Sorry

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Octava parte » Tú

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La cinta de nylon te corta las muñecas, te duele cada vez que respiras. ¿Cómo ha podido ocurrir todo esto? ¿Cómo pudiste pensar que solo existían Fanni y Karl? Maldita sea, ¿cómo pudiste ser tan ingenuo?

Te das la vuelta y ves cómo Tamara y el hombre abandonan el sótano. Tamara no es estúpida, deja pasar al hombre delante. Solo desearías que no sostuviera el arma en la mano con ese gesto de aficionado.

—Eh, Tamara.

Ella se vuelve.

—Está cometiendo un error, ¿lo sabe, no?

Ella vacila. Te gustaría alertarla, decirle que la conoces y que no quieres que le pase nada. Pero ella es más rápida:

—¿Cómo sabe usted mi nombre?

No tienes respuesta. Por unos segundos, solo la miras, y luego reaccionas por fin y le dices que habías estado en la villa con tus colegas de la Policía Criminal y que…

—Jamás fui presentada a usted —te interrumpe Tamara—. Tampoco nadie me lo presentó a usted. Eso no tiene sentido. Me gustaría de verdad saber cómo sabe mi nombre.

Ella se da la vuelta y sigue al hombre hacia arriba. Ni siquiera piensa en cerrar la puerta a sus espaldas. Es tan poco precavida, que no va a sobrevivir con ese hombre ni cinco minutos.

Empiezas tratando de pasar tus manos atadas por debajo de las piernas, de atrás hacia delante. Te duele la espalda, y no es precisamente de mucha ayuda que cuatro de tus costillas estén rotas. Cada movimiento te corta el aliento, y mientras trabajas en las ataduras, te preguntas cómo es que Tamara no te ha creído. Ella te vio en la villa, sabe que eres policía. Y a pesar de eso…

«¿Y de dónde conoce al otro hombre? ¿Qué me he perdido? ¿Quiénes son Helena y Joachim? ¿Dónde estoy?».

Ahora tienes las manos delante de ti. Tienes todo el cuerpo empapado en sudor y consigues ponerte de pie tambaleándote. La puerta del sótano solo está entornada, podrías echar a correr hacia arriba y luego…

El disparo hace que te sobresaltes. Miras desconcertado hacia el techo del sótano, como si te fuera posible ver las habitaciones de arriba a través del hormigón. Esperas el próximo disparo, y cuando comprendes que un solo tiro tendría que haber bastado, empiezas a frotar tus ligaduras contra el borde de la mesa, lleno de pánico.

«Él la ha despachado, ese hijo de puta la ha despachado, y yo, un absoluto idiota, sigo aquí abajo atado y sin poder hacer nada».

Eres demasiado lento. Unos pasos resuenan en la escalera, y tú estás parado delante del borde de la mesa como un idiota, con las manos atadas y sin poder hacer nada.

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