Sorry

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Sexta parte » Antes. Tamara

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Antes TAMARA

Tamara y Wolf encuentran a un Kris empapado en sudor, que está sentado en el salón y solo lleva puestos unos pantalones cortos, mientras bebe directamente de una botella de agua mineral. En toda la planta baja reina un calor sofocante, aunque las ventanas están abiertas de par en par. Kris no les pregunta cómo ha ido el entierro. Los mira como si le sorprendiera que ya estén de regreso.

—¿Molestamos? —pregunta Wolf.

—¿Cómo ibais a molestar? —responde Kris con otra pregunta.

Wolf sube hasta la planta de arriba a cambiarse de ropa. Cuando ha salido del salón, Kris señala con el mentón hacia la puerta.

—¿La cierras?

Tamara cierra la puerta y apoya la espalda contra ella. «Sabe que hemos tenido sexo —piensa ella—, puede leérnoslo en el rostro, y tal vez haya sabido todo el tiempo que entre Wolf y yo pasaría algo».

—Necesito tu ayuda —dice Kris—, y Wolf no puede enterarse de nada.

—Pero…

—Tamara, por favor, te lo explicaré en cuanto tengamos un momento a solas, pero hasta entonces tendrás que mantener la boca cerrada. Cenaremos juntos esta noche, nos comportaremos de un modo normal, entonces sonará el teléfono y será Lutger.

—¿Y cómo es que vuestro padre…?

—Porque yo le he pedido que llame. Lutger preguntará si Wolf puede pasar a verlo en un par de horas. Él no dirá que no, e irá a encontrarse con Lutger.

—¿Y luego?

—Luego tú y yo saldremos.

—Y apuesto a que no me dirás adónde, ¿no es así?

—Eso, no te diré adónde.

El teléfono suena a las nueve en punto. Tamara le pasa el auricular a Wolf. Este último se muestra tan sorprendido por la llamada que, antes de despedirse y salir hacia su casa, le pregunta a su padre varias veces si todo está realmente bien.

Cinco minutos después, Kris y Tamara también están sentados dentro de un coche.

—¿Y bien?

—Todavía no.

—¿Cómo que todavía no? Wolf se ha marchado, estamos solos.

Kris no la mira, atraviesa el portón de la entrada y se detiene delante de él.

—¿Cierras tú la verja?

—No mientras no me des una respuesta.

Tamara lo mira, expectante, Kris suspira, se zafa el cinturón de seguridad y baja del coche. Después de haber cerrado el portón de la entrada, regresa al auto y vuelve a abrocharse el cinturón.

—Ya sé por qué no quieres decírmelo —dice Tamara—. Porque si me lo dijeras no te acompañaría, ¿no es cierto?

—Cierto. ¿Estás satisfecha?

—Kris, ¿qué te traes entre manos?

—Confía en mí. Después me entenderás.

—¿Tú crees?

—Lo .

Kris conduce. En el cruce de la estación de cercanías de Wannsee se detiene delante del semáforo, mira por el retrovisor y luego de nuevo hacia delante. Tamara no aparta la vista de él ni un instante.

—¿Podrías, por favor, dejar de mirarme fijamente?

—No te miro fijamente.

—Tamara, por favor.

—No te he mirado fijamente —repite Tamara y deja de mirarlo como lo ha hecho hasta ese momento.

Diez minutos después Kris pregunta:

—¿Cuán terrible fue?

—Faltabas tú.

Kris no reacciona.

—Frauke hubiera querido que estuvieras allí.

—Tammi, ella quería que la incineraran y que dispersaran sus cenizas en el Lietzensee. Eso es lo que ella quería. Así que di lo que realmente quieres decir.

—Yo hubiera querido que estuvieras allí.

—Gracias.

Ambos guardan silencio. El crepúsculo ha dado paso a una noche alquitranada y las luces sobre Berlín parecen un constante relampagueo. Tamara sabe por algunas anécdotas que antes todo el Avus, el célebre autódromo de Berlín, estaba iluminado y que en él tenían lugar carreras de coches. Las farolas todavía están allí, pero no han sido encendidas en más de dos décadas. Las gradas están deterioradas y recuerdan la tristeza de los edificios en ruinas. Detrás de las gradas sobresale la torre de radio, que es como una raya reluciente elevada hacia el cielo, la punta está rodeada por una campana de bruma y parece el extremo de un faro. Tamara se hunde aún más en el asiento y percibe el agotamiento. Diez horas antes ha estado de pie junto a la tumba de Frauke, luego ha tenido sexo con Wolf a orillas del Lietzensee y ahora está sentada con Kris en el coche y no sabe adónde van. Tamara desearía que Wolf estuviera con ellos.

—¿Cuánto falta todavía? —pregunta la joven.

—Un cuarto de hora.

En el Avus, Kris dobla en dirección a la autovía metropolitana.

Tamara cierra los ojos.

—Tammi, despierta.

Ella se sienta de un salto y, por un momento, se siente desorientada; luego entrecierra los ojos para ver mejor dónde están.

—Deberías conseguirte unas gafas.

—Ya tengo gafas, para leer. Eso me basta.

Tamara mira hacia atrás. Un muro, unos árboles.

—¿Dónde estamos?

Ambos bajan del coche, y Tamara identifica el lugar adonde la ha traído Kris.

—¿Estás de broma, no?

—Vayamos arriba.

—Kris, no voy a moverme de este sitio hasta que no me digas qué se nos ha perdido aquí.

—Por favor, vayamos arriba, luego…

—Dime una cosa, ¿estás sordo o qué? —lo interrumpe Tamara y echa un vistazo al reloj—. Te doy dos minutos, luego me marcho a casa en el cercanías.

Kris solo la mira. Tamara teme esa mirada. No sabe lo que su amigo está pensando o si siquiera lo está haciendo. Le viene a la mente el pez de la pecera, con su mirada fija e insondable. «¡Me he acostado con tu hermano!», quisiera gritarle ella. Kris asiente una vez, de un modo imperceptible, como si hubiera tomado una decisión, y va hasta el maletero. Espera a que Tamara esté a su lado. Por un instante, un instante que resulta cruel, ella está segura de que el cadáver de la mujer está de nuevo en el maletero. «Siento todo este ir y venir —diría Kris—, pero tenemos que colgarla de nuevo en la pared».

En el maletero hay una manta y bajo la manta hay unas tenazas, una linterna, el saco de dormir lleno de mugre en el que transportaron el cadáver y las dos palas del cobertizo. La voz de Kris penetra en los oídos de Tamara como si le llegara desde muy lejos.

—Meybach ha llamado. Tenemos un nuevo encargo.

Es el cuarto cigarrillo de Tamara, y el último. Tamara lo deja caer al suelo y lo aplasta contra el asfalto.

—¿Sabías que yo solo fumaba cuando Frauke me ofrecía un cigarrillo?

—¿Quién no lo sabía?

«Eso, quién no lo sabía».

Tamara observa los restos del cigarrillo a sus pies. Ceniza. Tabaco. Un filtro aplastado. La joven apoya el trasero en la puerta del copiloto y Kris se sienta frente a ella en los escalones de la entrada de un edificio.

—Yo la quería, ¿lo sabías?

Kris asiente, lo sabe. Tamara lamenta haber abierto la boca. «Todos la queríamos», piensa la joven y quiere que Kris lo diga. Solo una vez. Puede ver claramente, en su rostro, las huellas de los últimos días. Los huesos de la mandíbula salientes, y bajo la luz de la farola su pelo corto parece cortado hasta el cuero cabelludo.

—Todos la queríamos —dice él—. Pero eso no tiene nada que ver con esto de aquí, Tammi.

—¿Cómo es que no quieres hablar acerca de Frauke?

—¿Qué es lo que hay que hablar? Ella está muerta, y eso no se puede cambiar. Por supuesto que estoy triste, claro que podría echarme a llorar, pero eso de ahí arriba…

Kris señala hacia el edificio.

—… es más importante. Más tarde, con mucho gusto, podremos hablar sobre Frauke, pero tenemos que liquidar esto rápidamente sin dar comienzo de nuevo a ciertas discusiones de tipo ético sobre dónde y cómo enterrar el cadáver. Por eso eres tú la que está aquí y no Wolf. Además, estoy seguro de la manera en que reaccionaría Wolf ante un segundo cadáver.

—Tampoco sabes cómo voy a reaccionar yo.

—Tú eres más fuerte que Wolf, lo llevas mejor.

Tamara ríe.

—Eso es un cumplido.

—Ha sido un placer.

Kris se levanta y se sacude el pantalón en el trasero. Luego le da la vuelta al coche, coge el saco de dormir del maletero, mete las tenazas en su chaqueta y vuelve a cerrar el maletero.

—Da igual la decisión que tomes —dice él—. Ahora yo voy a subir.

Tamara extiende la mano y Kris le entrega el saco de dormir. Cruzan la calle lado a lado y entran al edificio de apartamentos.

La puerta del piso está abierta y el olor a producto de limpieza sigue flotando en el aire. Echan un vistazo en la cocina y en el cuarto de baño antes de entrar al salón. Un hombre cuelga de la pared. Sus pies cuelgan a unos centímetros del suelo. Tiene la cara cubierta de sangre por los golpes.

—Relájate —dice Kris.

—Estoy relajada.

—Eso no es estar relajada, Tammi, me vas a romper el brazo.

Tamara mira hacia abajo, tiene la mano aferrada al antebrazo de Kris. Ella lo suelta y extiende los dedos como si los tuviera entumecidos.

«Por favor, Kris, no digas nada ahora».

Kris va hasta donde está el cadáver y saca una nota del bolsillo de su chaqueta. Mira al muerto a la cara. La sangre no solo le brota de la herida de la frente. El hombre tiene la nariz rota y el labio inferior reventado. Kris despliega el papelito y el texto es el mismo que con la mujer.

—Otra vez el mismo empapelado —dice Tamara acariciando la pared, que todavía está húmeda.

—Empecemos —dice Kris—. Bajaremos el cadáver y luego…

Entonces Kris enmudece.

—¿Qué ocurre?

—¿No te parece curioso que tenga los ojos abiertos? Con la mujer fue exactamente igual. ¿Lo recuerdas?

Tamara recuerda lo inusual que le pareció que los ojos de la mujer estuvieran cerrados más tarde, cuando regresaron de la tienda de bricolaje. También recuerda lo que pensó entonces: «Tal vez se cansara de esperar nuestro regreso».

Kris se coloca directamente delante del cadáver, ha ladeado la cabeza como si buscara el ángulo de observación adecuado.

—Si alguien me traspasara la frente con un clavo, yo cerraría los ojos con fuerza, eso puedes darlo por hecho.

Kris se aproxima aún más al rostro del muerto.

—Mira esto.

—Kris, yo…

—Por favor, Tamara, echa un vistazo a esto.

Tamara se sitúa a su lado. Ve la sangre seca que se ha deslizado por los pliegues de la piel y que se está desconchando ya en algunos puntos; ve polvo en los párpados del muerto, las venillas de sus ojos abiertos y la mirada que desaparece en la nada. Kris dice:

—La primera vez que hablé con Meybach, me preguntó si habíamos visto bien al muerto. Dijo que podríamos buscar en cualquier parte, pero que la respuesta siempre se ocultaría en los ojos.

—Querrás decir algo parecido a que «nuestros ojos son el espejo del alma».

—Algo así, más o menos.

Tamara retrocede.

—Lo siento, no veo nada.

—No hay nada que ver, pues en este caso tenemos que vérnoslas con un muerto. Cualquiera que sea el lugar donde haya quedado su alma, los ojos pueden ayudarnos poco a encontrarla…

Kris guarda silencio y se da la vuelta como si alguien le hubiese tocado en el hombro. Mira a la pared situada enfrente, y lo hace como si jamás hubiese visto una pared. También Tamara lo ve ahora. A la altura de los ojos, hay una foto fijada al empapelado. La foto muestra a dos niños en la calle, van abrazados y hacen malabares sobre sus bicicletas. Sus pies no tocan el suelo.

Kris atraviesa la habitación y desprende de la pared el alfiler que sostiene la foto. Sostiene la fotografía con la punta de los dedos, como si no quisiera ensuciarla. Tamara se coloca a su lado.

—¿Cómo pudo no llamarnos la atención esa foto? —pregunta ella.

—Teníamos otros problemas.

Kris señala a la cabeza del muerto.

—Observa la altura. Está en una misma línea. Meybach quería que su víctima viera la foto aun después de muerta.

Kris sostiene la foto a cierta distancia, como si de esa forma pudiera reconocer mejor a los dos niños. Le da la vuelta. La parte posterior no tiene nada. Entonces vuelve a mirar a los dos chicos y dice:

—¿Quiénes sois? ¿Y qué se os ha perdido aquí?

Después de que Kris haya guardado la foto en su cartera, saca las tenazas de la chaqueta. Tamara se da la vuelta.

—Espero fuera.

—Eh, ¿qué haces?

—Te he dicho que…

—Tammi, no puedes irte, yo solo no puedo hacerlo. Si hubiera podido hacerlo solo, no te habría traído. Uno tiene que mantenerlo erguido, para que el peso…

Kris se da unos golpecitos con las tenazas en la frente.

—… lo sostenga el clavo.

—¿Pretendes que lo agarre?

Tamara puede escuchar que su voz suena algo estridente.

—Por mí puedes extraer tú el clavo, si te apetece.

—Basta, Kris.

—Venga, Tammi, es una cosa rápida. Solo son dos clavos. Por favor, no me dejes colgado ahora.

—Kris, eso no tiene gracia.

—No fue mi intención hacer una gracia.

—No puedo.

—Agárralo por las caderas y álzalo, el resto lo liquido yo.

Tamara se acerca al muerto. Coloca sus manos en las caderas del cadáver, siente la barriga y agarra con más fuerza. La grasa se hunde y se escucha un borboteo.

—No lo sueltes —dice Kris.

Tamara tiene la sensación de que va a vomitar de un momento a otro.

—No vayas a perder los estribos ahora.

Ella puede ver cómo Kris le cierra los ojos al muerto.

—¿Puedes subirlo un poco más?

Tamara usa adicionalmente sus hombros para apoyar el cadáver.

—Así está bien.

Kris aplica las tenazas y maldice. El clavo está bien hundido en la frente. No encuentra la cabeza, sigue presionando con la herramienta en la carne y se siente aliviado de que no salga ninguna sangre. Las tenazas chocan contra algo duro y encuentran el clavo.

—De acuerdo, lo tengo.

Se escucha un ruido absorbente, luego se produce un movimiento brusco y el cadáver se desliza un poco hacia abajo. Tamara rodea con pánico las caderas del muerto y se da cuenta de que tiene los pantalones mojados. Kris sostiene el cadáver con su mano libre.

—Solo se ha deslizado un poco —dice—. Lo agarraré ahora…

—Por favor, deja ya de parlotear y acaba esto.

Kris deja caer el clavo en el suelo y se coloca de puntillas para llegar hasta las manos superpuestas. Tamara mira fijamente una mancha que hay sobre el empapelado fotográfico y se pierde en ella. Es la buena y burguesa Alemania de ensueño de los años sesenta. Un bosque con ciervo, un lago y montañas alrededor. «¿Por qué ese horrible empapelado? ¿Qué cosas le pasan por la cabeza a ese demente? ¿Y cuánto tiempo tardará Kris trasteando ahí en lo alto? Por favor, que acabe rápido, por favor».

Tamara está de pie junto a la ventana de la cocina e inhala con avidez el aire de la noche. El cadáver está en el saco de dormir, y el saco yace en el pasillo. Tamara puede oír la voz de Kris que le llega desde el salón. Tiene ante sus ojos una imagen que nunca había visto y que jamás verá: Kris, inclinado hacia delante, con el grabador MD a la altura de sus labios, mientras se disculpa con el muerto. A Tamara le sorprende lo tranquila que está. Kris tenía razón. Ella es fuerte. Esta vez no ha tenido problemas para abrir la cremallera del saco de dormir hasta el final.

«Estoy embotándome, me estoy quemando por ambos lados, yo…».

Kris se para junto a Tamara en la ventana. Ambos miran hacia el oscuro traspatio. Solo en dos de los pisos hay luces encendidas.

—¿Tienes frío?

—Un poco.

Kris la rodea con el brazo. No calienta, pero es agradable.

—¿Traes tú el coche?

Es como hace una semana. Tamara baja las escaleras, abre los dos batientes del portón de entrada, sube al coche y lo introduce de marcha atrás en el traspatio. «Todo es exactamente igual que hace una semana. Solo que Wolf no está presente y que Frauke ya no vive, y que yo ya no soy la que era entonces». Tamara baja del coche y mira hacia lo alto por la fachada. El rostro de Kris aparece como una mancha luminosa en medio de la oscuridad. Se miran a través de aquellos cuatro pisos. Un hombre y una mujer que se ocupan de un muerto.

No son estúpidos, por eso buscan el mismo sitio en el bosque. La fosa se ha derrumbado en sus bordes, y el fondo se ha llenado un poco de agua. Necesitan media hora para alcanzar de nuevo una profundidad de dos metros.

El cadáver se desliza dentro de la fosa con un tenue sonido, un golpe seco. Luego se hace silencio. Kris y Tamara se miran brevemente y empiezan a tapar la fosa con las palas. No intercambian ni una sola palabra y confían en no tener que ver ese saco de dormir nunca más. Cuando abandonan el claro, es como si nunca hubieran estado allí.

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