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Séptima parte » Antes. El hombre que no estaba allí

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Antes EL HOMBRE QUE NO ESTABA ALLÍ

El espacio a su alrededor emite destellos blancos y negros, como si las sombras no se hubiesen puesto de acuerdo sobre el lugar que les corresponde. Al cabo de unos pocos minutos el centelleo disminuye, los ruidos penetran hasta él y puede reconocer su entorno.

«Qué estúpido, qué estúpido, qué…».

Él ha tenido una premonición y la ha ignorado. Sintió una constante presión en el pecho mientras desenterraba a Fanni y la llevaba hasta el bote de remos. La ignoró como si se tratase de una especie de euforia. Pensó que había descansado lo suficiente. Ignorancia, era la más pura ignorancia respecto de su propio cuerpo. Por suerte el desmayo le vino primero en la casa de los Belzen, después de haber observado a la policía excavando la tumba vacía. Cuando vio a Lars Meybach allí, en los terrenos de la villa, la excitación fue demasiada para él, y entonces tuvo el segundo infarto en cuatro años. Solo que esta vez su corazón se detuvo. Durante más de dos minutos permaneció sin vida sobre el sillón, con los ojos muy abiertos, la boca una ranura sin aliento.

Dos minutos y cuarenta y tres segundos.

Con un suspiro consiguió volver a su vida de siempre. Los colores, la luz, el aire, una y otra vez el aire. Permaneció sentado en aquel sillón durante una hora, aspirando el oxígeno con avidez. Luego, con mucho esfuerzo, se arrastró hasta el coche. Sabía que tenía que llamar a su médico de inmediato y no moverse del lugar, pero era demasiado importante poner distancia entre él y la casa de los Belzen.

Su coche estaba a dos calles de distancia. A cada paso tenía la sensación de que ya nada funcionaba correctamente en su interior y que un solo movimiento en falso podría significar el fin. Tenía la piel tan transparente como el celofán, el párpado derecho le temblaba de forma descontrolada, y tenía que concentrarse para que la vejiga no se le vaciara sola. Cuando por fin se sentó en el coche, llamó a su médico desde el móvil y se sumió en un placentero desmayo.

Ahora yace en la cama de un hospital y se aprieta el pecho con las manos, como si ellas pudieran retenerlo todo. Su médico está al pie de la cama y le pregunta cómo está. También le dice:

—Haremos un par de pruebas y lo mantendremos bajo observación. No sabemos cuánto tiempo estuvo usted sin oxígeno, por eso no queremos correr ningún riesgo. Ahora relájese, dos días de descanso y luego podremos decir algo más.

Los dos días se convierten en seis. Pero él se mantiene tranquilo. Se hace las pruebas y permanece mirando al techo fijamente, como si detrás hubiera una puerta a través de la cual pudiera escabullirse. Sus pensamientos siguen habitando la casa de los Belzen. Se pregunta cuántas huellas habrá dejado. Se siente agotado y solo. Y aunque ese estado le resulta familiar de los últimos años, no quiere aceptarlo como algo dado. La resignación no encaja con él.

Nadie sabe que se encuentra otra vez en el hospital; nadie debe enterarse. «Hay algo parecido a la dignidad», piensa, y puede entender los antiguos ritos de los esquimales, que colocan a sus ancianos en un témpano de hielo y los envían mar afuera. Quiere desaparecer sin dejar rastro, cuando le llegue el momento.

Karl lo llama al sexto día.

—¿Dónde estás?

—En el restaurante, en el lavabo —dice Karl—. Él… está aquí. Está sentado a mi mesa, esperando. Es exactamente como lo dijiste. Me ha encontrado.

—Tranquilízate, Karl.

—Acabaré con ese cerdo, ¿me entiendes? Le haré exactamente lo mismo que le hizo a Fanni…

—Te he dicho que debes tranquilizarte —lo interrumpe el hombre.

Karl aspira hondo, y exhala el aire haciendo ruido.

—Estoy tranquilo.

—Estate tranquilo y actúa con cautela. Y yo quiero presenciar lo que le hagas. Quiero escuchar lo que tenga que decir.

—¿Cuándo…?

Karl guarda silencio de nuevo. Se domina, lo intenta. Su voz suena distinta cuando continúa hablando, empieza a hablar de nuevo.

—¿Cuándo nos encontramos?

Es débil, su voz es débil, como si todavía tuviera diez años y estuviera lleno de inocencia. «¿Cuándo?». El hombre vacila, pero nadie debe notarlo.

—Ocúpate de Meybach —dice—. Luego me llamas y ya veremos qué hacemos.

Karl suspira. El hombre tuerce el rostro. El suspiro le causa dolor en el oído. Añoranza. Cuelga antes de que el dolor le llegue al corazón. Escucha dentro de sí. Espera la llegada de un eco. Una advertencia. Ya nada vuelve. La excitación es como un torrente pulsante que llega hasta sus pies y allí amaina. Débil, pero vivo.

Él espera.

Espera hasta el atardecer.

Espera hasta el atardecer a que llame Karl, luego se viste y abandona el hospital.

Ha leído en alguna parte que todos los seres humanos están conectados. Ya sea mental o genéticamente, ya no lo recuerda; solo sabe que las aversiones y las simpatías sin justificación aparente se remiten a ello. Cada hombre tiene, desde su nacimiento, un pasado que lo acompaña durante toda su vida. No importa dónde, no importa quién sea. Y del mismo modo que todos los hombres están conectados, también los acontecimientos tienen una conexión entre sí. Nada ocurre sin un sentido.

Él es consciente de que eso es una soberana estupidez y que solo sucede lo que uno hace que suceda. Por eso a él no le ha sucedido nada en mucho tiempo. Estuvo demasiado tiempo ausente. Como si hubiese vivido en un tanque cerrado. En la nada. Ausente. Y aunque rechaza esta idea como estúpida, los interrogantes rumorean en su interior. «¿Qué conecta a Lars con esas personas de la villa? ¿Por qué enterraron a Fanni en los terrenos de la casa? ¿Qué saben ellos?».

Cuando regresa a la casa de los Belzen el olor a descomposición es tan intenso que se tambalea. Cierra la puerta a sus espaldas y se queda en el recibidor. Tiene una arcada e intenta respirar pausadamente. Consigue llegar hasta el retrete de la planta baja, donde vomita.

Ha estado ausente de casa durante toda una semana y ha olvidado bajar la calefacción. Los permanentes veinticinco grados se han encargado de que la descomposición avanzara más rápidamente de lo que pensó.

Cuando el estómago se le queda vacío, entreabre las ventanas de la planta baja y abre la puerta de la terraza para que el aire circule. En el baño de la planta superior descubre un recipiente de cristal con bálsamo del tigre. Se aplica una delgada película debajo de la nariz, sale al jardín y aspira el aire de la noche. Al otro lado ve una única luz encendida en la villa. Se examina las manos. Están tranquilas. Mira por enésima vez su móvil. No quiere admitir lo que el silencio de Karl puede significar. Karl jamás lo dejaría esperando.

«Karl no».

Los Belzen yacen en la planta superior, tal y como él los dejó. Entonces sella la puerta de la habitación con cinta adhesiva. Sabe que con ello no podrá contener el hedor por mucho tiempo, pero tampoco tiene intención de permanecer en la casa más de tres días. Tres días han de bastar.

Se queda mucho más tiempo al lado de Fanni. Su olor no le molesta, es un olor diferente. Más dulce, más pesado. Está sentado junto a su cama y guarda luto por su familia. Karl ya no lo llamará. Sea lo que fuere que haya sucedido, Karl ya no lo llamará.

Él admite la verdad y continúa su luto.

Después de haber sellado también esa habitación, baja a la planta inferior para ocupar su sitio junto a la ventana. Percibe la cautela en cada uno de sus movimientos. Se lleva la mano constantemente al pecho y palpa el corazón. «Demasiada cautela», según le parece, pero no puede hacer nada contra ese instinto. «Quieres vivir —se dice a sí mismo—, así que compórtate en correspondencia con ello». Entonces se lleva los prismáticos a los ojos y mira hacia la villa. Sabe que es hora de reparar los errores de sus hijos.

El sótano es el sitio ideal. Encuentra en el salón de los Belzen un reproductor de CD portátil y lo lleva hacia abajo. Pone un disco de música clásica, busca y encuentra un pasaje en el que toca la orquesta entera y sube el volumen al máximo. Arriba, en el pasillo, puede escuchar la música. Sale de la casa. El sótano tiene dos ventanas, una da del lado de la calle y la otra hacia los terrenos de los vecinos. Se inclina hacia delante; se escucha la música.

En el transcurso del día insonoriza todo el sótano. Consigue cinta de nylon y material de insonorización. Cuando pasa junto a una floristería, compra espontáneamente unos lirios blancos. Cubre las ventanas con tela de cortina de color oscuro, se alegra de poder hacer algo práctico. Es un trabajo muy satisfactorio. Al anochecer, vuelve a subir el volumen de la música y cierra la puerta del sótano a sus espaldas. Nada. No se escucha ningún sonido. Fuera se inclina hacia delante y pega la oreja a la ventana.

Nada.

Esa misma noche la ve a ella salir de la mansión. Espera dos horas mientras observa la oscuridad tras las ventanas. Después de cambiarse de ropa, retira la funda del bote. La saca hacia el césped cercano al embarcadero y ya se dispone a echarlo al agua cuando un coche dobla hacia la entrada de la casa y los árboles se iluminan por unos segundos bajo la luz de los faros.

Maldice. Ha vacilado demasiado.

El hombre consigue llevar el bote de nuevo a su sitio y extiende encima la funda de lona, antes de regresar a la casa de los Belzen y sentarse junto a la ventana.

Esa noche las luces se apagan a las 4:14. Él cierra brevemente los ojos. Sabe que debe tumbarse sobre el sofá. Sabe que su cuerpo necesita descanso. Tal vez sea obstinación lo que le hace continuar sentado junto a la ventana. Más tarde lo pensará. Más tarde maldecirá su obstinación.

Se queda dormido…

… y despierta a causa del sol, que le calienta las piernas. Sigue sentado en la poltrona, es un milagro que no se haya caído hacia un lado. Siente su cuerpo rígido. Pero no ha sido el sol lo que lo ha despertado, tampoco la rigidez de sus articulaciones. Abre los ojos y ve a la mujer parada en la otra orilla. Le sorprende lo próxima que está, aunque los separa el agua del Pequeño Wannsee. Como si la distancia se hubiese reducido en las horas de la mañana.

Durante la noche, se había sentido seguro en la oscuridad de la habitación. Ahora se le puede ver nítida y claramente.

«Debí correr las cortinas. ¿Cómo pude quedarme dormido así sin más?».

Él se levanta y sale al exterior. Es la única solución. Camina hasta el embarcadero y habla con la mujer. Solo cuando vuelve a entrar a la casa de los Belzen, libera la tensión. El cuerpo le tiembla. Se apoya con la espalda a la pared y toma aire.

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