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Sexta parte » Tamara

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TAMARA

Diez minutos, quince minutos. Tamara está sentada en la cama y nada sucede. La habitación de Frauke sigue siendo la que era antes de que Tamara entrara. Una habitación abandonada y vacía. Tamara no sabe qué esperaba encontrar. Va hasta el sótano y trae unas cajas. Vacía los armarios y empieza a meter los libros de Frauke en las cajas.

—¿Qué haces?

Wolf está bajo el marco de la puerta.

—Recoger.

Ambos se miran.

—Todo está bien —lo tranquiliza Tamara—, de verdad.

Wolf asiente, no se acerca, y Tamara puede ver que quiere hacerlo. «Va siendo hora de que se lo digamos a Kris», piensa ella y dice:

—Deberíamos salir a cenar los tres juntos mañana. Salir por unas horas de esta casa y…

Le faltan las palabras, no sabe lo que les espera ahí fuera.

«Frauke va a estar en todas partes».

—… y homenajear a Frauke —Wolf concluye la frase en su lugar.

—Eso —dice Tamara y sonríe—; homenajear a Frauke.

«Y hablar con Kris —piensa la joven, aunque no puede decirlo—. ¿A qué le temo? Son hermanos, no rivales. Pero nos conocemos desde hace mucho tiempo. Somos como una constelación de estrellas, y nadie cambia una constelación sin crear un caos».

Wolf le desea buenas noches y cierra la puerta de la habitación a sus espaldas. Tamara lamenta no haberle pedido que entrara. De repente está de nuevo sola en el vacío que ha dejado Frauke.

Empieza por el escritorio, junta todos los papeles, desconecta el ordenador de la electricidad y enrolla los cables. Retira los cuadros y los pósteres de la pared. Lo hace con cuidado. No sabe qué cosas querrá conservar el padre de Frauke, y para ser sincera, tampoco le interesa mucho. Esta será su despedida.

Pone las cajas junto a una pared y la ropa junto a la otra. Necesita tres horas para recogerlo todo. Solo la cama ha quedado intacta.

Agotada, Tamara se deja caer en ella, y allí, entre sábanas y manta, encuentra a Frauke y aspira aliviada el olor de su amiga. Hunde su rostro en las almohadas y llora hasta quedarse dormida, como si fuera una niña sobre cuyos hombros recae todo el peso del mundo.

Tamara despierta y se siente desorientada. Son las siete de la mañana. Abre la ventana y tiene la sensación de que con ello deja salir el olor de Frauke. Mira a su alrededor en la habitación y se siente satisfecha. Luego les pedirá a ambos hermanos que la ayuden a llevar las cajas al sótano. Esa noche se ocupará de encontrar un buen restaurante. Decide acabar con su luto antes de la medianoche.

Tamara balancea su desayuno sobre una bandeja y lo coloca sobre la mesa del invernadero. Sale fuera, al jardín. La casa de los Belzen sigue pareciendo abandonada. Tamara se pregunta dónde se habrán metido.

«Tal vez ha habido alguna emergencia en la familia o han salido de viaje».

«Es lo más seguro, pero ¿por qué no lo dicen?».

Y mientras ella está allí, el sol naciente inunda la casa de luz, y Tamara nota un movimiento tras la ventana de la terraza. Entonces atraviesa el césped todavía mojado y baja hasta la orilla. El rocío de la mañana se siente frío bajo sus pies desnudos. Se detiene delante del bajo muro del embarcadero y ve ahora que en el salón de los Belzen hay un hombre sentado en un sillón, durmiendo. Por un momento, Tamara cree que se trata de Joachim Belzen. Mientras ella lo observa, el hombre se despierta y la mira. Inmóvil, como si todo el tiempo hubiera estado simulando que dormía. No hay asombro en él, nada.

«Ese no es Joachim».

Tamara no sabe cómo debe reaccionar. Intenta sonreír y levanta una mano. El hombre se pone de pie y desaparece del campo visual de Tamara, entonces se abre la puerta de la terraza y el hombre sale de la casa hacia el jardín. Delante del muro del muelle se detiene y le grita:

—Una mañana preciosa. Usted vive en la villa, ¿no?

—Me ha pillado —responde Tamara.

—Helena y Joachim me han hablado de ustedes.

El hombre se lleva una mano al pecho.

—Yo soy Samuel.

—Tamara.

Samuel señala con el pulgar a sus espaldas.

—Me ocuparé de la casa mientras los dos tortolitos estén en el Báltico.

—Ya me había preguntado dónde se habrían metido —dice Tamara aliviada.

Samuel mete las manos en el bolsillo del pantalón y señala con el pie en dirección al agua.

—Un milagro que ellos no hayan construido aquí un puente. Se está tan cerca que uno casi puede tocarse.

A Tamara no le parece que cincuenta metros sea una distancia tan próxima como para poder tocarse, no obstante le hace un gesto de asentimiento al hombre y mira hacia el agua, como si ella también se asombrara de que a nadie se le haya ocurrido construir un puente.

—Debo regresar.

Samuel la saluda con la mano, desaparece dentro de la casa y cierra a sus espaldas la puerta de la terraza. Tamara se da la vuelta, quiere regresar donde su desayuno, pero ve a Wolf en el marco de la puerta del invernadero. La vista que de él se le ofrece, le recuerda la manera en que había estado parado ayer en la puerta de la habitación de Frauke. «Él siempre está ahí, está preocupado». Wolf solo lleva unos pantalones cortos y sostiene en una mano la taza de café de Tamara.

—El anciano Belzen ha cambiado bastante —dice.

—Deberías hacer algo contra tus erecciones matutinas.

Wolf mira hacia abajo.

—No es ninguna erección. Ese es su aspecto normal.

—Soñador.

Wolf le entrega la taza.

—Su nombre es Samuel —dice Tamara—. Se ocupa de la casa mientras los Belzen ponen en peligro el Báltico.

Wolf sonríe.

—Desde ayer no te veo más que sonreír —dice Tamara—. ¿A qué se debe?

Ella lo besa antes de que él pueda responder. Luego se le escabulle por un lado y se sienta a la mesa. Wolf se queda en el marco de la puerta y se mira hacia abajo.

Esto de ahora sí que es una erección matutina —dice.

—¿Y a quién le importa saberlo? —pregunta Tamara, mientras corta el panecillo.

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