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Solo » Primera parte - Sueños » 11

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Cuando llegas a Fuerteventura entras en una burbuja. Aquí el resto del mundo es ajeno. Las prisas no son buenas consejeras. Pronto descubrí que, si quería integrarme, debía tomármelo con calma. Las puestas de sol, la playa, meterse en el desierto y encontrarse uno solo en medio de la nada. Pasear por las dunas y detenerse en lo alto de una gran montaña arenosa para contemplar el paisaje ondulante. Ver todo. Sentir todo. La arena moviéndose debajo de ti, la tierra emergiendo. Cada vez que me sentaba en el gran manto de nuestra madre tierra notaba esa energía. Estaba en medio de un vórtice energético que ascendía hacia el cielo y volvía a descender al epicentro, al núcleo, y en medio, mi corazón, los nuestros. Era un canal. Cuando no ofrecía resistencia lo sentía fluir. Era parte de todo. Insignificante. Hipervalioso. Era «yo» en ese momento. Y tenía la certeza de que cuando ya no estuviera, no pasaría nada.

En aquel lugar todo el mundo parecía tener una historia a sus espaldas. Nadie era «virgen». Todo el mundo llegaba huyendo de algo y buscando lo contrario. El espíritu de la gente y el ambiente eran alegres y desenfadados. La isla y el océano facilitaban esa pureza existencial. Los cuadros de escenas marinas, atardeceres y olas colgaban de las paredes de las casas y de los bares. También las conchas, las rocas, las hamacas, los restos que traía el mar, las tablas de surf, las pegatinas, las banderas que marcaban la dirección del viento, las furgonetas, los perros sueltos, la gente descalza con el pelo quemado por el sol, peinado con rastas, las camisas abiertas, las sonrisas limpias, los cuerpos bronceados, las chicas alegres, las barbacoas, los planes de viaje… Estaba en Babel. El ideal que perseguía este tipo de gente era viajar a otros lugares, como Indonesia, Bali, Filipinas, Sudáfrica, Australia, y surfear todo tipo de olas, ver todo tipo de playas, de arrecifes, de peces, de selvas; probar todo tipo de cervezas, idiomas, motos, cocos; conocer a otros viajeros; encontrar a lugareños con los que reír, curiosidades que observar, peligros que afrontar, tomar fotos, encontrar olas que recordar. Porque cada ola es única, como las personas, con una forma diferente, una altura, un grosor, una energía, un ímpetu, una actitud, una forma de moverse, de avanzar, de desmoronarse, de proyectarse, de morir, de crecer, de romperse, de avisar; una ola a la que temer, recordar, evitar, una forma de improvisar, ¡una forma de ser!

El surf es un ritual de inmersión en lo mejor que tenemos. Autenticidad con tus emociones, entusiasmo al descubrirte en la naturaleza, contacto con tus temores y anarquía vital. Las olas son seres únicos e irrepetibles, no hay dos iguales, como las percepciones del mundo, todo depende del ojo del observador. Las emociones, al afrontar el reto de meterse en el todo poderoso océano, son tan intensas como el respeto que infunde. Un guiño desde las profundidades, un sueño que afrontar con todas sus consecuencias. El mayor riesgo en el surf es acabar perdiendo el interés por todo lo demás, que no haya nada más importante, que el mundo que lo rodea se reduzca a un decorado que enmarca ese acto divino. Surfear para experimentarte. Experimentarte para descubrir que la vida es una playa, un trozo de incertidumbre líquida.

Yo no era consciente entonces de que todos los acontecimientos y personajes que iba encontrando en la isla formarían parte directa o indirectamente del camino que me abocaría hacia la mayor encrucijada de mi vida.

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