Sombra

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Elsa duerme tranquila en su habitación, toda de color rosa, abrazada a su fiel Bib, el perrito de peluche que su mamá le ha regalado hoy mismo por su cumpleaños. Ha sido un día espléndido para ella, con todos esos regalos, la fiesta con sus amiguitos y sus primos, y la tía Mannie y el tío Richi, que hacía tanto que no veía. Lástima que papá no estuviera, por el trabajo. No pasa nada, en unos días volverá y le traerá un supermegarregalo para que le perdone. Eso piensa Elsa, tan orgullosa de haber cumplido sus siete años como del montón de canicas que se ha ganado en la maquinita del bar de debajo de casa. A ella le encanta coleccionar canicas, aunque a los otros niños ya no les interesen, porque sólo quieren juguetes modernos a pilas. Elsa siempre ha pensado que, con las canicas, pase lo que pase, ella puede jugar, mientras que si a sus amigos se les acaban las pilas, eso sí es un buen problema. Eso a ella no le afecta, piensa complacida cada vez que observa sus enormes frascos transparentes llenos de canicas de colores. Y tampoco le importa que las canicas sean un juego de niños. No es culpa suya si ha nacido niña y si le gustan las canicas, y en cualquier caso ella es el ejemplo viviente de que ambas cosas pueden coexistir.

Y así es como se duerme Elsa la noche de su séptimo cumpleaños, pensando en lo maravilloso que ha sido su día, mientras la lámparaacuario sobre la mesita de noche proyecta brillos azulados sobre las paredes, con sus pececillos rojos, amarillos, verdes y azules que no paran de nadar, uno tras otro, como los personajes de aquellos dibujos animados que tanto le gustan a Elsa, los del pececillo que se pierde en el vasto océano.

Aún flota en el aire un lejano aroma a galletas, las que mamá ha hecho por la tarde para su fiesta, mezclado con los perfumes de las mamás de los niños invitados. «Siempre se ponen demasiado —ha decidido una vez más Elsa—. Cuando yo sea mayor, usaré siempre el mismo, poniéndome unas pocas gotas cada vez, detrás de la oreja como me enseñó la abuela. Ella dice que las grandes damas de otro tiempo lo hacían así, y que hacían que les cepillaran el pelo muchas veces antes de irse a dormir, para que les quedara más suave y brillante». Por eso ella también suele pedirle a su madre que se lo cepille bien, con lo que se relaja tanto que a veces acaba durmiéndose. Pero esa noche no. Estaba demasiado excitada para acordarse del cepillo. Ha echado un último vistazo a sus regalos, a sus canicas, y se ha metido entre las sábanas, pensando que realmente es una niña con suerte.

La habitación de Elsa se encuentra en el segundo piso de una casita toda amarilla, en un pueblecito muy cerca de la Ciudad, al norte. Es una casa muy bonita, rodeada de un cuidado jardín en el que destaca un gigantesco magnolio que alarga sus ramas hacia la casa. Se encuentra en un barrio tranquilo y elegante.

Quizá por eso, alguna vez, en cuanto el frío amaina, la mamá de Elsa deja un resquicio abierto en la ventana del dormitorio de su hija, para que entre aire fresco y duerma mejor.

Eso ha hecho esta noche, la del cumpleaños de su niña, al tener la sensación, real o imaginaria, de que se acerca la primavera.

Y por esa rendija, lenta y silenciosamente, empieza a colarse algo junto al aire de la noche. Es una voluta de humo blanco y caliente procedente de abajo, del jardín, pero que luego sube, cada vez más alto, hasta la ventana, y luego entra hasta llegar a la cama de Elsa, hasta su boca, demasiado pequeña y frágil para oponer resistencia a la mano grande que le impide gritar. Sus ojos, desorbitados, son como dos grandes canicas que sólo contienen terror…

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