Sorry

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Octava parte » Tú

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En realidad, nadie desea saber cómo te sientes ahora, cualquiera puede imaginárselo. Seiscientos mil voltios se dispararon por tu cabeza, luego te colocaron en el asiento trasero de tu coche, te transportaron por todo Berlín, te sacaron de nuevo del asiento trasero y te arrastraron escaleras abajo hasta un sótano. Antes de llegar al último peldaño, te dejaron caer, y el suelo te recibió con dureza. Por un rato quedaste allí, sin más, y la basta alfombra te dejó marcado su diseño en la cara. Tenías la mente en blanco, por eso tampoco te enteraste de que te pegaron contra la pared. No sentiste nada, no oliste nada, no oíste nada. Y cuando ya estabas a punto de salir de tu desmayo, un clavo te atravesó con dos golpes las palmas de las manos superpuestas.

Todo lo que das vuelve a ti.

Gritas desde lo más profundo de tu subconsciente. Eres como un buceador al que solo le quedan segundos para salir huyendo de las profundidades. Tu grito es la cuerda que te va sacando de las tinieblas. Tu grito es tu vida resumida en una exhalación.

Abres los ojos nerviosamente, tienes los brazos extendidos hacia arriba, las puntas de tus dedos tocan el techo y sientes cómo tu peso cuelga del clavo que atraviesa tus manos. Sientes como si ardieras de arriba hacia abajo. Intentas tranquilizar la respiración, miras hacia arriba. Por encima de ti están tus manos clavadas y superpuestas, debajo de ti están tu sudadera, tus piernas, tus zapatillas que están tocando el suelo.

«Estaba haciendo jogging —piensas—, estaba haciendo jogging y luego…».

No hay más recuerdos. El dolor en la palma de las manos destruye cualquier pensamiento. Intentas colgar inmóvil de la pared para desterrar el dolor. Lo consigues durante treinta segundos, lo consigues durante un minuto, pero entonces te azota el instinto de supervivencia y te mueves, y las llamas recorren tus brazos hacia abajo, y es como morir una y otra vez, otra vez.

Como si supieras lo que es morir.

Como si lo supieras.

Tranquilo.

Tranquilízate.

Ahora.

Te relajas, cuelgas de nuevo sin moverte.

—¡Hola!

No quieres pedir auxilio, no quieres rogar, solo quieres que te presten atención.

—Hola, ¿hay alguien ahí?

Aguzas el oído para ver si escuchas pasos, aguardas y apartas con un parpadeo el sudor de tus ojos. Hay un calor desagradable aquí abajo. Intentas concentrarte. Se escuchan pasos, una puerta se abre y entonces un hombre entra en el sótano. Algo en él te parece conocido, pero no acabas de saber qué es.

—Ah, estás despierto, muy bien.

Tu cerebro anda a la caza de informaciones.

«¿De dónde…? ¿De dónde te conozco?».

¿En realidad no te acuerdas? Hacías jogging, el banco del parque, el anciano…

«¿El anciano?».

Lo tienes.

El hombre se sienta en un taburete y te mira.

—Fanni y Karl —dice—. Dime solo ¿por qué?

No lo quieres, pero sueltas una carcajada.

El hombre ladea la cabeza.

Dejas de reír y dices:

—¿Por qué? ¿Qué pregunta es esa? Tú eres uno de ellos, ¿no es cierto? ¿Qué pregunta de mierda es esa? Te diré por qué. Por todo lo que me hicieron. Por eso. Sencillamente por eso.

—¿Y quién eres tú para juzgar a otros? —quiere saber el hombre.

—Sabes muy bien quién soy.

—El pequeño Lars.

—Correcto, el pequeño Lars.

El hombre niega con la cabeza.

—El pequeño Lars no haría una cosa así. Jamás. Él es uno de nosotros, forma parte de nosotros. Lars es para mí como un hijo. ¿Quién eres realmente?

Escupes y le aciertas en el hombro. Él te mira, te mira largamente como si pudiera ver en tu interior, lo que piensas, lo que sientes. Tienes que esforzarte para no apartar la vista.

—En cualquier caso, no eres uno de mis hijos —dice el hombre—. No muestras ningún respeto, y no hay ni un ápice de decoro en ti. ¿Acaso no has comprendido aún que somos una familia que se mantiene unida?

Sientes cómo la bilis te sube en el estómago. «Familia. ¿Cómo puede atreverse? ¿Cómo puede…?». Podrías echarle en cara muchas cosas, pero lo único que sale de tu boca es:

—Sois un grupo de pederastas que agarran a niños inocentes en la calle. Sois criaturas enfermas que destruyen almas. Ni más ni menos.

El hombre te mira sorprendido. «¿Cómo puede sorprenderse?». Desearías tener ambas manos libres. Agitas las piernas, pero no crees que puedas acertarle una patada.

—¿Pederastas? —dice el hombre, como si la palabra fuera un insecto que él jamás se dignaría a tocar con la mano—. Hay algo que estás entendiendo mal. Nosotros les enseñamos algo a esos niños. Somos buenos con ellos, les enseñamos obediencia. Los recogemos y les enseñamos el dolor. ¿Cómo, si no, van a sobrevivir en este mundo caótico nuestro, sin aprender la obediencia y el dolor?

Él espera seriamente una respuesta tuya. Estás desconcertado. ¿Cómo hablas con él siquiera? ¿Qué tienes que discutir? «Nada». ¿Qué pretendes sacar de esto? «Nada». No existe ninguna base. Podrías preguntarle a una piedra por qué es piedra. Podrías hablar contigo mismo, y eso te aportaría más. Y si vas a ser absolutamente sincero, en realidad no te interesa lo que piense o sienta este hombre; no te interesa saber cómo se convirtió en lo que es. Olvida su historia, olvida sus raíces. Historia y raíces no son una disculpa para el presente. Solo lo hacen más comprensible. Pero cuando sobrepasas ciertos límites, las explicaciones resultan superfluas. Y los niños son uno de esos límites. Nadie puede deshacer lo hecho y dar marcha atrás. Solo se puede detener para que no se expanda como un virus. Por eso concéntrate en lo que pasa ahora. Tú, que cuelgas ahora de un clavo fijado a una pared.

—¿… por qué?

—¿Qué?

—¿Por qué la clavaste a la pared?

Tú solo lo miras. No responderás a esa pregunta.

—¿Lars te contó todo eso? —te pregunta el hombre—. ¿Te contó que ellos hicieron lo mismo con él?

Él ríe.

—¿Y tú le creíste?

Tu respuesta es un susurro.

—Yo sé lo que me hicieron a mí. Yo estuve allí. Me habéis atado. Me habéis dejado colgado de la pared como a un animal. Sé lo que sé.

El hombre sonríe con expresión compungida.

—Por supuesto que Lars te mintió, él no quería que supieras la verdad.

No lo escuchas, tensas los brazos. El dolor te hace temblar. Es cierto que aquel hombre te ha clavado a la pared, pero no ha prestado atención a un detalle importante. Para que Fanni y Karl permanecieran realmente clavados al sitio, tú usaste otro clavo y les atravesaste la frente con él. Es un detalle muy importante, porque tú, con tu peso…

El hombre te golpea en la cara como si leyera tus pensamientos.

—¿Me estás escuchando? ¿Sabes por qué Lars jamás hubiera hecho una cosa así?

No tienes ni la menor idea de lo que está hablando. Si tuvieras las manos libres podrías romperle el cuello en cuestión de segundos. El hombre coloca una mano sobre tu pecho. Abre la cremallera de la parte de arriba de tu chándal, te saca la camiseta del pantalón, de modo que tu pecho queda al descubierto. Sientes el tacto de sus dedos fríos. Sientes su respiración en tu piel. Miras hacia abajo; el hombre mira hacia arriba. Su mano cubre tu corazón.

—Dime quién eres realmente —susurra el hombre.

—Yo soy vuestro pequeño Lars, hijo de puta.

El hombre niega con la cabeza. Su mano reposa sobre tu pecho.

—A ti —dice, y lo acaricia como a un perro obediente—. A ti te falta algo aquí.

Entonces deja caer de nuevo tu camiseta y da un paso atrás. Mira la mano que te ha acariciado y dice:

—En mi opinión, ni siquiera conoces bien a Lars, porque si lo conocieras, sabrías que él forma parte de esta familia. ¿Por qué piensas que te contó tan pocas cosas acerca de él?

El hombre se toca su propio corazón.

—Nosotros lo marcamos. Todos los hijos, todas las hijas llevan esa marca. Aquí. No sabes de lo que estoy hablando, ¿no es cierto? Crees saber mucho acerca de Lars, pero no tienes ni idea de quién es realmente. ¿Sabes acaso quién soy yo? Soy un enigma para ti, ¿no es verdad? Vamos, dímelo. ¿Quién soy?

Apartas la vista, no tienes respuesta. Entonces el hombre te dice quién es.

Cuando Butch cumplió los catorce años, Fanni y Karl le hicieron saber que a partir de ese momento era un hermano para ellos. Ese día le trajeron regalos y los colocaron a sus pies. Fueron cariñosos como verdaderos hermanos, y fue también la primera vez que Butch se sintió protegido en su presencia. Fanni le vendó los ojos y le dijo que tenían una sorpresa para él. Salieron de la habitación y se produjo un silencio. Transcurrieron varios minutos. Entonces Butch escuchó un movimiento y supo que ya no estaba solo en la habitación. Contuvo el aire y todo en él se agarrotó. Una voz de hombre le habló cerca del oído. Habló una sola vez. Dijo: «Lars».

Butch se orinó. Tenía tal miedo que, sencillamente, se orinó encima. Una mano se posó sobre su miembro y lo ordeñó, como si Butch solo estuviera orinando para esa mano. Cuando ya no salió nada más, la mano desapareció y volvió a reinar el silencio. Por algunos minutos. Luego Butch escuchó cómo alguien lo olisqueaba. Profundas inhalaciones y exhalaciones en forma de suspiros.

Aquel hombre jamás volvió a tocar a Butch. Solo lo olía, lo olía una y otra vez. Por todas partes. Largamente. Cuando se marchaba, sus labios rozaban de nuevo el oído de Butch. Hablaba bajito y decía: «Si alguien te pregunta, nunca estuve aquí».

El hombre alza la vista hacia ti. Está satisfecho consigo mismo.

—Lars te contó acerca de Fanni y de Karl, pero no te dijo ni una palabra sobre mí. ¿Y sabes por qué? Porque yo soy su secreto. Nadie debe saber de mi existencia. Yo se lo pedí y él me lo prometió. Estamos muy próximos. Confiamos el uno en el otro. ¿Lo entiendes?

No apartas la vista de él. No puedes mostrar ahora ninguna excitación. El hombre sabe cuál es tu punto vulnerable.

—¿Quién eres tú, entonces? —pregunta él.

—Lars Meybach.

—¿Estás seguro de eso?

—Estoy seguro.

El hombre coge un martillo del banco de trabajo y empieza a romperte las costillas.

El otoño era el fin, no el invierno. En otoño se apagaban las luces y las sombras cobraban vida. Era la época de la metamorfosis. Por entonces no sabías que sería también la época de tu metamorfosis.

Recuerdas los olores. Recuerdas todavía cómo se siente la vida. Todo era posible. Sundance estaba lleno de esperanzas, a Butch le iba bien.

Durante aquellas vacaciones de verano que pasaron juntos en Suecia, Sundance se había torcido un tobillo y había conocido a una doctora en el hospital. A principios del otoño, se tomó una semana libre y fue a visitar a la médico a Estocolmo. Y puesto que cancelaron su vuelo de regreso, tuvo que cambiar el billete y regresó de Suecia un día antes de lo previsto. Butch no sabía nada del asunto, Sundance quería darle una sorpresa.

Después de hacer el viaje del aeropuerto a casa, se dirigió al supermercado para hacer una compra. Tenía intención de cocinar y que cuando Butch regresara del trabajo, al anochecer, pudieran celebrar juntos su regreso.

A eso de las tres de la tarde, Sundance escuchó unos pasos en el piso de arriba. Había días en que Butch regresaba antes del trabajo. Sundance se dio prisa con la comida. Puso la mesa y encendió el horno, luego cogió los dos regalos que había comprado en Estocolmo para su amigo y subió.

Nadie le abrió.

Sundance tocó por segunda vez y reflexionó sobre si debía bajar rápidamente a buscar su llave. No creía que los pasos escuchados antes fueran fruto de su imaginación. Por otro lado, no quería irrumpir en el piso mientras que Butch estuviera en el retrete. Se había jurado confiar en Butch y respetar su ámbito privado. Volvió a tocar el timbre. Se oyó el tamborilear de unos pasos, y entonces la puerta se abrió.

Allí estaba, delante de él, el pequeño Butch. Como si hubiera viajado desde el pasado para mostrarse ante el adulto Sundance. Pero el color del pelo no era el mismo, los ojos eran diferentes, y cuanto más lo miraba Sundance, tanto más se preguntaba cómo había podido confundir a aquel niño con el pequeño Butch.

—Apártate de la puerta —oyó decir a la voz de Butch desde el interior del piso.

El niño miró a Sundance, retrocedió hacia las sombras y caminó de espaldas por el pasillo, al tiempo que tocaba una de las paredes con la punta de los dedos para orientarse. Cuando llegó al marco de la puerta del dormitorio, se detuvo.

—¿Quién está en la puerta? —preguntó Butch.

—Un hombre.

—¿Qué hombre?

El niño se encogió de hombros.

Butch le dijo al niño que lo mirara.

El niño lo miró.

—¿No estarás mintiendo, no?

El niño negó con la cabeza.

Butch salió del dormitorio.

La puerta del piso estaba abierta todavía, pero ya no se veía a nadie.

Butch miró en el rellano.

—Malditos repartidores de publicidad —dijo y cerró la puerta.

Sundance actuó. Pensó cada uno de sus pasos. No podía cometer ningún error. Tras regresar a su piso, apagó el horno y se sentó a la mesa de la cocina. Reflexionó. Tenía dos clases de somníferos en el armario de los medicamentos. Abrió una botella de vino. A las siete y media llamó a Butch al móvil y le dijo que acababa de aterrizar y que cogería un taxi. Que si le apetecía cenar con él a las nueve.

—¿Qué hay de cena? —preguntó Butch.

—Ya pillaré algo —le prometió Sundance y cortó la comunicación.

Durante la siguiente media hora, permaneció inmóvil en aquella silla; luego fue hasta la puerta del edificio, la abrió y volvió a cerrarla.

Estaba de nuevo en casa.

Se abrazaron, se sentaron a cenar; Sundance trajo los regalos para Butch y se rieron sobre las chorradas que le había comprado. Un jersey con un reno rojo en la pechera y una gorra con orejeras. Bebieron el vino, y Sundance le contó del tiempo que había pasado en Suecia; Butch le dijo que tenía mucho trabajo y que por eso hoy había estado a punto de no poder salir de la agencia de publicidad. En una ocasión, Sundance desapareció en el lavabo. Cogió una toalla, se la apretó contra la cara y gritó dentro de ella. Luego esperó hasta que el color de su cara se normalizara y regresó a la mesa.

El somnífero empezó a hacer su efecto tras la tercera copa. Butch primero sintió calor, luego se sintió extraño y ya no pudo concentrarse. Sundance lo ayudó a acomodarse en el sofá, donde Butch se quedó dormido al cabo de pocos minutos.

Sundance fue arriba y abrió la puerta del piso de Butch. La dejó abierta y volvió a bajar para buscarlo. Lo cargó en brazos como se lleva a una novia. Lo colocó sobre la cama en el dormitorio, luego fue hasta el cuarto de baño y puso a llenar la bañera. Usaba guantes, no era ningún estúpido. Después de haber puesto algunas velas, puso la botella de vino en el suelo y la copa llena en el borde de la bañera. Era una copa limpia, si alguien la examinaba, no averiguaría que los somníferos habían sido diluidos en el vino.

En el dormitorio, desnudó a Butch y encontró unas cicatrices diminutas bajo la tetilla izquierda. Cuatro puntos que parecían una «Y». Puso las cosas de Butch sobre una silla y llevó a su amigo hasta el cuarto de baño. Butch seguía durmiendo, ni siquiera el agua caliente le hizo estremecerse. Todo estaba saliendo como debía. Sundance se acercó una silla. Contempló a Butch a la luz de las velas. Vio cómo la bruma caliente de la superficie del agua vibraba alrededor de su cuello. Cómo su corazón latía sobre el pecho. Vio la paz que emanaba de su amigo.

Sundance le colocó una mano en la cabeza y lo hundió suavemente bajo el agua. Silencio. Unas burbujas de aire subieron desde la nariz de Butch. Tosió una vez, se estremeció. Sundance mantuvo una suave presión. Cuando su mano se retiró de la cabeza de Butch, nada había cambiado en lo externo. Butch estaba bajo el agua, una cálida bruma subía desde el brazo de Sundance. Por un momento deseó que Butch abriera los ojos y lo mirara. Quería explicarse. Pero no había nada que explicar. Sundance estaba convencido de que su amigo entendería por qué tenía que hacerlo. Amor. Era puro amor.

Y no habían hablado sobre ello ni una sola vez.

—Dime tu nombre.

Toses, el dolor es tan extremo que ya has vomitado dos veces. Cada vez que respiras puedes sentir las costillas destrozadas. El hombre ha empezado por la parte inferior y te ha explicado que se reserva las costillas de arriba para el final.

—De lo contrario te perforarían el corazón, y no dejaré que te me vayas tan rápidamente.

El hombre se enjuga las manos sudadas en una toalla. Verde con lirios blancos. Bebe de una botella de agua y se toma dos pastillas. Te promete que estará de nuevo contigo en un plis.

Tú cierras los ojos y retornas al pasado.

Fuiste tú el que encontró el cadáver a la mañana siguiente. Fuiste tú el que llamó a la ambulancia, el que habló con la policía y les ofreció café. Tú y no Sundance, porque Sundance había muerto la misma noche en que se ahogó Butch. No había ya ninguna razón para seguir existiendo. Butch y Sundance ya no existían. Quedaron borrados.

Esperaron demasiado de ti. Le prometiste a su familia ocuparte de todo. Sus padres te dieron plenos poderes. El piso, la cuenta bancaria, los seguros. Todo eso debía ser administrado, había mucho trabajo por delante, pero estaba bien que así fuera. Ocuparse de todo era tu forma de resarcirte por aquello que la familia no sabía.

—¿Cómo pudo matarse? —preguntó el padre de Lars—. ¿Qué clase de persona les hace eso a sus padres?

Como si todo girara en torno a ellos, como si los hijos existieran para que los padres aparezcan bajo una buena luz. Como si… Te amargaba que la familia de Lars le diera la espalda a su amigo después de su muerte. Habías esperado más de ellos.

El día siguiente al entierro fuiste al trabajo. Nadie sabía lo que le había ocurrido a tu mejor amigo, y así debería seguir siendo. Por un lado estaba la profesión, y por el otro la vida privada. Ese día sucedió por primera vez. Te plantaste delante del lavabo en el baño para lavarte las manos. Tu mirada dio en el espejo con tu rostro sin afeitar, tenías las mejillas un poco hundidas y unas sombras oscuras bajo los ojos. Te disponías a secarte las manos cuando tu mirada resbaló y se apartó. Lo intentaste de nuevo. No funcionó. Ya no podías mirarte a los ojos. Asustado, soltaste una carcajada y acercaste el rostro al espejo, pero en eso entró uno de tus colegas.

Ese día te fuiste antes y te marchaste a casa. No conseguías focalizar la mirada hacia tu persona. Tus ojos te evitaban. Te tomaste dos días libres. Tan enorme era tu miedo. Te encerraste en tu piso y te preguntaste qué significaba aquello. Y en ese momento de paz llegaste a una conclusión. La culpa te inundó, y lloraste desconsoladamente, te emborrachaste y apenas saliste de la cama. Pero hicieras lo que hicieras, tu mirada te evitaba.

Cuatro días después de su muerte alcanzaste el punto más bajo. Los fantasmas te perseguían. «¿Qué hubiera pasado si hubiera hablado con Lars? Podíamos haberlo hablado todo. ¿Hubiésemos podido? ¿Acaso había otro camino?». Tus preguntas retóricas no te ayudaron a avanzar ni un paso. Tú habías decidido un camino, y ahora tenías que vivir con las consecuencias.

La cuarta noche empezaste con el vino y luego cambiaste al tequila. Hacia las nueve subiste borracho las escaleras hasta el piso de Lars y entraste. Lloraste, te sentaste en su sofá y lloraste y te lamentaste. Allí había fotos de ambos, allí estaba la vida que ya jamás podría ser. Tocaste sus cosas, oliste incluso sus ropas, perdido y solitario. En el cuarto de baño, te detuviste por un momento en la puerta, antes de traer los productos de limpieza de la cocina y ponerte a frotar la bañera. Tu boca se movía por sí sola, todas las palabras y las disculpas salían y regresaban a ti, ya que no había nadie que quisiera escucharlas.

Ya no recuerdas cómo terminaste en la bañera. Recuerdas que de un momento a otro las velas ardieron, la espuma crepitó y tú te viste con el agua hasta el cuello, la cara húmeda por las lágrimas y el vapor.

Cuando el agua se enfrió, saliste de la bañera y te secaste. Dejaste tu ropa sobre la tapa del váter y saliste desnudo hasta el salón. No pensabas en nada, solo contaban las acciones. Lars era un poco más alto que tú, pero apenas se notaba. Sacaste algunas de sus cosas del armario. Mientras lo hacías, no conseguiste parar de llorar. Te vestiste y te sentaste en el sofá hasta que las lágrimas dejaron de salir. Entonces saliste a la noche.

El club era nuevo y estaba al final de la Bleibtreustrasse, poco antes de llegar al Ku’damm. Te asignaron una mesa libre y allí continuaste bebiendo. Más tarde abordaste a una mujer mientras bailabas. Fue amable, fue natural. Estuvisteis un rato junto a la barra y brindasteis, y entonces ella se inclinó hacia delante y te preguntó tu nombre. Y fue ahí cuando sucedió; tú mismo, conscientemente, lo despertaste de nuevo a la vida. «Lars», le respondiste a la mujer. Solo dijiste, sencillamente, su nombre de pila, y la mujer no tuvo ningún problema con ello. ¿Por qué iba a tenerlo? Era fascinante. Ella no lo dudó ni un segundo. ¿Por qué iba a dudarlo?

«Lars».

Fuiste hasta el piso de él. Os acostasteis en su cama y luego os sentasteis a su mesa en la cocina y bebisteis su vino. Tuvisteis sexo por segunda vez en el cuarto de baño. Las manos de ella sobre los azulejos, tus manos sobre sus caderas.

«¡Fóllame, Lars, fóllame!».

Ya habías tenido sexo con algunas mujeres, pero nunca antes ninguna te había llamado por ese nombre. Por eso le hiciste el favor. Por eso Lars se la folló. Por eso Lars se metió con ella en la cama y se durmió profundamente, sin soñar. Por la mañana te levantaste con la cabeza despejada. Dejaste que la mujer siguiera durmiendo. Aquella euforia te ponía nervioso. ¿Qué significaba aquello? ¿Te estabas volviendo un psicótico? ¿Estabas volviéndote loco? ¿Era ese el camino que querías recorrer? Un tributo. Toda amistad espera un tributo. Por eso te decidiste por el tributo y fuiste hasta el cuarto de baño, te inclinaste sobre el lavabo de tu mejor amigo muerto y metiste la cara bajo el grifo.

Cuando levantaste la cabeza de nuevo, todavía no podías ver tu mirada en el espejo. Tus ojos te evitaron, se movieron hacia la izquierda, se apartaron.

«Soy yo», quisiste decir, pero no sabías si realmente eras tú.

Tu primera reacción fue una risotada. «Joder, estoy acabado», pensaste e hiciste un gesto negativo con la cabeza. A continuación te acercaste al espejo. Todavía no funcionaba. Como dos polos iguales que se encuentran. No conseguías focalizar tu mirada en tu propia persona.

Ese día empezaste a pagar tu tributo.

Hablaste con el dueño del edificio y le alquilaste también el piso de Lars. No hubo problemas, alguien en tu posición no crea problemas. Le ocultaste al banco que Lars estaba muerto. Falsificaste sus firmas y le diste vida a un mito. En los documentos encontraste toda la información necesaria sobre las cuentas bancarias, los seguros médicos, los demás seguros. Dimitiste de su puesto de trabajo con la explicación de que Lars quería ocuparse de su madre enferma. Hiciste todo lo necesario para hacer desaparecer a Lars de la faz de la tierra. Y a continuación hiciste todo para que nadie lo olvidara. De ese modo, Lars se convirtió en alguien que siguió estando presente gracias a su ausencia. No estaba desaparecido, ni muerto; estaba vivo.

Una mañana sonó el teléfono y cogiste el auricular automáticamente. Era un amigo de Lars, y no supiste por qué te llamaba precisamente a ti. Antes de que pudieras hacerle esa pregunta, él empezó a parlotear y te preguntó qué tal estaba Berlín en esos días de moderado invierno. Fue entonces cuando comprendiste que no estabas durmiendo en tu cama. «¿Desde cuándo duermo aquí arriba?». No lo sabías. Tras vacilar un poco, le diste al amigo de Lars las respuestas correctas. En ningún momento puso en duda con quién estaba hablando.

Aunque pagaste el tributo, tu estado no mejoró. Tus ojos te seguían evitando. Lloraste, golpeaste el espejo hasta que sus añicos cayeron sobre el lavabo. De nada sirvió. Diste vida al piso de Lars como si fuera el tuyo propio. Tu vida privada se disolvió en la nada. Solo tenías una meta: hacerle justicia a Lars. Él debía seguir viviendo a través de ti. Hasta el momento en que él te dejase marchar. Tal vez nadie pueda entenderlo, pero a ti aquello te conmovió hasta los tuétanos, al punto de que ya no pudiste mirarte más a los ojos. La culpa a tu alrededor era omnipresente.

«¿Me estoy volviendo loco? ¿Debería acudir a un médico?».

Tapaste todos los espejos, también en tu piso. A las mujeres les parecía un capricho, les hablaste de un tío judío muerto, y ellas se maravillaban que no estuvieras circuncidado.

¿Cuánto tiempo hubiera funcionado aquello? ¿Quién sabe? ¿Por cuánto tiempo hubieras podido seguir viviendo esa doble vida? ¿Un año? ¿Más? La posibilidad de decidir te fue vetada cuando descubriste aquella libretita en la mesita de noche. Nombres, un montón de nombres. Dos de ellos estaban subrayados, dos de esos nombres los conocías. En ese momento comprendiste en la clase de farsa que estabas viviendo. Y te enfureciste, te enfureciste con Lars por no dejarte marchar. ¿Qué otra cosa quería de ti? ¿Qué más podías darle?

Comprenderlo fue como un claro corte en tus pensamientos. Dependía de ti hacerlo todo bien, a fin de mantener el equilibrio.

«Yo te doy a Fanni y a Karl, y tú me dejas ir».

El hombre te golpea en la cara. Tus ojos se abren rápidamente, no sabes cuánto tiempo has estado inconsciente. El hombre dice que debes concentrarte. Se repite. Es una eterna letanía. «¿Quién? ¿Eres? ¿Tú?». Tú niegas con la cabeza, ya no sabes quién eres. Él levanta el martillo. La sombra de su brazo. Tú apartas la cabeza y respondes. Él no te entiende, lo has dicho en un susurro. Vuelves a susurrar. «Bajito». El vómito fluye de tu boca, toses. El hombre se pone de puntillas. «Más cerca». Su oreja está cerca de tu boca. Cada palabra es como una frase entera, cuando dices:

—Te voy a matar.

—No, no lo harás —te susurra el hombre—. ¿Y quieres que te diga por qué no me vas a matar? Porque yo no estoy aquí realmente.

—Claro que estás aquí —dices, y en ese preciso momento tus piernas se alzan rápidamente y rodean la espalda del hombre. Gritas, le gritas a la cara, pues tu cuerpo es todo dolor, como si del clavo no solo pendiera todo tu peso, sino también tus nervios, como si no existiera nada más que ese puto clavo atravesando tus malditas manos. Grita, grita, déjalo salir, pues esta es tal vez tu última oportunidad, así que no la estropees, sácalo todo.

Esperas que el ángulo sea el correcto. Tensas los músculos del brazo y un alambre ardiente alza tu columna, tu trasero se pega a la pared, el hombre se defiende de tu agarre y golpea como un loco con el martillo a diestra y siniestra, pero ya es demasiado tarde, se produce un tirón y el clavo queda en la pared, pero tus manos se desprenden como la carne del palillo de un pincho moruno, y por fin te ves libre.

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