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Séptima parte » El hombre que no estaba allí

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EL HOMBRE QUE NO ESTABA ALLÍ

—Ahora que estás mejor, nos sentaremos a charlar —dijo el hombre y le quitó al chico la funda de almohada de la cabeza. El hombre vio cómo el niño entrecerraba los ojos y se protegía de la luz del techo, era una reacción normal. Sus miradas se encontraron, y el hombre observó con curiosidad la más pura rabia en los ojos del chico, lo cual no le sorprendió. «Tranquilo, puedes mostrarte furioso». El chico se miró hacia abajo y la ira se convirtió en pánico. Estaba sentado desnudo en la silla, y los pies estaban atados a las patas del mueble. Lo que no podía ver eran sus manos, atadas a la espalda. El hombre las había fijado con una cinta adhesiva de nylon que había pasado a través de un gancho de la pared; luego esta regresaba hacia donde estaba el niño y se enrollaba sobre el cuello del mismo en forma de lazo. El hombre no quería correr riesgos. Se lo dijo al chico. También le dijo que la educación era un componente elemental de la vida. Y eso es válido para cualquiera, sea niño o niña.

—¡Yo no soy un niño! —dijo el chico—. Mi nombre es Wolf Marrer. Tengo veintisiete años y me gustaría saber qué significa toda esta mierda.

Preguntas. Ese chico tenía demasiadas preguntas. Sus ojos buscaban una salida. Intentaba comprender el espacio. No tenía ni idea de dónde se encontraba.

—¿Dónde estoy?

»¿Por qué estoy desnudo?

»¿Quién es usted?

Demasiadas preguntas. Y ahora:

—¿Es usted Meybach? ¿Es usted ese maldito cabrón? Pensé que todo había acabado. Usted dijo que desaparecería. ¿Qué le hemos hecho ahora?

Un torrente de preguntas. El hombre esperó a que el niño se callara, luego carraspeó y dijo:

—No importa donde estamos. No importa quién sea yo. Las reglas son muy simples. Yo te haré las preguntas y tú me darás las respuestas. Si las respuestas no me parecen adecuadas, me marcho de nuevo y te hago esperar. Puedo hacerlo durante todo un día. Podría aguantar una semana. Y si lo prefieres, no vuelvo nunca más. Pero tú querrás que yo vuelva. Me suplicarás que vuelva. Así ha sido siempre. Todos sois iguales. Queréis ser libres ahí arriba.

Al decir esto, le dio unos golpecitos en la frente al niño. Muy suaves. El chico se echó hacia atrás. Ambos se miraron. El niño que era un hombre y que ya no quería ser un niño. Y él. El hombre que no estaba allí. Entonces formuló la primera pregunta:

—¿Por qué?

—¿Qué?

—Dime, ¿por qué?

—¿Por qué?

—¿Por qué la habéis matado?

El chico se asustó como si el hombre hubiese intentado pegarle. Fue como una respuesta. Al hombre le parece que fue como una respuesta inequívoca.

«Culpa».

—No sé de quién me está hablando.

—Bien —dijo el hombre—. Empecemos de nuevo.

Miró al chico, aguardó y entonces repitió:

—¿Por qué la habéis matado?

El chico miró hacia abajo y escupió. El hombre observó el escupitajo sobre la alfombra. De pronto, el chico se levantó de un salto. El hombre se mantuvo sentado, sin apartarse ni un milímetro. El lazo se clavó en el cuello del chico y tiró de él de nuevo hacia la silla. Entonces se quedó tranquilo sentado, con la cara roja y respirando con dificultad.

—Si te relajas, la presión irá disminuyendo poco a poco.

El chico intentó relajarse.

—Pobre chico.

—Yo… yo no soy un chico —dijo, con dificultad.

—Pobre chico, pobre.

—He dicho que no…

El hombre extendió la mano y le enjugó una lágrima al chico de la mejilla. Este quiso apartar la cabeza, pero torció el rostro a causa del lazo.

—Fanni.

—¿Qué?

—Su nombre era Fanni.

—No conozco a ninguna Fanni.

—Era mi hija. Primero fuisteis con su cadáver hasta el bosque, pero sucedió algo. ¿Os peleasteis, no es cierto? Entonces os lo pensasteis mejor y la enterrasteis en vuestros terrenos. ¿Por qué?

El chico tuvo intenciones de responder, pero el hombre alzó la mano.

—No intentes negarlo. Yo estuve observándolo todo. ¿Me entiendes? Lo vi. Su nombre era Fanni. Era mi hija, y está ahora dos pisos encima de nosotros.

El niño miró hacia el techo del sótano; cuando volvió a bajar la mirada, el hombre le mostró sus manos.

—Tuve que desenterrar a Fanni con mis propias manos. Fue algo muy indigno lo que le habéis hecho a mi niña. ¿Cómo pudisteis clavarla en la pared? Dime por qué le habéis hecho eso. Vamos, habla conmigo. ¿Por qué?

El chico bajó la cabeza, su voz era un murmullo.

—Mierda, vaya mierda, sabía que no saldríamos de esta. Lo sabía, lo sabía, yo lo…

El hombre dejó hablar al chico, se mostró paciente, durante su vida había educado a muchos niños, y percibía cuando estos se quebrantaban y se recuperaban de nuevo. Y este chico no era una excepción.

El hombre aguardó y no dijo ni una sola palabra. Entonces el chico empezó a hablar.

Eso fue ayer, hoy ya ha comenzado un nuevo día, es domingo, son las 9:21, y la niña y el hermano salen corriendo de la villa. Están descalzos, seguramente acaban de despertarse. El hombre se imagina cómo uno de ellos miró a través de la ventana y descubrió los lirios sobre la tierra. Ahora corren. El hombre desearía poder ver con mayor nitidez la expresión de sus rostros. Desearía retener ese momento y poder contemplarlo desde todos sus ángulos. Y si pudiera congelar ese instante, tomaría el bote, remaría hasta la otra orilla y se detendría al lado de ellos. Quisiera poder oler su miedo. El olor revela tantas cosas. No sabe sobre quién enfocar los prismáticos, por eso intenta mantenerlos a la vista a ambos al mismo tiempo. Ve cómo se hincan de rodillas en la tierra, apartan los lirios y empiezan a excavar. Lo hacen con las manos. No piensan en las palas que hay en el cobertizo. «Todavía no». Él los contempla, sus bocas se mueven, entonces la chica se pone de pie de un salto y corre hasta el cobertizo.

«Es lista esa niña», piensa el hombre.

Ayer el hombre se fue enterando, pieza por pieza y por boca del chico, de la verdad. Se maravilló de lo que puede significar una historia como aquella, y le sorprendió saber que la segunda mujer estaba muerta. Frauke. ¿Cómo pudieron suceder tantas cosas en el breve tiempo que él pasó en el hospital?

—¿Una agencia que se disculpa?

—Fue idea de mi hermano.

—Tu hermano debe de ser un tipo inteligente.

—Por favor, eso es todo lo que sé. ¿Podemos ponerle fin ahora a todo esto?

El chico miró hacia la puerta del sótano.

—¿Me puedo marchar ahora? De verdad que no sé nada más.

El hombre ladeó la cabeza, y el niño continuó hablando con vehemencia:

—Realmente siento lo que le sucedió a su hija. Pero no fuimos nosotros. Nosotros no le hicimos…

—¿Y tú nunca viste a Meybach? —lo interrumpió el hombre.

—Nunca lo vi. ¿Cuántas veces tendré que decírselo?

—Y si Meybach bajara ahora esas escaleras y afirmara lo contrario. ¿Qué pasaría?

—En ese caso, estaría mintiendo.

—Dime otra vez su dirección.

El chico se la repitió. El hombre asintió; estaba satisfecho.

—¿Y Karl? —preguntó.

—¿Quién es Karl?

El hombre sonrió.

—Ya sabes a quién me refiero.

El hombre podía ver en el rostro del muchacho que este sabía quién era Karl. Pero también veía algo más. Y ya no era Karl.

El hombre se levantó, apagó la luz y subió. Desoyó los gritos y los ruegos del chico. «Karl», pensó, «Fanni», pensó, y por un momento se quedó sentado en el salón, sin poder pensar en otra cosa que en sus niños.

Horas después el hombre volvió. Esta vez permaneció de pie.

—¿Puedo creerte?

—¿Por qué iba a mentir?

—Soy yo quien tiene la responsabilidad aquí, no sería bueno mentirme.

—¿Qué tipo de responsabilidad?

—La responsabilidad por tu vida. Por la vida de tus amigos. ¿Sabes lo que eso significa? Es una carga. Soy un hombre viejo. Ya no puedo soportar tantas cosas como antes. Antes nada de esto hubiera sido un problema, pero tengo el corazón débil. Siento frío y estoy cansado. ¿Me entiendes?

El niño no entendía.

El hombre dijo que no era demasiado importante. Entonces colocó ambas manos sobre la rodilla y se inclinó hacia delante, como si se dispusiera a hablar con un niño de cinco años. Con voz tranquila, dijo:

—Mejor empezamos desde el principio. Dime por qué habéis matado a mis niños.

El chico empezó a llorar.

—¿Qué le habéis hecho a Karl? ¿Dónde está? ¿Qué le habéis hecho a Fanni? ¿Y por qué? Habla conmigo, chaval, habla conmigo.

El chico entrecerró los ojos y dijo que ya había contado todo, y lo repitió de nuevo.

—Lo he contado todo, lo juro.

El hombre solo sonrió.

Entonces el chico empezó a gritar.

—SOMOS UNA AGENCIA DE MIERDA, ¿DE ACUERDO? NOS DISCULPAMOS EN NOMBRE DE GENTE QUE NO TIENE EL VALOR PARA HACERLO, ¿LO HAS ENTENDIDO? ¿ES POR ESO POR LO QUE ESTOY AQUÍ? ¿ACASO ERES ALGÚN FANÁTICO RELIGIOSO? ¿TE HA ENVIADO LA IGLESIA?

—Estoy aquí por Fanni —dijo el hombre con serenidad—. Estoy aquí por Karl. Nadie me envía.

La voz del niño se convirtió en un susurro, la ira había desaparecido y la resignación afloró de nuevo.

—Ya lo he dicho todo. Él nos hizo creer que era un encargo normal. Entré a ese piso y allí estaba el cadáver de la mujer…

—De Fanni.

—¡Sí, maldita sea, de Fanni! Y nosotros solo hicimos lo que él quería. Nos amenazó. A todos. A fin de cuentas, ella estaba muerta.

—Lo sé. Estuve en el piso y la vi.

El chico negó con la cabeza.

—Aparte de nosotros, no había nadie allí.

El hombre sonrió de nuevo.

—Soy inocente —dijo el chico—. Todos nosotros somos inocentes.

—No, yo veo las cosas de otro modo —dijo el hombre incorporándose de nuevo—. Si fueras inocente, no estarías aquí. Yo soy el castigo, ¿lo entiendes? ¿No? Pues es muy simple. La vida tiene su propio equilibrio. Hazte de nuevo la pregunta: ¿Cómo hubiera conseguido yo traerte hasta aquí si tú fueras realmente inocente? El equilibrio lo es todo. Tomas y das. No puedes tomar solamente. ¿No crees en el equilibrio? ¿No crees en el bien y el mal? Yo aquí soy el bien, lo sé, solo que no estoy seguro de lo que eres tú. ¿Eres tú el mal?

El chico se desesperó. La cinta de nylon le cortó el cuello y se apretó más en sus muñecas. Pero no se dejó detener por ello. Sus palabras eran puro veneno.

—YO SOY EL JODIDO BIEN, ENFERMO PERVERTIDO, PAJILLERO. ME HAS ATADO AQUÍ, ME TRAJISTE HASTA AQUÍ A LA FUERZA Y ME ATASTE. ELLOS YA ESTABAN MUERTOS CUANDO LOS ENCONTRAMOS. ¿ES QUE NO LO ENTIENDES? TU HIJA Y TU HIJO YA ESTABAN MUERTOS.

El chico volvió a desplomarse en la silla. Tenía la cara muy roja, respiraba con dificultad. El hombre vio que aquello no podría ir bien por mucho tiempo más. Le dijo lo que pensaba. Así había sido siempre.

—¿Y cómo ha sonado eso? Si quieres saber mi opinión, te diría que eso no ha sonado como el bien. El bien es como una canción. Es melodía. Y esto no ha sido melodía, no he escuchado ninguna melodía. Dime una cosa, ¿te sientes culpable?

En voz baja, endeble:

—Sí, claro, por supuesto que me siento culpable.

—¿Y puedo yo dejarte marchar así?

—Por favor, ya te he dicho que lo siento.

—He preguntado si puedo dejarte marchar así.

El niño asintió. Había esperanza en su mirada. El hombre fue hasta el banco de trabajo y cogió la funda de almohada.

—Eso no es necesario —dijo el chico enérgicamente y apartando la cara.

—Eso tal vez sea sumamente necesario, no quiero que sepas dónde puedes encontrarme. ¿Cuán estúpido crees que soy?

Entonces le puso la funda al chico en la cabeza. Luego apoyó una mano en su hombro y le dijo que todo saldría bien. También le dijo que no tenía por qué preocuparse.

—Estate tranquilo —dijo el hombre y le inyectó el Isofluran al niño en el brazo.

No han transcurrido ni siquiera dos minutos desde que la chica y el hermano han salido corriendo de la villa. El hombre tiene la sensación de controlar el tiempo. Cada vez que contiene la respiración, todo afuera se paraliza y solo vuelve a ponerse en movimiento cuando hace una exhalación.

El hermano está arrodillado sobre la tierra, excavando sin parar. Cuando la chica regresa del cobertizo sin las palas, él la ignora y continúa excavando. El hombre sabe lo que dice la chica. Puede leerlo en sus labios. «Las palas no están». Él podría gritarle dónde puede encontrarlas. El hombre se ha ocupado de que las cosas no les sean tan fáciles. Quiere que regresen a los orígenes. Quiere verlos de rodillas en la tierra, luchando contra el destino. Quiere que experimenten las mayores dudas. Y mientras los ve excavando, piensa: «No es la culpa con la que vivís, es vuestro fracaso el que os hace poneros de rodillas en el lodo». El hombre está satisfecho con esa idea. El círculo se cierra. Él alza la mano y la apoya sobre el cristal de la ventana, como si los saludara. Entonces ve la suciedad bajo sus uñas y vuelve a bajar la mano. Cierra los ojos y se pregunta cómo sería unir el dolor de ellos con el suyo. Sería la forma más pura de los sentimientos. Sería el amor.

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