Sorry

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Séptima parte » Wolf

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WOLF

Llegan con quince minutos de retraso y en la entrada los retiene una mujer que les entrega un regalo de bienvenida.

—¿Qué significa esta estupidez? —pregunta Kris.

—Hoy es la Noche de los Sombreros —dice la mujer.

—Me da igual lo que sea hoy —dice Kris—. Yo no me pongo eso.

Wolf coge uno de los sombreros y le da vueltas en las manos.

—Pero si son de papel.

—Solo nos está permitido regalar sombreros de papel —le explica la mujer—. La última vez casi nos los roban todos. La Noche de los Sombreros es muy popular.

Wolf se pone el sombrero y adopta una pose. Kris hace un gesto negativo con la cabeza, pues no piensa disfrazarse como un idiota. Intenta seguir de largo y escabullirse por el lado de la mujer.

—Lo siento, pero es la Noche de los Sombreros —repite la mujer, y Wolf puede escuchar, por su voz, que no es la primera vez que discute con un huésped.

—¿Qué edad le parece que tengo? —pregunta Kris—. ¿Acaso parece que tenga seis años?

—Lo siento —repite la mujer—. No puedo dejarle entrar si no lleva puesto el sombrero.

Kris señala a Wolf.

—¿Ve usted a mi hermano?

La mujer asiente.

—¿Ve lo estúpido que parece con esa cosa puesta? Dígame una razón por la que yo quiera parecer tan idiota.

—Porque de lo contrario no podrá entrar —responde la mujer, y su respuesta suena como una pregunta.

Wolf suelta una carcajada. Kris lo mira sorprendido.

—¿De qué te ríes?

—Es la Noche de los Sombreros —dice Wolf y se da unos golpecitos con el dedo en el sombrero, como si saludara a un general.

—Olvídalo —dice Kris, y pretende abandonar el restaurante. Wolf lo retiene.

—Mira —dice—. Tamara ya está ahí.

Kris se para de puntillas; ahora él también puede verla.

—Denos un minuto —le dice Wolf a la mujer y hace un aparte con Kris—. Venga ya, hazlo por Tamara. Para ella esta noche es importante. Hazlo por ella y por Frauke.

—¿Qué tiene Frauke que ver con esto?

—Que la estamos homenajeando hoy.

—Frauke está muerta.

—Venga, Kris, ya sé que Frauke está muerta, pero aún podemos homenajearla. Yo también lo haría contigo si estuvieras muerto.

Kris hace una mueca.

—Detesto la comida mexicana.

—Lo sé.

—¿Por qué no ha podido escoger un restaurante italiano o uno indio? Tenemos más de cuatrocientos restaurantes indios en Berlín, ¿y ella se empeña en venir a uno mexicano?

—Nuestros tacos son fabulosos —toma la palabra la mujer, al tiempo que le alcanza el sombrero a Kris—. Por favor, cójalo, y le prometo que al final no tendrá que participar del karaoke.

Tamara tiene delante un cóctel, el vaso está repleto de fragmentos de hielo, y entre ellos brillan las cáscaras de una lima. En medio de la mesa hay un segundo cóctel. Sobre la cabeza de Tamara hay un sombrero de papel de color rojo. Es obvio que no se siente a gusto. Cuando ve a Kris y a Wolf caminando hacia ella, se pone de pie de un salto.

—¿Sabes lo estúpidos que parecemos? —le dice Kris a modo de saludo.

—Lo sé —responde Tamara señalando a la carta con el menú—. ¿A quién se le va a ocurrir que Metaxa es el nombre de un restaurante mexicano? ¿Alguien me lo puede explicar? Metaxa es un aguardiente griego, no un pueblucho de México.

—Tal vez el local fuera antes de un griego —dice Kris—, y el nuevo dueño no tenía ganas de cambiar el cartel lumínico.

—Sí, tal vez —le da la razón Tamara—. Pero yo quería ir a un griego y no a un mexicano.

—¿Eso es para mí?

Wolf señala hacia el cóctel que está en medio de la mesa.

—Aparta esas manos, ese es de Frauke.

Kris y Wolf se miran.

—Sé lo que Frauke tomaría. Y estamos aquí para rendirle homenaje. Así que hagámoslo como es debido.

—Ningún problema —dice Wolf y toma asiento. Kris vacila todavía un poco antes de sentarse. Su sombrero es amarillo, el de Wolf es azul.

—¿Por qué llegáis tan tarde? —pregunta Tamara—. Son las seis y media, habíamos quedado a las seis.

Los hermanos habían estado discutiendo bastante durante el viaje sobre lo que debían decirle a Tamara. Al final habían decidido no decir nada.

—Nos ha surgido algo entretanto —dice Wolf y echa un rápido vistazo a la carta.

—Magnífica disculpa —dice Tamara.

Kris señala a Wolf.

—Él es el culpable, a mí no tienes por qué mirarme así.

Una camarera se detiene junto a su mesa. Hacen su pedido. Cuando la camarera se ha marchado de nuevo, Kris comprueba que ella no llevaba sombrero.

—¿Y? —dice Tamara.

Kris se quita su sombrero y lo hace un ovillo. Lo deja caer al suelo, se inclina hacia delante y hace lo mismo con los sombreros de sus amigos.

—Eh, yo quería conservar el mío —protesta Wolf.

—Puedes coger otro en la entrada —dice Kris—. En cualquier caso, no puedo tomaros en serio si lleváis puesta esa horterada.

Mientras esperan la comida, hablan acerca de Frauke. Y ahora apartaremos la vista y dejaremos de escucharlos. Es una conversación demasiado privada. Esperaremos a que Wolf alce su vaso y los tres brinden en honor de Frauke. Y esperaremos también a que llegue la comida y sirvan una ración de enchilada para Frauke en medio de la mesa. Es una buena despedida. No necesitamos saber nada más.

Tres horas después están sentados en casa y averiguan que hay veintiséis encargos nuevos y diecisiete más antiguos esperando ser atendidos. Permanecen allí, agachados, hasta la medianoche, colocan sus agendas lado a lado y se reparten los clientes. En algún momento Kris va hasta la planta de arriba y envía el archivo a Meybach.

A Wolf le sorprende la rapidez con la que sucumben a su rutina. «Así lo hubiese querido Frauke». Él siente su ausencia. En cada espacio. Durante el sepelio, Wolf decidió que haría todo lo posible para que Frauke no desapareciera de su vida así, sin más. No como Erin. Dos semanas de fiesta, dos semanas de felicidad y toda esa confianza, su increíble confianza.

«¿Cómo podía tener tal confianza?».

Tras la muerte de Erin, Wolf apenas encontró nada de ella que pudiera serle útil. Sus padres no tenían interés en hablar con él. Dos amigas tomaron café con él, pero le dijeron que no habían sabido nada de ella en todo un año. Entonces le pasaron dos fotos por encima de la mesa. Erin no se parecía a Erin. Wolf dejó las fotos allí. Y aunque Erin empezó a aparecérsele bajo la figura de otras mujeres, siguió siendo una extraña que, tras dos semanas siendo huésped en su vida, se esfumó como un fuego artificial. Y ahora Wolf no quiere que eso le suceda de nuevo.

—Wolf, ¿esto te parece bien?

—¿Qué?

—Las cajas.

Wolf parpadea y ve a Tamara. No sabe dónde se ha metido Kris. Hacía un momento estaban sentados los tres juntos alrededor de la mesa del salón, y de repente se ve solo con Tamara. «Debería decírselo», piensa, y entonces siente un poco de temor ante su reacción. Tamara sabe que Erin se le ha estado apareciendo una y otra vez, como un fantasma inquietante, desde su muerte. Y lo ha hecho en forma de otras mujeres, en cafés, en las calles. Pero Tamara no sabe que Erin desapareció sin dejar rastro el día en el que ella y Wolf hicieron el amor a orillas del Lietzensee.

Wolf buscaba a Erin. La busca con la mirada, porque todo era un poco como si alguien le hubiese robado el recuerdo de su gran amor. Wolf sabe que se está engañando a sí mismo, pero durante un tiempo esta fue una mentira útil. Por mucho que buscó, Erin siguió desaparecida, sin dejar rastro, y ahora Wolf se pregunta cómo puede explicárselo a Tamara.

«¿Tú ahuyentaste su fantasma? ¿Es eso amor verdadero?».

—¿Por dónde andabas? —pregunta Tamara.

—¿Qué?

—¿Por dónde andabas con tus pensamientos?

—Por ahí —responde Wolf y se frota la cara.

Tamara da la vuelta a la mesa y coloca sus brazos sobre el pecho de su amigo. El cuerpo de ella está a espaldas de Wolf. Es cálido y da seguridad.

—¿Cuándo se lo contaremos a Kris? —le susurra ella al oído.

—Pensé que nunca preguntarías —le susurra Wolf y siente su respiración tan próxima, como si esta saliera del medio de su cabeza.

—¿Mañana por la mañana?

—Mañana por la mañana es un buen momento.

—¿Tú o yo?

—Yo. ¿Y por qué estamos hablando en susurros?

—Porque es sexy, y porque sé que apenas puedes quedarte sentado quieto cuando te susurro algo al oído.

Wolf cierra los ojos y acaricia la mejilla de Tamara por encima de su hombro. Permanecen así por un momento, como si ese momento estuviera hecho precisamente para ellos: un hombre y una mujer que se acarician.

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