Sorry

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Octava parte » Tamara

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TAMARA

Tamara espera. Pasa las horas en el salón, sentada en un sillón. Puede entender ahora por qué la gente vela a los muertos. Es la separación lo que a uno le resulta difícil. No hay vuelta atrás. «Tal vez estar muerto signifique sobre todo verse abandonado. Y cuanto más tiempo uno esté junto al muerto, más tiempo seguirá con vida».

Intenta leer. Intenta pensar. Por un instante intenta también dormir, pero los pensamientos se le escabullen dentro de la cabeza. Hay algo que la corroe, de un modo esquemático, borroso, como el jirón de un sueño. Enciende el televisor y cambia de canales, quiere algo que la distraiga.

Cuando cae la noche y todavía no sabe nada de Kris, Tamara da vueltas de un lado a otro por la casa y está a punto varias veces de subirse al coche. «¿Y después qué?». No sabe adónde va a ir. Por algunos minutos mira fijamente a través de la ventana en dirección a la entrada de coches. Cada vehículo que se acerca la llena de esperanza; cada coche que pasa de largo la vuelve más insegura de lo que ya está.

«¿Acaso lo entendí mal? Él dijo que necesitaba un momento para sí. No dijo que ese momento se convertiría en toda una noche».

Tamara mira hacia el televisor. Una mujer está tendiendo cien metros de ropa sobre un prado. Es estúpido, la mujer trabaja como un hámster. Tamara apaga el televisor y pretende dirigirse a la planta superior para tomar una ducha. Las imágenes vuelan por su cabeza como una tempestad de pensamientos.

«Kris inclinándose hacia delante y apartando la suciedad del cadáver de Wolf».

«Kris apretando la mano de Wolf a su mejilla».

«Tamara, que con los dientes…».

Entonces sale a toda prisa hacia donde está el mando de la tele y vuelve a encenderla.

Se ha acabado la publicidad del detergente, y el siguiente spot muestra un gato que mira como un ser humano. Pero Tamara ha encontrado la relación. El recuerdo aparece nítido y claro ante sus ojos. Ve a Helena en su jardín. Ve la cuerda del tendedero tensa, la cesta llena de ropa, la serenidad con la que Helena ha colgado cada pieza. Kris y sus chistes, diciendo que probablemente no hubiera nadie en el mundo que colgase la ropa con tal lentitud como la señora de enfrente. A lo que Wolf añadió que en cuanto Helena colgara la última pieza de ropa, seguramente ya la primera ronda de ropa estaría seca.

Tamara entrecierra los ojos y ve algo más.

El jardín de los Belzen se le aparece ahora claramente.

Ve el tendedero y ve cómo el viento mece las prendas mojadas.

«Ve un color verde pálido».

Tamara abre los ojos, saca la linterna de la cómoda del recibidor y corre al jardín. Se arrodilla sobre la tierra y no necesita escarbar demasiado. Una esquina de la funda de almohada asoma de entre la tierra removida. «Verde pálido. Lirios bordados». Tamara tira de la funda para sacarla. Oye a Helena gritándole que no hay nada mejor que la ropa que se seca al sol. La oye hablando con entusiasmo de ese olor, como si cada día tuviera su olor propio, mientras que, detrás de ella, las sábanas y las mantas centellean bajo la luz con su color verde pálido. Tamara deja caer la funda de la almohada y mira hacia la casa a oscuras de los Belzen.

Telefonea largamente al número de los Belzen. Está parada en la cocina, contemplando la casa. Kris sigue sin contestar al móvil. Dan las nueve, las diez. Tamara sabe que no se puede quedar allí sentada de brazos cruzados. Algo no va bien ahí enfrente. Tiene ante los ojos la imagen del anciano parado en la otra orilla mientras hablaba con ella. Intenta recordar sus palabras, pero no fue más que un parloteo sin importancia.

«Es un anciano, ¿qué puede tener que ver con esto?».

«¿Y la funda de la almohada? ¿Qué clase de coincidencia es esa?».

«Otra vez los lirios. Otra vez los malditos lirios».

Tamara solo había estado una vez de visita en casa de los Belzen, se sentaron en la terraza y tomaron café. No hablaron nada acerca de lirios, ni tampoco había ninguno en el jardín de la pareja de ancianos.

«Ya llevan más de una semana de viaje y no dijeron nada antes».

Tamara va hasta arriba y encuentra el revólver en una de las cajas de cartón. Hacía años un amigo le había regalado a Frauke aquella pistola de gas, pero jamás la había utilizado. Esta es una imitación de revólver. Nadie piensa en una pistola de gas cuando ve el arma. Tamara no tiene ni idea de cómo funciona aquello. Lo que le importa es la primera impresión.

«Podría esperar a que regrese Kris».

«Podría echarme una manta por encima y ocultarme debajo».

«Podría…».

«Basta ya con esto».

Tamara abre el tambor del revólver. Dentro hay un cartucho amarillo. Registra la caja de cartón, revuelve las cosas de Frauke. Pero no puede encontrar más cartuchos.

—Uno es mejor que nada —dice a media voz y se lleva consigo la pistola de gas hasta la planta baja.

Cruza con el coche el puente del Wannsee, dobla en la Conradstrasse y se detiene junto al Pequeño Wannsee directamente delante de la casa de los Belzen. Su coche es el único en diez metros a la redonda. Nadie abre cuando toca el timbre. Tamara atraviesa el jardín y le da la vuelta a la casa. Percibe una sensación rara al observar la villa desde la otra orilla del lago. En aquella ocasión, estando con Astrid en el bote de remos, todo era nuevo y excitante, ahora la casa le parece familiar, y le asusta el aspecto abandonado y desconsolador que ofrece su hogar desde la distancia.

El detector de movimientos reacciona, las luces se encienden. Tres rayos de luz iluminan a Tamara, y esta intenta no parecer asustada.

«Conoces a los Belzen, no eres una extraña, así que no te comportes como si lo fueras».

Mira hacia lo alto de la casa. Tres ventanas están inclinadas, y también la puerta de la terraza está entreabierta. Tamara mete la mano por la abertura y abre la puerta del todo. El hedor la hace dar un paso atrás. Se queda en la terraza y respira el aire fresco con avidez. Cuando atraviesa la puerta por segunda vez, se tapa la boca con la manga de la blusa. Ese olor le recuerda un verano que pasó en Norderney. Sus padres tenían allí una casa de veraneo que visitaban dos veces al año. Bajo una de las camas encontraron un gato muerto. Tenía una herida en la cabeza y le faltaba la oreja izquierda. Debía de haber entrado a la casa por el tejado, a fin de morir en paz allí. En la casa de los Belzen apesta como si cien gatos hubieran muerto en ella.

Tamara enciende la linterna. Todo parece normal. El sofá está en su sitio, no hay ninguna silla en el suelo.

«Si no hubiera ese hedor…».

En la cocina hay un vaso en el fregadero. En la nevera hay queso, leche, un paquete de pan. «Definitivamente, se han ido de viaje», piensa Tamara y sigue el olor, que la lleva hasta la planta de arriba. Alguien ha sellado las dos puertas de las habitaciones con cinta adhesiva, como si quisiera asegurarse de que nadie pueda salir de ellas. Tamara se detiene delante de una de las puertas, agarra el pomo y lo acciona. La puerta no está cerrada con llave, no hay resistencia alguna en la cerradura. La única resistencia proviene de las cintas adhesivas, que se expanden con un sonido susurrante cuando Tamara tira de la puerta.

El hedor empeora. Tamara coloca la linterna en el suelo, aparta la cara y tira con ambas manos del pomo de la puerta. Traquetea, cruje; la cinta se desprende y Tamara cae hacia atrás.

La habitación está a oscuras. Han bajado las persianas, de modo que no entra ninguna luz del exterior. Tamara orienta el rayo de luz hacia delante. Algo se abalanza volando sobre ella, Tamara se asusta y retrocede. Son moscas, miríadas de moscas. Chocan contra el cristal de la linterna. Tamara intenta mantener el rayo de luz firme. Puede ver que se encuentra en un dormitorio. Sobre la cama yacen dos figuras tapadas, y bajo la manta hay movimientos, temblores.

«Lárgate de aquí», le dice una voz en su mente. «No tienes por qué ver lo que se oculta ahí debajo. Ya sabes lo que es. ¿Por qué tienes que verlo? ¿Qué pasa contigo?».

Tamara aparta la manta hacia un lado.

Moscas. Montones. Y también aquello que una vez fueron los Belzen.

Después de haber vomitado, Tamara se echa agua en el rostro, se enjuaga la boca y respira agitadamente. De ningún modo quiere ver lo que hay detrás de la segunda puerta sellada. Está segura de que se trata del anciano que cuidaba la casa.

«Meybach, cerebro enfermo, ¿cómo has podido?».

Esto explica tantas cosas. Explica cómo Meybach sabía lo que ellos hacían, cómo estaba tan bien informado. «Tiene que habernos observado. Habló con los Belzen acerca de nosotros y, cuando ya no los necesitó, los mató. Nos estuvo observando todo el tiempo. También cuando la policía estuvo en casa. Todo el tiempo. Jamás pensó dejarnos en paz».

En el pequeño armario de las medicinas Tamara encuentra un tubo con bálsamo del tigre. Se unta una franja bajo la nariz y respira el intenso olor profundamente.

«Tengo que hablar con Kris. Tengo que llamar a Gerald, y si este último no está, hablaré con alguno de sus colegas. Le describiré lo que he visto. Le…».

Una de las puertas de la planta baja golpea con un sonido sordo contra la pared. Se escuchan pasos. La puerta vuelve a cerrarse. Silencio.

Tamara está inmóvil en el cuarto de baño. Mira hacia el techo, hacia la lámpara que la ilumina claramente.

«Sea quien sea quien haya llegado a la casa de los Belzen, verá que hay luz en el cuarto de baño».

Tamara apaga la luz y se desliza hasta la puerta para pasarle el cerrojo. Contiene el aliento y se queda quieta y silenciosa como la puerta a sus espaldas.

Nadie sube las escaleras.

Tamara respira con cautela, respira otra vez, desearía poder cerrar los ojos, pero los tiene bien abiertos. En un instante de estupidez, piensa que los Belzen se han hartado de estar tumbados en la cama y han bajado para hacerse un sándwich. Tamara reprime su risa histérica.

«¡Contrólate!».

No sabe cuánto tiempo transcurre. El sudor de su cara se ha secado. No se escucha el estampido de ninguna otra puerta. Solo el silencio. Tamara cuenta los segundos. Al llegar a trescientos abre la puerta del cuarto de baño y sale.

El hedor no ha cambiado, el bálsamo apenas sirve de nada. Tamara cree saborear el olor de la podredumbre en su boca y reprime una nueva arcada. Sus ojos se han acostumbrado a la tranquilidad, pero mantiene una mano apoyada a la pared, y así comienza a bajar las escaleras.

«Tal vez han sido imaginaciones mías».

«Tal vez solo fue la puerta de la terraza al cerrarse».

Llega al último peldaño, la puerta del pasillo está cerrada, la de la terraza está abierta. Ve las luces de la villa al otro lado.

«Si salgo corriendo ahora, en diez segundos llegaré a la orilla, y una vez allí, puedo nadar hasta el otro lado en pocos minutos y…».

En el pasillo se escuchan pasos; el manubrio de la puerta se mueve hacia abajo y la puerta del salón se abre.

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