Sorry

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Sexta parte » Wolf

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WOLF

La casa lo recibe como a un viejo amigo. Cada visita es un viaje al pasado. Apenas se abre la puerta, un aroma de madera y manzanas rodea a Wolf, a pesar de que hace ya más de una década que nadie guarda manzanas en la alacena. A ese olor se le añaden los ruidos, la manera en que esos ruidos se escuchan en las diferentes habitaciones. El crujir de los tablones, el crepitar de la caldera y el resonante silencio que se siente en cuanto se cierran las puertas y la quietud se asienta de nuevo. Los olores, la luz, el espacio y todas las huellas que las personas han ido dejando en un sitio a lo largo de los años, el sitio en el que ellos crecieron. En cada visita, Wolf busca conscientemente esas huellas. Él lo llama nostalgia, y Kris lo llama frustración. En opinión de su hermano, Wolf no ha conseguido superar aún el hecho de que su madre haya desaparecido.

—Sé sincero. Todavía esperas que algún día regrese a la casa y te llame para que bajes a desayunar.

Wolf sabe que su hermano tiene razón, pero jamás lo admitiría. Y mucho menos delante de Lutger. Desde que la madre los abandonó, el padre insiste en que sus hijos lo llamen por su nombre de pila. Les ha explicado que lo de «papá» le resulta demasiado formal.

Kris y Wolf oyeron hablar de su madre la última vez después de que el divorcio fuera un hecho consumado. Se despidió con una postal muy colorida en la que les deseaba muchas cosas buenas en la vida. La postal estaba firmada también por un tal Eddie. Cuando los hermanos quisieron saber quién era el tal Eddie, Lutger cambió de tema.

De todo eso hace dieciséis años, y desde entonces no han vuelto a hablar acerca de la madre. Y aunque Wolf no ha vuelto a mencionarla ni una sola vez, ella sigue viviendo en la casa como un fantasma. Cada vez que visita a su padre, cree escuchar los movimientos de ella, su zumbido tenue en el cuarto de baño, y por las noches el susurro de las cortinas que se cierran, cuando iba de habitación en habitación en la planta baja; o el suave tamborileo de la punta de sus dedos cuando esperaba con impaciencia que el café hubiera terminado de colar. Su permanente presencia es otra de las razones por las que a Wolf le gusta regresar a la casa de su infancia.

—Vaya, cuánto me alegro de que hayas venido.

Lutger se comporta como si no hubiera visto a Wolf en mucho tiempo, sin embargo, ambos han estado hoy a dos metros de distancia en el entierro de Frauke. Wolf sabe lo que su padre quiere decir. «Como si la muerte de Frauke nos hubiera separado y vuelto a unir». Ambos se abrazan largamente. Desde la cocina llega el olor del pan recién horneado y el chile.

—¿Tienes hambre, no?

Van hasta la cocina y Lutger señala hacia el horno. Wolf se inclina hacia delante y ve dos panes.

—No pude evitarlo. Estaba cocinando un chile para nosotros, pero se me ocurrió la idea de preparar una masa para pan, y al final, de repente, tuve ganas de comer pasta. Pasta recién hecha, ¿te acuerdas de lo sabrosa que es? En fin, ¿qué vas a querer?

—Me quedo con el chile.

—Pues que sea chile.

Wolf pone la mesa, mientras Lutger coloca la comida sobre unos platillos, al tiempo que habla sin cesar. Nunca ha sido de otro modo. Es como si tuviera que llenar el sitio vacío de la madre con palabras. No es la primera vez que Wolf se pregunta qué hubiese pasado si hubiera sido Lutger y no su madre quien abandonara la casa.

«¿Dónde estaría yo? ¿Quién sería?».

Después de la cena, Wolf sube a la planta de arriba, donde está su antigua habitación, pues quiere buscar unas fotos. Tamara se lo ha pedido. A mediados de los años noventa Wolf vivió una fase en la que se dedicó a documentar cada día de su vida. Él mismo revelaba las películas, estas ahora llenan innumerables álbumes que Lutger guarda en uno de los armarios.

Nada en aquella habitación le recuerda al Wolf que creció allí. Los pósteres han desaparecido de las paredes, y hasta las pegatinas han sido rascadas de la parte interior de la puerta. No ha quedado ni un solo mueble de antes, y el color de la pared es otro. La habitación podría ser la de cualquiera.

En uno de los armarios hay cajas con sus viejas cosas. Libros, cómics, casetes. Las últimas dos baldas guardan los álbumes de fotos, y sobre los álbumes hay una caja llena hasta arriba de estuches de películas. La fase fotográfica de Wolf duró dos años, luego vendió su cuarto de revelado y jamás volvió a coger una cámara de fotos en sus manos. Han quedado más de treinta carretes sin revelar de esa época. Wolf no sabe cuánto puede durar una película. Debía haber tirado esa caja hace mucho tiempo.

Los años eran marcados en los álbumes con un rotulador Edding de color plateado. Fotos de la pandilla, de la época de la escuela e, incluso, un puñado de desnudos de una chica que poco después se había marchado a América y no quería que él la olvidara.

Wolf apila los álbumes de forma cronológica, luego vacila y los vuelve a colocar en el armario. No sabe lo que hace, sabe únicamente que por el momento no desea mirar atrás.

Lutger lo encuentra tumbado en la cama de la habitación de invitados, con el rostro hundido en una almohada. Lutger se sienta en el borde de la cama y espera un minuto antes de decirle:

—Levanta la cabeza de la almohada, de lo contrario no podrás coger aire y te asfixiarás. ¿Cómo me quedaré yo entonces?

Wolf ríe sin quererlo. Levanta la cabeza y mira el rostro de su padre como una mancha pálida en la oscuridad.

—Eres un buen padre —le dice.

—Lo sé.

Wolf se da la vuelta y se acuesta de espaldas. Desea poder llorar. Desde la muerte de Erin no ha vuelto a derramar una lágrima. Le gustaría mucho poder llorar por Frauke, pero ya no le queda nada.

—Me acosté con Tamara después del entierro —dice—, y no me he arrepentido ni un segundo.

Lutger guarda silencio, y luego afirma:

—Me alegra. Todo estos años habéis sido casi como hermanos, pero el amor de hermanos debe tener también sus atractivos.

—Lutger, eso no es gracioso. Conozco a Tamara desde hace más de diez años y jamás pensé que pudiera haber algo entre nosotros. Y de repente muere Frauke y Tamara y yo… ¿Tiene eso algún sentido? Yo no le veo ninguno. Pero está bien, es lo correcto. Por lo tanto no tengo que verle ningún sentido.

—Wolf, todo está bien.

—Por supuesto que está bien.

Wolf enmudece y, al cabo de unos segundos, añade:

—Claro que está bien, ¿no?

—¿Qué es lo que te preocupa realmente?

—Nada.

—Venga ya, ¿qué es?

«¿Cómo lo sabe? Ni siquiera puede ver mi cara en la oscuridad. ¿Acaso soy tan transparente?». Wolf se imagina haciéndole a su padre un breve resumen de la pesadilla que ha irrumpido en su vida hace apenas una semana. «Por cierto, el asesino ha hecho una foto tuya, Lutger, ¿qué me dices a eso?».

—Tengo la sensación de que todos desaparecen —dice Wolf, en lugar de lo que había imaginado, y comprende, mientras lo dice, que le importan más esas desapariciones que el demente que les ha encargado librarse de un cadáver.

—Todos desaparecen y yo sigo aquí —dice.

Lutger se encoge de hombros.

—Yo también seguí aquí cuando tu madre nos abandonó. Y a Kris no le ha ido diferente. Estás exagerando un poco. Además, Frauke y Erin no desaparecieron así como así. No es algo que alguien te haya hecho.

Wolf mira fijamente al techo de la habitación y se alegra de que estén sentados a oscuras. Claro que nadie le ha hecho nada, no obstante, él siente como si un peso invisible recayera sobre él, como si alguien le hubiese puesto ese peso encima. Pérdida, siempre la pérdida. Wolf no quiere decirlo. Sospecha que sonará como el lamento de un idiota, pero, no obstante, lo dice.

—Al parecer no os importa tanto. Sois fuertes, seguís haciendo lo mismo que antes, pero mírame a mí.

—Te lamentas.

—Sí, me lamento.

—Y no estamos haciendo lo mismo que antes, créeme, somos buenos fingiendo.

Lutger se pone de pie.

—Ven, iremos los dos abajo, y abriré esa botella de vino caro que me regalasteis el año pasado. Brindemos por Frauke. Por Frauke y por Tamara.

—¿Así de simple?

—Así de simple. Y porque estoy feliz de que estés aquí. Kris tenía razón. Era hora de que habláramos otra vez. También la casa te ha echado de menos, he podido percibirlo. Si quieres, puedes pasar la noche a…

—¿Qué quieres decir con eso de que Kris tenía razón? —lo interrumpe Wolf.

—Ya sabes como es. Me pidió que te invitara a cenar para que pasáramos un poco más de tiempo juntos.

Wolf palpa en busca de la lamparilla de la mesilla de noche y la enciende. Padre e hijo achican los ojos, cegados por la luz.

—¿Cuándo te pidió eso? —quiere saber Wolf.

—Inmediatamente después del entierro. Me llamó y me dijo que tal vez necesitarías hacer una pausa… Eh, ¿adónde quieres llegar?

—Tengo que irme.

—Pero…

—Ya lo haremos en otro momento.

Lutger se queda solo en la habitación. Oye la puerta cerrarse de golpe y se pregunta qué es lo que acaba de ocurrir.

Dos horas y cincuenta y seis minutos después de haber salido de la villa, Wolf vuelve a doblar hacia la entrada de coches y se sorprende de que solo el suyo falte en el aparcamiento. Más sorprendido aún se siente ante la imagen que se le ofrece en la cocina. Es más de medianoche. Tamara y Kris están sentados a la mesa de la cocina tomando un té. Han preparado una taza para él.

—¿Qué está pasando aquí? —pregunta Wolf.

—Siéntate —le ruega Kris.

—¿Cómo es eso que le has pedido a Lutger que me invitara?

—Wolf, por favor, siéntate.

Wolf se sienta a la mesa. Cuando Tamara se dispone a servirle el té, él coloca la mano encima de la taza.

—Tenemos que hablar —dice Tamara—, así que aparta tu estúpida mano y tómate un té con nosotros.

Wolf retira su mano, Tamara le sirve la infusión y ambos hermanos se miran.

—Teníamos que deshacernos de ti —empieza a contarle Kris.

—Ese punto ya lo he entendido, y sería amable que me lo explicarais.

Y es así como Wolf se entera del último encargo de Meybach y escucha lo que Kris y Tamara han hecho.

—Te nos hubieras interpuesto en el camino —le explica Kris.

Wolf digiere la noticia, y luego dice:

—¿Quiere decir eso que se acabó?

Wolf y Tamara miran a Kris simultáneamente, como si fuera él quien tuviera que decidir cuándo se ha acabado.

—Se acabó —dice Kris con firmeza—. Le he enviado a Meybach el archivo. No oiremos hablar de él nunca más. Os lo prometo.

Tamara asiente. Wolf ladea la cabeza de un modo imperceptible, como si tuviera que observar a Kris desde otro ángulo. Es un momento breve y amargo en el cual comprende, con perfecta claridad, que su hermano acaba de mentirles.

—¿Qué pasa? —pregunta Kris.

—Nada —responde Wolf—. Sencillamente, me alegra que haya acabado, nada más.

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