Solo

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Junio III. La propuesta

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Junio III

LA PROPUESTA

JUNIO FUE UN PERIODO DE avances y retrocesos, de victorias y derrotas. Ahora estaba sobrepasado por el primer grave revés desde el final desastroso de mayo. El día 17 fue domingo, día de contacto por radio. Mi diario no tiene entrada de ese día por el único motivo de que no pude reunir la voluntad necesaria para escribir. Todo lo que había recuperado con tanto dolor hasta entonces me fue arrebatado en una mañana.

18 de junio

… Ayer mi enemigo invisible volvió a atacar. El motor había funcionado mal hacia el final del último contacto, así que esta vez encendí el motor alrededor de media hora antes del momento acordado para realizar los ajustes necesarios. Como habitualmente, desde el 31 de mayo, tomé la precaución de quitar el hielo de la ventilación sobre el motor. Después de haber trajinado con la válvula durante más o menos veinte minutos, el motor funcionaba bien cuando me mareé y caí de rodillas. Caer de rodillas fue algo instintivo. Repté de vuelta a la cabaña, cerré la puerta y me tumbé en el catre hasta la hora del contacto. Creo que llegué tarde y pasé un mal rato intentando aguantar durante la conversación. Espero que mis respuestas para Charlie resultasen satisfactorias.

Mantuve la cabeza baja cuando apagué el motor, pero funcionaba mejor y había menos humo. Me temo que he vuelto al mismo estado en el que me encontraba los primeros cuatro días de este mes. Me gustaría añadir algo más, pero por alguna razón escribir me cuesta mucho esta noche. Lo peor de todo esto es que Murphy, Poulter e Innes-Taylor están organizando un plan para avanzar la fecha acordada para el comienzo de las operaciones de primavera. De hecho, en Little America ya están hablando de la posibilidad de instalar bases con los tractores a principios de agosto para alargar la temporada de investigación y, con ella, el programa científico. Al parecer, reparar el tractor fue lo que les animó a ello. Pero todo era un poco difuso.

*

Esta entrada es significativa, al menos para mí, por lo que queda por decir. Aunque parezca triste, ni siquiera describía por lo que estaba pasando. Durante todo este tiempo estuve quitándole importancia a los hechos, puesto que el diario lo escribía principalmente para mi familia y, en caso de que no sobreviviera, les ahorraría los detalles desagradables de mis últimos días. Por ejemplo, aquella noche me encontraba demasiado mal como para subir a realizar la observación de las 8 p.m., o incluso para transferir los datos de los aparatos automáticos al formulario del Instituto Meteorológico. Aquella noche apenas dormí, sino que estuve dando vueltas en el saco de dormir, atormentado por el dolor y literalmente sacudido por los vuelcos de mi corazón. Algunas veces pensé que si continuaba así, me volvería loco. Vomité la escasa leche que pude tragar, y mis brazos estaban demasiado débiles como para limpiar el desastre. Hecho un ovillo en el catre, murmuraba como un monje rezando el rosario. Cuando mi voz se detuvo, el silencio creció. En la tranquilidad entre las ráfagas de dolor, tuve la sensación de esperar, de esperar y escuchar cómo pasaba algo, aguardando con una expectación reprimida que no era ni miedo ni esperanza, sino algo entre medias.

Empezar el día siempre me había resultado difícil, pero ahora se había convertido en una tarea hercúlea. Tuve que dejar atrás la noche y empujar el día con el peso del sistema solar en mis hombros. Lo único que pude hacer fue obligarme a salir del saco de dormir por la mañana. Para entonces, la estufa habría estado apagada doce horas, me sangraban los labios donde mis dientes los habían mordido. «Lo pediste tú», dijo una pequeña voz dentro de mí, «y aquí lo tienes». Debido a mi determinación, no sé si hubiera sobrevivido a este segundo revés si no hubiera sido por la media docena de mantas térmicas que encontré en una caja del túnel de provisiones.

Estas pequeñas mantas con forma de sobres, y con un peso aproximado de medio kilo, contenían un químico arenoso que genera calor cuando se añade agua. Por la noche llevaba dos de estas mantas a la cama conmigo con una jarra llena. Al despertar echaba un poco de agua en las mantas y las amasaba suavemente hasta que llegaba el calor. Luego, con una cuerda alrededor de la cintura, me las ponía una delante y otra detrás, entre los pantalones y la ropa interior. Sin rellenarlas, las mantas se mantenían calientes durante una hora, y para entonces la estufa había calentado la cabaña. Usé las mantas con moderación, pues no sabía cuánto durarían, pero bendije al oficial de suministros por el impulso que le había llevado a incluir esas cosas entre el equipamiento de la Base Avanzada.

Los días siguientes fueron nudos endurecidos por el paso de las horas. Conseguí realizar las observaciones; di cuerda a los relojes y cambié las hojas; y cuando no podía subir, copiaba los datos en el formulario 1083. Pero ninguna de estas cosas parecía tener conexión con la realidad. Mientras una parte de mí realizaba estas tareas a tientas, otra parte de mí parecía estar mirando desde el catre. Por la noche era igual de malo. Incorporado en el saco de dormir, con la parte superior de una caja apoyada en mis rodillas, intenté jugar al solitario Canfield. La desconcertante debilidad de mis brazos mientras sostenía las cartas seguía irritándome de una forma irracional. Cuando el juego se volvió en mi contra, tiré las cartas al suelo. Cogí el Napoleón de Ludwig, pero después de una página o dos, las letras se emborronaron y me dolían los ojos. «No puedes seguir», insistió la vocecita quejica, «la rutina es lo que te mantiene, no tú mismo».

El miércoles, 20 de junio, a mediodía, salí fuera llevando las pieles y dos mantas calientes sujetas en la cintura para huir de la pesadumbre absoluta de la cabaña. Había un montón de hielo al abrigo del tubo de la estufa. Me senté en ella, demasiado cansado como para caminar. Nevaba un poco. Al este y al sur el horizonte era oscuro como la propia barrera, pero, al norte, una acuosa mancha carmesí coloreaba la línea del horizonte, la luz más lejana que el sol desaparecido podía enviar pasada la redondez del planeta. La noche polar estaba llegando a su clímax. En dos días llegaría el solsticio de invierno, cuando el sol, con una declinación máxima de 23,5 grados bajo el horizonte, se detendría en su viaje hacia el norte y volvería al hemisferio sur.

Más allá de la barrera, más allá de Little America y más allá de los restos congelados del mar de Ross, el sol seguía realizando su milagro diario e inevitable. Era extraño que, en un instante, el calor y la luz bañasen una parte del mundo mientras caían en la otra. Que en algunas longitudes millones de personas se acostaran y, en otras, otros tantos millones, hablando diferentes lenguas, respondiendo a diferentes impulsos, se despertaran a plena luz del día.

Todo aquello parecía increíblemente remoto. Donde me encontraba, el sol tardaría en volver lo mismo que había tardado en marcharse. Era junio. Según el calendario náutico y un poco de aritmética, sería el 27 de agosto antes de que el sol volviera a la latitud 80o 08’ sur. Y para entonces a mí habría dejado de importarme.

«Pero ya has pasado lo peor», dijo la voz interior, «ahora llega el momento de hacer balance». Cada día tras el solsticio, el sol subiría un poco más y la luz del norte brillaría también un poco más a mediodía; y cada día, según la luz del atardecer cubriese la barrera, el camino marcado con banderas entre la Base Avanzada y Little America estaría más apartado de las sombras y dirigido a la luz. «Tú no lo verás», dijo mi voz interior, pero algo desesperado dentro de mí negó esa profecía. Puesto que, si ahora tenía una esperanza incorruptible, esa era ver el sol y la luz cubriendo la barrera. Al menos tendría eso, el deseo de vivir no me concedería menos.

Mientras estaba allí sentado ese pensamiento trajo de repente a mi mente la vaga conversación que había tenido con Little America acerca del comienzo de las operaciones de instalación de nuevas bases con la vuelta del sol en agosto. Por primera vez percibí un posible relevo a mi desesperación. Tenían que venir hacia aquí, tenían que hacerlo. Ahora, al menos, tenía un incentivo para desear ver el sol.

Hasta entonces había prestado poca atención a la conversación sobre la instalación de las bases, y dejaba que los oficiales de Little America decidieran los detalles de las operaciones preliminares. Esas operaciones tomarían dos direcciones. Una era el este, hacia la Tierra de Marie Byrd. La otra era el sur, hacia la Reina Maud. La segunda los llevaría hasta mí y, puesto que era así, enraizó en mi mente la convicción de que le debía a mi familia y a mí mismo traerlos aquí primero, y en la fecha más cercana posible, siempre que se preservara la seguridad. Esa era la única actitud posible. Al día siguiente tenía contacto por radio. Cuando hablase con Little America, le daría a Poulter una directriz con cautela, instándole a apresurar los preparativos para el viaje, pero con tanto cuidado que no tuviera razones para ver una emergencia personal en ella. Tenía que hacerse así o no se haría.

Al tomar esta decisión, fui abajo con más esperanza de la que había sentido en casi cuatro meses. Esa noche en el diario escribí: «… Por primera vez desde el día 16 me siento con fuerzas para escribir sin sentirme obligado. El sol todavía está lejos, pero octubre está a un año luz. Si cambiaran el contacto por radio a la tarde, mi alegría sería total».

*

Por la mañana hablé puntualmente con Little America.

—Felicidades por la puntualidad —dijo Charlie Murphy—. ¿Por qué fuiste tan seco con nosotros el domingo pasado?

La brusquedad de la pregunta me cogió desprevenido por un momento. Bueno, la verdad no haría daño. Formulé un mensaje corto en el que decía que los gases del motor me había hecho sentir «inestable» y, por lo tanto, había decidido apagarlo hasta saber qué es lo que iba mal.

—¿Ahora todo está bien? —quiso saber Charlie.

—Sí.

—Bien.

—Gracias —respondí. Luego, para aplacar cualquier posible sospecha, le di un pequeño informe sobre cómo combatía la monotonía, un resumen desalentador y, para mí, sin gracia, de los trucos que había empleado en mayo, lo que entonces parecía que hacía una eternidad.

—Yo simplemente cuento ovejas sin parar —dijo Charlie en un tono agradable—. Y antes de que se me olvide, el tractor Número Uno realizará una salida de prueba mañana si el tiempo se mantiene estable. Poulter y Demas se lo llevan para dar una vuelta. Siempre y cuando podamos reunir manos suficientes para quitar veintidós toneladas de nieve de la rampa del garaje para sacar esa maldita cosa a la superficie.

Mi corazón dio un salto al oír eso.

—Tengo mensaje para Poulter —dije.

—De acuerdo. John está listo.

Aunque no lo sabía entonces, Poulter estaba trabajando en la cabaña de la radio, codo a codo con Dyer.

El mensaje era breve y objetivo. Dije, dando como razones el estado mermado del presupuesto de nuestra expedición y la necesidad consecuente de terminar las expediciones lo más rápido posible tras la llegada de los barcos desde Nueva Zelanda, que apoyaba un comienzo temprano de las operaciones sobre el terreno y que, si era posible, seguramente debería aprovecharme de que el viaje de instalación de las bases se dirigía al sur para volver a Little America algo antes de lo que esperaba. Terminé con la advertencia de prepararlo todo minuciosamente y esperar la luz solar en la barrera.

Dyer leyó el mensaje sin hacer comentarios.

—Vale —dije. Lo último que hizo Dyer antes de cortar la comunicación file retrasar los contactos a las dos de la tarde como respuesta a mi anterior petición.

—Espero que resulte positivo —dijo.

—Bien.

Luego cortamos la conversación.

*

El viernes 22 fue como una copa de vino. Fue el día en que el sol se quedó inmóvil en la plataforma del solsticio. Un cielo aborregado y una media luna planeando. La temperatura era de -50o, el registro más frío desde junio. El día siguiente fue igual de frío, pero más despejado. Sin embargo, la luna era creciente y parecía una antigua moneda de plata, un poco abollada en un lateral. Estaba aprendiendo cosas nuevas sobre mí. Mientras que hace setenta y dos horas me había reconciliado con la tarea imposible de esperar ayuda hasta octubre, ahora mis esperanzas ansiaban el final de agosto. No podía pensar en otra cosa. Y, aun así, no encontraba la paz. Mi buen juicio no me dejaba descansar. Contando con la buena suerte, seguiría siendo un desafío para los hombres recorrer la distancia entre Little America y la Base Avanzada. El collado del monte Everest no es más duro que la barrera a finales del invierno polar. No podía haber fallos, ni planes imprudentes. Aquella idea podía derrumbarse ante mis pies.

23 de junio

Lo he pasado mal estos últimos días. En un esfuerzo por liberar mi cuerpo del veneno y recuperar así mis fuerzas, he reposado en el saco de dormir hora tras hora con la estufa y la lámpara apagadas. No tengo apetito, pero me obligo a comer.

24 de junio

Sigo sintiéndome fatal. Hoy en el contacto por radio, Bailey me ha pedido que volviese a programar mi horario a la mañana explicando que el nuevo horario interrumpía los contactos de mediodía entre Little America y Estados Unidos. Cuando le pregunté a Dyer lo importante que era aquello, me respondió que dependía de mí y que estaba de acuerdo en mantener los contactos por la tarde. «Entonces lo dejamos así», dije. Aunque al principio la respuesta a la petición de Bailey me parecía egoísta y brusca, después me pareció una buena señal. Para mí era una prueba de que los hombres de Little America, siempre independientes y susceptibles con sus derechos, consideraban mi petición como algo nada más grave que el antojo arbitrario por parte del oficial al mando.

25 de junio

Nada… nada…

26 de junio

He estado contando calorías y he descubierto que al día tomo 1200. No es suficiente. Debería tomar 2500 de media. Esta mañana, para tener más calorías, he derretido un pedazo grande de mantequilla en la leche caliente y dulce. El menú de la cena de esta noche son alubias, arroz y tomate, además de hojas de nabo enlatadas y jamón cocido al estilo de Virginia. Ahora como más, pero no tengo apetito.

27 de junio

Nada, y aun así debe haber innumerables temas sobre los que escribir si tuviera el deseo de hacerlo…

*

El día siguiente trajo muchas noticias. Llegué al contacto por radio a tiempo. Dyer dijo rápido y con la característica actitud directa norteamericana: «Doc y Charlie están esperando. Creo que te interesará lo que tienen que decir».

El tractor Número Uno, con el propio Poulter a bordo, había realizado un viaje de prueba hasta el cabo Amundsen y más allá de la cima de la barrera, aproximadamente a dieciocho kilómetros al sur de Little America.

—Todo ha ido muy bien —dijo Poulter—. Dejamos de lado las grietas y no tuvimos problemas en seguir el camino. Las señalizaciones están bien y no parecen haberse desgastado mucho por el viento. Para cuando habíamos dejado una bandera atrás, la siguiente aparecía bajo los faros. Sin embargo, podría crear un reflector improvisado, que nos ayudaría mucho.

Entonces, sin preliminares, el científico lanzó su propia propuesta. Consistía en que la expedición de meteoritos mencionada anteriormente llegara hasta la Base Avanzada para observar la lluvia de meteoritos que debía tener lugar en agosto. Así se realizarían dos tareas de una sola vez. Si continúa hasta llegar a la Base Avanzada, dijo, las observaciones se beneficiarían de su situación privilegiada y los observadores tendrían la protección de mi cabaña. Por mi parte podría volver con el tractor, si así lo quería, en lugar de esperar a que llegase después la expedición de instalación de nuevas bases. El tamaño del grupo todavía no era definitivo, pero podría constar de cinco hombres. De esos cinco, dos se quedarían un mes en la Base Avanzada para continuar con las observaciones meteorológicas y de los meteoritos.

El plan, continuó el doctor Poulter, era dejar Little America con el primer atisbo de claridad entre el 23 y el 29 de julio. En ese momento la luna estaría llena a medianoche en el sur y la luz del sol sería más fuerte a su espalda a mediodía. Poulter no quería marcharse mucho después porque el atardecer próximo acabaría con las ocasiones de realizar observaciones continuas pero, por otra parte, ni él ni los oficiales de Little America pensaban que sería aconsejable salir antes. Además, Demas estimaba que necesitarían al menos tres semanas para completar la reparación de los otros dos vehículos. No parecía prudente marcharse antes de que estuvieran listos para usarse como repuesto.

Ese era el asunto, presentado de forma tan objetiva como un resumen meteorológico. No podía creer las palabras que resonaban como piedras en mis auriculares. Era más parecido a una de esas alucinaciones que había sufrido después del primer colapso. Pero no, esa voz tranquila y firme seguía y seguía, relatando los aspectos diferentes del viaje con una lógica y razonamientos que no podían surgir de una imaginación febril. Nunca unas noticias tan buenas se habían transmitido tan de repente. Pasó por mi mente que si Poulter y Murphy, dos hombres de buen juicio, querían hacer el viaje, no se podría considerar demasiado peligroso para Little America. «Esto es cosa suya, no tuya» dijo la voz interior, «quieren venir aquí por su propia cuenta y no tienes que sentir vergüenza».

Después escuché preguntar a Poulter: «Bueno, ¿qué te parece?».

Aunque tenía la mano en el pulsador, mi mente vacilaba. «Espera un momento» marqué. No importaba lo que pasara, seguiría siendo asunto mío; las consecuencias del fracaso seguirían en mi cabeza. Finalmente, al no saber qué decir, respondí que hicieran más pruebas y me comunicasen los resultados. Sin embargo, aunque hubiera dicho eso, en el fondo de mi corazón sabía que nunca tendría la voluntad de rechazarlo. Había pasado por mucho como para dejar pasar cualquier oportunidad. Además, las consecuencias de todo esto involucrarían no solamente a mi familia y a mí mismo; tenía una gran deuda y una expedición preparada para realizar un gran trabajo en primavera. Si yo caía, seguramente se originaría un terrible desastre. No porque yo, Richard Byrd, hubiera muerto como todos los hombres deben hacer, sino porque conmigo se desvanecerían las relaciones efímeras que unían a cien hombres entorno a una causa; el mando, el plan y el nombre que había pedido créditos bancarios para pagar el equipamiento de barcos, tractores, aeroplanos y hombres; porque aquel nombre aportaba cifras beneficiosas para las personas de las salas de conferencias o cines, y ante los escandalosos locutores de radio. El nombre era lo valioso, no el cuerpo dolorido y arruinado que lo llevaba. Pero ¿qué tenía que ver esto conmigo?

Toda aquella tarde y bien entrada la noche estuve sentado con las piernas cruzadas en el saco de dormir sopesando pros y contras. En mi regazo estaba el calendario náutico, tablas de logaritmos, lápiz, cuaderno y un mapa del Camino del Sur. Como había dicho Poulter, la luna volvería durante la segunda quincena de julio y estaría llena al comenzar la tercera semana; el sol, subiendo por el horizonte rápidamente, estaría lo suficientemente cerca como para dar algo de luz a mediodía. Rellené hojas de papel con cifras. Intenté calcular el consumo de combustible y la capacidad de los tractores, también pensé en las medidas de seguridad que había que tomar para los equipos de los tractores. Al final todo dependía de los hombres. Si eran decididos, prudentes y sensatos durante la travesía, los riesgos no deberían ser muy grandes ni las dificultades demasiado severas.

La gran pregunta era si se podría seguir el camino con la luz que habría en julio. Teniendo en cuenta el peligro de las grietas, especialmente las del valle justo pasado el almacén, a unos 8 o kilómetros, este viaje no sería un recorrido en línea recta desde Little America. El tractor debía seguir el recorrido marcado por el equipo Sur si esperaba recorrer a salvo el rodeo a partir del almacén a 80 kilómetros. En el camino de regreso a Little America desde la Base Avanzada en mayo, el equipo de tractores había multiplicado por dos la cantidad de banderas, espaciándolas en intervalos de unos 20 metros. Existía el peligro de que las ventiscas hubieran arrastrado o destruido alguna de ellas dejando grandes huecos en el trayecto de 197 kilómetros.

No había una forma fiable de saberlo aparte de realizando el viaje. Es cierto que los resultados de la prueba de Poulter habían sido alentadores y, en los alrededores de la Base Avanzada, las banderas, al menos la última vez que las había visto a la luz de la luna, parecían estar bien. La nieve no se había acumulado más de doce o quince centímetros alrededor de los postes, aunque en uno o dos casos los bordes de las banderas habían sido atrapados y habían quedado sujetas, por lo que era difícil verlas[16]. Sin embargo, por aquí la barrera era plana y la nieve no se acumulaba tanto. En las hondonadas y depresiones las banderas podían haber quedado completamente enterradas. Bueno, si las banderas estaban enterradas y no se podía seguir el camino, entonces el proyecto habría finalizado, por lo menos hasta que regresara el sol.

Intenté con todas mis fuerzas ser frío en mis cálculos, y las dificultades del viaje comenzaron a parecer mayores. La gran esperanza que se había desatado por la tarde fue muriendo lentamente y creció la reacción contraria. Apagué la vela deprimido y completamente agotado.

*

Junio se acabó con una luna menguante y un frío creciente. El martes 28, la aguja en el termómetro de mínimas alcanzó los 59o bajo cero; el viernes, 55o bajo cero; y el sábado, 56o bajo cero. La capa de hielo de las paredes subió hasta alcanzar los noventa centímetros del techo siguiendo una línea en zigzag que me recordaba a las gráficas de los libros escolares en las que se mostraba cómo las edades de hielo habían dominado la Tierra.

La última recaída había despertado el miedo original de que la debilidad me impidiese en algún momento transportar combustible. Entonces, en mis mejores momentos, empecé a crear un suministro de emergencia en la cabaña llenando todas las latas de comida vacías con queroseno. La mayor parte la almacené en las esquinas de la habitación, cubrí lo restante con camisetas interiores que había desechado para mantener la nieve fuera y lo llevé hasta la veranda, al lado de la puerta. Para tener contenedores adicionales, entre otras cosas vacié las grandes latas de alubias y arroz, que tiré a un saco de correos de EE. UU. No había duda de que el oficial de suministros también había pensado en eso.

A medianoche, la última hora de la última noche del mes más largo que he vivido jamás, comencé a pasar hacia atrás la hoja del mes de junio. Luego hice algo extraño: medí la hoja. Medía treinta centímetros de alto por treinta y cinco de largo. Los números, bloques blancos sobre un fondo azul, medían dos centímetros y medio de alto.

ARL. Hislop, Ltd.

Suministros para ingenieros

Wellington, N. Z.

Eso decía la leyenda, y en los laterales estaban ordenados en pequeños cuadros los demás meses del año.

*

Incluso ahora solamente tengo que cerrar los ojos para ver con detalle este calendario que tenía ante mí, que era lo primero que veía por la mañana y lo último por la noche durante 204 días. Había una línea blanca en los bordes.

Ahí había garabateado notas al margen: «Barriles no completos de combustible»… «Dejar ventilación abierta»… «Contacto por radio»… y los días que llenaba el tanque. Pero, mientras que en abril y mayo cada día estaba tachado o cubierto con lápiz rojo, en junio la mitad de los días había pasado sin mayor relevancia. ¿Qué es un día para una eternidad?

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