Solo

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V

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V

Después de muchos retrasos, la primavera ha llegado al fin, y cuando una mañana han dado brote los tilos de la avenida, el paseo bajo la luz verde, que cae tan bien a los ojos, se ha vuelto solemne como una fiesta. El aire está quieto y todo es amable, los pies se mueven sobre seca arena fina, que da una sensación de limpieza. La hierba nueva oculta las hojas del año pasado, la suciedad y la basura como lo hacía la primera nieve en el otoño. Los esqueletos de los árboles se rellenan, y por fin está allí el fondo de bosque como una pared de nubes verdes sobre las costas de la bahía. Antes era perseguido por el frío y el viento, ahora puedo caminar paso a paso, y hasta sentarme en un banco. El borde de la costa, bajo los olmos, está provisto de bancos, y ahora se sienta allí el hombre amarillo, mi enemigo desconocido, y lee el periódico con el abrigo cerrado. Hoy descubrí, por el periódico que él estaba leyendo, que somos enemigos. Y me pareció ver en su mirada, cuando se levantó de las hojas, que leía algo sobre mí que hacía bien a su alma, y que el creía que yo ya había recibido ese veneno o que estaba por recibirlo. Pero se equivocaba, porque jamás leo ese periódico.

El Mayor ha adelgazado y se nota inquieto por el verano. Adónde irá, eso le es indiferente, pero él debe salir de la ciudad para no quedar demasiado solo y sentirse un proletario. Esta mañana estaba sobre un promontorio y parecía contar las pequeñas ondas que jugaban con las piedras; golpeaba sin objeto con el bastón en el aire, tan sólo para hacer algo. Súbitamente se oye desde el otro lado de la bahía un toque de cometa. Él se vuelve y ve en seto aparecer un escuadrón de caballería tras una colina, primero los cascos y las orejas de los caballos. A continuación emprenden una carga, de modo que el suelo retumba, y bajo gritos, voces y ruidos, la ordenada masa avanza. El mayor se inquietó y noté, por sus piernas arqueadas, que ha servido en la caballería; tal vez éste mismo era su regimiento, del cual él es ahora un desmontado, uno que está fuera del juego. ¡Así es la vida!

Mi dama oculta es igual en verano y en invierno, pero este invierno la ha castigado y ahora usa un bastón; por lo demás, aparece solamente una vez al mes y pertenece al grupo, como la reina del mundo con sus perros.

Pero ahora, con el sol y la primavera, otros paseantes han invadido nuestro círculo y yo los siento como intrusos. Tanto se ha dilatado mi concepto de propiedad, que yo vivo esto como si mi paseo matinal en este paisaje fuese de mi propiedad. Los veo con verdadero desprecio, si es que alcanzo a mirarlos, porque en mi estado interior, no deseo tener contacto con seres humanos, ni siquiera un intercambio de miradas. Esta clase de intimidad la exigen sin embargo los hombres, y hablan de mala manera del que «no mira a la gente». Parecen creerse con derecho a ver en el interior de los que encuentran, pero yo nunca he comprendido de dónde han sacado ese derecho. Lo siento como una invasión, una especie de violencia hacia mi persona, por lo menos un acercamiento, y desde joven he notado una clara diferencia entre la gente de la cual se recibe la mirada y de la cual no se recibe. Ahora me parece que el intercambio de miradas en la calle con un extraño significa: «¡Seamos amigos y con ello es suficiente!» Pero frente a ciertos gestos provocativos yo no puedo permitirme entrar en silenciosa cofradía; deseo la neutralidad o, en caso necesario, la enemistad, porque un amigo tiene siempre alguna influencia sobre mí, y eso no lo deseo.

Esta invasión aparece felizmente sólo en la primavera, porque con el verano los extraños se han ido al campo y entonces están los caminos tan desiertos como en el invierno.

Y ahora ha llegado el añorado verano. Cae como un hecho consumado y para mí es indiferente, porque yo vivo en mi trabajo y frente a mí mismo, a veces detrás de mí, en los recuerdos, y éstos los puedo manejar como trozos de un modelo. Con ellos puedo armar de todo un poco; y el mismo recuerdo puede tener todo tipo de utilidad en un edificio imaginario, dando vuelta hacia arriba los lados de diferentes colores; y como el número de combinaciones es infinito, en mis juegos tengo una sensación de infinitud.

No tengo nostalgia alguna por el campo, pero a veces siento como un deber incumplido el hecho de no andar por los bosques o bañarme en el mar. De ahí un extraño sentimiento de vergüenza por estar en la ciudad, porque la diversión del verano es una prerrogativa que se reconoce como perteneciente a la clase social en que los otros me ubican —yo mismo, me considero fuera de la sociedad—. Me siento por otra parte un tanto desolado y abandonado al saber que todos mis amigos han dejado la ciudad. No los busqué, por cierto, cuando estaban aquí; pero sabía que aquí estaban; podía enviar mis pensamientos hacia ellos por una cierta calle, pero ahora he perdido sus huellas.

Sentado a mi escritorio veo entre las cortinas una ensenada del Báltico; del otro lado, una playa con rocas negras y grisáceas, redondeadas, y abajo, en el agua, la línea de la costa; sobre las rocas, el negro bosque de pinos. A veces me posee el deseo de ir hasta allí. Pero entonces tomo mi catalejo y, sin moverme de mi sitio, allí estoy. Paseo entre las piedras de la playa, allí donde entre húmedos palos de cerca, cañas y paja crece ciclamen y arroyuela bajo los alisos. En un surco del monte se aprietan los helechos de genciana como hiedra sobre los musgos; algunos arbustos de enebro exploran los bordes, y allí puedo ver, especialmente en el atardecer, cuando el sol está bajo, la profundidad del bosque de pinos. Allí están las salas de claro verde con suave musgo, bosque inferior de álamos y abedules.

A veces sucede algo vivido allá lejos, aunque no a menudo. Un cuervo anda recogiendo o finge recoger algo, porque parece pretencioso, aunque se nota que cree no estar siendo visto por ningún ser humano. Aunque por otra parte, es seguro que anda coqueteando con algún otro de su especie.

Una balandra blanca llega silenciosa y lenta; hay alguien al timón, junto a la vela mayor, pero veo solamente los codos y las rodillas; tras el trinquete hay una mujer; el barco se desliza bellamente, y cuando veo el movimiento del agua junto a la proa me parece escuchar ese sedante rumor, algo que continuamente es dejado atrás y siempre se renueva, ese algo que consiste en el secreto del arte de la navegación a vela, aparte de dirigir el timón luchando contra viento y marea.

Un día atrapé en el catalejo toda una escena. La costa de piedras en la lejanía no había sido pisada nunca por un mortal, y era mi propiedad, mi soledad, mi lugar de veraneo. Entonces, un atardecer, vi entrar un bote por el lado derecho del cristal. Sobre él iba una niña de diez años, vestida con colores claros y con un sombrero de tenis rojo. Me pareció que al principio me dije: «¿Qué andas haciendo por allí?», pero la absurda situación me contuvo.

La niña desembarcó con elegancia, jaló del bote, volvió a abordarlo y tomó algo que brillaba por uno de sus lados. Sentí curiosidad, porque no podía determinar la naturaleza del objeto. Ajusté el catalejo y pude ver que era un hacha liviana. —¿Un hacha en manos de una niña?— No podía asociar inmediatamente estos dos conceptos, y por esto me pareció misterioso, casi terrible. La niña fue hacia la costa y se puso a buscar algo, como se acostumbra hacer cuando uno camina por las playas; uno busca algo inesperado, algo que el mar insondable haya dejado allí. «Ahora», me dije, «comenzará a arrojar piedras, porque los niños no pueden ver piedras y agua sin comenzar a arrojar piedras al agua. ¿Por qué? Bien, esto tiene también razones secretas». «¡Muy cierto!» ¡Arrojaba piedras! Después subió a las rocas. «Ahora va a comer orozuz, porque es una niña de ciudad y ha concurrido a la escuela popular». (Los niños campesinos no comen nunca orozuz, que los niños de ciudad llaman helecho de la piedra o regaliz). Pero no, pasó de lado desdeñando los arbustos, y por lo tanto es (?) una niña campesina. Se acercó a los arbustos —entonces, algo se iluminó en mí—. Iba a cortar retoños de enebro; y esto sería lo correcto, porque hoy es sábado. Pero no, emprendió un ataque contra un enebro, de modo que una rama quedó colgando, pero siguió su camino —«¡Va a cortar leña para cocer café! ¡Eso es!»—. Pero siguió trepando y llegó a la linde del bosque. Allí se detuvo y pareció medir las ramas bajas, que eran especialmente frondosas y saludablemente verdes. Inmediatamente movió la cabeza y después siguió un objeto por el aire, que —esto lo vi por el movimiento— debe haber sido un pájaro que levantó vuelo, porque inclinó el cuello con los mismos movimientos de staccato que el aguzanieves acostumbra a hacer cuando vuela, que parece una caída intermitente.

Entonces comienza la niña a mostrar sus intenciones, porque toma con la mano izquierda unos retoños y los corta —¡pequeñitos, pequeñitos!— Pero ¿por qué retoños de pino? ¿Si se utilizan solamente para los entierros, y la niña no está vestida de luto? —Argumento en contra: ¡ella no tiene por qué ser pariente del muerto! —¡De acuerdo!— Son demasiado pequeños como para hacer ramos o para adornar el porche, y en el piso de la cabaña se acostumbran a colocar solamente retoños de enebro. ¿Tal vez es nacida en Dalarna, en donde se emplea el pino en lugar del enebro?… ¡Lo mismo da! ¡Ahora sucede algo nuevo! A la distancia de tres álamos de la niña se levantan las ramas bajas de un gran pino; una vaca asoma la cabeza y muge —esto lo noto por el hocico abierto y el cuello echado atrás—. La niña se paraliza y su cuerpo se pone rígido de miedo. Pero su terror es tan grande que no atina a huir; avanza; el miedo de la niña provoca una inversión de la corriente y aquél se vuelve coraje; con el hacha alzada avanza hacia el animal, que luego de alguna vacilación y con la indignación que provoca la incomprensión de un gesto amable, se vuelve hacia su oscuro escondite.

Por un instante, realmente alarmado, había yo hecho un ademán de defender a la niña, pero ahora el peligro había pasado, y dejé a un lado el catalejo, considerando las dificultades de lograr estar en paz.

—¡Pensad! ¡Ser arrastrado desde mi tranquila vivienda hasta estos dramas en la lejanía! ¡Y luego ser perseguido por las cavilaciones sobre la utilidad que tendrían aquellos manojos de pino!

* * *

Mis vecinos se han ido al campo y siento los pisos vacíos; siento que una tensión ha cesado. Esas coordinadas de fuerzas que en cada familia se hallan en forma de marido, esposa, niños y criados, esos compuestos de voluntad no están ya en las habitaciones; y el edificio, que siempre me pareció como una usina eléctrica de la que yo tomaba corriente, ha dejado de darme energía. Desfallezco, como si el contacto con la humanidad estuviese interrumpido; todos esos pequeños sonidos de los diferentes pisos me estimulaban, y los echo de menos; el mismo perro que me despertaba a las meditaciones nocturnas o me provocaba una sana ira ha dejado un vacío tras de sí. La cantante guarda silencio y ya no puedo escuchar más Beethoven. El teléfono en la pared no canta tampoco, y cuando salgo a las escaleras oigo mis propios pasos retumbar en los pisos vacíos. Es silencio de domingo durante toda la semana, y el sonido comienza en cambio a sonar en mis oídos. Mis propios pensamientos se perciben como palabras: me parece estar en relación telepática con todos los ausentes, amigos y enemigos; sostengo largas conversaciones con ellos, o vuelvo a viejos razonamientos que manteníamos juntos, en los cafés; rechazo sus frases, defiendo mi punto de vista, soy más tolerante de lo que lo soy en persona. Encuentro de este modo la vida más rica y más fácil; roe menos, gasta menos y no amarga.

A veces este estado se extiende hasta que me hallo en disputa con toda la nación; siento cómo es leído mi último libro que aún es un manuscrito: oigo como se me discute lejos y cerca, sé que tengo razón, y me asombra tan sólo que no lo reconozcan. Comunico un hecho recién descubierto y lo niegan, o cuestionan la fuente, consideran dudosa su autoridad, cuando no me refutan citando a la misma autoridad. Lo vivo siempre como lucha, ataque, enemistad. Los enemigos somos todos, y los amigos tan sólo los que luchan con nosotros. ¡Así ha de ser!

Sin embargo, esta vida interior, aunque sea muy vivaz, me hace a veces echar de menos la realidad, porque mis sentidos, que yacen sin utilidad, desean ser usados. Ante todo deseo oír y ver, de lo contrario los sentidos comenzarán a operar por sí mismos, por vieja costumbre.

De pronto, mi deseo fue colmado antes de que lo expresara. La pradera que hay frente a mi ventana comenzó a llenarse de tropas. Primero la infantería: son gentes con caños metálicos que contienen elementos gasógenos, que al ser encendidos arrojan trozos de plomo. Tienen la apariencia de líneas inclinadas hacia abajo. Después aparecen combinaciones de gentes en movimiento y cuadrúpedos: es la caballería. Cuando un jinete solitario llega a la carrera, el caballo hace el mismo movimiento que un barco sobre la ola y el hombre va al timón pero dirige con la escota en la mano izquierda. Si el escuadrón llega, por lo contrario, en columna cerrada, entonces es un gigantesco paralelepípedo que a la distancia funciona con el poder de cientos de caballos de fuerza.

La impresión más fuerte la hace la artillería, especialmente cuando se acerca; entonces la tierra tiembla de modo que la lámpara de mi techo vibra, y cuando disparan y descargan, mi oído desaparece por sí mismo. Antes de acostumbrarme, lo sentía como un atropello, pero después de algunos días de disparos, descubrí que éstos eran bastante saludables, porque me impedían sumirme en el silencio perpetuo. Y a debida distancia, los juegos de la guerra me parecen como espectáculos ofrecidos en mi nombre.

*

Las tardes se hacen más y más largas, pero sé por experiencia que no puedo salir, porque las calles y parques están poblados de gente triste que no ha podido viajar al campo. Cuando los más afortunados han dejado vacíos los lugares más hermosos de la ciudad, se arrastra la población pobre de los suburbios y ocupa los lugares libres. Esto da a la ciudad un aspecto de rebelión, invasión, y como la belleza siempre acompaña a la riqueza, el espectáculo no es bello.

Una tarde de domingo, sintiéndome a mí mismo a la altura de los desafortunados, me decidí a liberarme y hacer una caminata, para ver a la gente.

Hice señas a un coche cerca de Nybron y subí a él. El cochero parecía sobrio pero algo inusual en su rostro no me ofrecía mucha tranquilidad. Tomó Strandvägen y noté que un torrente de gente fluía hacia delante por el lado izquierdo, mientras yo veía todo el tiempo el agua a la derecha, por sobre islotes, fiordos y montes azulados.

De pronto, adelante del coche sucede algo que atrae la atención del conductor y la mía. Un gran perro callejero, de pelaje enmarañado, que parece un lobo gordo que intenta parecerse a una oveja, frente baja, ojos malignos y tan sucio que el color no puede ser determinado, sigue las ruedas delanteras e intenta varias veces saltar al pescante. En una oportunidad lo consigue, pero el cochero lo arroja de un puntapié.

—¿Qué fue eso? —pregunto asombrado de la habilidad del monstruo y de la extraña aventura.

El cochero respondió algo, y de lo que pude entender, no era su perro; cuando dejó caer la fusta, volvió el perro al ataque e intentó lanzarse a la cabina, siempre en marcha. Al mismo tiempo noto un movimiento en el torrente de gente y cuando me vuelvo, descubro una procesión de seres de aspecto humano que seguían la batalla entre cochero y perro, en franca simpatía con el perro. Cuando examiné a los seres, encontré una considerable cantidad de lisiados; muletas y bastones se mezclaban a piernas curvas y espaldas encorvadas; enanos de espaldas gigantescas y gigantes con armazón de enano; rostros que carecían de nariz y pies sin dedos, que terminaban en muñones. Era un grupo formado por todas las desgracias que durante el invierno se habían ocultado, y ahora surgían al sol para dirigirse al campo. He visto estos seres parecidos a los humanos presentados en las escenas ocultas de larvas de Ensor, y en el teatro, cuando el Orfeo de Gluck baja a los reinos subterráneos; cuando los vi, pensé que se trataba de fantasías o de exageraciones. No me asustaron, porque pude explicarme su presencia y actuación, pero fue de todas maneras conmovedor ver a los menos afortunados en esa parada, desfilando por la calle más hermosa de la ciudad. También sentí su justificado odio emitir veneno sobre mí, que iba en coche, mientras su perro daba expresión a sus sentimientos comunes. ¡Yo era amigo de ellos, pero ellos eran mis enemigos! ¡Cosa extraña!

Cuando entramos a Djurgården, esta corriente se encontró con una corriente contraria; pero ambas corrían a través y juntas la una a la otra, sin verse mutuamente, sin examinar el aspecto ni los rostros, porque sabían bien que todos tenían la misma apariencia; pero a mí me veían. Cuando tuve que pasar junto a dos filas de personas, me vi obligado a mirar hacia alguna parte y me sentí abatido, abandonado, y me vino el deseo de ver un rostro conocido; me pareció que podría ser tranquilizador encontrar una mirada de reconocimiento o de amistad en un ojo, pero nada encontré.

Cuando pasamos Hasselbacken[3], dejé que un pensamiento subiese la escalera y echase una mirada al jardín, donde estaba seguro de encontrar a uno de los míos.

Y ahora nos acercábamos a Slätten; entonces me llegó la certeza de que precisamente aquí iba a encontrarme con esa persona, ¡justo aquí! El porqué, no lo podría decir, pero esto debe tener relación con una oscura tragedia de mi juventud, la cual desoló a una familia y extendió sus efectos en el destino del hijo. Cómo relaciono yo esto con la pradera de Djurgården, no lo puedo decir con exactitud, pero debe haber sucedido a través de la mediación de un organillero que pregonó el suceso mostrando la imagen en un caballete: un asesinato bajo circunstancias terribles, en las que el asesinado era inocente pero sobre él cayó la sombra, para no decir la culpa.

¿Qué pasó? Bien; el hombre en cuestión, es decir el hijo, hoy con el cabello gris, soltero, muy respetado, llega caminando con su madre anciana del brazo. Treinta y cinco años de sufrimiento no merecido habría dado a los rostros esa palidez especial que es la de la muerte. Pero ¿cómo vinieron a dar estas dos personas, ricas y respetadas, a este ambiente? Tal vez fueron presas de la atracción que acerca a la gente similar, tal vez encuentran consuelo viendo a otros que han sufrido inmerecidamente, tanto o más que ellos.

Que yo me esperase encontrarlos aquí, tiene sus motivaciones secretas, guardadas en las profundidades del alma, y por eso tan intensas y comprometedoras.

En la pradera se veían otras formas de la desgracia. Llegaban niños en bicicleta, niños de ocho, diez años, con rostros malignos, niñitas con rasgos de prometida belleza destruida por el mal. En cualquier parte que se encontrase un rostro bello, se veía un signo erróneo, una dimensión falsa, una nariz demasiado grande, una encía a la vista, unos ojos saltones que invadían la frente.

Más adelante las multitudes raleaban y los grupos pequeños se ubicaban sobre la hierba. Entonces descubrí que se sentaban de a tres: dos hombres y una mujer: el primer acto de una pieza caballeresca que termina en tragedia de puñales.

Aquí empezó el cochero a hablarme y a componer historias. No me molestó su familiaridad, porque era para él normal, pero me molestó que me perturbara en mis pensamientos; y cuando él, con sus informaciones sobre ciertas damas que pasaban en un coche en ese momento, llevó mis pensamientos hacia donde yo no quería dirigirlos, lo sentí como un suplicio y le pedí que me llevara a casa.

Más triste que ofendido por la orden, se dio la vuelta en un cruce, y en el mismo instante, se colocó frente a nosotros un coche que contenía a dos damas ebrias de un aspecto de lo más aventurero. El cochero hizo un intento de pasar, pero no lo logró a causa del tráfico. De este modo, tuve que viajar tras este cortejo; cuando se detenían por el tumulto, tenía que detenerme, por lo que parecía que las iba siguiendo, cosa que deleitaba en grande a las damas y también a los transeúntes.

De este modo continuó el galope hacia la ciudad, hasta que al fin me detuve ante mi portal, como liberado de una pesadilla.

—¡Mejor la soledad!, me dije, y fue la última vez que salí por la tarde ese verano. Solo, en mi propia compañía, que ésta se debe cultivar para no caer en las malas.

* * *

Me mantengo en casa y me siento en calma; me imagino libre de las tormentas de la vida; desearía ser un poco mayor para no sentir las tentaciones, pero creo que lo peor ya pasó.

Una mañana, la criada se acerca a la mesa del desayuno y me cuenta: El hijo del señor estuvo aquí, pero le dije que el señor no se había levantado aún.

—¿Mi hijo?

—Eso dijo.

—¡Imposible! ¿Qué aspecto tenía?

—Alto, y… dijo que se llamaba X y ¡que volvería!

—¿Qué edad parecía tener?

—Era un joven de unos diecisiete o dieciocho años.

Quedé mudo de terror, y la muchacha se fue. ¡De modo que la cosa no había terminado! El pasado subía desde el sepulcro, que estaba tan bien tapiado y sobre el cual ya había crecido hierba nueva. Mi hijo, que viajó a los Estados Unidos en compañía de su madre, cuando tenía nueve años; ¡y que yo creía haciendo su vida, en buena colocación! ¿Qué había pasado? Naturalmente, un accidente, o varios.

¿Cómo habría de ser el reencuentro? Ese terrible instante del reconocimiento, cuando uno busca en vano los bien conocidos rasgos del rostro del niño, esos rasgos que uno ha cultivado desde la cuna hasta que aparecen los otros, más humanos. Uno se ocupa en acentuar solamente la parte bella del niño, y de esta manera toma reflejos de lo mejor de sí mismo en esa frente infantil, que se ama por ser una edición mejorada de uno mismo. Ahora iba a encontrarlo otra vez, ya deformado, porque un jovenzuelo en crecimiento es feo por las desproporciones en los rasgos, con esa terrible mezcla de la superioridad humana del niño y la vida animal en crecimiento del joven, con sugerencias y pasiones y combates, miedo a lo desconocido, arrepentimiento de lo que ya se ha probado; y ese incontrolable y constante reírse de todo; odio hacia todo lo que domina y oprime, odio hacia los mayores por lo tanto, hacia los más afortunados; desconfianza hacia toda la vida que hace muy poco ha transformado a un niño indefenso en una persona voraz. Esto lo sabía por experiencia, y recordé lo odioso era yo de jovenzuelo, cuando todos los pensamientos, a pesar de mí mismo, giraban en tomo a la comida, la bebida y los goces salvajes. No tenía por qué presenciar esto de nuevo, porque lo conocía de antes y era no me sentía culpable frente a lo que existía en el orden de las cosas naturales. Y, siendo más inteligente que mis padres, no había exigido nada de mi hijo; lo había educado para ser una persona libre y lo había informado desde el principio de sus derechos así como sus deberes para consigo mismo y sus semejantes. Pero yo sabía que él vendría con derechos ampliados hasta el infinito, al tiempo que sus derechos hacia mí habían caducado; en ese entonces tenía quince años. Y él se reiría si yo le hablase de sus obligaciones, esto lo sabía también… por experiencia propia.

Si tan sólo se hubiese tratado de una ayuda económica, hubiese pasado, pero él exigiría cosas de mi persona, aunque despreciase mi compañía. Exigiría la casa que no poseo; mis amigos, que yo echaba de menos, las relaciones que él creía que yo tenía, y usaría mi nombre para conseguir créditos.

Yo sabía que me consideraría aburrido; que él vendría de una tierra extraña con otra visión del mundo, otra manera de relacionarse; que me trataría como un atrasado ignorante que nada entendía, porque yo no era ingeniero y electricista.

Y ¿cómo se habría desarrollado su carácter durante estos años? La experiencia me ha enseñado que un hombre se mantiene incambiado desde su nacimiento. Todas las personas que he visto marchar por la vida han sido por regla iguales desde la infancia hasta los cincuenta años, con muy pequeños cambios. Muchos habían por cierto reprimido una parte de sus cualidades más llamativas, las que no eran útiles para la vida en común; algunos las habían ocultado bajo una capa de liviana cera, pero en el fondo eran los mismos.

En algunas excepciones, ciertas cualidades o rasgos de carácter habían crecido, en algunos crecían en virtudes, en otros disminuían en vicios. Recuerdo en especial uno, cuya firmeza creció desde la perseverancia, cuyo sentido de las palabras se hizo pedantería, su prevención se hizo avaricia, su amor por los humanos se volvió odio hacia los no humanos. También recuerdo otro, cuya mojigatería se quedó en devoción, cuyo odio se hizo prevención, cuya terquedad se hizo firmeza. --------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------

Después de haber reflexionado salí a mi paseo matinal, no para alejar lo desagradable, sino para enfrentar lo ineludible. Repasé todas las situaciones posibles del encuentro. Pero, cuando llegué a las preguntas sobre lo sucedido desde la despedida hasta hoy, me atrapó la angustia y pensé en huir de la ciudad, del país. Sin embargo, la experiencia me había enseñado que la espalda es la parte más frágil, y que el pecho está protegido por escudos de hueso destinados a la defensa; por eso decidí quedarme y recibir el impacto.

Fortalecidos mis sentimientos, con la semiseca consideración de un práctico ciudadano del mundo, establecí el programa. Lo ubicaría en una pensión, luego de proveerlo de vestido; le preguntaría qué deseaba ser; de inmediato le conseguiría empleo y lo pondría a la tarea, pero sobre todo lo trataría como un gentleman, al que se mantiene a distancia eliminando la confianza. Y para cuidarme de sus intentos de acercamiento, no fingiría nada sobre el pasado, no le daría consejos, lo dejaría en entera libertad, pues, con seguridad, él no desearía seguir ningún consejo.

¡Decidido, pues! ¡Y resuelto!

Tranquilo y decidido volví a casa, pero con total conciencia de que un cambio se había introducido en mi vida, un cambio tan violento que los caminos, el paisaje y la ciudad habían adquirido otro aspecto.

Cuando llegué a la mitad del puente y miré avenida arriba, mis miradas se encontraron con la imagen de un jovenzuelo —¡nunca olvidaré ese momento!—. Era alto y delgado; caminaba con esos pasos indecisos del que espera y busca. Vi que cuando examinó mi aspecto y me reconoció, al principio lo atacó un temblor, y pronto se dominó, se estiró y cruzó la avenida en dirección recta hacia mí. Yo me puse a la expectativa, me oí usar un tono alegre al saludarlo con un «¡Buenos días, hijo mío!».

Cuando estuvimos a corta distancia noté esa disminución, esa falta de clase que me había temido más que nada. El sombrero no era de él; se notaba hecho a la cabeza de otro; los pantalones caían de mala manera y las rodillas estaban marcadas más abajo de lo debido; su aspecto era abandonado… decadencia exterior e interior; la estampa: la de un camarero desocupado. Ahora pude divisar el rostro, que era delgado en un sentido desagradable; ahora vi los ojos, esos grandes y azules, con el blanco alrededor. ¡Era él!

Este decadente y precoz jovenzuelo fue una vez un niño angelical, que podía sonreír de manera que yo me salteaba toda la teoría del mono y el origen de las especies; por entonces se vestía como un príncipe y jugaba con una pequeña princesa, allá en Alemania…

Todo el atroz cinismo de la vida se presentó ante mí, pero sin un ápice de remordimiento, ¡porque yo no lo había abandonado!

¡Ahora nos separaban tan sólo algunos pasos! Surge una duda: ¡No es él! Y en el mismo segundo me he decidido a pasar de largo, dejándole a él la posibilidad de hacer un signo de reconocimiento.

¡Uno, dos, tres! ----------------------------------------------

¡Pasó de largo!

¿Era él, o no era?, me pregunté mientras me dirigía a casa, ¡seguro de que él aceptaría todas mis condiciones!

Al llegar a casa llamé a la criada para preguntarle más detalles, pero ahora para saber si era ese, junto al cual acababa de pasar; pero no fue posible enterarme, sino que tuve que quedarme esperando la hora de la cena. Por momentos deseé que apareciera de pronto para terminar con la espera; por momentos, la situación me pareció tan agotada, que creí que ya todo había pasado.

Pasó la tarde; pasó la cena; y ahora adquirí un nuevo punto de vista de la cosa, que la empeoró. Él había creído que no deseaba encontrarlo, y, atemorizado, se había apartado; andaba en una ciudad engañosa, en país extraño, y se encontraba con malas compañías; tal vez desesperado. ¿Adónde iba a buscarlo ahora? ¡En la policía!

De este modo me torturaba, sin saber por qué no había tenido oportunidad de decidir sobre su destino. Y yo sentía que un poder maligno me había puesto en esta falsa posición para echarme la culpa.

Al fin llegó la noche. Llegó la criada con una tarjeta —en la que estaba inscrito el nombre, ¡mi sobrino!—.

Cuando volví a quedarme solo, experimenté un cierto alivio de que el mencionado peligro se hubiese disuelto en suposiciones, que habían tenido el mismo efecto de algo vivido. Pero esas fantasías se habían metido en mí con una necesidad imperiosa, y alguna razón original debían tener. Tal vez, me dije, el hijo en el país extraño fue presa de percepciones similares; tal vez estaba necesitado, me echaba de menos, «me vio» en una calle, como yo «lo vi» a él, fue turbado por la misma incertidumbre…

De allí en adelante corté todas las reflexiones y dejé que el hecho y las acciones entre otras vivencias: pero no los consideré como engaños, sino como caros recuerdos.

La noche fue melancólica pero calma. No trabajé, sino que recorrí una y otra vez con la mirada las agujas del reloj. Se hicieron al fin las nueve; esperé con terror la hora que quedaba. Me pareció tan larga como la eternidad, y no encontraba la manera de acortarla. Yo no había elegido la soledad; me había sido impuesta, y ahora la odiaba como una condena; deseaba una salida, quería escuchar música compuesta por los grandes, por el más grande, que sufrió toda su vida… extrañaba especialmente Beethoven, y comencé a despertar en mi oído el último movimiento de la Sonata Claro de luna, que para mí se había vuelto el más alto de los suspiros humanos por la libertad, ¡y que ningún poema en palabras podía alcanzar!

El anochecer había caído; la ventana estaba abierta; las flores solitarias en la mesa de la sala me recordaban que era verano; estaban allí, bajo el resplandor de la luz, inmóviles, aromáticas.

Entonces oí, clara, nítidamente, como si sucediese en la habitación contigua, el grandioso allegro —de la Sonata Claro de luna— desplegándose como un fresco gigante; veía y oía al mismo tiempo; pero tan inseguro como si fuese una ilusión, fui atrapado por ese terror que se presenta frente a lo inexplicable. La música llegaba desde las desconocidas benefactoras de la casa de al lado, ¡pero si ellas estaban en el campo! ¡Tal vez habían venido a la ciudad por alguna razón! Daba lo mismo: tocaban para mí: y yo recibí el hecho con gratitud, sintiendo la compañía en la soledad, y estando en relación con seres afines.

Debo confesar ahora que el mismo allegro fue tocado tres veces durante esta larga hora; de este modo es la cosa aún más inexplicable, pero me dio por esto un placer mayor; y que no fuese tocada ninguna otra pieza, lo entendí como un favor especial.

Al final sonaron las diez, y el buen sueño misericordioso puso fin a un día que recordaré por mucho tiempo.

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