Sorry

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Octava parte » Tú

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La puerta se cierra con un estampido, oyes la llave en la cerradura y quedas encerrado. Mírale su lado humorístico, es mucho mejor que recibir una bala.

«Esa estúpida chapucera».

Estás tan agotado, que lo primero que haces es sentarte en el suelo e inclinarte lentamente hacia atrás. Por un instante permaneces tumbado de espaldas, con los ojos cerrados. Te adormeces, aterrizas en algún momento, entre un «antes» y un «después». Un ámbito intermedio en el que ya no puede suceder nada que esté fuera de tu control. Te despiertas con un susto. Todo sigue igual. El sótano, el dolor, tú. Fracasas al intentar sentarte. Ruedas hacia un lado y estiras la mano hacia la pared. Sientes las manos como si te las hubieran inflado. Por lo menos han dejado de sangrar. Te vas poniendo de pie centímetro a centímetro. Hace unos años viste una pésima película con Bruce Willis. No sabes muy bien de qué iba el argumento, solo sabes que uno de los personajes tenía huesos demasiado frágiles. Huesos de cristal. Bruce tendría que verte ahora. En tu interior solo hay añicos.

Necesitas cinco minutos para liberarte de las ataduras, y otros diez minutos para arrastrarte hacia fuera a través de la ventana del sótano y tumbarte sobre la hierba fresca.

Pareces el peor de los vagabundos, tu chándal está desgarrado de dos puntos, el pantalón está cubierto de vómito y tus manos llenas de sangre.

Después de incorporarte apoyándote en la pared de la casa, miras a tu derecha y una carcajada ronca brota de ti. En la otra orilla puede verse la villa. Reconoces las dos torres y el cobertizo. A través de ese portón entraste hace ocho días con todo tu equipo, después de que Gerald los convocara a todos. Ese día estabas totalmente desorientado. Todo fue tan rápido. De repente ellos estaban frente a ti. Frauke Lewin, Tamara Berger, Wolf Marrer. Esperaste que en cualquier momento uno de ellos te señalara.

«Hola, soy Lars Meybach, ¿cómo estáis?».

Ese día solo faltaba Kris. Como si alguien hubiese retirado la pieza más importante del puzle, la que conforma un todo a partir de los demás fragmentos. Si Kris hubiera estado allí, vuestro encuentro una semana después, en el rellano de la escalera de tu edificio, se hubiese convertido en un fiasco.

Tal vez hayas tenido suerte, tal vez el destino solo ha estado jugando contigo.

Te alejas de la villa y atraviesas el jardín en dirección a la calle. Un coche pasa, y decides seguir esa misma dirección. Tus pasos, al principio, son inseguros, pero al cabo de cien metros van mejorando. Estiras con cuidado tu espalda y respiras. Tu cuerpo va comprendiendo lentamente que la vida continúa.

Cuando aparece ante ti la estación de cercanías, te apoyas por un momento en un coche aparcado y tomas un descanso. Parece la más pura ironía que ese anciano te haya arrastrado hasta aquí, hasta el Wannsee. ¿Cómo pudo pasarte esto? Lo planeaste todo de un modo bien distinto, pensaste que mantendrías el control. Pero definitivamente no tienes ni idea de lo que es mantener el control.

Las personas en el tren se mantienen a distancia de ti. Esperas que a nadie se le ocurra preguntarte por el billete. Un sin techo camina por el vagón del tren y te ignora.

Por un momento te sientas inclinado hacia delante y contemplas las heridas en las palmas de tus manos. «El tétanos —piensas—, necesito con urgencia una vacuna contra el tétanos». Te parece como si el tren se detuviera en cada estación el doble de tiempo que el normal. Levantas la vista y ves que estáis en el lago Nikolas. El tren continúa viaje. La estación desaparece, tu reflejo puede verse en la ventanilla. Tus ojos. Qué bien sienta poder mirarte de nuevo. Nadie creería lo importante que es para un ser humano poder verse realmente. Es vital. Te guiñas un ojo. Cierras los puños. El dolor es tan purificador, que las lágrimas te corren por las mejillas.

No eres un asesino, eres solamente un ser perdido que anda en busca de sí mismo. Puede que ese ser todavía esté perdido, pero si ve una oportunidad de hallarse a sí mismo, la aprovechará. Y matará. Y convertirá en correcto lo incorrecto. Esa es la justicia de este mundo, tal y como tú la ves.

«Fanni y Karl».

Tú averiguaste todo sobre sus vidas. Los demás nombres de la libreta de direcciones no te interesaron. Solo se trataba de Fanni y de Karl. Y en medio de tus pesquisas, en medio de ese constante sentimiento de culpa y expiación, tu jefe se sentó un buen día contigo y otros tres colegas a comer en uno de esos restaurantes pijos. Ya habíais hecho el pedido cuando Gerald habló de una amiga que había fundado una agencia. Una agencia que se disculpa. En nombre de otros. Habéis reído, y tu risa fue la única que sonó falsa. Estabas seguro de que habías oído mal. Recordaste la historia del motor de coche que trabaja con una parte de gasolina y nueve partes de agua. Mitos. Pero, como sucede con todos los mitos, enseguida se plantea la pregunta: «¿Y qué pasa si…?». Seguiste comiendo y digeriste la información. Gerald notó tus dudas y te aconsejó que echaras un vistazo en Internet. Y fue así, exactamente, como empezó todo.

Es una sensación extraña la de bajar del tren poco antes de la medianoche en la estación de cercanías de Charlottenburg y caminar esos trescientos metros hasta casa como si nada hubiese sucedido. Pasar junto a la gente sentada en los cafés y los restaurantes, junto a todos esos mortales que te lanzan miradas de recelo y no saben lo que es el haber estado a punto de ser asesinado a golpes por un anciano.

En la segunda planta, te detienes delante de la puerta abierta de tu piso y vacilas. Todo ha cambiado; todo sigue estando como antes. Vas comprendiendo poco a poco por qué te resulta tan difícil dejar marchar a Lars. Esa noche no has negado su nombre ni una sola vez. A pesar de que el viejo te rompió las costillas. ¿Qué es eso? ¿No puedes o no quieres dejarlo marchar? «No puedo. No quiero». ¿Qué pasa contigo? Has pagado tu tributo y ahora eres libre. No obstante te formulas la siguiente pregunta: «¿Quién dice que no puedo mantener viva la ilusión un tiempo más?». Es una separación, es un adiós, todo ha acabado. «Sí, pero Lars me pertenece». Y en ese punto ya no estás siendo sincero contigo mismo. Por supuesto que el atractivo de seguir llevando dos vidas a la vez desempeña un gran papel. «Una noche más —te dices—, y si por la mañana me siento de un modo diferente, pongo fin a todo».

Y es así como Jonas Kronauer vuelve a cerrar la puerta de su piso, y es Lars Meybach el que sube las escaleras hasta la siguiente planta.

Pretendes abrir la puerta del piso, pero la llave se atasca. La sacas, lo intentas por segunda vez. La llave entra, abres la puerta y estiras automáticamente la mano hacia el lado derecho para encender la luz. El interruptor reacciona con un clic seco, pero la luz se mantiene apagada. Maldices, entras al piso y cierras la puerta a tus espaldas. Cuando te dispones a dirigirte hacia la caja de registro, el primer disparo te acierta en el estómago. La fuerza te lanza hacia arriba, tus pies pierden por un segundo el contacto con el suelo. El segundo disparo destroza tu antebrazo. Das de espaldas contra la puerta del piso y resbalas por ella hacia abajo. Estás desconcertado. El dolor aún no te ha alcanzado. No comprendes nada. Estás sentado en el suelo y no sabes lo que está ocurriendo. En ese mismo momento tu cuerpo registra las heridas de los disparos, en ese mismo momento reaccionan tus nervios. Un suspiro se te escapa de la boca. Y una oleada de dolor te arrolla.

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