Solo

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Abril II. La noche

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Abril II

LA NOCHE

15 de abril

HE ESTADO COCIENDO ALGUNAS ALUBIAS secas durante dos horas en el agua más caliente que puedo conseguir. Ahora son las nueve y siguen duras como el granito. Juro por la gran cuchara de cuerno que conseguiré que se ablanden, aunque me lleve toda la noche.

… Esta mañana he tenido otro contacto por radio con Little America. Al igual que en las otras dos ocasiones, se trataba de una gran operación y, por eso, como con todo lo importante, estoy intentando sistematizar el proceso lo mejor que puedo… El hecho de que no domine el código Morse hace que todo sea infernalmente complicado. Aunque tengo un alfabeto en la mesa, al lado de la radio, me resulta muy complicado pensar en puntos y rayas, además mi pulgar e índice están torpes al presionar el pulsador.

Así que esto es lo que hago: mientras la maquinaria se calienta en la estufa me siento en el escritorio y escribo en una hoja de papel los mensajes que he pensado. Los deletreo en vertical a lo largo de la hoja, como si fuera escritura china, con una letra bajo la otra y luego, al lado de cada letra, escribo los puntos y rayas equivalentes. Esto está bien, pero el problema viene luego, cuando Charlie Murphy menciona algún asunto de la expedición o simplemente quiere conversar. Entonces me pongo tan nervioso como un latino mudo interrogado con una camisa de fuerza, que no puede formular las palabras con la boca ni usar las manos para gesticular. Sin embargo, Dyer conseguía seguir mis palabras. Tendría que haber aprendido a leer mentes además de estudiar ingeniería…

Mi primera pregunta de hoy era: «¿Qué tal está Ken Rawson?». Charlie Murphy habló y dijo que el cuello de Rawson seguía dándole problemas. Aparte de eso, todo iba bien en Little America.

Charlie me dio un informe del tiempo de Little America y, como habíamos previsto, suele haber entre 15o y 20o grados más que aquí.

Resulta reconfortante hablar así con Little America, aunque en el fondo de mi corazón desearía no tener que necesitar la radio. Me conecta con los lugares en los que se preparan los discursos y las impertinencias del mundo exterior. Pero, gracias al cielo, no puedo transmitir con este equipo. No transmite la voz y, además, no tengo combustible suficiente para mandar mensajes largos con código. Charlie Murphy hará que mis amigos comprendan la situación, pero sé que un día, por pura curiosidad, preguntaré cómo va la bolsa o qué está sucediendo en Washington. Y, teniendo en cuenta mi precaria economía, cualquier noticia seguramente suponga cierta inquietud y malestar.

Después de la cita por radio, descubrí que el tubo del ventilador del hueco del generador estaba medio lleno de hielo por la condensación de gases calientes, y que el túnel estaba lleno de un humo nauseabundo. Aunque esto no me gusta nada, no encuentro una solución. Hoy la temperatura ha oscilado entre 50o y 60o bajo cero.

17 de abril

Un día crucial. ¡He encontrado el libro de cocina! Esta mañana estaba revisando una bolsa de tela hecha a mano llena de instrumentos de navegación y objetos varios cuando encontré el valioso libro. Mi grito de júbilo sonó tan alto que me avergoncé. Me di cuenta de que era el primer sonido que salía de mis labios en veinte días.

Ningún libro arrojado a un náufrago se habría estudiado con mayor avidez. Pero lamento decir que no resuelve todos los misterios de la cocina. No dice cómo hacer que las barritas de avena dejen de pegarse a la sartén, así que me aproveché de mi cita por radio para preguntarle a Charlie Murphy si alguien del campamento sabía la respuesta. Expliqué que engrasar la sartén no servía. La respuesta de Charlie llegó flotando.

—Me has pillado —dijo—, no he cocinado nada en mi vida. Será mejor que cambies la dieta.

«Pregunta al cocinero», deletreé con dificultad.

—Dick, aunque estuvieras muriendo de hambre —respondió mi amigo—, seguiría sin fiarme de ese maldito marine.

—Pregunta a alguien —insistí.

—¿Sabes qué? —dijo Charlie—. Voy a mandarle un mensaje a Óscar, del Waldorf. No podemos correr riesgos en un tema serio como este[6].

Hoy ocurrió otro suceso importante: el sol se desvaneció. Se asomó sobre el horizonte a mediodía y con ese gesto veloz se escondió por última vez. No siento nada especial por la pérdida del sol, ni siquiera envidia por los hombres de Little America, que tienen una noche polar considerablemente más corta. Al preguntarme por qué, llegué a la conclusión de que el largo periodo de preparativos (el prolongado crepúsculo, las noches alargadas) me había predispuesto para el cambio. «Si no hubieras perdido el sol», me dije a mí mismo, «tendrías algo serio en lo que pensar, pues significaría que el eje terrestre estaría descolocado, y todo el sistema solar estaría fuera de control».

18 de abril

Hoy he trabajado varias horas en el exterior igualando la nieve y sacando bloques de nieve del túnel de emergencia. Me he resbalado una vez y he caído sobre el hombro lesionado; me ha dolido una barbaridad. He jadeado un poco mientras trabajaba y, al parecer, se me ha metido el frío en los pulmones porque esta noche al respirar noto una sensación de quemazón. La temperatura era de 60o bajo cero. La linterna se ha congelado y apagado cuando he salido a hacer la última inspección… Esta mañana he encontrado más hielo en el tubo de la estufa. Tengo que hacer algo al respecto. El hielo estaba muy duro y he tardado mucho en romperlo.

*

Un día o dos después, tras haber pensado todo ese tiempo en el problema de la ventilación, decidí cambiar la posición del tubo del ventilador al centro de la sala. Este, como recuerdo, era un conducto con forma de «U» y uno de los extremos pasaba por un punto a unos noventa centímetros de la superficie, por debajo del exterior de la cabaña, giraba bajo el suelo e introducía por la gravedad el aire fresco a través de un tubo colocado dentro de una columna de madera que llegaba casi hasta el techo. Aunque el sistema prometía, el mes de prueba me convenció de que había que cambiarlo. En primer lugar, la columna estaba siempre en medio. Estaba justo en el centro de la cabaña. Si me chocaba una vez con ella, me chocaría cientos de veces. Sin embargo, eso era simplemente un inconveniente; el problema real es que el sistema no cumplía con su objetivo. Por las mañanas, el frío cubría la cabaña como un líquido cuajado. A mitad de la tarde, cuando la estufa estaba a pleno rendimiento, el aire alrededor de mi cabeza se calentaba, pero el suelo y las esquinas seguían heladas. Un paso o dos me llevaban de un calor ecuatorial a un frío polar. Quería una distribución regular de la temperatura, si es que podía conseguirla, pero sobre todo quería tener aire suficiente en la cabaña.

Mi teoría era que podía conseguir una circulación mejor si llevaba el conducto exterior más cerca de la estufa; el efecto de succión provocado por el calentamiento del aire en el tubo haría entrar más aire en la cabaña. Como no tenía juntas para los tubos ni más herramientas que un martillo, una sierra y una llave inglesa, me quedé pensando un rato en cómo hacerlo. Al final, resolví el problema de forma sencilla. Después de desmontar la columna de madera y el tubo, serré diecisiete centímetros de la carcasa de madera y lo clavé sobre el conducto en mitad del suelo. Encima, clavé un trozo de lona gruesa creando una caja. Luego, coloqué en un lateral un trozo de tubo que recorría el suelo hasta los pies del catre. Allí, una lata vacía de diecinueve litros de gasolina, perforada por un lado y por la parte superior, servía como segunda junta. En la parte de arriba de la lata coloqué otro tubo y llevé su extremo superior hacia la sección horizontal del tubo de la estufa, que estaba cerca del techo.

No acabé hasta las tres de la mañana y, aunque el resultado no se podía considerar un gran avance en la técnica del aire acondicionado, era una mejora notable en la ventilación. Un trozo de pañuelo de papel colgado sobre la salida ondeaba de manera convincente. Y ahora que la extraña columna se había eliminado del medio de la habitación, la cabaña parecía el doble de grande. Sin embargo, la distribución era limitada, pues en lugar de chocarme contra el tubo ahora pasaba sobre él, aunque el espacio ganado en el codo del tubo suponía una compensación suficiente. A la mañana siguiente, cuando me levanté, la temperatura interior era de 30o bajo cero. El nuevo arreglo funcionaba bastante bien.

*

Aunque había acabado el día, el crepúsculo se detuvo al levantarse el sol. A mediodía el horizonte norte seguía estallando con rojos explosivos, amarillos y verdes. Todavía quedaban varias horas antes y después de mediodía en las que podía trabajar en la barrera sin linterna, pero las mañanas y las tardes eran oscuras como la noche y descubrí que mi rutina se regulaba imperceptiblemente por la oscuridad, igual que la luz diaria la había regulado antes. Además de las observaciones meteorológicas, ahora tenía que hacer cinco observaciones de la aurora cada día. Aparecía a las diez de la mañana, luego a la una de la tarde, a las cuatro, a las siete y, por último, a las diez de la noche. La aurora sigue patrones complejos llamados rayos de luz, ondas, cortinas, bandas y espirales. De pie en el tejado de la cabaña, identificaba la estructura y anotaba otros datos relevantes, como la orientación y la altitud estimada del centro y de los extremos. Esos datos se escribían en un libro especial y las observaciones de la aurora, al igual que las meteorológicas, se habían calculado para que coincidieran con observaciones simultáneas en Little America y así obtener una comparativa después. Un día, dividido de esta manera, nunca sería un día tranquilo. Hasta que me acostumbré a él, mi vida parecía estar compuesta por pequeños fragmentos aislados y ajetreados que casi nunca conseguía unir.

Ahora bien, siempre había sido una persona relajada, dominada por los estados de ánimo y algunas necesidades, y acostumbrada a trabajar a horas extrañas. Mis hábitos sin rutina fija resultaban prácticamente desastrosos para aquellos que tenían que vivir conmigo. El hogar de un explorador es su oficina, la base de reclutamiento, la sede central y el principal escondite. Lo mío era la movilización y desmovilización de todas mis expediciones. El teléfono sonaba a todas horas. La gente entraba y salía como si fuera un lugar público. Había mukluks, sacos de dormir, pemmican y brújulas solares amontonados en el salón, los dormitorios, los armarios… en cada rincón. De hecho, allí donde encontrase un lugar para dejarlos. Y las comidas nunca se hacían a su hora porque papá estaba, uno, hablando por teléfono a larga distancia o, dos, recordando anécdotas con un antiguo compañero de navío o, tres, preparando una conferencia o, cuatro, preparándose para ir a alguna parte. Al recordar cómo era sigo preguntándome cómo consiguió mi mujer criar a cuatro hijos maravillosos como los nuestros, cada uno inteligente a su manera, y tan ordenados como nunca lo fue su padre. Desde luego, lo ha conseguido a pesar de ese hombre descuidado que iba y venía al número 9 de la calle Brimmer. Sin embargo, a menudo he explicado a mis hijos lo afortunados que eran por tener en su madre al progenitor que ofrecía el ejemplo perfecto de lo que hay que hacer y, en su padre, otro que era el ejemplo de lo que no había que hacer.

En la Base Avanzada hice un esfuerzo heroico por cambiar mis costumbres. No por conciencia, sino por necesidad. Desde el principio había reconocido que una rutina ordenada, armoniosa, era la última defensa contra mis circunstancias especiales. La soledad devastadora del encierro aislado es la soledad de una rutina inútil. Intentaba que mis días fueran ajetreados y, al mismo tiempo, yo, el menos sistemático de los mortales, me esforzaba en ser sistemático. Por la noche, antes de apagar la linterna, me creé la costumbre de no pensar en el trabajo del día siguiente. Una vez que los túneles estaban despejados y la cabaña ordenada, podía permitirme menos prisas. Al planear el horario del día, rara vez marcaba un objetivo especial. Se trataba de asignarme una hora, digamos, al túnel de emergencia, media hora para nivelar la nieve, una hora para enderezar los recipientes de combustible, una hora para crear repisas en las paredes del túnel de provisiones y dos horas para arreglar una sección rota del trineo de tiro.

Si el tiempo no era suficiente, bueno, el trabajo se terminaba otro día. Era fantástico poder distribuir el tiempo de esta forma; me daba un sentimiento extraordinario de poder sobre mí mismo y, a la vez, dotaba de significado a las tareas más simples. Sin esto, o un equivalente, los días no habrían tenido objetivo y, sin objetivo, habrían acabado como terminan siempre los días así: desintegrados.

21 de abril

La mañana es la parte más difícil. Si ya es suficientemente complicado para un hombre comenzar el día de trabajo en la oscuridad, donde me encuentro, resulta el doble de duro. Puede que uno tarde mucho en notarlo, pero el frío y la oscuridad agotan el cuerpo poco a poco, la mente se vuelve torpe y el sistema nervioso ralentiza sus respuestas. Por más que lo intento, me doy cuenta de que no puedo tomar mi soledad a la ligera, es demasiado grande. Esta mañana he tenido que admitir que me sentía solo, pero no debo obsesionarme con ello. Si lo hago, estoy perdido.

En casa normalmente me despierto al momento y en plena posesión de mis facultades, pero ese no es el caso aquí. Me lleva algunos minutos recuperar el sentido; parece que estoy tanteando la fría amplitud del espacio interestelar, perdido y desconcertado. La habitación es una oscuridad sin dimensión, sin sombra ni sustancia e incluso tras todos estos días a veces me pregunto: «¿Dónde estoy? ¿Qué hago aquí?». Me descubro a mí mismo haciendo esfuerzos, como si intentase escuchar algo en un lugar donde el sonido no existe. Ah, sí. Tic-tic, tic-tic-tic, tic. Las amables y aceleradas voces del anemógrafo y del termógrafo en los estantes, cada uno distinto y dramático; sonidos que comprendo y sigo, igual que un marinero que emerge de la oscuridad del océano infinito reconoce y sigue la costa por los sonidos de las boyas en el litoral.

Como temo levantarme, simplemente me quedo tumbado y escucho estos golpes secos y limpios, dejo que formen pequeñas conversaciones, pequeñas rimas e incluso historias cortas en mi mente. Tienen un efecto agradable, narcótico. El menor movimiento que altere el equilibrio perfecto de temperatura dentro del saco de dormir lleva una ráfaga de aire helado por mi espalda o el estómago. Mi piel tiene escalofríos al pensar en tocar el suelo con el pie. Pero me tengo que levantar para la observación de las 8 a.m., así que sigo ahí tumbado, armándome de valor para lanzarme a la oscuridad. Al salir del saco de dormir, voy palpando en el estante del cabecero del catre hasta que encuentro los guantes de seda que llevo para protegerme los dedos mientras manejo el metal frío. Después de ponérmelos, enciendo la linterna que cuelga de un clavo sobre el catre. La mecha, dura por el frío, rara vez se enciende rápido. La llama viene y va, viene y va. Luego, se regula en la mecha; la luz va creando gradualmente un arco creciente en la habitación y atrapa mis posesiones una a una en su ondeante órbita amarilla. Supongo que en realidad es una luz sombría. Apenas alcanza las cosas que están en la pared opuesta, pero para mí esa llama débil es un milagro diario. El día comienza con la luz, la mente escapa a la oscuridad y el entumecimiento abandona el cuerpo. Duermo en ropa interior, con los pantalones, la camisa y los calcetines amontonados en la mesa. No hace falta decir que corro más rápido que un bombero…

*

Así empieza el día en la Base Avanzada. Al día siguiente, exactamente un mes después de mi partida de Little America, me senté y escribí en momentos repartidos a lo largo del día lo que hacía exactamente desde que me despertaba hasta que me dormía. La descripción completa se acercaba a las 3500 palabras. Coincidió que era domingo, pero el transcurso de las horas en la Base Avanzada no difería de cualquier otro día. Puesto que esta descripción narra un día típico, al menos en esta época, he decidido incluirlo después de editarlo un poco para evitar repeticiones.

22 de abril

… Después de vestirme, lo primero que hago, por supuesto, y con premura, es encender la estufa. El combustible suele estar más o menos solidificado y tienen que pasar diez minutos, aproximadamente, para que llegue desde el tanque al quemador. Me encanta tomar un té caliente por la mañana, así que en lugar de esperar a que se caliente la estufa, caliento un cuarto de litro de agua (de hielo, claro) con pastillas de encendido, que son obleas de alcohol solidificado de dos centímetros y medio. Echo una docena en una lata y coloco la sartén de hielo en un soporte de metal sobre la ardiente llama azul.

El silencio durante los primeros minutos del día siempre resulta deprimente. Parece real, como si una crítica pesimista estuviera anidando en las sombras, a punto de decir algo desagradable. Acorde con esta sensación, simplemente refunfuño un «buenos días». Unos ejercicios me ayudan a salir de este estado. Tumbado en el catre, realizo quince minutos de estiramientos de varios músculos. Para cuando he terminado el agua ya está caliente. Preparo más o menos una pinta de té en una gran taza de porcelana y echo un montón de azúcar y leche en polvo. Después de un sorbo o dos coloco la taza sobre la llama y la mantengo ahí hasta que está que arde, tan caliente que de hecho me quema la boca y la garganta. Fortalecido así, ya estoy listo para la observación.

Unos minutos antes de las ocho en punto apunté la presión del barómetro (73,12 centímetros). Un vistazo rápido al termógrafo interior justo antes de abrocharme la cazadora de lona mostró una temperatura en la parte alta de menos cuarenta y algo. Calenté la linterna durante un minuto o dos sobre la estufa; eso evitaría que las pilas se congelasen. Sin molestarme en girar la palanca, salí a la oscura veranda y subí la escalera. Me sabía ese camino de memoria: un paso después de la puerta, dos a la izquierda y seis escalones.

La trampilla estaba un poco atascada. La violencia de mi segundo empujón hizo caer una lluvia de cristales sobre mi cuello y me hizo estremecer. Seguía estando muy oscuro, pero una niebla intangible se mantenía cercana a la superficie, dándole un aspecto grisáceo al día, y una corriente continua de nieve golpeaba mi cara. Sigo usando las palabras «día» y «noche» pues no hay equivalentes para las divisiones cuyas diferencias son únicamente de tiempo. «Día» parece una descripción sin sentido de la cortina pastosa que cubría la barrera esa mañana. Según miraba alrededor solamente era consciente de la soledad y de mi propia desolación.

El termógrafo de la caseta mostraba una temperatura mínima de 48,5o bajo cero y una máxima de 46o desde la última observación. Recoloqué la aguja del termómetro de mínimas y quité la escarcha y la nieve con un cepillo que llevaba en el bolsillo. En conjunto, no estaba en la superficie más de cinco minutos, teniendo en cuenta el tiempo que pasaba tomando notas acerca de la nubosidad, niebla, nieve, precipitaciones y lo demás, pero fue tiempo suficiente para decidir que se estaba gestando una tormenta.

Aunque el fuego todavía no había eliminado todo el frío de la habitación, la cabaña parecía acogedora y agradable cuando volví. Lo primero que hice fue encender una vela que puse en la mesa para iluminar el centro de la sala. Mientras seguía de pie con el abrigo puesto, garabateé en un trozo de papel los datos que había recopilado arriba; tenía demasiado frío como para sentarme. Mientras tanto, preparé otra taza de té. Aparte de la galleta, que estaba dura como una piedra, ese era mi desayuno.

8:30. Un poco del hielo del cubo de agua se ha derretido. Antes de traer otro bloque de hielo de la veranda eché en un cuenco agua suficiente para lavarme las manos. Había llegado el momento de decidir qué tendría para comer y empezar a descongelarlo. Mi elección fue sopa de guisantes, carne de foca y maíz cocido. Saqué de la caja de carne un pedazo de doce centímetros de foca, negra y poco apetecible, y lo colgué de un clavo sobre la estufa para que se descongelase. La lata de maíz la saqué de «la nevera» y la llevé hasta la estantería más cercana a la estufa. Hay que rellenar el tanque de quince litros de la estufa cada tres días; hoy toca llenarlo. Apago la llama, desengancho el tanque y lo llevo al túnel de combustible, a unos diez metros del barril más alejado. Un palo colocado en la pared sirve de sujeción para la linterna. Con su luz tenue encontré el sifón de goma enrollado sobre uno de los barriles. Tenía que succionar de él para que comenzase a fluir y mientras esperaba a que el tanque se llenase, examiné el tejado para asegurarme de que no se estaba hundiendo de nuevo. Todo se mantenía a la perfección.

A eso de las nueve empecé el lío habitual de preparativos para la sesión de radio. Acabé con apenas tiempo para salir arriba y realizar la «ob» auroral de las 10 a.m. No había nada, las nubes estaban quietas. Según encendí el receptor, Dyer estaba diciendo: «KFY». Hoy hemos tenido una conversación interesante. Los objetivos generales de la campaña de exploración en primavera se habían alcanzado antes de que me marchara de Little America, pero parecía conveniente realizar ciertas revisiones del plan después de un análisis más detallado. Se encargó de ellas Charlie Murphy después de hablar con Poulter, June, Innes-Taylor, Rawson, Siple y el equipo científico. Estaba conforme con las revisiones sugeridas.

Justo antes de cortar la conversación, Dyer me dio un punto de referencia de tiempo que había aprendido en el Observatorio Naval de EE.UU. o en Greenwich, no recuerdo cuál. «Cuando diga “ahora”» advirtió Dyer, «serán las 10:25.Tienes treinta y cinco segundos para hacerlo… Veinte segundos… Diez segundos… Ahora». Descubrí que un cronómetro iba dos minutos y diez segundos adelantado, el otro treinta y un segundos adelantado, el tercero iba con un minuto y veinte segundos de retraso. Apunté los datos en mis registros. Tenía que saber el tiempo exacto para sincronizar mis observaciones con las de Little America. Después de eso, di cuerda a los tres cronómetros cuidadosamente.

Tras esta conversación tenía una hora para dedicarla al túnel de emergencia. Está hecho un tercio, cuatro metros para ser exactos. Llevo retraso respecto a mi plan de treinta centímetros al día, pero el hombro dolorido ha sido un obstáculo. Esta mañana, he terminado de cortar estantes en los laterales para los libros superfluos. Más tarde espero construir huecos en el túnel para otros equipos. No hay ni un centímetro de espacio libre en la cabaña. Eso es porque he estado metiendo muchas cosas de las cajas del túnel. Al mirar alrededor me horroricé por la cantidad de ropa, comida, herramientas, equipo y otras cosas que se necesitan para mantener a un único hombre y una estación científica. Gran parte de las cosas podrían quedarse fuera, pero supongo que me aburriría de entrar y salir cada vez que quisiera algo…

*

La hora entre las doce y la una siempre era la más ajetreada. Exactamente a las doce llenaba de tinta las varillas del anemómetro, cambiaba la hoja y daba cuerda al reloj (el ritmo se había vuelto irregular, lo que significaba que los contactos fallaban).

Así que salí arriba armado con una linterna colgada del cuello, un cepillo y una navaja abierta en el bolsillo del pecho de la parka. Al llegar al extremo superior del mástil, sacudí los guantes de piel de reno, que también estaban colgados de una cuerda alrededor de mi cuello, y empecé a trabajar en la veleta. La saqué de su sitio, quité la nieve de las semiesferas con el cepillo y rasqué los puntos de contacto para limpiarlos, todo esto mientras maldecía el frío que me torturaba los dedos y la cara.

Mi reloj de pulsera marcaba la una. No había necesidad de una observación auroral; seguía nublado. Pero era la hora de dar cuerda al termógrafo interior y cambiar la hoja de registro. Después de eso, la comida.

He llegado a la mitad de Servidumbre humana, de Somerset Maugham, y leí un capítulo mientras comía. Una comida solo y en silencio no supone ningún placer, así que me he creado la costumbre de leer mientras como. De esta forma me puedo evadir completamente durante un tiempo. Los días que no leo me siento como un bárbaro devorando un trozo de carne.

Hace un momento ha sonado un ruido tremendo, como si toneladas de dinamita hubieran explotado en la barrera[7]. El sonido se amortiguó por la distancia pero, incluso así, era claramente una gran ruptura del silencio. Tengo que confesar que cualquier sonido que interrumpa la quietud de este lugar es siempre bienvenido. Tuve la sensación de que la barrera se desplazaba ligeramente. El asa de la lámpara se cayó hasta la base de la misma. Me pareció que la linterna, que colgaba de un clavo en el estante frente a mí, se balanceó un poco. Esto es lo que en la barrera se conoce como «temblor»: un hundimiento de grandes áreas de nieve que se contraen por el frío.

En el horario de la tarde hubo media hora para quitar nieve con la pala. Antes de subir, cogí el orinal, ya medio congelado de estar en el suelo. Tuve cuidado de tirarlo hacia sotavento para que no se formase un montículo de nieve. Después pasé media hora nivelando la nieve alrededor de la cabaña. Hoy no fue difícil. La nieve se queda a medio metro de profundidad en el tejado, pero de momento parece que no se hunde más. Después de terminar con eso, empujé el ventilador por el tejado y lo llevé abajo para que se descongelase en la estufa. Por una vez estaba casi sin hielo. Tras unos minutos en la estufa, el hielo se calentó y pude desprenderlo con un martillo. El trozo de foca sobre la estufa soltaba poco a poco gotas negruzcas de sangre y agua.

Luego dispuse de una hora para mí. Pasé parte de ella introduciendo mis garabatos meteorológicos en el formulario número 1083 del Instituto Meteorológico de EE. UU. Después estuve arreglando el asa del fonógrafo, que se había soltado la noche anterior. Justo antes de las cuatro me puse el cortavientos y salí arriba para la «ob» auroral. Las nubes se habían reducido algo y la nieve había parado, pero más allá de un brillo ligero y tembloroso en el borde oscuro de una nube, no había ningún rastro de la aurora. «Un día tranquilo para el departamento de auroras», dije para mí mismo, y comencé a andar.

Debido a la nieve y a la amenaza de tormenta, decidí no alejarme mucho. Tengo por costumbre caminar entre una hora y dos al día, si tengo tiempo. El paseo me aporta un cambio y supone otro tipo de ejercicio. Al empezar, suelo detenerme cada pocos pasos y hago estiramientos de rodilla, doblo la espalda hacia abajo o cualquier otro ejercicio de la docena de ellos que me gusta hacer. Sin embargo, hoy me di un respiro. Me dolían un poco los pulmones al respirar, puede que me hubiera enfriado más de lo que pensé el día 18.

La última mitad del paseo es la mejor parte del día, es cuando estoy casi en paz conmigo mismo y mis circunstancias. Los pensamientos acerca de la vida y la naturaleza de las cosas fluyen suavemente, tan suave y naturalmente que crean la ilusión de estar nadando con armonía en la corriente del cosmos. Durante esta hora experimento una especie de levitación intelectual, aunque mi mente suele dedicarse a asuntos terrenales y prácticos. Anoche, antes de dormir, leí en Soliloquies in England, de George Santayana, un ensayo acerca de la amistad. Pensé en ello y en la estructura de las relaciones sociales que se han desarrollado en mi vida. Excluí completamente los aspectos negativos: las traiciones, las decepciones y los rencores. Solamente al liberarme sin compasión de los pensamientos negativos y desagradables soy capaz de mantener los sentimientos de auténtico desapego, la sensación de estar completamente separado de las preocupaciones egoístas.

Hice muchas idas y venidas antes de decidirme a bajar. Estaba muy oscuro, demasiado oscuro para ver los aparatos sobre la cabaña o siquiera el mástil del anemómetro hasta chocar con él, así que acabé el paseo bajo la luz de la linterna. Al bajar por la escalera me fijé en que uno de los peldaños se había salido y anoté mentalmente que debía arreglarlo al día siguiente. Después de quitarme la ropa pesada, comencé el ritual de la tarde de encender la lámpara de gasolina. De cualquier modo, lo he convertido en un ritual. Su luz es el doble de potente que la lámpara habitual y alcanza cada esquina de la sala, pero me he obligado a usarla con moderación porque consume mucho queroseno y también expulsa algunos gases desagradables. Sin embargo, descubro que ansío tanto la luz como un hombre sediento ansía el agua, y el simple hecho de tener la lámpara encendida durante las horas oscuras supone una gran diferencia. Me siento un hombre rico.

El agua del cubo estaba caliente cuando metí el dedo; perfecta para la sopa. Creando un escándalo con las ollas y silbando cualquier cosa que saliese de mis labios preparé la comida: sopa de guisantes caliente (hecha con un bloque de guisantes deshidratados llamado erbswurst), foca joven frita, que estaba muy tierna, y además maíz, té, leche en polvo y melocotones en almíbar de postre. Todo estaba exquisito. Justo antes del postre salí arriba para la «ob» auroral de las 7 p.m. El cielo se había despejado un poco. Un difuso cinturón luminoso se extendía a través de las secciones noreste y sudoeste del cielo, pero tenía poco color o movimiento. Los datos fueron introducidos convenientemente en los registros: estructura O. H. (conjunto de ondas homogéneas e inmóviles), intensidad 2, altitud de unos 35o sobre el horizonte, brillo débil a unos 10o a la derecha en dirección a Little America.

Cuando terminé los melocotones coloqué el libro y los platos en un lado, saqué la baraja de cartas y jugué dos o tres manos al solitario Canfield. No hubo suerte. En dinero, habría perdido 15 dólares para mi banco imaginario. Y luego, mi auténtico lujo: música. Di cuerda al fonógrafo verde, coloqué un vals de Strauss, que empezaba con Wine, Women and Song, y me dispuse a lavar los platos. La idea era terminar de fregar antes de que acabase el fonógrafo. La máquina tiene un muelle de doble longitud y he creado una especie de repetidor tosco que reproduce un disco cuatro o cinco veces solo con dar cuerda una vez. Sin embargo, esta noche no se produjo ni un sonido. El motivo: aceite congelado en el mecanismo. Coloqué el fonógrafo en la esquina de la estufa. En un rato el disco comenzó a girar, muy despacio al principio, creando notas lúgubres, luego más y más rápido. Lo desplacé a la mesa y me dispuse a fregar los platos con prisa. Hoy duraron quince segundos más que el disco: una demostración muy pobre, aunque le atribuí la derrota a la ventaja que había tenido el fonógrafo mientras se calentaba en la estufa.

Mientras añadía esto al diario de repente me he dado cuenta de que casi había olvidado la observación de las 8 p.m. Me puse rápidamente el abrigo, el gorro, los guantes y subí. Seguía nublado; la aguja de mínima del termómetro estaba a 50o bajo cero, el viento seguía en dirección noroeste y débil. Pero podía oler la tormenta. Me alegré de volver a la comodidad de la cabaña.

Excepto por la «ob» auroral de las 10 p.m., mi día de trabajo había terminado. Pasé las pocas horas restantes escuchando el fonógrafo y escribiendo en el diario… El día estaba a punto de terminar. Había acabado mi baño nocturno o, mejor dicho, mi tercio de baño, pues cada día me lavaba un tercio diferente del cuerpo. No sé cómo llegué a esta decisión arbitraria, a menos que hubiera descubierto que mi consciencia se aplacaba al completar el ritual en partes. De todas formas, empecé a bañarme de esta manera durante mi primera estancia en Little America y me ha resultado suficiente. En realidad no me ensucio. La barrera está tan limpia como la cima del Everest, pero las costumbres hay que cumplirlas y la verdad es que el baño me resulta divertido. Y después siempre me siento como nuevo.

Se acerca la medianoche. En un momento me iré a dormir. Sé exactamente lo que tengo que hacer. Con un lápiz tacho este día en el calendario, luego cojo la nieve y las pastillas de alcohol para el té de la mañana siguiente y, al final, me aseguro de que todos los equipos funcionan correctamente. Cuando acabo esta inspección, echo un vistazo desde la cabaña para ver si ocurre algo inusual en el departamento auroral. Después de cerrar la trampilla, me desvisto, apago la lámpara de queroseno y el fuego, abro la puerta y doy un salto hasta el saco de dormir dejando la lámpara encendida sobre mi cabeza. Esta rutina es automática. Leo mientras siga habiendo calor en la cabaña; esta noche toca el segundo volumen de Vida de Alejandro, que casi he acabado. Esta parte es por placer. Cuando se me empiezan a entumecer las manos extiendo el brazo y apago la lámpara, pero no antes de haberme asegurado de que la linterna está en algún lugar del saco de dormir para que mi cuerpo mantenga la pila caliente.

No me obligo a dormir como hago algunas veces en casa. Toda mi vida aquí es un experimento de armonía y dejo que los procesos corporales alcancen un equilibrio natural. Normalmente no me lleva mucho tiempo dormirme, pero un hombre puede vivir toda una vida en algunos momentos de sueño de introspección entre irse a la cama y dormirse: una vida ordenada y modificada para satisfacer las peticiones cambiantes de la mente.

*

Como estaba previsto el lunes 23 trajo una tormenta. Me desperté por la mañana por el traqueteo de las semiesferas del anemómetro. Cuando empujé la trampilla el viento la cerró de golpe y la nieve entró como una asfixia blanca. El viento absorbía el calor de la cabaña de forma que no podía mantenerla caliente; la estufa se movió de su sitio. El conducto abierto de ventilación no era suficiente para hacerlo de otra forma: supuse que la permeabilidad de la nieve tenía mucho que ver. Aunque la cabaña estaba cerrada, y había medio metro de nieve compacta que me aislaba de la superficie, una fuerte corriente entraba suavemente por los túneles.

Abril llegó a su fin como un barco en una costa poco profunda. Desde el día 23 al 29, el viento sopló bastante y de forma constante aunque sin llegar en ningún momento a los 43 kilómetros por hora. Pero desde que el viento comenzó a traer nieve a 24 kilómetros por hora, y a los 32 kilómetros por hora ya formaba una capa gruesa, las condiciones en el exterior no eran muy agradables. Los vientos densos cubrieron la barrera con sastrugis tan simétricas como las olas, duras en el exterior y blandas en el interior, por lo que caminar resultaba complicado. En los días en los que el aire estaba tranquilo, una niebla grisácea con textura de algodón se posaba en las horas crepusculares y un lúgubre tinte rojo embadurnaba el horizonte a mediodía. Seguí trabajando en el túnel de emergencia. Mi brazo derecho volvía a estar prácticamente recuperado. Supe por la radio que sufrían ventiscas continuas, lo que había provocado que se detuviera el trabajo exterior, pero por lo demás todo iba bien.

30 de abril

Hoy es un día agradable y despejado. La luna brillaba tanto cuando comencé mi paseo que podía ver el segundero del reloj de pulsera. Todo el cielo estaba bañado por la luz y la barrera parecía exhalar su propia y delicada luminiscencia interna. Al principio no había ninguna nube y las estrellas titilaban con un resplandor antinatural. Arriba, con forma de una gran elipse, había una aurora brillante. Recorría el cielo de norte a sur. El diámetro pequeño de la elipse se extendía hacía el este y el oeste desde mi posición, y el segmento oriental de la curva estaba en mi cénit. Olas de luz latían rápidamente recorriendo la estructura. Más allá del extremo sur de la elipse, centelleando en el cielo, estaba lo que parecía ser una tela colgando sobre el Polo Sur. Tenía pliegues, como una cortina gigante, y estaba compuesta por rayos de luz brillantes.

La nieve tenía distintas sombras de gris plateado (y no blanco como se suele suponer) y el gris más luminoso creaba un camino hacia la luna. Hacia el este había otro segmento difuso de aurora.

El viento soplaba suavemente desde el polo y la temperatura estaba entre los 40o y 50o bajo cero. Cuando la Antártida despliega su belleza, parece detener los vientos, que en esas ocasiones siempre están parados.

La aurora comenzó a cambiar su forma y se convirtió en una gran y resplandeciente serpiente que se movía lentamente a través del cénit. El segmento pequeño en el cielo oriental ahora se extendió y aumentó su brillo. Casi al mismo tiempo los pliegues de la cortina sobre el polo comenzaron a ondular como si los moviese una presencia celestial.

Desapareció una estrella tras otra según los pliegues de la serpiente las cubrían. Era como presenciar una tragedia a escala cósmica donde la serpiente, que encarnaba las fuerzas del mal, estaba aniquilando la belleza.

De repente, la serpiente desapareció. Allí donde había estado hacía solo un momento, ahora el cielo estaba despejado; las estrellas se mostraron como si nunca se hubieran desvanecido. Cuando busqué la mancha luminosa en la parte este del cielo, esta también había desaparecido, y la cortina se elevaba sobre el polo como si hubiera sido separada por el viento que en ese instante latía sobre la barrera. Me quedé con la sensación de haber presenciado una escena negada al resto de los mortales.

*

Aun así, esta armonía era mental en su mayor parte: una paz temporal conseguida por un cuerpo físicamente ocupado. Pero la gloria celestial es una cosa y la gloria terrenal es otra. Incluso bajo mis ánimos más exaltados nunca perdí la sensación de estar en equilibrio sobre un suelo minado, como un hombre al borde del precipicio que se detiene para contemplar el atardecer, pero presta atención al lugar en el que posa los pies. Hubo días, incluso en abril, que no contribuyeron en nada a recordar los múltiples peligros del aislamiento. La escarcha siempre obstruía el tubo de la estufa y de la ventilación, incluso el conducto del hueco del generador de la radio, dificultando la ventilación y acumulando humo en la cabaña. Y aunque caminar siempre había sido mi relajación principal, casi nunca me atrevía a perder de vista el mástil del anemómetro o el transmisor de tres metros que marcaba el depósito del equipo Sur, a sesenta y ocho metros al oeste de la cabaña. Esos eran los únicos puntos de referencia identificables entre la Reina Maud y Little America. Si venía una ráfaga de aire repentina o la niebla bajaba, podría perderlos en un instante, como me sucedió en una ocasión.

El aspecto tolerable de una existencia peligrosa es el hecho de que la mente humana no puede mantenerse constantemente del todo alerta. El efecto aburrido de la repetición es muestra de ello. La amenaza de una muerte repentina puede asustar a un hombre durante un tiempo, luego lo descarta como un mendigo evasivo. Cuando Bennett y yo estábamos de viaje hacia el Polo Norte, sin haber recorrido la mitad del camino, algo sucedió en uno de los motores y unas manchas pegajosas de gasolina batidas por el viento cubrieron el fuselaje. Bennett se puso blanco y en mi garganta se produjo un ahogo como el de la asfixia. Entonces desapareció esa sensación. «Mantén el rumbo», escribí en el cuaderno que usábamos para comunicarnos. Bennett apuntó rápidamente con el pulgar al equipo roto, a 2000 pies de altitud por debajo, e hizo una mueca burlona. Aunque el pánico había desaparecido, la fuga nos fascinaba. Mis ojos seguían moviéndose del fuselaje al medidor de presión de gasolina y, de nuevo, a comprobar si la fuga aumentaba. «Imagina que empeora», me gritó Bennett al oído. Sabía que su instinto de piloto ya había barajado todas las posibilidades, así que no me molesté en contestar. O bien la gasolina salía goteando antes de que pudiéramos volver a King’s Bay o no lo hacía, y lo que quiera que fuera a ocurrir se escapaba a nuestro control. Inmediatamente, una corriente de aire devolvió la atención de Bennett a la tarea de mantener el rumbo y la mía al indicador de deriva. Durante el resto del vuelo prestamos poca atención a la fuga.

El miedo y el dolor son las emociones más transitorias. Y, debido a que se olvidan fácilmente, nunca dejé de remarcar a los hombres que servían bajo mi mando la necesidad absoluta de las reglas de seguridad. «No es por hoy o mañana, sino para todo lo que dure la expedición», así se lo decía a un nuevo miembro. Relájate una vez en las regiones polares y el muro artificial de seguridad que has erigido meticulosamente a tu alrededor se desmoronará sin previo aviso. Ese aprecio por la disciplina es lo que me llevé a la Base Avanzada y, aunque algunas veces tenía que obligarme a mí mismo a seguirla, la necesidad siempre estaba ahí.

Tal y como yo lo veía, tres peligros destacaban sobre todos los demás; uno era el fuego, otro era perderse en la barrera y el tercero era quedar incapacitado, ya fuera por lesión o enfermedad. De esas tres, la más complicada de anticipar y prevenir era esta última. Sin embargo, las probabilidades eran suficientemente reales y las había tenido en cuenta. Mi salud estaba bien. Una revisión médica meticulosa antes de dejar Nueva Zelanda lo había confirmado. Tenía poco miedo a padecer una enfermedad; la Antártida es un paraíso en ese aspecto, pues es el continente sin gérmenes. Los grandes océanos, congelados la mayoría del tiempo, la protegían de la civilización del norte repleta de gérmenes, y las temperaturas gélidas de una edad de hielo activa que, incluso en verano, y entonces solamente unas horas, rara vez subía de los cero grados, habían sumido la cantidad de microorganismos supervivientes a una existencia enquistada en su mayor parte. Los únicos gérmenes son aquellos que traes tú mismo. Bajo el frío polar he visto hombres temblar por las recaídas periódicas de la fiebre malaria contraída en los trópicos y, una vez, durante la noche polar, la gripe se extendió por mitad de Little America. Fue el resultado, según el médico, de abrir una caja de ropa vieja. Creo que si algún germen hubiera sobrevivido en la Base Avanzada, la temperatura dentro de la cabaña nunca era lo suficientemente cálida como para hacer que se activase.

Con ayuda de un amigo médico había equipado la base con una biblioteca médica que contenía, entre otros libros, un diccionario médico, Anatomía, de Gray, y Práctica de Medicina, de Strumpell. Con ellos, si los hojeaba lo suficiente, podría reconocer los síntomas de lo que fuera desde AAA (una especie de anquilostoma) hasta las caries. También había una pequeña provisión de narcóticos y anestésicos (como la novocaína), además de agujas hipodérmicas, que estaba guardada en un estante del túnel de provisiones, al lado de los instrumentos quirúrgicos, de los que tenía un equipo bastante completo o, en cualquier caso, lo suficientemente completo como para realizar hasta la amputación de una pierna. Bien sabe Dios que no tenía deseo alguno de utilizar esos instrumentos, y solo una idea vaga de para lo que servía cada uno, pero ahí estaban, brillantes y afilados.

Pero no esperaba que ocurriera nada grave. Un hombre nunca lo hace. Mis conocimientos eran una unión de los conocimientos metódicos e impersonales que había aprendido volando; por ejemplo, para extraer combustible para la estufa practiqué sacándolo de los barriles al final del túnel. De este modo, si me veía en la situación de estar incapacitado, hasta el punto de no ser capaz de moverme tan lejos o llevar mucho peso, podría sobrevivir con los barriles cercanos a la entrada del túnel.

El fuego era un peligro grave que estaba muy presente en mi cabeza. Tenía bastantes bombas incendiarias, pero el frío había quebrado la mayoría de ellas y temía que, si la cabaña se incendiaba, nada podría salvarla. En el extremo final del túnel de combustible tenía guardado un equipo completo de exterior que incluía tienda de campaña, saco de dormir, hornillo, una estufa Primus, una bengala e incluso una cometa para señalizar la posición. Si llegaba a perder la cabaña podría excavar el túnel un poco más, colocar la tienda dentro y sobrevivir; sin embargo, tenía cuidado para que eso nunca llegara a producirse. Cuando iba a caminar, siempre apagaba la estufa antes de salir de la cabaña, y lo mismo por la noche antes de meterme en el saco de dormir pues conocía la somnolencia que acompañaba a los libros y la tentación de dejar el fuego encendido hasta la mañana siguiente.

El relleno de grietas y rendijas y la guardia constante solía recordarme cómo mis hermanos, Harry y Tom, y yo, jugábamos a las batallas siendo niños. Aunque Harry era mayor como para ser de alguna forma desdeñoso con los juegos, Tom y yo siempre estábamos construyendo fuertes. Y no simplemente fuertes «de mentira», estructuras a partir de cajas endebles que se desechaban en cuanto acababa el juego, sino construcciones elaboradas y bastiones que convertían los terrenos Byrd en una ciudad armada que hacía que mi madre se debatiese entre la indignación y el terror, puesto que sus jardines estaban destrozados, y un paso inocente podía desencadenar en cualquier momento la heladora y sangrienta imitación de una pelea con fuego de mosquetes proveniente de una emboscada no prevista. Ninguna ciudad asediada fue tan lealmente defendida. Aparte de los otros chicos, a los que les gustaba tirar piedras de vez en cuando para poner a prueba la guardia, nuestras defensas estaban amenazadas por enemigos cuyo número, según las palabras de Tom, «nunca eran menos que “aniquilantes”». Y como temíamos que nos atacasen mientras se suponía que dormíamos, salíamos de la casa y ocupábamos las torres de vigilancia hasta que uno de nosotros decía en voz baja que papá —a quien podíamos ver en la biblioteca—, estaba guardando sus libros de derecho, la señal para retirarnos mientras la puerta estaba todavía abierta.

Excepto porque ahora estaba solo, la Base Avanzada era algo parecido. También era un fuerte cuyos enemigos eran igualmente invisibles y a menudo, supongo, no menos imaginarios. Las tareas diarias de inspeccionar las defensas, quitar el hielo de los tubos con un palo largo armado con un clavo afilado y guardar los registros meteorológicos en un lugar seguro de los túneles, a veces parecían un juego ridículo. Aun así era un juego al que jugaba con una seriedad precisa, incluso el simple asunto de los paseos diarios. Al norte y al sur de la cabaña marqué un camino de unos noventa metros de largo al que llamaba «la cubierta del huracán». Cada tres pasos, colocaba en el hielo un poste de bambú de sesenta centímetros y, a lo largo de esos postes, até una cuerda salvavidas. Si pasaba la mano sobre ella a tientas, podía seguir el camino de ida y de vuelta bajo las peores condiciones del tiempo, y muchas veces lo hice cuando el aire se volvía tan espeso por la nieve que no veía nada más allá de la cubierta de mi cortavientos, y la cuerda era una línea fina a través del caos.

En los días despejados prolongaba mi paseo en cualquier dirección. Entonces, colocaba un puñado de postes de bambú bajo mis brazos y cada treinta metros más o menos, según avanzaba, colocaba uno de ellos en la superficie. Cuando se me habían acabado, deshacía mis pasos y cogía los postes por el camino, con lo que el último me devolvía al camino trazado. Los postes pesaban muy poco y podía llevar sin problemas suficientes como para marcar un camino de cuatrocientos metros. Aunque a menudo cambiaba la ruta, esa variación no suponía una diferencia sustancial. No importaba qué dirección tomase, el paisaje presentaba una semejanza idéntica. Podría haber caminado 280 kilómetros al noroeste hacia las montañas Rockefeller, o 480 kilómetros al sur hacia las montañas de la Reina Maud, o 640 kilómetros al oeste hacia las montañas del sur de la Tierra Victoria, y no ver nada diferente.

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