el brazo de su padre y se sentó dentro del coche. Cerró la puerta del conductor, encendió el motor y subió la calefacción. Entonces respiró hondo. No quería mirar a su padre mientras este estuviera allí, al borde de la calle, observándola. No era uno de sus mejores días. Primero traía la policía a casa de sus amigos, luego se dejaba llevar por su madre y ahora esto. «Tal vez desaparezca, tal vez se olvide de mí y no volvamos a vernos nunca más». La puerta del copiloto se abrió y su padre se dejó caer en el asiento con un suspiro.

—Solo quisiera poder dormir —dijo—. ¿Te quedas en mi casa esta noche?

—¿Y qué vas a hacer con tu coche?

—Lo recogeré en otro momento.

La mano de él apretó la pierna de su hija.

—Por favor, Frauke, te lo ruego.

Frauke no quería ir a casa de su padre y encontrarse allí con su nuevo ligue. Nadie debía verla en aquel estado. Su padre le dijo que lo entendía. Por eso alquilaron una habitación en un pequeño hotel de la Mommsenstrasse. Apenas entraron a la habitación, su padre se tumbó en una de las mitades de la cama y se quedó dormido en pocos minutos. Frauke se quedó sentada junto a la ventana abierta, fumando. Sus pensamientos giraban en círculos, eran como aves de rapiña a la espera de algún movimiento revelador.

«¿Cómo podía Meybach hacer esto?».

Cerca de la medianoche, Frauke tomó un baño y pidió una pizza a domicilio. Aquella pregunta no se apartaba de su mente, requería una respuesta. Meybach, definitivamente, había cometido un error. Se había aproximado demasiado a Frauke. Debía haberse mantenido alejado de su madre. Ahora se trataba de un asunto personal, y Frauke no sabía qué hacer con ello.

«¿Cómo había podido? Dime, ¿cómo?».

Por un momento contempló a su padre dormido, un hombre que había mantenido toda su vida una enorme pasividad, siempre viviendo con esa apática esperanza de que un día su mujer sanara de nuevo. Mientras Frauke escuchaba su constante respiración, comprendió que ella nunca debía volverse como él. Nada de pasividad, nada de esperanzas vanas. Decidió entonces ir directamente a su objetivo. Ni un solo escarceo más. Se acabó la espera. Detestaba sentirse tan desamparada.

Comió la pizza y esperó a ver si se lo pensaba de nuevo. Pero con cada minuto que transcurría, aumentaba su confianza. El único inconveniente era que no quería ir allí demasiado temprano, algo que era absurdo, pues no había ninguna hora apropiada o inoportuna para visitar su propia casa.

«Salvo que quieras que te sorprendan».

Entonces se lavó la cara con agua fría y se miró en el espejo.

«Ahora o nunca».

Le escribió una nota a su padre, se echó el abrigo por encima y salió a la nieve.

Media hora más tarde, Frauke abría la puerta de la casa. Todo estaba en silencio, una oscuridad agradable y familiar llenaba las habitaciones, y en el aire se respiraba el aroma de la leña quemada. Frauke se sacó las botas y las dejó junto a la puerta de entrada. «Nada de huellas». Puso la mano sobre la calefacción del vestíbulo. El calor estaba todavía ahí; no desaparecería hasta el amanecer. Frauke sabía lo fría que era la villa al despertar. El lujo de una ducha, el trabajo de la caldera que bombeaba el calor por toda la casa, el nuevo día.

«Un nuevo día sin mí».

Frauke dejó la puerta un tramo abierta y entró.

«Por favor, que estés donde siempre estás, por favor».

Se detuvo delante del ropero y revisó la chaqueta.

«Nada».

Echó mano del abrigo.

«Nada».

«¿Y ahora? ¿Qué hago ahora? Es difícil que pueda subir arriba y preguntarle a Kris si me puede ayudar un momento».

Frauke reflexionó un instante, luego cogió su teléfono móvil y marcó el número de Kris en la oscuridad.

«Por favor, no dejes…».

El timbre le llegó desde la cocina. Frauke interrumpió de inmediato la conexión, el sonido se acalló y Frauke se deslizó en calcetines por el suelo de tablones. Apenas se escuchaban sus pasos, solo en la cocina el suelo crujió un poco.

El móvil estaba sobre una pila de revistas. Ella se lo metió en el abrigo y se deslizó luego fuera de la cocina. Cuando salió al pasillo, se vio de repente frente a sí misma. Su corazón dio un vuelco por un instante doloroso, pero luego Frauke apartó la mirada de su imagen reflejada en el espejo y salió. Se puso las botas, cerró la puerta con cuidado, bajó las escaleras y caminó hacia el portón de la entrada. El crujido de sus pasos en la nieve era alarmantemente intenso. Frauke no miró ni una sola vez atrás. Sabía que nadie la estaba mirando. Confiaba que, del mismo modo que ahora desaparecería, desaparecerían sus huellas al cabo de una hora.

Su padre no se había movido del sitio. «Podría estar muerto», pensó Frauke y puso su mano sobre la espalda del hombre. Estaba caliente, sintió el ritmo de su respiración. Frauke se encerró en el cuarto de baño. Al cabo de pocos segundos, encontró el número correcto. Kris no le había asignado ningún nombre, sino solo el símbolo de #.

Frauke apretó la tecla para llamar.

Meybach respondió al cuarto timbre.

—Ya me estaba preguntando cuándo me llamaríais. Quería daros las gracias por el archivo, fue un buen trabajo.

—Eres un mamón enfermo —le dijo Frauke, con rabia.

Silencio.

—¿Hola?

Frauke miró a la pantalla. Meybach había colgado. Ella apretó la tecla de rellamada. Entonces él la hizo esperar y respondió solo tras el undécimo timbre.

—Empecemos desde el principio —dijo Meybach.

Frauke respiró profundo.

—Eso suena mejor, te estás relajando.

—¿Cómo has podido ir a ver a mi madre?

—Ah, eres tú, Frauke Lewin; qué agradable oír tu voz alguna vez. Seguro que te ha llamado la atención, que yo, de algún modo, me haya quedado contigo como la preferida. Desde el primer día supe que teníamos una relación especial.

—No tenemos ninguna relación. Quiero saber cómo te has atrevido a visitar a mi madre.

—Ella es un caso interesante. El pasado de los otros no tenía mucho que ofrecerme, pero tu madre sí que es especial.

—Si vuelves a ir donde ella…

—Vamos, Frauke, aquí no se trata de tu madre.

Meybach guardó silencio. Ella no quería preguntar, pero preguntó.

—¿Y de qué se trata entonces?

—De la culpa, por supuesto, ¿de qué otra cosa iba a tratarse? ¿Es que no comprendes la ironía que hay detrás de todo? Vosotros tenéis una agencia que se disculpa, sin embargo, no podéis disculparos muchas cosas.

—¿Qué sabes acerca de nosotros? No nos conoces. No sabes nada de nosotros.

—No sé mucho. Lo digo sinceramente. Pero ¿qué sabéis vosotros acerca de la culpa? ¿Qué entendéis acerca del perdón?

Frauke estaba confundida. No tenía ni idea de lo que estaba hablando Meybach.

—Solo hacemos un trabajo —dijo ella.

—Tal vez ese sea el problema. Solo hacéis un trabajo. Quizá deberíamos dejarlo ahí. Haced vuestro trabajo. Yo solo necesito una disculpa de vosotros, entonces estaremos en paz. Y vuestro trabajo habrá terminado.

—¿EN PAZ? ¿QUÉ QUIERE DECIR EN PAZ? —soltó Frauke—. YA NADIE SE DISCULPARÁ EN TU NOMBRE, PSICÓPATA…

Otra vez reinó aquel silencio en el otro extremo de la línea. Frauke confiaba en que su padre no se hubiera despertado con sus voces. Miró a la pantalla y caminó un par de veces de un lado a otro del cuarto de baño. Debió llamar a Meybach desde la calle, pero quería estar cerca de su padre. Como si él pudiera protegerla.

Diecisiete timbres más tarde.

—Siempre es una cuestión de comprensión —dijo Meybach.

—De mí no esperes ninguna comprensión. Eres un asesino, y los asesinos no merecen comprensión. Y no pienses que no sé quién eres. Mi madre te ha descrito muy bien. La policía ya está informada.

—Frauke, me ofendes. Conozco cada uno de tus pasos, así que deja ya de fanfarronear. Además, nadie presta oídos a una mujer que está encerrada en una clínica desde hace catorce años y que recibe de vez en cuando visitas del diablo. Pero tampoco ese es el punto. Puedo decirte cuál es mi aspecto. Ya sabes cómo es. Pero ¿de qué te sirve una descripción? ¿Es que me estás buscando?

Frauke no podía entenderlo. Sentía tal rabia que la presión en la cabeza casi la desgarra.

«Me está tomando el pelo; este jodido mamón me está vacilando».

—Quiero que nos encontremos —dijo ella con voz forzada.

—Repite eso.

—Quiero que tengamos la oportunidad de aclarar este asunto entre nosotros. Sea lo que sea lo que tienes entre manos, te lo daré yo, siempre y cuando dejes a mis amigos fuera de esto.

—¿Y cómo puedes saber tú si puedes darme lo que yo necesito?

«Tú déjame hacer —le decía una voz en la cabeza a Frauke—; déjame asumir la carga de mis amigos, sencillamente, déjame hacerlo».

Frauke siguió hablando con la mayor serenidad posible.

—Es cierto que no tengo ni idea de lo que te ha hecho esa mujer, pero lo que sí tengo claro es que se trató de una venganza.

Ninguna reacción. Frauke escuchó la respiración de Meybach. Él no le daba la razón, pero tampoco lo negaba. Entonces la joven continuó:

—Puedo ayudarte, puedo darte lo que buscas.

—¿Y qué sería eso que busco?

—La absolución.

Ella sabía que Meybach estaba sonriendo en ese momento.

—Tal vez sí que deberíamos encontrarnos —dijo él.

Frauke intentó sonar normal, pero las palabras llegaron demasiado pronto.

—¿Dónde y cuándo?

Meybach rio.

—¿Estás bajo presión, no es cierto?

Entonces fue Frauke la que estuvo casi a punto de interrumpir la conversación. «He traicionado a mis amigos, no tengo hogar, hijo de puta, ¡y todavía me preguntas si estoy bajo presión!».

—Tal vez sea yo quien pueda darte la absolución —continuó diciendo Meybach.

—Sí, tal vez —mintió Frauke.

A continuación le dijo dónde podía encontrarla; al final, Meybach interrumpió la comunicación, y Frauke se quedó mirando fijamente, por unos segundos, la pantalla del móvil antes de besarla.

«Te tengo —pensó—, ahora te tengo».

Esa es la razón por la que, seis horas más tarde, Frauke está sentada sobre el tronco de un árbol caído a orillas del Krumme Lanke, pasando un frío de pena. Hasta ese momento no se ha dejado ver por allí ningún paseante ni nadie haciendo jogging. Solo los cuervos saltan de una rama a otra, como si también estuvieran impacientes.

Son las 10 y 33. Meybach dijo que estaría allí a las diez. Frauke mira a su alrededor; el bosque es una pared oscura situada a sus espaldas. No cree que Meybach venga de allí. La nieve lo descubriría al cabo de pocos pasos.

«Vendrá por uno de los caminos rociados de sal, y entonces yo lo haré todo como es debido y…».

El móvil de Kris suena en su abrigo. Frauke lo saca. En la pantalla puede verse el símbolo de #.

—Aquí estamos —dice Meybach a modo de saludo.

—Yo ya estoy aquí, ¿dónde estás tú?

—Para serte totalmente sincero, me resulta difícil confiar en ti. ¿Quién dice que no has venido de nuevo con una tropa de la policía?

—Yo jamás haría…

—Sé que lo harías si pudieras. Pero probablemente abusaste demasiado de los nervios de la policía. ¿Estoy en lo cierto?

Frauke mira a sus espaldas.

—¿Has estado observándonos?

—Siempre os he tenido echado el ojo. Ha sido muy osado de tu parte ir a ver a tu viejo amigo de la Policía Criminal.

Frauke empieza a sudar.

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