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Mayo I. El indicio

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Mayo I

EL INDICIO

LOS PRIMEROS DÍAS DE MAYO no dieron ninguna pista sobre las calamidades por las que pasaría al final del mes. Al contrario, fueron de los días más maravillosos que había vivido. Las ventiscas desaparecieron, el frío se trasladó al Polo Sur, y opuesta a la luna en el cielo color negro carbón, la luz restante del sol difunto ardía como una hoguera. Durante los seis primeros días, la temperatura media fue de -47,03o; la mayoría del tiempo estaba entre los cuarenta y cincuenta bajo cero. Apenas hubo viento. Y el silencio inundó la barrera. Nunca he experimentado un sosiego tan profundo. A veces, adormecía e hipnotizaba como una cascada o cualquier otro tranquilo sonido familiar. Otras veces se introducía en el subconsciente tan imperiosamente como un ruido repentino. Me hacía pensar en el vacío fatal que se da cuando el motor de un avión se detiene abruptamente durante un vuelo. En la barrera era tenso e inmenso y, a pesar de mí mismo, estaba obligado a escuchar nada más que la propia emoción del silencio. Bajo tierra se volvía intenso y concentrado. En mitad de una tarea o mientras leía un libro a veces ponía todos mis sentidos alerta y con recelo, como un inquilino que imagina escuchar a un ladrón en la casa. Entonces, los pequeños sonidos de la cabaña (como el siseo de la estufa, el temblor de los instrumentos o las pulsaciones superpuestas de los cronómetros) destacaban sobre el silencio, todos parecían conscientes de sí mismos y acelerados. Después de un gran vendaval salí de un sueño profundo sin entender el porqué, hasta que comprendí que mi subconsciente, que se había acostumbrado al temblor del tubo de la estufa y al sonido de la ventisca en el tejado, se había inquietado por la calma abrupta.

Era un asunto extraño. Me sentía como si hubiera sido transportado a otro planeta o a otro horizonte geológico del que el hombre no tuviera conocimientos o recuerdos. Y al mismo tiempo pensaba que era muy bueno para mí; estaba aprendiendo algo sobre lo que los filósofos habían estado insistiendo tanto tiempo: que un hombre puede vivir intensamente sin necesitar montones de cosas. Porque todo mi realismo y escepticismo me invadió con demasiada intensidad como para ser negado; esa sensación exaltada de identificación, de unidad con el mundo exterior que es en parte mística pero también certidumbre. Llegué a entender lo que quería decir Thoreau con las palabras «Mi cuerpo es todo sentimiento». Había momentos en los que me sentía más vivo que en cualquier otro momento de mi vida. Liberado de las distracciones materiales, mis sentidos se desarrollaban en nuevas direcciones, y los asuntos aleatorios o comunes del cielo, la tierra y el espíritu, que normalmente habría ignorado, si es que hubiera llegado a percibirlos, se volvían emocionantes y sublimes. De esta forma:

1 de mayo

Esta tarde, en el sotavento de la sastrugi creada por la última tormenta he descubierto una nieve sorprendentemente esponjosa. Era tan ligera que solo con mi aliento ya era suficiente para hacer que los cristales se escapasen como plantas rodadoras, tan frágiles que si soplaba fuerte, se deshacían en pedazos. Lo he llamado «nevadilla». Aunque la mayoría de los copos no eran mucho mayores de medio centímetro, algunos eran pequeños como canicas y otros tan grandes como huevos de oca. Al parecer los había traído esta mañana el ligero viento del oeste. Recogí los suficientes como para llenar una caja; no fue una tarea fácil pues una perturbación tan mínima como la creada por mis manos hacía que los copos se desvanecieran. La caja a la mitad era como una caja de zapatos (aproximadamente 10 decímetros cúbicos), pero el contenido, al derretirse en el cubo, apenas llegaba a medio vaso de agua.

Luego, durante mi paseo, vi un halo lunar, el primero desde que estaba aquí. Había notado que la luna parecía brillante de una forma casi sobrenatural, pero no había pensado más en ello hasta que algo, quizá un cambio sutil en la calidad de la luz de la luna, devolvió mi atención al cielo. Cuando alcé la mirada una neblina se extendía sobre la cara de la luna y, mientras observaba, un sistema de círculos luminosos se formaba a su alrededor con elegancia. Casi al instante, la luna estaba completamente rodeada por bandas concéntricas de color, y el efecto era como si un arcoíris se hubiera curvado alrededor de una gran moneda de plata. El verde manzana era el color del amplio anillo exterior, cuyo diámetro, según mi estimación, era diecinueve veces el de la propia luna. El efecto duró únicamente unos cinco minutos. Después los colores desaparecieron de la luna, como lo hacen de un arcoíris y, casi simultáneamente, una docena de enormes serpentinas de aurora teñidas de color carmesí, unidas con líneas negras, parecieron salir directamente de la parte superior de la luna. Luego también se desvanecieron.

3 de mayo

… He vuelto a ver en el sureste, tocando el horizonte, una estrella tan brillante que resulta alarmante. La primera vez que la divisé hace algunas semanas me dejé llevar un instante por la noción fantástica de que alguien estaba intentando hacerme una señal, y ese pensamiento ha regresado a mí esta tarde. Es un tipo extraño de estrella que aparece y desaparece de forma irregular, como el parpadeo de una luz.

La veleta ha estado dando problemas últimamente. He tenido que trepar al mástil una o dos veces al día para limpiar los contactos. La temperatura se mantiene bastante estable, entre los 50o y 60o bajo cero, y tengo que admitir que esta tarea es más gélida de lo que había imaginado. Congelarme las manos, nariz y mejillas a la vez o por separado siempre que trepo al poste es el pan de cada día. Hoy, por cambiar, se me ha congelado la barbilla. Pero no es todo tan malo como parece…

5 de mayo

Ha sido un día precioso. Aunque el cielo no tenía casi nubes, una niebla intangible dominaba el aire, sin duda por los copos que caían. A mitad de la tarde desapareció y la barrera tenía al norte una extraña luz rosada, delicada como el color pastel. La línea del horizonte era una larga franja carmesí, más brillante que la sangre, y sobre ella ondeaba un océano amarillo pajizo cuyas costas eran el azul infinito de la noche. Observé el cielo un buen rato con la conclusión de que tal belleza estaba reservada únicamente para los lugares distantes y peligrosos, y que la naturaleza tenía motivos para exigir sus propios sacrificios especiales a aquellos que estuvieran decididos a presenciarlos. Un indicio de mi aislamiento se filtró en mi estado de ánimo: este resplandor frío pero vivaz era mi compensación por la pérdida del sol, cuyo calor y luz enriquecían el mundo más allá del horizonte.

Esa tarde, para variar un poco, decidí dirigir mi paseo por la antena de la radio que se extendía en una línea al este de la cabaña. No hacía un frío excesivo, en algún punto entre los 50o y los 60o bajo cero, pero me sorprendió descubrir cuánta escarcha se había acumulado en el cable. Había doblado varias veces su tamaño; tanto, de hecho, que apenas alcanzaba a rodearlo con los dedos y el peso del hielo había provocado que se hundiese en grandes curvas entre los extremos.

Un día o dos antes de que el sol desapareciese, había colocado un poste de bambú a unos dieciocho metros más allá del último mástil de la antena. Esto era para que sirviera como marcador en el caso de que llegase a perder el mástil a causa de la niebla o una tormenta. Hoy encontré el marcador sin dificultad.

Estaba allí de pie pensando en algo cuando de repente recordé que había dejado la estufa encendida. Me di la vuelta llegando al último mástil de la antena, cuya silueta borrosa en forma de lápiz podía ver. Al tener la cabeza cubierta por la capucha y protegida del viento, no presté atención por dónde caminaba. Luego tuve la terrible sensación de caer y, al mismo tiempo, ser lanzado hacia los lados. No recordaba haber escuchado ningún ruido. Cuando recobré el sentido estaba completamente extendido en la nieve con una pierna colgando al borde de una grieta.

Me quedé quieto sin atreverme a mover por temor a quebrar la superficie que aguantaba mi peso. Luego, un centímetro cada vez, repté para alejarme. Cuando me había separado dos metros, volví a ponerme de pie, despacio, temblando por la cercanía de la salvación.

Había traspasado la nieve que cubría una grieta oculta, cubierta por la superficie sólida que impide verla. Me di la vuelta con la linterna y eché un vistazo. El agujero que había hecho era de apenas sesenta centímetros y vi que la cubierta tenía unos treinta centímetros de grosor. Con un nudo en el estómago, señalé la cubierta con el poste marcador a una distancia de algunos metros, luego volví a dirigir la linterna a la grieta. No veía el fondo. Supuse que la grieta tenía al menos varias decenas de metros de profundidad. En la superficie no tenía más que noventa centímetros de ancho, pero un poco más abajo se ensanchaba y se convertía en una gran cueva. Las paredes cambiaban de azul a verde esmeralda, el color del hielo del mar. Los cristales habituales, creados por las exhalaciones condensadas de las profundidades cálidas, no adornaban las paredes. Su ausencia indicaba que la grieta tenía un origen bastante reciente.

Me alegré de alejarme de allí. La buena suerte me había llevado por la grieta, justo por los ángulos de su longitud. Si hubiera caminado en cualquier otra dirección, podría haber acabado en el fondo. Pensé que era extraño que no me hubiera caído cuando pasé por encima en dirección contraria. Seguramente había pisado una zona débil. Para no cometer un error similar, cogí dos postes de bambú y los coloqué delante del agujero.

6 de mayo

Hoy he roto el termómetro que tenía en la cabaña. No es realmente importante puesto que la temperatura interior no forma parte de los registros meteorológicos, pero me interesaba saber cuánto frío hacía dentro de la cabaña por la noche cuando el fuego está apagado.

Me tentaba la curiosidad de preguntar a Little America cómo iba la bolsa. Era un error terrible. De ninguna forma podría cambiar la situación, y por lo tanto, la preocupación era innecesaria. Antes de marcharme (de casa) había invertido mis fondos, con cuidado, me parecía a mí, con la esperanza de ganar algo de dinero y así reducir la deuda de la expedición. Esta pérdida adicional, en la cima de los gastos siempre crecientes de la operación, podría ser desastrosa. Bueno, aquí no necesito dinero. Lo más inteligente es cerrar mi mente a los molestos detalles del mundo.

*

Una cosa era instruir a la mente y otra bien distinta que obedeciera. La naturaleza de esa distinción era una parte fundamental de mi autodisciplina en la Base Avanzada; como muestra, una entrada del diario de ese periodo: «Algo, no sé bien qué es, me está desanimando», dice la entrada. «He estado extrañamente irritable todo el día y he estado deprimido desde la cena… [Esto] no parecería importante si pudiera señalar el problema, pero no encuentro ni un solo motivo que explique mi estado de ánimo. De todas formas, aquí está y, esta noche, por primera vez, debo admitir que el problema de mantener la mente en estado de equilibrio es grave…».

Toda la entrada, una larga, está ahora ante mí. Tengo un recuerdo claro de cómo llegó a ser escrita. Había acabado la cena, había lavado los platos, había realizado la observación de las 8 p.m. y me disponía a leer. Tomé Teoría de la clase ociosa, de Veblen, que llevaba por la mitad, pero sus preocupaciones parecían demasiado remotas para la monocracia de la Base Avanzada. Pasé de ese a Eloísa y Abelardo, una historia que siempre me ha encantado, pero después de un rato las palabras empezaron a juntarse. Extrañamente, me dolían los ojos y tenía un poco de dolor de cabeza aunque no lo suficiente para que fuera molesto.

Así que encendí un poco la lámpara pues pensaba que la luz ayudaría y probé unas rondas de solitario. Pero eso no sirvió. Tampoco lo logró lavarme los ojos con ácido bórico. No me podía concentrar. Me encontraba inquieto e inexplicablemente preocupado. Me levanté y caminé por la habitación. Mis movimientos eran casi automáticos. Dos zancadas, esquivar la lámpara y pasar al lado de la estufa, otro paso, giro completo en la cama, de vuelta otra vez, tres zancadas desde la puesta al equipo de radio, otras tres de vuelta y así, dibujando una «L» continua. Meses después de dejar la Base Avanzada, cuando el dolor descendía hasta el olvido, solía caminar por mi habitación así, con los pasos regulados inconscientemente a las dimensiones de la cabaña y evitando con la cabeza una lámpara imaginaria.

Aquella noche la paz no llegó como debería haberlo hecho. Era como un reloj al que le habían dado cuerda para sonar en una casa vacía. Todo lo que hacía parecía sin acabar y vulgar, sin relación con los deseos indescifrables de mi mente. La futilidad y el vacío de mi existencia se simbolizaban por el acto simple de levantarme de la silla. Ninguna de las rutinas diarias de un hombre está normalmente más cargada de propósito que dejar una silla. La velocidad adquirida al levantarse puede incitarlo a realizar miles de tareas y oportunidades diferentes. Sin embargo, a mí me llevaba únicamente hacia las paredes vacías.

Intenté ser racional; el diario lo demuestra. Aparté mi ánimo y lo estudié como si se tratase de uno más de los registros. ¿Había ocurrido algo malo durante el día? No, había sido un día agradable. A pesar de que la temperatura estaba por debajo de los menos cincuenta grados, trabajé mucho en el túnel de emergencia; había cenado bien con sopa de pollo, judías, patatas deshidratadas, espinacas y melocotones en almíbar. ¿Tenía motivos para estar preocupado por asuntos del norte del mundo? Al contrario, las noticias provenientes de la última cita por radio habían sido tranquilizadoras; mi familia estaba bien y no había sucedido nada malo en Little America. La deuda era un problema, pero estaba acostumbrado a ellas y podría pagar esta, igual que había hecho con las anteriores. ¿Mi estado físico? Excepto por el leve dolor en ojos y cabeza, estaba bien. De todas formas el dolor solo aparecía por la noche y se pasaba antes de dormirme. A lo mejor el humo de la estufa era la causa. Si ese fuera el caso, sería mejor abrir la puerta estando la estufa encendida durante el día y pasar más tiempo fuera. La dieta también podría estar afectando, pero lo dudaba pues había tenido cuidado respecto a las vitaminas.

«La explicación más probable», concluí esa noche en el diario, «es que el problema se halle en mi interior. Claramente, si puedo armonizar las diversas cosas dentro de mí que estén en conflicto y ajustarme mejor a este ambiente, estaré en paz. Puede ser que la monotonía, la oscuridad y la falta de vida sean demasiado para que yo las acepte a la vez. No puedo aceptar eso como un hecho, puesto que ya he vivido aquí cuarenta y tres días, quedan todavía muchos meses y no serán diferentes del primero… Si quiero sobrevivir, o al menos mantener el equilibrio mental, tengo que controlar y dirigir mis pensamientos. Esto no tendría que ser complicado. Cualquier persona inteligente debería ser capaz de encontrar medios de existencia dentro de sí misma…».

Incluso desde esta distancia mantengo que la actitud era delicada. El único fallo era su mentira. El razonamiento era demasiado sencillo. Ahora lo veo, pero entonces me faltaban los conocimientos para verlo. Era cierto, como razoné esa noche de mayo, que no había interiorizado las preocupaciones y prácticas del mundo exterior, eso se demostró por las semanas de profunda tranquilidad. También era cierto, como concluí, que la forma de evitar que influyeran eran la censura y el control de la mente. Pero más allá de esto, había una verdad que no reconocí esa noche; y esa verdad era que todo el complejo mecanismo neuromuscular que es el cuerpo estaba esperando, como si contuviera el aliento, la intromisión de estímulos familiares del mundo exterior y no comprendía por qué le eran denegados.

Un hombre puede aislarse a sí mismo de las costumbres y comodidades (deliberadamente, como he hecho yo, o accidentalmente, como un marinero de un barco naufragado) y obligar a su mente a olvidar. Pero el cuerpo no se adapta tan fácilmente, sigue recordando. La costumbre ha instalado en el centro del ser un sistema de acciones y reacciones fisicoquímicas automáticas que insisten en su repetición. Ahí es donde surge el conflicto. No creo que una persona pueda vivir sin sonidos, olores, voces y tacto igual que no puede vivir sin fósforo y calcio. Esto es, en general, a lo que me refería con el término impreciso de monotonía.

Eso lo aprendí en la latitud 80o 08’sur. Era estimulante estar de pie en la barrera, contemplar el cielo y deleitarse en una belleza que no aspiraba poseer. En presencia de una belleza tal nos elevamos sobre la ignorancia natural. Y también era algo bueno rendirse a la ilusión de una incorporeidad intelectual, sentir cómo la mente viaja a través del espacio con tanta suavidad y felicidad como traspasa los objetos y sus reflejos. El cuerpo permanecía quieto, pero la mente era libre. Podía recorrer el universo con la movilidad audaz de la máquina del tiempo de Wells.

Los sentidos estaban aislados en una oscuridad muda, así que para eso estaba la mente, aunque una estaba inmóvil mientras la otra poseía el vuelo de un halcón; la libre decisión y la oportunidad de una enfatizaban siempre la pobreza de la otra. Desde lo más profundo de mi interior surgía a veces un deseo virulento de ser devuelto estrepitosamente a la calidez y los movimientos vivos que la mente recuperaba. Normalmente este deseo no tenía un objetivo especial. No buscaba nada; más bien recorría y se preguntaba acerca de un panorama de aspectos humanos: mi familia a la hora de cenar, el sonido de las voces en la habitación de abajo, la sensación fría de la lluvia.

Todos eran pequeños detalles; no realidades, sino manifestaciones de realidad. Aun así, esos y otros miles de recuerdos de igual sustancia me asaltaban por la noche, no con la fuerza tranquila y vigorizante de los recuerdos queridos, sino con amargura y provocación, como si fueran fragmentos de algo enorme y no reconocible completamente que había perdido para siempre. Esa era la base de mi estado de ánimo aquella noche de mayo. Igual que unos dedos tirando de una colcha, mis pensamientos se movían a través de los días y las noches de una existencia que parecía haberse desvanecido irrevocablemente. Ya había sobrevivido en ese estado y volvería a hacerlo, y la tranquilidad acumulada durante la tarde se disiparía.

*

No obstante, puse en práctica mi liturgia de una mente disciplinada. O, quizá, «disciplina» no sea exactamente la palabra adecuada, pues lo que hacía (o intentaba hacer) era centrar mi pensamiento en imágenes y conceptos sanos y constructivos, y así expulsar los dañinos. Levanté un muro entre mi ser y el pasado en un esfuerzo por extraer cada gramo de distracción y creatividad inherente en mi entorno más cercano. Cada día experimentaba nuevos planes para aumentar el contenido de las horas. «Un ambiente agradecido es un sustituto de la felicidad», según Santayana, pues nos estimula desde fuera igual que las buenas obras nos estimulan desde dentro. Mi ambiente era intrínsecamente peligroso y complicado, pero encontré maneras de hacerlo agradable. Intenté cocinar más rápido, realizar las observaciones meteorológicas y aurorales con más destreza y hacer las tareas rutinarias sistemáticamente. Mi objetivo era el dominio completo del momento vulnerable. Alargué mis paseos, leí más y mantuve mis pensamientos en un plano impersonal. En otras palabras, intenté emplearme en mis tareas con determinación.

Mientras tanto hice pruebas constantemente con la ropa de abrigo para el frío. Dentro de la cabaña mi vestimenta habitual era una camisa gorda de lana, bombachos y ropa interior (de grosor medio) además de dos pares de calcetines de lana (uno de gran grosor y otro de medio), un par de botas de lona caseras que tenían las suelas hechas con delgadas bandas de piel de foca sin pelo, forradas con tres centímetros de fieltro y aseguradas en los tobillos con tiras de cuero atadas a las suelas. Los pies son lo más vulnerable al frío. Se enfrían antes y se mantienen así más tiempo que cualquier otra parte del cuerpo. Esto se debe, en parte, a que la circulación de los pies no es tan buena como en el resto del cuerpo y el frío de la nieve llega a ellos por conducción y crea condensación. La permeabilidad de la lona era una solución parcial al segundo problema. Al hacer las botas cinco centímetros más largas y medio centímetro más anchas que los zapatos normales favorecían la circulación. Las botas eran tan bonitas como unas bolsas de patatas, pero cumplían muy bien su función. Siempre que había pasado un tiempo considerable al frío, me cambiaba los calcetines y ropa interior y dejaba los mojados en la estufa para que se secaran. Las suelas de mis botas estaban cubiertas por una capa de hielo que nunca se derretía. El frío no era nada nuevo para mí y la experiencia me había enseñado que el secreto de la protección no es la cantidad o el grosor de la ropa, sino la talla, la calidad y, sobre todo, la forma de llevarla y tratarla.

Después de haber estado en la Base Avanzada durante algún tiempo, sabía solo con mirar el termógrafo exactamente qué ropa necesitaría para el exterior. Si se trataba de una observación rápida, me ponía la cazadora de lona, guantes y un gorro de lana que me bajaba hasta tapar las orejas. Si tenía que cavar, sustituía el gorro por un casco y añadía calcetines impermeables, pantalones y parka. Si iba a caminar llevaba una parka de lana bajo las ropas que actúan de cortavientos, que no son más que camisas y pantalones de algodón fino sin blanquear, hechos de un material no más pesado que una sábana normal. He sentido cómo el viento atravesaba dos centímetros y medio de lana como si nada, mientras que los cortavientos finos como el papel, cerrados en los tobillos, barbilla y cintura con cintas o gomas, apenas los penetraba. El material ideal no es completamente impermeable, pero deja pasar suficiente aire como para que no se acumule la humedad. A 65o bajo cero normalmente llevaba una máscara; algo simple, pues se trataba de una estructura de alambre cubierta con tejido impermeable, dos agujeros daban a la nariz y la boca, y dos ranuras ovaladas me permitían ver. Inspiraba a través del agujero de la nariz y expiraba por el de la boca y, cuando el último se obstruía por el hielo del aliento congelado, que sucedía al poco tiempo, lo quitaba con un guante. Los días muy fríos, si tenía que salir dos horas o más, normalmente llevaba mi conjunto de piel (pantalones, parka, guantes y mukluks), hecho con piel de reno, la piel más cálida, ligera y flexible de todas. Protegido de esta forma, podía caminar a través de mi inhóspito medio tan bien aislado como un buzo en el suyo.

Así en mayo, como en abril, nunca me faltó realmente nada que hacer. Con todo el silencio, la monotonía y el ritmo lento de la noche mi existencia era de todo menos estática. Era el inspector de las tormentas de nieve y la aurora, la guardia de noche y padre confesor de mí mismo. Algo ocurría siempre, para bien o para mal. Por ejemplo, la cita por radio del martes con Little America se eliminó para ahorrar gasolina, y mientras esto dejó un hueco en el horario, las dos citas restantes resultaron más animadas. Siempre había un mensaje de mi familia con nuestro propio código privado, que Dyer leía con una cortesía amable e incansable. «A de almendra, L de luz, C de casa…». Todavía le escucho recitarlo. Algunas veces había mensajes de amigos. Recibí un mensaje de un viejo amigo, Franklin D. Roosevelt, en la Casa Blanca, que decía desear que «la noche no fuera muy fría ni el viento muy fuerte como para dar un paseo ocasional en la oscuridad». Y casi siempre Poulter, Rawson (ahora completamente recuperado), Siple, Noville, Haines o Innes-Taylor entraban en la conversación para comentar algún problema de la expedición o simplemente para pasar el rato.

Cuando avanzaba en una dirección, parecía perder en otra. Justo cuando me felicitaba a mí mismo por haber dominado las tareas de observador meteorológico, el termómetro exterior comenzó a funcionar mal. Este aparato diabólico ocupaba la balda superior de la estantería de los equipos, donde la escarcha se acumulaba en las marcas, las varillas, el cilindro e incluso en los registros.

En una ocasión, llevé el aparato dentro de la cabaña para cambiarle la hoja y hacer un ajuste; la diferencia de temperatura cubrió el metal con escarcha y lo congeló. A partir de entonces no tuve más remedio que hacer los ajustes en el frío del túnel, sin más protección en las manos que unos finos guantes de seda. E incluso con esos me parecía ser condenadamente torpe cuando tenía que manejar el regulador de velocidad, que debía haber sido inventado con el propósito específico de fastidiar a los meteorólogos.

De esta forma, incluso en el corazón de la barrera de hielo de Ross, un hombre solitario tenía mucho en lo que entretenerse. En el diario aparece: «He jugado al Canfield otra vez, ¡extraordinario! También es el único solitario al que juego», y de nuevo, «uno de mis discos favoritos es Home on the Range. Es la segunda canción que he aprendido a cantar (la otra era Carry Me back to Old Virginny aunque nunca me atrevía a cantarla excepto en la cabina del avión, donde nadie me oía) y esta noche he cantado mientras lavaba los platos. La soledad no ha suavizado mi voz, pero ha sido divertido. Una noche de fiesta, de hecho». El diario se convirtió en algo más que un registro, era una forma de pensar en voz alta. Era una manera agradable de pasar la última hora y, además, ayudaba a estabilizar mi filosofía. Por ejemplo:

9 de mayo

… He persistido en mi esfuerzo por eliminar los periodos de depresión después de la cena. Hasta esta noche mi humor ha ido mejorando progresivamente y ahora estoy abatido de nuevo. La razón me dice que no tengo motivos para estar deprimido. Mis progresos en eliminar las indefinibles molestias han sido mejores de lo que esperaba. Parece que estoy aprendiendo a mantener mis pensamientos y emociones en equilibrio, pues no he sido sensible a una ansiedad exagerada. Por lo tanto, sospecho que mi mal humor proviene de algo que afecta a mi estado físico, posiblemente los gases de la estufa, de la linterna o del generador de gasolina. Si ese es el caso, entonces puede que mi estado mental haya ayudado a compensar las consecuencias deprimentes del envenenamiento; si es eso lo que me está afectando.

Es crucial que evalúe con cuidado mi situación porque mi enemigo es sutil. Esto no significa que me haya vuelto demasiado introspectivo o que me esté tomando a mí mismo muy en serio. Mis ideas han sido suficientemente objetivas. Pero, si hay algo que me esté envenenando o castigando mi cuerpo, ¿qué efecto tendría en mi estado de ánimo? Algunos tipos de enfermedades físicas tienen un efecto deprimente. La pregunta es: ¿este efecto puede superarse al ignorarlo o negar su existencia? Supongamos que el desorden es orgánico y se basa en una enfermedad arraigada; supongamos que se debe a la mala comida, a los gérmenes o a los gases que desprende la estufa; ¿cuánta resistencia podría ofrecer mi mente al cuerpo si está bien dirigida?

Posiblemente algo me esté dañando físicamente y estoy empeorando las cosas con una emoción subconsciente negativa. Entonces mi mente y mi cuerpo están enfermos y tengo que romper ese círculo vicioso. ¿Existen la mente y el cuerpo separados en líneas paralelas? ¿Cuánto controla la mente sobre lo físico? De hecho, ¿cuánta división hay entre mente y cuerpo? El cuerpo puede encargarse de la mente, pero ¿no es más natural y mejor para la mente ser ella quien se encargue del cuerpo? El cerebro es parte del cuerpo, pero no soy consciente de mi cerebro. La mente parece ser el «yo» real…

Entonces ¿cuál es? ¿La mente o el cuerpo? ¿O los dos? Es de vital importancia que descubra la verdad. Aparte de un ligero problema en los ojos y el hecho de que mis pulmones siguen muy sensibles al frío, no soy consciente de ningún deterioro físico. Estoy seguro de que la dieta no tiene nada que ver con mi mal humor. Los gases son la única interrogación. El dolor en los ojos y el dolor de cabeza aparecen temprano por la noche, después de que la estufa haya estado encendida mucho tiempo y, a veces, el aire del túnel es sofocante después de que el motor de gasolina haya estado encendido mientras uso la radio, pero me resulta difícil creer que los gases de escape de la estufa o el motor sean realmente dañinos. Parece que la ventilación es adecuada, así que mientras mantenga los conductos sin hielo…

*

Recuerdo que, después de terminar esta entrada en el diario, me levanté a revisar la estufa. Anduve alrededor, escudriñando disimuladamente la sencilla estructura como lo haría si sospechara de un amigo. Pero mi expresión no mostró nada, aparte de seriedad. La estufa parecía más absurda que siniestra. En ese momento estaba realizando la humilde tarea de calentar el cubo de agua en el que se secaba mi ropa interior. Incluso el suave siseo del quemador parecía inútil, y el contraste entre la pequeña estufa, que me llegaba por debajo de las rodillas, y la longitud del tubo grotescamente atenuado era tan ridículo como lo sería cualquier cosa de ese tipo. Únicamente encontré dos fallos. Uno era la tendencia del quemador a crepitar y echar vapor por el agua que gotea desde el cubo cuando derretía nieve. El otro era la tendencia del tubo a llenarse de hielo y entonces, mientras se descongelaba, dejaba caer el agua dentro de la estufa. Ya había hecho un agujero en la junta con el ángulo correcto para recuperar el agua antes de que llegase al quemador. Si eso no funcionaba, podía doblar la junta en forma de «V», con lo que haría una boca fácil de drenar.

Aparte de esto, no se me ocurría nada importante que hacer y, en ese aspecto, no parecía necesario nada más. Los tubos de ventilación estaban drenando bien, teniendo en cuenta las condiciones en las que funcionaban. Realmente tenía mucho aire. De vez en cuando, a lo largo del día, abría la puerta un par de centímetros o tres y cuando la sala se helaba tanto que me dolía la nariz, cerraba otra vez. Para hacer que los extremos de la cabaña resultaran más atractivos, llamé a uno Palm Beach y al otro, Malibú; pero con la puerta abierta rara vez estaba cómodo en ninguno de los dos sin llevar los pantalones de piel. Esa es la pura verdad. De hecho, en más de una ocasión, el vaso de agua que colocaba al lado del pulsador al comenzar la sesión de radio estaba cubierto de hielo antes de que me diera tiempo a beber.

Como atestigua el diario, me sentía satisfecho de que la dieta aportase la cantidad apropiada de vitaminas. Es cierto que ya me había apretado el cinturón dos agujeros más y apretaría un tercero antes de acabar el mes, pero eso era de esperar. Aunque había hecho un estudio exhaustivo de dietética, sobre todo de vitaminas, en relación con el aprovisionamiento de las expediciones, para estar seguro, decidí consultar una excelente autoridad que se llama Nueva dietética, un regalo de mi amigo John H. Kellogg. Al principio, aunque busqué por todas partes, no encontraba el libro y finalmente le pedí a Dyer durante una sesión de radio que enviase a alguien a buscar a Siple para descubrir dónde se había guardado. Diez minutos más tarde, Siple envió la respuesta de que, la última vez que había visto el libro, estaba en la veranda. Y allí lo encontré.

Una lectura rápida confirmó lo que ya sabía: concretamente, que en lo que respecta a la elección de la comida, mi dieta era equilibrada. Pero, a modo de comprobación, pedí a Little America que consultaran a un laboratorio de Rochester, Nueva York, experto en comida y famoso en el país. Los expertos respondieron rápidamente que mi dieta era adecuada en todos los aspectos.

11 de mayo

12:15 a.m. Es tarde, pero acabo de vivir una experiencia de la que quiero dejar constancia. A medianoche fui arriba para observar por última vez la aurora, pero solo encontré unas manchas brillantes extendiéndose de norte a noreste en el horizonte. Había estado escuchando el fonógrafo mientras esperaba a que llegase la medianoche. Estaba usando mi reproductor casero y escuchando uno de los discos de la Quinta Sinfonía de Beethoven. La noche era tranquila y despejada. Dejé la puerta de la cabaña abierta y también la trampilla. Permanecí de pie en la oscuridad para admirar algunas de mis constelaciones favoritas, que brillaban más que nunca.

Inmediatamente tuve la ilusión de que lo que veía también era lo que oía, así que la música parecía unirse perfectamente a lo que ocurría en el cielo. Según fluían las notas, la aurora apagada del horizonte latía, se avivaba y se plegaba en arcos y en rayos de luz que se extendían por el cielo hasta que en mi cénit la exhibición alcanzó su crescendo. La música y la noche se hicieron una, y me dije que toda la belleza era pareja y nacía de la misma sustancia. Evoqué un acto cortés y desinteresado que era de la misma esencia que la música y la aurora.

10 p.m. La soledad es un laboratorio excelente en el que observar hasta qué punto los modales y costumbres están condicionados por los otros. Mis modales en la mesa son horribles, en este aspecto he retrocedido cientos de años; de hecho, ya no tengo modales. Si me apetece como con los dedos, o directamente de la lata, o de pie; en otras palabras, como sea más fácil. Lo que queda, simplemente lo tiro al cubo de la basura, cerca de mis pies. He llegado a pensar que no hay razón para no hacerlo. Es una forma bastante conveniente de comer. Me parece recordar, cuando leí a Epicuro, que un hombre que vive solo vive la vida de un lobo.

Una vida en soledad hace que desaparezca la necesidad de demostraciones externas. Ahora rara vez maldigo, aunque al principio abría fuego rápidamente a todo lo que desafiara mi paciencia. Ocuparme del circuito eléctrico del mástil del anemómetro no es menos helador de lo que era al principio, pero trabajo en un tormento silencioso sabiendo que la noche es amplia y que la blasfemia no sorprende a nadie más que a mí.

Mantengo el sentido del humor, pero sus únicas fuentes son los libros y yo mismo; después de todo, mi tiempo para leer es limitado. Antes, cuando he entrado en la cabaña con el cubo de agua en una mano y la linterna en la otra, he colocado la linterna en la estufa y he colgado el cubo de agua. Me he reído de esto, pero ahora, cuando me río, me río hacia mis adentros, pues parece que he olvidado cómo hacerlo en voz alta. Esto me lleva a pensar que la risa audible es principalmente un mecanismo para compartir el placer.

También me parece que la ausencia de conversación hace que me resulte más difícil pensar en palabras. A veces, mientras camino, hablo conmigo mismo y escucho las palabras, pero suenan vacías y extrañas. Hoy, por ejemplo, estaba pensando en el efecto extraordinario de la falta de distracciones en mi existencia, pero describirlas quedaba fuera de mi alcance. Sentía la diferencia entre esta vida y la normal, veía la diferencia en mi mente, pero no podía expresar bien las sutilezas con palabras. Puede ser porque he llegado a vivir profundamente dentro de mí; lo que siento no necesita más definición, puesto que los sentidos son intuitivos y exactos…

No me he cortado el pelo en meses. Lo he dejado crecer porque me llega hasta el cuello y lo mantiene caliente. Sigo afeitándome una vez a la semana, pero solo porque he descubierto que la barba es una molestia infernal en el exterior por su tendencia a congelarse con el aliento y helarme la cara. Al mirarme al espejo esta mañana, he decidido que un hombre sin mujeres alrededor es un hombre sin vanidad; tengo ampollas en las mejillas y mi nariz está roja e hinchada por los cientos de veces que se ha congelado. Mi aspecto no tiene la más mínima importancia, lo que importa es cómo me siento. Sin embargo, me mantengo limpio, tan limpio como lo estaría en casa. Pero la limpieza no tiene nada que ver con la etiqueta o la coquetería, es comodidad. Mis sentidos disfrutan con el baño de la noche mientras que no están cómodos con el roce de ropa interior que esté demasiado sucia.

He estado intentando analizar el efecto de la soledad en el hombre. Como he dicho, me resulta complicado expresar esto con palabras. Solo siento la ausencia de ciertas cosas o la exageración de otras. En la civilización, mi vida gregaria, con sus incontables distracciones y variables, me había ocultado la importancia vital que estas desempeñan realmente. Creo que su brusca eliminación ha sido más dolorosa de lo que había previsto. Y más que nada, echo de menos que me insulten de vez en cuando, lo que seguramente sea por mi parte de Virginia.

12 de mayo

… El silencio de este lugar es tan real y constante como el sonido. De hecho, más real que los crujidos ocasionales de la barrera y los grandes golpes de los movimientos de nieve.

… Parece fusionarse y volverse parte de la monotonía indescriptible, como hacen el frío, la oscuridad y el continuo tictac de los relojes. Esta monotonía llena el aire con su ánimo de inmutabilidad; se sienta conmigo al otro lado de la mesa y se mete conmigo en el catre por la noche. Y ningún pensamiento fluye a menos que sea traído por la fuerza. Esto es infinito en su significado más definitivo. Muy a menudo mi ánimo se eleva sobre él, pero cuando esta sensación se marcha, me descubro a mí mismo ansiando el cambio: un vistazo a los árboles, una roca, un puñado de tierra, el sonido de las bocinas de los barcos, cualquier cosa que pertenezca al mundo del movimiento y de los seres vivos.

Pero me niego a perturbarme. Esta es una experiencia increíble. El abatimiento que solía llegar después de la cena, probablemente por tratarse del momento en el que se espera compañía, parece haber desaparecido. A propósito, domino la técnica de despertarme solo por la mañana; ha vuelto tan misteriosamente como desapareció. Cada mañana de los últimos quince días me he despertado como máximo cinco minutos después de la hora que tenía pensada.

Mi mente se ausenta. Anoche eché azúcar a la sopa y esta noche he vertido una cucharada de pasta de harina de maíz en la mesa en la que debería haber estado el plato. He estado leyendo historias de algunas viejas revistas inglesas. He empezado con unos asesinatos en serie, pero que me cuelguen si encuentro dos capítulos cruciales, así que no he tenido otra opción que intentarlo con las novelas de amor, y es extraño reflejar que más allá del horizonte, los aspectos alegres de la vida siguen su curso. Bueno, este es el continente que ninguna mujer ha pisado jamás; y no puedo decir que sea mejor por ello. De hecho, la estampida hacia el altar que hubo tras la vuelta de la última expedición parece corroborarlo. De los cuarenta y un hombres que estuvieron conmigo en Little America, treinta estaban solteros. Varios se casaron con las primeras chicas que conocieron en Nueva Zelanda; la mayor parte de los restantes se casó inmediatamente al llegar a Estados Unidos. Dos de los solteros tenían unos cincuenta años y los dos se casaron al poco de volver a casa. Solo quedan unos pocos, y sospecho que su soledad no es del todo culpa suya.

16 de mayo

Ha pasado una semana desde la última depresión tras la cena. No quiero pecar de confiado, pero creo que lo he superado…

17 de mayo

… Seguramente esté teniendo más diversión de la que vaya a tener otra vez. Gracias a mi forma rutinaria de hacer las cosas, las ocasiones de ejercitar la mente son ilimitadas. Si quiero, puedo pasar horas con una página de un libro. Esta noche he pensado que es una vida plena y sencilla. Lo es y echo de menos la tentación.

En parte como diversión he estado especulando acerca de la armonía. Si el hombre es, como creo, una parte integral del universo y puesto que la elegancia y la fluidez marcan los movimientos de la mayoría de los objetos que engloba (como los electrones y los protones de los átomos, los planetas del sistema solar y las estrellas de las galaxias), entonces una mente normal debería funcionar con algo de esa misma armonía.

En cualquier caso, mis pensamientos parecen surgir de forma más fluida que nunca…

*

Esta fue una gran época; solamente era consciente de una mente en paz, una mente a la deriva entre las suaves y románticas olas de la imaginación, como un barco que responde a la fuerza y propósito del medio que lo rodea. Los momentos de serenidad de un hombre son escasos, pero unos pocos pueden alimentarlo toda una vida. Encontré la medida de mi paz interior entonces; los ecos majestuosos duraron mucho tiempo. En ese momento, el mundo era como la poesía; esa poesía que es «emoción rememorada en la tranquilidad[8]».

Quizá este periodo fuera tan solo una repetición de mi juventud. A veces lo pienso. Cuando crecía, solía escaparme de casa por la noche e ir caminando a los bosques de Glass, que se encontraban subiendo un poco por el camino de nuestra casa. En las sombras espesas de las colinas de Shenandoah Valley la oscuridad era un poco aterradora, como siempre lo es para los jóvenes, pero cuando me detenía y alzaba la mirada al cielo, me invadía la sensación de estar a medio camino entre la paz y la euforia. De niño nunca conseguí analizar esa sensación más de lo que lo hice cuando me inundaba durante las guardias nocturnas en el mar como oficial naval y, después, como explorador, cuando miraba por primera vez montañas y territorios que nadie había visto antes que yo. No había duda de que era parcialmente animal: el auténtico y creciente descubrimiento de estar vivo, de crecer, de no tener miedo. Pero había más que eso. Había una sensación de identificación con los extensos movimientos, la premonición de que el destino está implícito en todos los hombres y la sensación de esperar su fugaz revelación.

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