Solo

Solo


1933. La idea

Página 5 de 21

1933

LA IDEA

LA BASE METEOROLÓGICA AVANZADA BOLLING, donde estuve solo durante las noches del invierno antártico de 1934, estaba situada en la oscura inmensidad de la barrera de hielo de Ross, en una línea entre Little America y el Polo Sur. Era la primera estación interior ocupada en el continente más meridional del planeta. Mi decisión de pasar allí el invierno era más difícil, quizá, de lo que pensaban algunos hombres en Little America. El plan original era ocupar la base con varios hombres pero, como veremos, resultaría algo imposible. Por lo tanto, tenía que elegir entre abandonar completamente la base —y con ello la investigación científica—, o ir yo mismo. No podía darme por vencido.

Esto es algo que debe entenderse desde el principio; que por encima de todo y más allá del innegable valor de la investigación meteorológica y auroral en el interior deshabitado de la Antártida hasta la fecha —así como mi interés en esta investigación—, realmente quería ir por la propia experiencia. Así que, en cierto modo, el motivo era personal. Además del estudio meteorológico y auroral, no tenía ningún otro propósito importante. No había nada de eso. Nada más, excepto el deseo de un hombre por vivir esa experiencia al máximo, estar solo durante un tiempo y saborear la paz, la tranquilidad y la soledad lo suficiente para descubrir lo buenos que son en realidad.

Era así de simple. Y es algo que, creo, la gente asediada por la complejidad de la vida moderna comprenderá de forma instintiva. Estamos atrapados por los vientos que soplan en todas direcciones. Y en ese ajetreo, el hombre inteligente se ve impulsado a considerar hacia dónde es arrastrado y anhelar desesperadamente un lugar tranquilo donde poder razonar y recapacitar sin que le molesten. Puede que esté exagerando la necesidad de buscar un refugio esporádico, pero no lo creo, al menos en lo que a mí respecta, puesto que siempre me ha llevado más tiempo que a una persona normal reflexionar sobre el fondo de las cosas. Con esto no quiero decir que antes de ir a la Base Avanzada mi vida no hubiera sido increíblemente feliz; en realidad, había sido más feliz de lo que yo mismo tenía derecho a esperar. Aún así, me invadía un enorme desconcierto. Durante catorce años, más o menos, diversas expediciones, unas tras otras, habían ocupado mi tiempo y mis pensamientos hasta llegar a excluir todo lo demás. En 1919, fue el vuelo transatlántico de la Marina estadounidense; en 1925, el de Groenlandia; en 1926, el del Polo Norte; en 1927, el del océano Atlántico; de 1928 a 1930, el del Polo Sur, y de 1933 a 1935, otra vez la Antártida. Sin descanso entre ellos. Estaba ocupado organizando una nueva expedición y, al mismo tiempo, asistía a conferencias de una punta a otra del país para ganar un sueldo y pagar las deudas de la expedición anterior, o corriendo sin parar para conseguir dinero y suministros para la nueva.

Se puede pensar que un hombre cuya vida le lleva a lugares remotos no tendría una necesidad especial de quietud. Aquel que crea que eso es así sabe poco de expediciones. La mayoría de las veces se mueven entre la abundancia y el alboroto terribles, y siempre bajo el azote del tiempo. Tampoco serán nunca distintas, al menos mientras los exploradores no sean hombres ricos y la propia exploración resuelva las incertidumbres. No hay duda alguna de que el mundo cree que está bien llegar a un polo, o a los dos, de hecho. Miles de hombres han dedicado la mayor parte de sus vidas a alcanzar un polo o el otro, y muchos han muerto al intentarlo. Pero entre los que han conseguido llegar a la latitud 90o, ya sea norte o sur, dudo que alguno pensara que la vista del polo fuera en sí mismo algo especialmente estimulante, pues no hay mucho que ver: en un extremo del planeta, un punto matemático en el centro de un océano inmenso y vacío; y en el otro extremo, un lugar imaginario también en mitad de una meseta inmensa y a merced del viento. No es llegar al polo lo que cuenta, importa el conocimiento científico que adquieres en el viaje. Además del hecho de llegar y regresar sin perder la vida.

Ahora bien, yo había estado en los dos polos. Y en teoría había sido un logro gratificante, principalmente porque llegar a los polos era la forma de adquirir apoyo público para un programa científico a gran escala, lo que constituía mi auténtico interés. Los álbumes con recortes de periódicos que guardaba mi familia engordaron, y la mayoría decían cosas buenas. Eran una de las pruebas visibles del éxito, al menos en mi profesión, además de los beneficios económicos; aunque me gustaría señalar que los más sabios de nosotros, al igual que los contables prudentes, rara vez cuentan esto último en billetes de más de un dólar.

Pero para mí, la sensación de verdadero éxito fue escasa. Más bien, después de hacer balance, fui consciente de cierta falta de sentido. Este sentimiento se centraba en pequeñas, pero cada vez mayores omisiones, como era el caso de los libros. No había final en la lista de libros que siempre me prometía leer aunque, en cuanto a leerlos, nunca parecía tener tiempo ni paciencia suficientes. Con la música sucedía lo mismo: el amor por ella y, supongo, la necesidad indefinible estaban ahí, pero no el deseo o la oportunidad de interrumpir más que por un momento la rutina que la mayoría de nosotros llega a querer como existencia.

En realidad, se trataba de otros asuntos: nuevas ideas, nuevos conceptos y nuevos desarrollos de los que sabía poco o nada. Parecía una forma de vida limitada. Alguien podría preguntar: «¿Por qué no intentar incluir esas cosas en la vida diaria? ¿Tienes que ir a enterrarte en medio del frío polar y la oscuridad para estar solo?». Después de todo, un extraño que camine por la Quinta Avenida puede estar tan solo como un viajero cruzando el desierto. Eso lo acepto, pero opino que nadie puede estar completamente libre de costumbres familiares y emergencias. Por lo menos nadie en mi lugar, que debe acudir al público para conseguir apoyo y rendir cuentas de su administración. Sí es una verdad innegable que nuestra civilización ha desarrollado un régimen maravilloso para proteger la intimidad de las personas, pero aquellos de entre nosotros que deben vivir bajo la luz de los focos están fuera de su protección.

Yo quería algo más que aislamiento en un sentido geográfico, quería hundir raíces en una filosofía enriquecedora. Y se me ocurrió, según evolucionaba la situación alrededor de la Base Avanzada, que aquella era la oportunidad. Allí, en la barrera del Polo Sur, con frío y oscuridad completos como en el Pleistoceno, tendría tiempo para ponerme al día, para estudiar, pensar y escuchar el fonógrafo; y, durante unos siete meses, alejarme de todo salvo de las distracciones más sencillas. Podría vivir exactamente como quisiera, sin obedecer a más necesidades que aquellas impuestas por el viento, la noche y el frío, y sin cumplir más leyes que las propias.

Así es como lo veía. Puede que hubiera algo más que eso. Con el tiempo ya no estoy seguro pero, quizá, en mi mente tenía el deseo de experimentar una vida más severa que la que conocía. Había pasado gran parte de mi vida adulta en la aviación. Quien vuela llega a su destino sentado. Cuando surge el problema entre la nave y el medio, este llega directamente y se reduce por la ventaja mecánica de los mandos. Cuando llega el momento de la decisión final, todo el asunto se resuelve de una forma u otra en cuestión de horas, incluso minutos o segundos. Allí donde yo me dirigía estaría física y espiritualmente solo. En el lugar donde estaba situada la Base Avanzada, las condiciones no eran muy distintas a las que había cuando los primeros humanos salieron a tientas del crepúsculo de la última glaciación.

Esos riesgos estaban incluidos, todos lo sabíamos, pero ninguno, al menos en lo que podíamos prever, que fuera tan grande. En caso contrario, como jefe de una gran expedición polar y sujeto de todas las responsabilidades implícitas en el mando, no habría ido. Lo calculé mal y está demostrado por el hecho de que casi pierdo la vida. Aun así, no lamento haber ido, pues leí libros, aunque no tantos como había planeado leer; escuché las grabaciones del fonógrafo, aunque parecían aumentar mi sufrimiento; y reflexioné, a pesar de no tener siempre la alegría que había esperado. Todo eso estuvo bien y me pertenece. Lo que no había contado era con descubrir lo cerca que un hombre puede estar de la muerte y no morir, o querer morir. También eso era mío, y lo fue para bien. Esa experiencia me aportó dimensiones y amistades como ninguna otra cosa habría hecho y, resulta sorprendente, cuando se acerca el entendimiento final, lo poco que en realidad debe saber uno o sobre lo que estar seguro.

*

Ahora bien, he comenzado de esta forma porque se ha creado un malentendido en algunos ámbitos respecto a mis motivos para ocupar la Base Avanzada en solitario. De hecho, algunas personas pusieron en cuestión mi derecho a hacer lo que hice. Lo que piense la gente de ti no te debe importar mucho siempre y cuando sepas cuál es la verdad. Sin embargo, he descubierto, pues conozco a otros que se mueven entre titulares de periódicos, que en ocasiones importa bastante. Una vez que te introduces en el mundo de los titulares, aprendes que no hay una sola verdad, sino dos: aquella que conoces por los hechos y la que la gente, o una parte de la gente con mucha imaginación, adquiere por osmosis. No ocurre a menudo que la persona involucrada escuche esa segunda verdad, sus amigos son quienes lo hacen. No obstante, acabé estando al tanto de varias de las verdades reveladas que circulaban acerca de la Base Avanzada. Sabe Dios que puede que haya otras, pero difícilmente se podrían mejorar: una de ellas es que mis propios hombres me desterraron; otra es que fui allí para poder beber tranquilamente, pero beber mucho. Antes estas historias me habrían sorprendido, seguramente me habrían enfadado. Pero ahora ya no.

La crítica que me hizo reflexionar la realizó mi amigo Charles J. V. Murphy, un miembro de la expedición. Antes de marcharme a la Base Avanzada le pedí que se ocupara de mis asuntos junto con el lugarteniente, el doctor Thomas C. Poulter. El anuncio de que ocuparía la Base Avanzada en solitario no se envió a Estados Unidos hasta que me establecí allí, y decía simplemente que iba porque quería. Mis amigos recibieron la noticia con diferentes sentimientos. Durante las cuarenta y ocho horas siguientes llegaron muchísimos mensajes de radio a Little America, la mayoría de personas cuyo juicio aprecio. Teniendo en cuenta la poca información que tenían, debo decir que fueron sorprendentemente justas. Y, aun así, por cada mensaje de aprobación, había tres de perplejidad o sincera desaprobación. Se me apremió, o más bien ordenó, a reconsiderarlo. Mi partida, decían, acabaría en desastre, casi seguro para mí y probablemente para los cincuenta y cinco hombres que se quedarían sin superior en Little America. El director de una gran institución geográfica advirtió que, si algo iba mal en Little America durante mi ausencia, mi desgracia sería peor que la de Nobile, cuyo crimen consistió en abandonar el dirigible destrozado antes de que salieran todos sus hombres. Un amigo banquero declaró rotundamente que la idea era un capricho imprudente y que la vergüenza por abandonar compensaría el haber huido de las consecuencias producidas por mi decisión, si es que insistía en ella.

Todos estos mensajes estaban dirigidos a mí, pero llegaron a Charlie Murphy. Estaba en una posición complicada. Llegaba la noche invernal, el frío se intensificaba y sé que él estaba preocupado por mí. Sabía lo estrecha que era mi amistad con esos hombres en Estados Unidos. Respondió a cada uno de ellos que estaba allí con un propósito deliberado y útil; que los tractores estaban de regreso de la Base Avanzada, en Little America, y un viaje de vuelta expondría a otros hombres a riesgos importantes; que, en su opinión, yo estaba decidido a tomar ese camino, y que puesto que mi carga psicológica ya era suficientemente pesada, no añadiría más peso al informarme por radio de que mis amigos habían entrado en pánico. Por lo tanto, los mensajes se estaban archivando en Little America hasta mi vuelta en octubre. Era marzo. Y pasarían seis meses de frío y oscuridad.

De todo esto, por supuesto, yo no tenía ni idea. Me alegro de que fuera así, pues era lo suficientemente humano como para no querer ser malinterpretado, al menos por mis amigos. No estaba preparado para eso. En las conversaciones de radio que tenía conmigo por entonces, Murphy siempre estaba alegre, nunca mencionó lo que sucedía. Y por esa razón nunca le pregunté qué pensaban mis amigos, porque no quería saberlo. Por supuesto, sospechaba que habría críticas, pero no podía hacer nada al respecto: había quemado todos los puentes a mi paso. No responderé a la pregunta de si me habría persuadido a volver si Murphy me hubiera contado los mensajes. Sería una estupidez hacerlo. Reflexionar en retrospectiva es una forma de inventar excusas y razones. El único motivo para hablar ahora de este asunto es ilustrar algunos de los malentendidos relativos a la ocupación de la Base Avanzada y las distintas tensiones que se generan inevitablemente cuando un hombre intenta hacer algo que se sale de lo común.

*

La Base Avanzada no era un capricho imprudente, era el resultado de cuatro años de preparativos. La idea surgió durante mi primera expedición a la Antártida y era consecuencia indirecta de mi interés por la meteorología polar. De todas las diferentes ramas de la ciencia empleadas en una expedición polar establecida con rigor (en la última empleamos veintidós de ellas), para la gente normal ninguna tiene más valor que la meteorología. El granjero cuyo sustento depende de los cultivos, las personas cuyos estómagos se llenan con esos cultivos, los especuladores que apuestan con ellos, el empresario cuyas fábricas dependen del poder adquisitivo del granjero, el marinero en el mar y todos los demás, incluso el turista de vacaciones, todos tienen un interés vital en el tiempo. Sin embargo, pocos valoran la medida en la que los polos participan en sus planes locales.

La mayoría de nosotros tiene un conocimiento de nivel escolar acerca de la teoría de la circulación atmosférica: una corriente de aire frío fluye sin descanso desde los polos al ecuador, otra corriente de aire cálido vuelve a los polos por encima de ella y las dos juntas crean un intercambio renovado e infinito que supone la respiración del planeta. El alcance de la influencia de los polos en la meteorología sigue siendo objeto de especulación. Algunas autoridades se atreven a decir que cada polo es el auténtico creador del tiempo en su respectivo hemisferio. Esta última idea se ha formulado en la teoría del frente polar de Bjerknes, que explica la circulación atmosférica en términos de los efectos producidos por la interacción de masas de aire frío polar, los llamados frentes polares, con las masas de aire ecuatorial cálido donde se introducen.

Aunque para una previsión acertada a largo plazo es indispensable cierto conocimiento de la meteorología polar, sabemos muy poco sobre ella. Y debido a la necesidad de obtener más información sobre las leyes generales de la circulación, la primera preocupación de un jefe de expedición es comprobar que su departamento meteorológico está formado por personal cualificado. Esta obligación la han cumplido la mayoría de las expediciones. Los resultados, sin embargo, han sido escasos, pues la Antártida se investiga de manera científica desde hace menos de medio siglo y, en lo que respecta a los datos meteorológicos, el grueso del conocimiento está representado por el trabajo de, quizá, una docena de expediciones bien ejecutadas.

No es una gran muestra para un continente de un área estimada de catorce millones de kilómetros cuadrados. O eso me parecía a mí. Durante mi primera expedición a la Antártida me sorprendió la idea de que la fuente más valiosa de datos meteorológicos todavía estuviera intacta. Los datos existentes habían sido recogidos, en su mayoría, por bases fijas en la costa antártica o en islas adyacentes a la misma; por barcos que exploran las aguas contiguas, y por exploraciones sobre el terreno con escaso equipo de investigación, que realizan pequeñas expediciones tierra adentro durante el verano. Meteorológicamente, el interior de la Antártida era un vacío; no había estaciones fijas instaladas en tierra firme, no se habían realizado observaciones eólicas más allá de la costa, y los datos recopilados de forma fragmentada por expediciones con trineos solo cubren los meses de verano, más suave en comparación. Sin embargo, tierra adentro, más allá de la influencia moderadora de los océanos que rodean el continente, se da el frío más gélido de la faz de la Tierra. Allí es donde se deben buscar las condiciones continentales típicas y allí era donde propuse instalar la Base Avanzada, allí donde se crea la meteorología. Si los datos recogidos por una estación como la Base Avanzada se comparaban con los datos recogidos simultáneamente en Little America, arrojarían una luz reveladora sobre los efectos de los fenómenos atmosféricos en las latitudes meridionales. ¿Por qué una civilización tan tecnológicamente alerta como la nuestra sigue tolerando una situación que permite tormentas ruinosas, creadas en núcleos lejanos mucho antes, que alcanzan sin previo aviso a partes civilizadas del mundo? Hace poco Willis R. Gregg, jefe del Instituto Meteorológico de Estados Unidos, predijo la instalación en las regiones polares de medidores automáticos que enviarían datos de forma inalámbrica a las estaciones ubicadas en latitudes menores. De esta forma, los meteorólogos podrían observar las condiciones según se fueran desarrollando en los principales anfiteatros de la acción meteorológica y, de esa forma, predecir sus movimientos de forma acorde.

Eso es lo que preferiría haber pensado yo mismo porque la Base Avanzada estaba planeada como una estación piloto para un sistema polar de instalaciones similares; pero tendría huesos y músculos en vez de un cerebro mecánico que no se preocupase del frío, la oscuridad y la memoria. Nuestro plan original era, desde luego, atrevido. En las conversaciones preliminares con Bill Haines, mi jefe de Meteorología, al igual que en la segunda expedición, nunca tuve la intención de que la idea fuera algo más que una especulación. En otras palabras, sería algo estupendo si lográbamos hacerlo. Finalmente decidimos que nuestro objetivo sería la cordillera de la Reina Maud. Incluso así nos dimos cuenta de que quizá estuviéramos apuntando muy alto. Implicaba transportar toneladas de suministros a través de unos 640 kilómetros en la barrera de hielo de Ross, llena de grietas ocultas, y confiar en los tractores, cuya efectividad en la superficie de la barrera estarían determinadas solo por las conjeturas y por Dios.

En todos los aspectos, pero sobre todo en el psicológico, los riesgos del proyecto eran evidentes. Quienes eligieran habitar un lugar así debían asumir que tendrían que resistir las temperaturas más bajas de la naturaleza, una noche larga y oscura como la cara oculta de la luna y un aislamiento que ninguna fuerza en todo el planeta podría cambiar durante al menos seis meses. Actualmente, el explorador tiene recursos sencillos pero de sobra contra el frío. Contra los accidentes —el riesgo más serio del aislamiento—, una habilidad y un ingenio innatos. Pero contra la oscuridad, no tiene mucho más aparte de su propia dignidad.

En el tipo de estación que habíamos pensado los riesgos habituales de una base polar aumentarían multiplicados por mil. Habría grandes dificultades. La cantidad de suministros que se podría adelantar sería pequeña y, por lo tanto, solo unos pocos hombres podrían ocuparla. Los hombres se agolparían a una distancia de un brazo dentro de una casucha enterrada en la nieve. El viento y el frío harían que no la abandonaran más de unas pocas horas al día. El cambio, tal y como lo conocemos y sin el que la vida es apenas tolerable, sería inexistente. El grupo seguiría una rutina férrea. El día sería el modelo repetido de la hora; la semana, el modelo repetido del día, y apenas se podría distinguir uno de otro, ni siquiera como intervalo de tiempo. Allí donde no hay crecimiento o cambio exterior, los hombres buscan más a menudo dentro de sí mismos recursos para la renovación. Y de estos niveles ocultos de autorenovación, que pueden ser llamados los niveles salariales de la filosofía, dependería la habilidad de un grupo de hombres para sobrevivir a una prueba de tal magnitud sin llegar a odiarse unos a otros.

Mi idea era que tres hombres, preferiblemente dos meteorólogos y un operador de radio, ocupasen la base. Las dificultades de llevar suministros al interior de la Antártida permitían tres personas como máximo y los riesgos, sobre todo aquellos de índole psicológica, exigían también un mínimo de tres. El tres es un número clásico. Tres hombres se sostendrían unos a otros como las patas de un trípode. Con tres hombres, en vez de dos, las probabilidades de armonía entre caracteres parecían aumentar infinitamente puesto que, según la naturaleza de las relaciones humanas, un hombre jugaría constantemente el papel mediador de juez neutral, como un tribunal de apelación. En lugar de escuchar una voz continua, ver una cara y estar enfrentado a unas rutinas y a una idiosincrasia, un hombre tendría dos apariencias y personalidades siempre frente a él.

En estas condiciones dos hombres no tardan mucho en conocerse e, inevitablemente, eso es lo que harán, quieran o no, puesto que una vez que las tareas diarias se han terminado, hay poco que hacer, aparte de indagar en el otro. No de forma deliberada, no de forma maliciosa. Pero llega el momento en el que uno no tiene más que hacer que revelarse ante el otro, incluso cuando sus pensamientos primarios se pueden prever, sus ideas preferidas se convierten en una tontería sin sentido y su forma de apagar una lámpara de queroseno, de dejar las botas en el suelo o de masticar la comida se convierten en una molestia irritante. Y esto podría pasar entre los mejores amigos. Los hombres que han vivido en el interior de Canadá saben bien lo que les sucede a los cazadores que trabajan de esta forma. Como era consciente de todo esto, desde el principio decidí que la Base Avanzada no albergaría un proyecto con dos hombres.

Incluso en Little America sabía de compañeros de catre que dejaban de hablarse porque cada uno sospechaba que el otro colocaba su equipo en el espacio asignado al otro. Conocí a uno que no podía comer a menos que encontrase un lugar en el comedor lejos de «el rumiante» que masticaba solemnemente la comida veintiocho veces antes de tragarla. En un campamento polar esas pequeñas cosas tienen el poder de llevar a los hombres más disciplinados hasta el borde de la locura. Durante mi primer invierno en Little America anduve durante horas con un hombre que se debatía entre el asesinato o el suicidio a causa de unas persecuciones imaginarias realizadas por otro hombre que había sido un amigo leal. No hay ninguna salida. Estás atrapado en todas partes por tus propias ineptitudes y las presiones de tus compañeros. Aquellos que sobreviven con cierta alegría son quienes pueden vivir gracias a sus recursos intelectuales, de igual modo que los animales que hibernan sobreviven por su grasa. La Base Avanzada no sería un lugar complicado si estuviera habitada por tres hombres de este tipo. Al menos es lo que yo pensaba.

*

Durante los meses siguientes al regreso de la primera expedición la idea desafiaba constantemente mi imaginación. Y puesto que no se me iba de la cabeza, realicé un estudio serio de sus posibilidades. Antes de la movilización de la segunda expedición, en 1933, cuatro de nosotros comenzamos a trabajar en la base. Uno de los hombres era Victor Czegka, un suboficial que me había asignado el Cuerpo de Marines. Otro era Paul Siple. Ambos habían trabajado en la primera expedición y conocían los problemas que habría que superar. El trabajo de Czegka era diseñar la cabaña que sería la base y el de Siple estudiar y recabar todos los materiales necesarios. La construcción de la cabaña la realizaba Ivor Tinglof, un carpintero, en un piso de Boston. Y cuando el Jacob Ruppert, el buque insignia de mi segunda expedición, salió de Boston en octubre de 1933 contenía, en secreto, las secciones planeadas con astucia de una cabaña para tres personas. En la bodega iban también cuatro tractores, que estarían disponibles para llevar la base al interior.

Excepto por Haines, los constructores y yo mismo, nadie a bordo tenía la más mínima sospecha del propósito de la cabaña. Hablé poco sobre ella, pues la experiencia me había enseñado que las regiones polares, antes o después, cambiaban los proyectos mejor planificados. Aunque había considerado a algunos hombres para ocupar la base, incluyendo aquellos cuya calidad conocía bien de la primera estancia en Little America, en realidad no me había decidido por ninguno. Los 24 000 kilómetros de la ruta marítima (según el rumbo que habíamos escogido) me darían la oportunidad de estudiar y analizar a los candidatos.

En lo que a mí respecta, el tiempo y las circunstancias decidirían. No tenía derecho a poner mi nombre entre los elegidos. Al haber realizado una expedición en mitad de la Depresión debía un montón de dinero. Además, estaba al mando de dos barcos, cuatro aeroplanos y cien hombres, así que las posibilidades de abandonar mis responsabilidades no eran prometedoras. Por otra parte, parecía difícil que un jefe pidiera a otros tres hombres que se ofrecieran voluntarios a asumir un riesgo para el que él mismo no estaba preparado.

*

No escribiré acerca del viaje hasta Little America. Creo que mi narración general de la expedición ya ha sido descrita adecuadamente en Discovery. Después de una incursión por los mares sembrados de hielo y con bancos de niebla hacia las todavía desconocidas costas al este de Little America, finalmente llegamos el 17 de enero de 1934 a la bahía de las Ballenas. Allí vimos por primera vez las horribles condiciones del hielo, que tendrían una gran relevancia en todas las operaciones previstas. Aunque había bloques de hielo sueltos y rotos, amontonados en la amplia entrada de la bahía, pudimos aproximar el barco a cinco kilómetros de Little America. Cinco kilómetros, es decir, lo que vuela un págalo. Pero, entre medias, siguiendo la costa este de la bahía, había un cinturón de hielo compacto de un kilómetro y medio, con unas olas sobre otras de hielo golpeado y quebrado, con grietas profundas, pozos y espacios abiertos de 640 metros de profundidad. A menos que lo hayas visto, no puedes imaginar cómo es. El cinturón que nos separaba de Little America me hizo pensar en un océano embravecido por un huracán y petrificado a la altura de la tormenta. Había doce metros desde las crestas de algunas olas hasta abajo. Si eso hubiera sido todo, no habría sido ni la mitad de malo, pero las mareas y las corrientes golpeaban sin cesar en la base del hielo. Era posible escuchar cómo se agitaba y rugía en una docena de lugares distintos, y el sitio que parecía ofrecer un paso seguro un día podía convertirse en una grieta enorme al siguiente. Después de supervisar la región con aeroplanos y grupos de exploración con esquís, llegamos a la sombría conclusión de que ni siquiera los equipos con perros, y mucho menos los tractores, podrían llegar sanos y salvos a Little America. De hecho, estábamos a punto de abandonar completamente Little America y construir una base nueva en la costa oeste de la bahía de las Ballenas cuando un equipo con esquís volvió con la noticia de que había trazado un camino hasta allí, aunque tenía once kilómetros y estaba lleno de posibles peligros.

Tomamos ese camino y desechamos la idea de construir una nueva base principal en el otro lado de la bahía. Lo llamamos «Camino de la Miseria» y el nombre era un eufemismo. Durante dos meses completos, veinticuatro horas al día, trabajamos entre los barcos y Little America, modificando el camino para que se ajustara a las condiciones del hielo que cambiaban rápido, colocando puentes sobre las peores grietas mientras el océano golpeaba el hielo a nuestra espalda. Algunos días, el sol de medianoche, que recorría el cielo sin prisa, permanecía con nosotros todo el tiempo; entonces hacía calor suficiente para que los hombres se desnudaran hasta la cintura mientras que los perros, los ciento cincuenta que teníamos, sufrían el calor y se hundían en la nieve reblandecida. Pero la mayor parte del tiempo no era para nada así. Las ventiscas llegaban aullando, llenando el aire de nieve, cegando a los conductores de los tractores y los trineos, que seguían su recorrido por las banderas que marcaban el camino. Casi siempre había niebla, la blanquecina y malvada niebla de la bahía de las Ballenas, que no se parece a ninguna otra niebla que haya visto jamás; de consistencia casi lechosa, pero que convierte la nieve y la atmósfera en una capa lisa donde todas las proporciones se deforman de manera horrible y crean en el viajero la extraña sensación de que está pisando el fondo de un océano agitado.

Pero no escribiré más sobre el Camino de la Miseria. Cómo transportamos 650 toneladas de suministros hasta Little America se ha descrito ya en detalle en Discovery, aunque puede que los capítulos se lean sin sentir en ningún momento el profundo agotamiento que nos invadía, un agotamiento tan profundo que llevó a algunos hombres a realizar tareas que no recordaban cuando llegaban al objetivo, sus ojos enrojecían por la falta de sueño, sus cuerpos se entumecían por el frío y les hacía caer de cansancio. En cualquier caso, después de mucho tiempo, los barcos se marcharon. Un día, a medianoche, el sol cayó un instante bajo el horizonte, y cada noche tras aquella se ponía un poco antes; luego los almacenes del camino se quedaron vacíos; después Little America se reconstruyó y se reocupó y, por primera vez en lo que parecían mil años, pude pensar en el asunto de la Base Avanzada. Pero casi era demasiado tarde. Había llegado marzo, el invierno se acercaba, la noche ininterrumpida estaba apenas a seis semanas y yo estaba rodeado de hombres cuyas fuerzas se habían debilitado casi hasta el límite.

*

Hasta entonces la cabaña de la Base Avanzada, transportada con el mayor de los cuidados a través del hielo, estaba en el centro de Little America. Paul Siple había tomado posesión para comprobar el equipo de ventilación y la calefacción. Ahora que tenía tiempo para reconsiderarlo seriamente no tardé en llegar a una conclusión: donde quiera que consiguiéramos instalar la base, no sería al pie de la Reina Maud ni en un lugar cercano a ella. Primero, el tiempo corría en nuestra contra. Era marzo y las temperaturas llegaban a alcanzar 20o bajo cero, 30o e incluso 40o; en marzo, los equipos de campo de la Antártida se dirigen a la base escapando de la noche apremiante. Segundo, los cuatro tractores con los que contábamos para transportar la base se habían usado casi hasta la destrucción y la ruina en el Camino de la Miseria, y necesitaban una reparación exhaustiva antes de poder enviar la flota a la barrera. No podíamos usar los perros en esta travesía. Los mejores de la manada se habían ido con el capitán Innes-Taylor a descansar para las operaciones de la próxima temporada en el sur pero, aunque los perros restantes hubieran estado en buena forma, no podrían haber transportado sin ayuda las siete toneladas de materiales y suministros necesarios para la base.

Los aeroplanos se podrían haber utilizado como medio de carga, pero hubo que desechar esa idea cuando el Fokker se estrelló en un vuelo de prueba y quedó totalmente destrozado. Eso nos dejaba con dos aeroplanos capaces de transportar cualquier tipo de carga: el Cóndor de dos motores y el Pilgrim de un único motor. Yo no usaría el Cóndor ya que, si le ocurría algo, todo el programa de la exploración se arruinaría. Intenté utilizar el Pilgrim para llevar cargas ligeras pero, después de colocar las raciones de emergencia y el equipo del personal de vuelo, además de incluir un margen suficiente de combustible, la carga disponible era demasiado escasa para resultar útil. Aun así, podría haberlo usado para llevar lo indispensable si el tiempo no hubiera empeorado. El equipo, que volvía de un vuelo experimental, se perdió en la niebla, evitó una colisión por muy poco y nos llevó todo un día encontrarlo. Después de esa experiencia, decidí no arriesgar más hombres en el aire ni el único aeroplano disponible para transportar suministros.

Por eso, si la Base Avanzada se llevaba más allá de Little America a pie, sería con tractores. Lo lejos que estos pudieran llegar dependía en gran medida de lo rápido que Demas completara la reparación de los motores y los mecanismos de oruga, además de reconstruir un tractor que había sido destruido parcialmente por el fuego. Por una vez, yo no era especialmente optimista acerca del resultado. Tres de estas máquinas eran Citroen 10-20, comprados en Francia, y los trayectos en el Camino de la Miseria habían demostrado que tenían poca potencia para realizar un viaje a la barrera en días alternos. El cuarto era un Cletrac 20-40 fabricado en Estados Unidos. Todos eran pequeños; y todos, especialmente el Cletrac de seis toneladas, eran pesados, y sus limitaciones les hacían vulnerables a las grietas.

El viaje era una apuesta, daba igual cómo lo mirase. Era el primer intento serio de operar con equipo automóvil en la Antártida; y los riesgos eran los peligros inevitables de los pioneros. Nadie sabía cómo funcionarían los motores a temperaturas por debajo de los 60o bajo cero, o cómo funcionarían las orugas en una superficie nevada que el frío convertía en granos tan finos como la arena, o si las máquinas podrían entrar en zonas agrietadas. Si la flota llegaba 300 kilómetros al sur sería un milagro. Estaba preparado para conformarme con 240 kilómetros, menos si era necesario, siempre y cuando el trayecto pudiera realizarse sin provocar dificultades injustificadas a los hombres.

Sin embargo, todavía no podíamos realizar los preparativos con tranquilidad. Cuando recuerdo los sucesos que precedieron al comienzo, me pregunto si únicamente sufrimos daños menores. El joven John Dyer, ingeniero jefe de radio, cayó trece metros desde la cima del poste de la antena sin mayores heridas que unas quemaduras en la piel. Rawson, el piloto, tuvo que ser operado por una infección de estreptococos en la garganta. Luego, Pelter, el fotógrafo aéreo, sufrió apendicitis, lo que supuso otra operación apresurada en condiciones dramáticas por los actos inconscientes del médico. Al golpear una lámpara, prendió fuego al almacén en el que se guardaban los instrumentos quirúrgicos; todas las manos se apresuraron a rescatar los instrumentos y a una docena de hombres dormidos que corrían peligro de quedar atrapados en la cabaña de al lado. Esto ocurrió justo un día o dos después de que el Fokker se estrellara frente al campamento y cuatro hombres, estupefactos, pero sin ninguna lesión, salieran reptando de debajo de sus restos.

Estos incidentes, que podrían haber sido letales y se habían sucedido rápidamente uno tras otro, crisparon aún más los nervios ya tensos por las exigencias del Camino de la Miseria. Estábamos preparados para enfrentarnos a cualquier cosa. Con estos ánimos, un día llegamos a la triste conclusión de que Little America estaba a punto de separarse del continente antártico y dirigirse, como un iceberg, hacia el mar de Ross.

En realidad, Little America es una ciudad en una balsa. El hielo de 90 metros de profundidad sobre el que reposa está unido a la costa de la barrera de hielo de Ross, cuyos acantilados en algunos lugares se elevan 45 metros por encima del nivel del mar. Esta barrera gigantesca que, en parte, flota libre y, por otra, reposa en arrecifes y bancos submarinos profundos, además de colocarse encima de tierra firme en algunos puntos, se sitúa frente al océano a lo largo de 600 kilómetros y se extiende también tierra adentro hasta los pies de la cordillera de la Reina Maud. No es fija en el sentido que lo es la tierra. De hecho, es un glaciar enorme, suficientemente extenso como para cubrir los estados de la costa atlántica e, igual que un glaciar, siempre se arrastra hacia el mar. Sale desde la meseta polar propulsado por los ríos de hielo que bajan por las montañas, y las costas tienden a sobresalir del mar hasta que el peso de la placa saliente o las presiones violentas de las mareas y las tormentas hacen que se separen enormes fragmentos.

De esta forma se crean los amplios grupos de icebergs que patrullan el océano cercano a la Antártida. Habíamos visto los resultados de la desintegración continental. En el transcurso del viaje a través del Cementerio del Diablo, alejado al norte y al este de Little America, contamos no menos de 8000 icebergs en un solo día, algunos de treinta kilómetros de largo. No creo que ninguno de nosotros olvide jamás cómo era el Cementerio del Diablo: oscuros canales de agua, la niebla que a veces disminuía pero nunca desaparecía, los golpes de los vendavales y, a veces, sobre ese estruendo se escuchaba el sonido grave de los icebergs volcando en la tormenta, y esas placas de hielo por todas partes, mayores que cualquier navío del mundo, deambulando sin rumbo a través de la neblinosa oscuridad. El navío tanteó y esquivó esta emboscada como una criatura perdida, hostigada por enemigos que rara vez veía al completo, sino como sombras oscuras y monstruosas deslizándose por la niebla. Las campanas del telégrafo de la sala de máquinas nunca dejaban de sonar y meses después algunos de nosotros comenzamos a dormir profundamente, arropados por el impacto que no siempre podríamos evitar. Sintiendo el hechizo de la región sobre nosotros, la sola idea de que Little America pudiera unirse a las flotas fantasmales de hielo que se dirigían al norte era suficiente para eliminar el agotamiento, pues Little America se encontraba apenas a medio kilómetro del agua.

Desde nuestra llegada en enero, el hielo en la bahía de las Ballenas se había ido quebrando a una velocidad impredecible. Hacia finales de febrero, cuando por experiencia teníamos motivos para esperar una helada, en su lugar, el ritmo de roturas se aceleró. El cinturón de hielo compacto empezó a desaparecer y con él se fue el hielo aglutinante que mantenía esa franja de la barrera en su lugar. Se abrieron enormes grietas alrededor de Little America. Cada día se hacían un poco más anchas. Por la noche, cuando todo estaba en silencio, a veces se podía sentir el suelo de una cabaña virando suavemente con las olas que golpeaban la base del hielo a metros de profundidad. Aparentemente, las responsables eran las feroces tormentas del norte. Las olas golpeaban continuamente la costa rompiendo el hielo antiguo y el nuevo en cuanto se formaba. Con el doctor Poulter, científico experimentado, realicé un viaje largo en un tractor por la cresta de la barrera hacia el norte y el este. El sonido del mar a veinte metros por debajo de nosotros era como un trueno y, al menos una vez, cuando el tractor estaba parado, escuchamos a lo lejos el estruendo de una gran franja de la barrera separándose.

Estábamos preocupados, de eso no hay duda. Estábamos preocupados porque, sinceramente, no sabíamos lo que se aproximaba y no podríamos detenerlo si ocurría. Así que hice algo extraordinario. Convoqué a todo el equipo de invierno en el comedor, donde expuse los hechos, e invité a todos a dar su opinión sobre los pasos que deberíamos seguir, si los había. El resultado fue la decisión de continuar, como hacíamos, asumiendo que Little America perduraría, pero trasladando, al mismo tiempo, cerca de un tercio de los almacenes a lo alto de la barrera, aproximadamente a un kilómetro y medio al sureste. Si Little America se desprendía, entonces tendríamos un lugar accesible en el que refugiarnos, con suministros suficientes para sobrevivir el invierno. Y si no se desprendía, no habría mucho que traer de vuelta. Así que durante un par de días nos olvidamos de todo lo demás para llevar gasolina, carbón, comida, ropa y otras herramientas al campamento de retaguardia. Para acelerar las cosas, saqué el tractor de Demas del taller y lo puse en marcha.

Todo esto afectaba al destino de la Base Avanzada. Se había perdido un tiempo que no podría recuperarse, y las energías de los hombres también eran mucho más escasas. La pena es que parecía trabajo perdido. En cuanto acabamos, el mar se calmó, el desprendimiento del hielo se detuvo y la congelación volvió casi al mismo tiempo.

Agotados, los conductores de los tractores volvieron a trabajar en los preparativos. En la medianoche del 15 de febrero, a la luz de las lámparas de queroseno, se desmontó la Base Avanzada y las diferentes secciones se apilaron en dos trineos para tractores. La tarde siguiente, los cuatro tractores salieron de Little America de forma escalonada; detrás de cada uno iba una hilera de trineos cargados con comida, combustible, equipo meteorológico, libros, ropa, herramientas y todo el resto de innumerables cosas que se requerían para sobrevivir en un lugar que no ofrece al hombre nada excepto aire que respirar. Ante ellos se extendía una línea de 280 kilómetros a través del centro de la barrera, que había sido señalada y explorada por el equipo Sur de Innes-Taylor, y estaba preparada para el viaje de regreso.

Nueve hombres conformaban el grupo, incluidos Siple y Tinglof, el carpintero que había construido la cabaña en Boston. June y Demas estaban al mando. Los dos eran optimistas, yo no. Al ver la columna subir la extensa cuesta hacia el sur, solo era consciente de las dudas. Aunque los trineos estaban cargados al máximo, un inventario detallado de los suministros que llevaban mostraba que eran insuficientes para tres hombres y eso significaba que, a menos que se pudiera realizar un segundo viaje antes de la llegada de la noche invernal, nuestros planes para abastecer la base tendrían que cambiar drásticamente. Pero antes de tomar una decisión, prefería esperar y ver.

Ir a la siguiente página

Report Page