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Los días transcurrían soleados y apacibles entre el hotel, el surf y las charlas con la gente de la isla. Hasta el cajero del supermercado sabía dónde había olas, dónde había una fiesta o te informaba sobre algún cotilleo local. Era muy fácil entablar conversación, todos los residentes eran de fuera y estaban dispuestos al intercambio. Un día estaba comprando unas postales impresionantes de la isla y la camarera holandesa de la cafetería de la salida de Lajares me habló de un tal Wolfgang, otro hippy que apareció en La Roca en los ochenta en busca de su quimera personal. Se ganaba la vida haciendo fotos de paisajes de la isla con las que hacía postales que se vendían muy bien. Lo que más me atrajo de la historia de Wolfgang fue que era una especie de antropólogo aficionado muy peculiar. Sus teorías sobre los antiguos nativos de la isla desafiaban los límites de la versión oficial e incluso sostenía que Fuerteventura era una parte sin sumergir de la antigua Atlántida. Los atlantes habrían desarrollado complejos sistemas de culto y de creencias espirituales. Al parecer tenía algunos restos arqueológicos que mostraba encantado a cualquiera que le preguntase. Pero según me comentó la holandesa, por su fama de excéntrico, casi nadie le tomaba en serio. Me daba cuenta de que en esta isla lo extravagante no levanta revuelo, solo curiosidad. Este mágico rincón del Atlántico daba cobijo a multitud de personajes. Reconozco que me pudo la curiosidad y una vez que conseguí su teléfono no tardé en llamarle.

Me cité con Wolfgang esa misma tarde al borde del acantilado que hay en el pueblo de El Cotillo. Desde esa posición se puede contemplar todo el antiguo pueblo de pescadores, el puerto, las desperdigadas casas blancas con ventanas azules y el muelle chico, con los restaurantes que sirven pescado de la zona. También es un lugar perfecto para contemplar el atardecer en primera línea. Vi a un tipo que se acercaba hacia mí dando grandes zancadas. No tardé en darme cuenta de que era un personaje digno de conocer. Medía metro noventa por lo menos, y su piel curtida y su media melena blanca delataban los sesenta y tantos años. Lo saludé y al acercarse a mí no me tendió la mano, su actitud me pareció amable, aunque algo distante. Su mirada no era frontal, parecía como si hablara a alguien situado a mi derecha, con una especie de timidez que contrastaba con su convicción al hablar. Antes de que pudiera decir una palabra, sacó unas piedras de la mochila y me las mostró como si estuviera ante un preciado tesoro. Sostenía una roca en una de sus manos y situó la otra detrás a modo de pantalla.

—¿Ves este relieve en la roca? —me dijo posicionando la piedra entre los rayos de sol que se proyectaban casi horizontales desde poniente sobre la mano—. ¿Ves la sombra en mi mano? —Y frente a mí apareció la forma de una cara rudimentaria de líneas rectas, frente plana, nariz triangular y mentón recto, algo parecido a las figuras de las estatuas de la isla de Pascua—. Labraban estas piezas para recordar a sus muertos, era una forma de mantenerlos presentes y evocar su presencia. También las hay mucho más grandes en rocas próximas a enterramientos, generalmente solo se pueden ver al atardecer.

Me quedé un instante alucinado mirando a aquel hippy con acento alemán de camisa abierta y colgantes estrafalarios y le pregunté tratando de resumir:

—¿O sea que son sombras ceremoniales para recordar el espíritu de los que ya no están?

Wolfgang comenzó a relajarse y un brillo de excitación apareció en aquellos profundos ojos azules.

—Tengo más de cien restos arqueológicos como estos en mi casa y los expertos me tachan de loco. Dicen que es solo una coincidencia. Pero tómala en tu mano, ¿no crees que esta roca ha sido labrada por el hombre? —Puso la piedra en mi mano, luego sacó cuatro más y me las fue pasando para que las examinase una a una—. Si observas la isla desde el aire, se pueden ver grandes circunferencias de terreno despejadas formando grandes soles con sus rayos. En esta zona al noroeste de la isla, en la montaña sagrada de Tindaya, hay cientos de grabados en las rocas. Se trata de culturas bastante ritualizadas, pero como no se han encontrado restos de grandes construcciones, los muy necios creen que eran unos nativos incultos.

—¿A quiénes te refieres?

—A las autoridades locales y, en general, a la población. No les interesa este tema. Es sabido que los antiguos nativos utilizaban símbolos complejos como las espirales. Probablemente querían representar el eterno retomo, ¿entiendes? No hay muerte, solo hay ciclos. ¿Y qué me dices de los petroglifos labrados en la piedra como los podomorfos? Son inscripciones con forma de dos pies que tallaban en la roca junto a sus muertos. Los momificaban y los depositaban en lo alto de la montaña sagrada que hacían servir a modo de enterramiento. Esos pies muestran el camino a sus grandes hombres, los dedos de los pies siempre apuntan al cielo, es como una alegoría del camino al más allá. También se encuentran en los lugares donde se impartía justicia, marcando el camino de la redención. ¿No indica esto que eran gentes con una amplia creencia en otras dimensiones de existencia? —No pude más que asentir con la cabeza y preguntarme a quién carajo estaba mirando cuando me hablaba. Me tenía mosqueado hasta tal punto que, en un momento dado, también yo miraba de reojo a mi derecha como con miedo de encontrar algo o a alguien junto a mí.

—¿Y cómo es que no te toman en serio?

—A la sabiduría antigua la consideran superstición, tienen miedo de cambiar sus creencias, pero ¿acaso no es eso superstición? —dijo con una risa de ardilla germana satisfecho de sus propias ocurrencias incomprensibles para los demás.

—Nos solemos resistir a los cambios —dije yo—, nos cuesta aceptar todo aquello que cuestione nuestras creencias.

—Eso es, revisar lo que crees es un acto de valentía no de rendición.

—Dejamos poco espacio a la intuición.

—¿Por qué no dejarse llevar por la fantasía por un tiempo? ¿Qué daño puede hacemos? La fantasía es una niña a la que nadie toma en serio, la precaución es el veneno que mata el corazón. De todas formas, esto es arqueología y aquí están las pruebas que no quieren ver. —Al asentir con la cabeza me di cuenta de que me había convertido en su cómplice y su discípulo. Me sentí atraído por su personalidad excéntrica tan fuera de lo común. Charlamos un rato más y, pasados unos minutos, tal y como apareció se esfumó. La próxima vez que nos viéramos sería para hacer juntos el ascenso a la montaña sagrada.

Conducir de vuelta a casa por la carretera sin curvas que atravesaba el páramo entre las montañas que se extendían hacia el sur alzándose como pirámides amarillentas en medio de la isla de los sueños ancestrales fue toda una experiencia aquella tarde. Ya nada me parecía igual, culturas complejas viviendo en poblados rudimentarios o quizás en ciudades sumergidas en esa isla perdida, Atlantura, como la llamaba Wolfgang, alejada de cualquier comprobación histórica posible. La idea de que civilizaciones precolombinas como los celtas, los mayas, los hindúes y los guanches usaran los mismos símbolos místicos, como la espiral, y que para todos ellos significara una conexión entre mundos diferentes, entre planos de existencia o de realidades, me tenía maravillado. Si no tenían contacto entre ellos antes de Colón, ¿hasta dónde se remontaba ese conocimiento compartido por todos ellos? ¿O es que alguna cultura superior y más desarrollada otorgó este conocimiento a todos?

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