Solo

Solo


Capítulo 6

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Me toma del brazo y nos acomodamos en una pequeña mesa redonda, junto a la pared del salón. Le pregunto qué desearía beber.

Tiene sed y dice que no desea más que cerveza.

Cuando el camarero se marcha a buscarla, se produce un silencio. Saco mi pitillera y le ofrezco. Toma uno, pero rechaza el fuego. Lo oculta en su pecho y dice que prefiere fumar en casa.

—¿Usted, naturalmente, vendrá a mi casa esta noche?

Cuando se lo prometo, aprieta su rodilla contra la mía bajo la mesa y bebe a mi salud.

—¡Ah, qué sed tengo! —Y vacía la mitad de un trago.

—Es usted muy gentil, me gusta —dice—. Se quedará toda la noche a mi lado, ¿verdad?

—Toda la noche.

Apura el vaso y nos vamos. Comienza a sonar de nuevo ese vals triste, quejumbroso. Al subir por las amplias escaleras miro el grupo negro, de nuevo en ondeante movimiento. Veo al otro lado de la sala el escenario de los músicos, los gestos de los violinistas y la cadencia de la mano del director.

¿Por qué, de pronto, vuelvo a sentir ganas de llorar? ¿Por qué todo parece tan triste que se derrite el corazón? ¿Por qué siento deseos de alejarme de aquí?

Pero ella se enrosca fuertemente en mí, y no suelta mi brazo ni para tomar su paraguas del guardarropía.

Mientras, fuera ha comenzado a llover. En la puerta abre su paraguas, me deja que lo sostenga y, tras recogerse la falda con la mano derecha, con la izquierda se agarra de mi brazo.

La lluvia es fina y chispeante. No ha formado un lodazal pero una fina suciedad se extiende por todas partes y nos hace resbalar a cada paso. Las farolas y las lamparillas de los vagones en movimiento se reflejan en la húmeda calle como en un cauce sereno. Los cascos de los caballos chapotean al igual que por el hielo rugoso y aguado.

Avanzamos en zigzag bajo el mismo paraguas. Ella guía todo el rato y tira de mí. Pregunto si vive lejos pero me asegura:

—¡Muy cerca, muy cerca!

En una esquina de la calle desea que la bese.

—¡Bésame, amigo mío!

Sale un poco torpe, pero en sus mejillas asoma una dulzura extraña, la tez es fina contra mis labios y la beso otra vez sin que me lo pida.

Y como la llama de gas, de pronto, arroja su luz bajo el ala de su sombrero e inciden las sombras, cuando levanta sus ojos hacia mí, creo entrever los rasgos de Anna. La misma mejilla, el mismo mechón junto a la oreja.

Me habla sin parar mientras caminamos, canturrea, me arrastra hacia sí. Pero no camino ya con ella, camino con otra. Con ésta me detengo delante de una puerta y su mano enguantada tira del botón de latón de la campanilla. Tenemos allí arriba, en la sexta planta, un pequeño hogar, dos estancias y cocina, pesadas cortinas en puertas y ventanas, está la alcoba y mi mesa de trabajo y su mecedora al lado. Y mientras espero a que se abra la puerta de entrada, en un abrir y cerrar de ojos, iluminado por la luz de un fortuito relámpago, recorro todos mis deseos más hermosos, todos mis sueños y fantasías, como se dice que un moribundo hace antes de que el espíritu escape de él.

La apertura de la puerta me despierta. Ella se desliza en el corredor y recoge una vela de la portería, sube delante de mí las escaleras, arrastrando la falda, y yo sacudo la humedad del paraguas.

Su cuarto parece decorado con elegancia. Un cómodo, ancho sofá; grandes, suaves butacas; pesados, sólidos cortinones delante de las ventanas y de la alcoba. Una iluminación, en cierto modo, acogedora, a través de la pantalla de la lámpara.

Me he despojado de mi abrigo y me he estirado en una butaca.

Está atareada como una anfitriona en su casa, enciende la chimenea, allí trajina de rodillas, ordena la mesa, prepara la cama y, siempre que pasa a mi lado, me prodiga una caricia. Ha cambiado el vestido con corpiño sumamente estrecho por un holgado peinador y ha arreglado delante del espejo su enmarañado pelo, atándoselo por el centro con una cinta roja. Ahora creo distinguir también en su cuerpo y en la postura de la cabeza algo familiar y similar.

La invito a mi lado, me echa los brazos al cuello, se acomoda sobre mis rodillas, me besa en la frente y sostiene mi cabeza entre sus manos, como si supiera qué añoro y qué pienso. Me admira cómo acierta a ser tal y como deseo.

—Bueno, pero ¿por qué estás tan triste? —pregunta.

No es ninguna tonta. ¡Qué experiencias tendrá! ¡Cuánto sabrá de la vida y la gente! ¡Cómo habrá aprendido a despreciarlos mientras vive a veces con uno, a veces con otro! Se habrá enamorado impetuosa y desgraciadamente ella también, quizá la han traicionado y a su vez habrá pisoteado a otros. ¿Y dónde concluirán sus días?

—¿Por qué me miras de una manera tan extraña? Dime, ¿por qué?

—Es que eres tan bonita…

Pretende tener frío, quiere que nos acostemos. El peinador cae sobre la alfombra, ella se desliza en la cama y me invita a que vaya enseguida.

—¡Pronto, pronto, date prisa!

Y deja que sus hombros tiemblen de inquietud bajo la manta.

En ella no hay crudeza ni obscenidad. Es tierna y buena y amable y desea seguir reteniéndome a su lado. Asegura que se sintió atraída por mí al instante. No puede ser que me vaya enseguida y la abandone. Toda la noche, hasta la madrugada quiere dormir a mi lado. Y nos envuelve en la manta y busca un refugio sobre mi pecho. Tengo que venir a menudo, ella está en casa cada día. Puedo venir cada día y en cualquier momento. Mañana mismo a tomar el desayuno ¿verdad?

No me repugna, cosa extraña.

La observo allí donde descansa, la cabeza sobre mi brazo izquierdo. Y vuelve a parecerse a Anna. Tal vez ha empezado a pensarlo porque

busco en ella semejanzas, pues deliberadamente quiero engañarme a mí mismo y convencerme. Y al hacerlo siento un cierto deseo de venganza, con mano despiadada trato de obligar a ésta a reemplazar a la otra. Escuece, pero me deleito.

Así me la había imaginado a ella a mi lado, así había deseado vagar con mis dedos por su pelo, así acodado, y observando así de cerca su rostro, sus más pequeños rasgos, frente, cejas, punta de la nariz, boca y cuello. Y así, acaso, habría centellado la luz de la lámpara en sus también negras y húmedas pupilas.

De nuevo pregunta por qué la miro de un modo tan extraño y digo que se parece a una mujer a la que hace largo tiempo amé.

—¿Era bonita?

—No tan bonita como tú.

—¿La amabas?

—Sí, un poco, pero ya pasó.

—¿Te amaba a ti?

Y sin ningún motivo me invento una historia, que me fue infiel y que la descubrí en brazos de otro.

—¿Os batisteis en duelo?

Habíamos esgrimido espadas, yo lo había herido en la mano.

—¡Te vengaste! Por mí también se han batido en duelo —dice distraídamente, y pregunta si aún la amo, a esa otra.

—No, ahora te amo a ti.

—Sí, por un instante sólo.

—Creo que podría amarte largo tiempo incluso, si estuvieras en Finlandia.

Me pide que la lleve a Finlandia, está harta de esta vida, no le fascinan los cafés ni los bailes. Desearía marcharse, marcharse lejos de París.

—¿Entonces por qué vives así?

—Tengo que hacerlo.

Y ambos nos entregamos por un instante a esa ilusión de que viajamos juntos a mi país. Ambos sabemos bien que nada de eso ocurrirá, pero los dos simulamos creerlo y nos entusiasmamos al menos de imaginarlo posible. A ella nada la ata aquí, no tiene ningún amigo de verdad. Y navegamos cruzando el mar, por el día caminamos por la cubierta, nos sentamos donde más caliente brilla el sol, y por las noches dormimos así en el mismo camarote, en el más elegante que hay en el barco. Somos como recién casados.

—¡Así, así, jugamos a los recién casados!

Y cuando llegamos a Helsinki, digo que es mi esposa y cuando caminamos por los bulevares…

—¿Hay bulevares también en tu país?

—Sí, allí también hay bulevares…

Y todos se giran a mirarla, preguntan quién es esa mujer, tan hermosa y vestida con tal elegancia, tan

chic.

—¿Crees que despertaría atención allí?

—Sí, mucha.

—Llévame allí, querido, mi tesoro… Partamos mañana de inmediato… ¡mañana mismo!

En verano vamos al campo, ¡tenemos allí una villa!

—Sí, sí, una casita… como en la campiña…

Y pescamos y remamos y navegamos.

Ella ha remado en el Sena, tiene un traje para pasear en barca, se lo llevará consigo.

Y así la colocaré en todas partes, en la misma posición que antes, en mis pensamientos, en mis excursiones solitarias y silenciosos momentos nocturnos en mi cuarto en la azotea había colocado a Anna, en los que ella ha enraizado y de donde ahora la arranco, tratando de desgarrar los tejidos sensibles de mis estados de ánimo más delicados. Y me siento satisfecho por ello, disfruto de

poder hacerlo. Y al pensar en mi amor por Anna y en la manera en la que ahora trato mis sentimientos, comienzo a desdeñar su debilidad y me digo a media voz: «¡Bah, así que era eso! ¡Y en verdad no ha merecido la pena!».

Pero luego comienzo a fatigarme y desearía dormir, alejarme de todo esto. Apago de un soplo la vela, pero siento que aún no puedo dormir. Comienzo a ponerme nervioso, su cabeza me oprime el brazo como un pesado tronco y su respiración atraviesa la ropa y me quema el costado. Desearía que se marchara al otro lado de la cama y respirara hacia la pared.

Mientras pienso cómo sugerírselo sin ofenderla, ella misma lo sugiere. Cuando sospecho que lo hace sintiendo el mismo hartazgo hacia mí que yo hacia ella, empieza a molestarme todo esto, y cuando recuerdo lo que acabo de hablar, una sensación de irresistible repugnancia me causa escalofríos y me alejo de ella tanto como permite la cama.

Comienza pronto a respirar a la manera del durmiente, y yo también trato de que mis ojos concilien el sueño. Pero el entorno desconocido, la actividad nocturna en la calle y el traqueteo de carruajes me lo impiden. Oigo voces y pasos en la escalera, charla de hombres y mujeres en la habitación de al lado y risa contenida. Pero lo que más me perturba de todo es su presencia. Temo que se despierte y me acaricie y simulo dormir cuando la oigo moverse.

Por fin me sumo en un semiletargo. Pero apenas ha comenzado cuando empieza a atosigarme una terrible pesadilla. Sueño que la vigilo a ella, a ella que duerme a mi espalda. Creo que está en vela y aguarda a que cierre los ojos. Acecha la oportunidad para acercarse sigilosamente a la silla donde está mi ropa y todo mi dinero. Mas esa a quien vigilo no es ella, es Anna, una mezcla de ambas. Espera la oportunidad para robarme el dinero.

Trato de obligarme a mantenerme despierto, pero no tengo fuerzas y caigo rendido. Me sobresalto porque entretanto se haya levantado. Me despierto gritando de manera extraña, me he sentado de un brinco.

—¿Qué te pasa? ¡Déjame dormir! ¡Quiero dormir!

No me atrevo ya a dormir, no quiero de ninguna de las maneras que se repita tal sueño. Y paso largos instantes allí en vela, escuchando el reloj que martillea sobre la chimenea de mármol y da las horas y las medias. Toda la miseria de esta vida, toda la desgracia de mi destino me oprime y hostiga. Y no se trata sólo de mi infortunio sino del infortunio de la humanidad entera, que en este momento parece desear estallar a través de mí en un alarido de lamento por eso roto y retorcido por lo que ahora sufro. ¡Cuán sucio, inmundo y falaz es esto! ¡Y yo que por un instante había esperado que me brindara olvido y consuelo!

Y constantemente veo a Anna delante de mí. La veo ahora, esta noche, en su casa, durmiendo en su cama el sueño tranquilo de su inocencia, en su habitación decorada virginalmente, donde brilla una limpia luna pálida, en la ventana resplandecen imágenes de escarcha y fuera hay un paisaje nevado de noche de luna. Nunca, nunca, ¡está para siempre acabado, para siempre perdido!

Pero al poco mi compañera comienza a quejarse en sueños. Llora, gime y lanza quejidos, ella, en las garras de una pesadilla también. Quién sabe lo que ve, lo que sufre y si son sus sueños tal vez aún más terribles que los míos. Y siento una infinita lástima por ella, e imaginando el infortunio común la despierto y la tomo en mis brazos con ardor y la ternura de la desesperanza. Medio dormida me aprieta contra sí:

—Te quiero… te quiero… tuve una pesadilla… ¡bésame!… ¡bésame!…

De dormir está cálida y ardiente y se aferra medio enloquecida de ternura a mis mejillas. Y yo olvido de nuevo mi pasado, no deseo recordarlo, tengo que librarme de él.

La vela arde muda y brilla uniforme. He bebido un vaso de cerveza y encendido un cigarro. Tumbado y fantaseando despierto, en un estado anímico extrañamente lúcido y transparente, el cuerpo y el alma en efímero balance armónico entre relajación y agotamiento, pienso casi con asombro en mi afecto hacia Anna y en todos esos ahora infantiles estados anímicos que a causa de ella he vivido últimamente. De pronto, no me parece ser más que aquella muchacha pequeña de mi época de bachiller que encontraba de camino al colegio y que no era para mí más que un pajarillo familiar que sólo distinguía de los demás porque con frecuencia se cruzaba volando en el camino. Me pregunto a mí mismo qué ha sido, en realidad, ese tormento al que por su causa me he entregado. ¿De verdad he podido ser tan inmaduro, tan atrasado? Imaginar, de pronto, un amor primoroso, ideal, familia, hogar y felicidad conyugal, en la que hace años que ya no creo. ¿De dónde ha surgido, de repente, esta recaída en las viejas enfermedades? El mundo es realista y crudo, hay que aferrarse a él brutalmente igual que una ortiga que quema la mano que la acaricia con suavidad.

Empieza a clarear. Hace ya tiempo que se ha quedado dormida y esta vez en calma. El fuego de la vela amarillea y palidece, y la luz del día penetra a través de las cortinas. Anoche parecían de sólida seda y terciopelo, ahora están, por varios puntos, hechas jirones y raídas y la urdimbre brilla entre ellas. Me levanto y las aparto de la ventana. La funda del sofá está deslucida, las alfombras y manteles resultan viejos y gastados. Con la fuerza implacable de su realidad, el sol da de lleno en la cama. Reposa ella allí de espaldas, blanda, y la cabeza sobresale lacia de la almohada. Resiste tan poco la luz sin cortina como su habitación. Los rizos artificiales caen planos sobre la frente y despuntan como cardos. La frente está surcada de pequeñas arrugas, bajo los ojos tiene ojeras, la comisura de los labios muestra un gesto flácido.

Y yo mismo no tengo mejor aspecto en ese espejo. El rostro cansado, los ojos abatidos, el pelo revuelto, la barba incipiente, el pecho de la camisa arrugado.

Comienzo a vestirme sin lavarme. No deseo utilizar sus palanganas y toallas. Las perneras están aún húmedas de ayer y los zapatos embarrados. La pelusa del sombrero de copa está hirsuta por numerosas partes y el cuello sucio.

Cuando me escucha caminar, se despierta de golpe.

—¿Te vas ya? —pregunta.

Parece inquietarle algo, sigue, la cabeza sobre el codo, cada uno de mis movimientos mientras me visto. Cuando me he puesto ya el abrigo y cepillo el sombrero, no puede resistir la tentación de preguntar:

—¿No te irás sin darme un regalito?

Cuando oye la moneda de oro tintinear sobre la chimenea, se levanta, busca sus pantuflas, se envuelve en el peinador y me acompaña hasta la salida. Se ofrece a besarme en la puerta, pero se lo impido y tampoco a ella le importa. Ambos estamos saciados del otro.

Al bajar las escaleras, donde ahora sacuden alfombras, observo delante de cada puerta dos pares de zapatos, los más grandes de hombre y los más pequeños de mujer, cubiertos ambos de barro, colocados allí para que los lustren.

Fuera, la mañana de Navidad es clara y fría. De una iglesia cercana llega el tañido de campanas.

—¡Feliz Navidad! —me desea mi portera, la encuentro en las escaleras de mi casa.

Por la ventana de mi cuarto se ve el París matinal al completo, y los tejados y las cúpulas de las iglesias resplandecen.

Mecánicamente me apresuro a lavarme, a ponerme algo limpio y a acostarme de nuevo.

Y allí tumbado y con la vista clavada en el techo, persiste en mí la misma sensación de lucidez glacial. Hay una deliciosa lasitud en mi cuerpo y estiro con placer mis miembros, que parecen flexibles y agradablemente blandos. La sangre circula con tal tranquilidad y calma en mis venas que parecen despejadas y limpias de algún cieno. «¡Uf!», digo pensando de nuevo en Anna. «¡Así que esto ha sido todo! ¡Oh, las raíces al final no eran profundas!». Lo digo en alto, quiero escuchar cómo suena. Y en mi voz en verdad no hay objeción alguna.

¡Date por contento! ¡Así es la vida! ¡Acéptala tal y como se te entrega!

Y descansando allí, de espaldas, entre sábanas limpias, frescas, dibujo fría, sosegadamente y con irónico desdén una imagen ordinaria de mi futuro. Es una figura incolora y de líneas secas, como trazada con regla, semejante a mi actual estado de ánimo.

Es el apartamento de un soltero maduro donde hay una gran mesa con sus papeles, ordenados, y una estantería con sus libros. Un sofá de cuero y, en una de sus esquinas, un gastado cojín para la siesta del soltero. Cama de hierro. En la habitación, humo de tabaco. Ropa bien cepillada los días de escuela. En casa una bata que se arrastra por el suelo y pantuflas. Una vieja ama de llaves ocupándose de la economía. La mayoría de las noches en el restaurante, donde conversa seriamente sobre los asuntos del día y se inclina hacia el conservadurismo. Es lo más seguro. A cierta hora vuelve a casa. Lee de algún libro antes de acostarse. En la pared junto a la cama hay una amarillenta corona de laurel, recuerdo de su ceremonia del título de maestro. Pero en el interior falta la imagen. En verano vive en una isla marina solitaria y pesca.

Eso es todo, nada más. Y más allá no despierta una sola fantasía ni esperanzas fundadas en ella. El cielo de mi vida parece aclararse y enfriarse. Yo mismo me hielo y me encojo. El vacío perfecto me rodea, las campanas del alma de la soledad desierta resuenan en mis oídos. Y me creo listo para recibir lo inexistente que la vida me ofrece. Y me giro hacia la pared, para dormir.

Pero entonces creo sentir en mis sábanas el aroma a cama de esta mañana, su pelo, su habitación. Quiere acercarse a mí, trata de acariciarme, besarme y abrazarme.

Y de un barrido queda demolido mi anterior ánimo y su manera de enfocar las cosas. Un asco que repugna al corazón me voltea el ánimo y me sacude de la cabeza a los pies.

La vuelvo a amar, a Anna, la sigo amando con mayor locura, más desesperación que nunca jamás. Desde lo más profundo de mi ser la llamo justo ahora, justo en este instante, que acuda a mi lado, le grito que entre por esa puerta, se arroje a mi pecho, me purifique a besos, me renueve con sus caricias. Le contaría todo esto igual que un sueño malo, pérfido. Me perdonaría y yo comenzaría mi vida de nuevo.

Pero ella no viene. Los pasos en la escalera no son suyos. Es alguien similar a mí, se detiene junto a la puerta y se oye girar la llave en el cerrojo.

¿Por qué no me concede paz ni en mi tumba? ¿Por qué no puedo liberarme de ella, olvidarla, apartarla, igual que otras muchas esperanzas frustradas? ¿Por qué no puedo desprenderme de ella en el placer y en el egoísmo de mi soledad? ¿Por qué no puedo helarme en mi indiferencia?

Pero es vano preguntar. Sé que ni debo ni puedo. Tal vez se desvanezca de mi mente por un breve instante, tal vez por las tardes y noches. Estos instantes matinales desesperadamente reales, inmutables, habrán de ser siempre los mismos. Regresarán estos mismos sentimientos, este mismo anhelo desdichado, este pesar agotador, lacerante. Viva donde viva, busque consuelo y olvido donde los busque, siempre la echaré de menos a mi lado, donde ella no está. Probé a extinguir su imagen, a ocultar su rostro… siempre habrá de verse a través del sello de agua, un perfil puro y un ondulado mechón junto a la oreja.

París, septiembre de 1889 - Iisalmi, agosto de 1890

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