Sorry

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Octava parte » El hombre que no estaba allí

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EL HOMBRE QUE NO ESTABA ALLÍ

Es casi demasiado sencillo. Es casi tranquilizadoramente sencillo.

Él va con la niña hasta arriba y se llena en la cocina un vaso con agua. Luego se lo bebe con avidez. La chica está parada detrás de él y le pregunta si se siente mejor. Él asiente y le dice que la última vez que comió y bebió fue hace dos días. Entonces llena el vaso de nuevo y se siente muy a gusto en su papel.

—Deberíamos llamar a la policía —dice la niña.

El hombre asiente de nuevo y pasa por el lado de Tamara en dirección al salón. El hedor de los cadáveres es insoportable. Él enciende unas de las lámparas de pie, abre con la llave la puerta de la terraza y respira agradecido el aire de la noche. Se pregunta cómo la chica pudo entrar tan de repente. ¿Cuánto tiempo llevaba ya en la casa? La puerta de la entrada está cerrada a cal y canto. ¿Cómo no fue capaz de darse cuenta? «¿Y por qué ella está tan callada?». Se da la vuelta. La chica está bajo el marco de la puerta del salón y lo mira.

—¿Por qué Wolf? —pregunta ella.

Él se muestra un poco sorprendido. La había considerado más ingenua, pero es inteligente y atenta. Hubiera podido ser un buen miembro de la familia. Es una hermosa idea. Ella y Fanni hubieran sido hermanas.

—¿Puedo sentarme?

Él no espera la respuesta de ella. Toma asiento en uno de los sillones y cruza las piernas.

—¿Por qué Wolf? —repite Tamara.

—Usted no tiene hijos, ¿no es cierto? ¿Usted tendrá unos treinta, unos treinta y cinco años? No entendería de lo que estoy hablando. Hijos, los hijos lo son todo. Sin los hijos, el mundo dejaría de girar. Yo solo he defendido a mis hijos. No sabía lo que realmente estaba pasando. Estaba seguro de que usted y sus amigos eran los culpables de todo. Y si es usted absolutamente sincera…

El hombre ladea la cabeza.

—… son ustedes corresponsables. ¿Qué rayos es eso de una agencia que se disculpa por otros? ¿No deberían dejar eso en manos de cada uno? ¿Para qué está la Iglesia? Quien inicia una danza para invocar la lluvia, no debería asombrarse luego de que empiece a llover.

—¿Qué mierda está hablando?

—La buena noticia —continúa el hombre, como si no la hubiera oído—, es que la perdono. Usted es, sin duda, una buena chica y no sabía dónde se estaba metiendo. Así que dejémoslo así.

Él se pone de pie.

—¡Permanezca sentado!

El hombre no se sienta, permanece de pie, el arma está apuntando contra su pecho.

—¿Qué fue lo que me delató? —pregunta, aunque en realidad no le interesa. Lo que quiere es mantenerla hablando, para que piense y no sienta.

—El aspecto de los Belzen no es el de gente que lleve muerta desde hace dos días. Y usted no parece alguien al que han mantenido prisionero. Además, usted pudo haber huido por una de las ventanas del sótano.

—¿Y si estaba atado?

—¿Y cómo es que tenía la llave de la terraza?

—Porque soy el que cuida de la casa y…

—Yo entré por la terraza —lo interrumpe la chica—. Estaba en este salón cuando usted vino y cerró la terraza por dentro.

—Ah —dice él—. Chica lista.

El hombre se aproxima. Puede que ella esté temblando.

—¿Qué le hizo a Wolf?

—No le hice nada. Se quedó dormido y no despertó más. Pero yo protegí su rostro. El rostro de mi angelito. Mientras dormía, parecía un niño pequeño. ¿A quién se le ocurre cubrir de tierra un rostro así? Sería inhumano. No, yo sería incapaz de hacerlo.

El hombre recuerda el enorme peso del chico en sus brazos. Él, realmente, no podía hacerle nada.

—No sufrió —dice el hombre—. Se quedó dormido y no volvió a despertar.

El hombre ve que la chica llora. Sabe que ella no va a dispararle. Siente pena de ella. Cuán difícil ha de ser enfrentarse cara a cara con la verdad y comprender de pronto todos los errores cometidos.

—Está bien —dice él—. Sé lo que se siente.

—¿Qué?

—He dicho que…

—Le he entendido. ¿Cómo puede decir algo así?

—Yo mismo lo he vivido, he tenido que guardar luto por mis niños, sé lo terrible que es.

El hombre se acerca un poco más.

—No lo haga.

—Es usted una buena chica, y yo soy un buen hombre. Podemos aclarar esto ahora sin necesidad de un arma.

—Por favor —dice la niña y da un paso atrás.

—Tranquila.

Él le quitará el arma de la mano. Acogerá a la niña entre sus brazos y la tranquilizará. Luego se ocupará del policía del sótano. Todavía no ha terminado con él. Pondrá a la niña y al policía en la misma habitación que los Belzen. Se producirá un fuego. Un fuego es la solución más limpia. Habrá un fuego, y con ello la historia habrá acabado.

—Wolf era mi amigo —dice la niña.

—Fanni y Karl eran mis hijos —responde él.

—No lo haga —dice la niña levantando el brazo.

—Está bien —dice el hombre y se detiene. El arma está a veinte centímetros de su cara. Mira el cañón. Ve cómo tiembla. La chica tiene el dedo en el gatillo. El dedo no está tenso. Reposa allí como si no supiera qué hacer.

«Está bien así», piensa el hombre y dice:

—Yo no soy culpable.

La niña no reacciona. El hombre sonríe. La niña ha dejado de llorar. Mira al hombre como si lo viera por primera vez.

—Lo siento —dice ella.

—Lo sé —responde él—, claro que lo sé.

Él pone la mano alrededor del arma. La chica cierra los ojos y aprieta el gatillo.

Es un poco como si alguien le hubiera tirado de la cabeza hacia atrás con un golpe. El cuerpo sigue el impulso con inercia, y el hombre cae de espaldas. Tiene el rostro en llamas. Es como si todo lo que siente, piensa o ve, no fuera más que un mar de llamas. El oxígeno no le llega, solo ese constante palpitar del fuego. Un graznido se escapa de su garganta, sus manos golpean las llamas y, finalmente, siente el dolor, y su conciencia desaparece en un desmayo, mientras que su cuerpo se estremece una o dos veces sobre la alfombra y luego permanece quieto. Los brazos caen, las manos reposan.

La chica salta hacia atrás cuando sale el disparo. Por un momento se detiene en el pasillo y espera a que el gas salga al exterior por la puerta de la terraza. El hombre no se entera de nada. Yace en el suelo, con la mitad del rostro quemado por uno de sus lados. Su boca babea, apenas se le siente el pulso. La chica se inclina sobre él. Huele la carne quemada, ve la sangre y no siente ningún tipo de remordimiento.

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