Solo

Solo


VI

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VI

El verano se ha deslizado hasta el primero de agosto; los faroles se encienden y yo los saludo. Es otoño, de modo que se ha avanzado, y eso es lo fundamental; algo se ha dejado a las espaldas, y algo hay frente a nosotros. La ciudad cambia de aspecto; se puede ver algún rostro conocido, y eso tranquiliza, da apoyo y seguridad. Puedo hablar, además, alguna palabra, y eso es nuevo para mí, tan nuevo que mi voz, por falta de práctica, ha bajado en registro y ha adquirido un timbre velado, que me parece a mí mismo el de un extraño.

Los disparos en la pradera han cesado; los vecinos llegados del campo vuelven a instalarse; el perro ladra otra vez, día y noche, y las soarés de la familia recomienzan, y la diversión consiste en que un hueso es arrojado desde la sala mientras el perro, dando un agudo ladrido, corre hacia el hueso y gruñe cuando la familia quiere quitárselo.

El teléfono trabaja y las sesiones de piano se repiten. Todo parece igual, todo vuelve, salvo el Mayor, cuyo anuncio fúnebre leí hoy en la mañana. Lo echo de menos, como parte de mi círculo, pero creo que tiene bien merecido su destino, porque se aburría luego de haberse ganado su tiempo de capitulación.

El otoño se apura y la vida aumenta su velocidad con un aire más fresco, que es más liviano de respirar. Otra vez salgo en las noches y me enfundo en la oscuridad que me hace invisible. Esto acorta la velada y hace el sueño nocturno más pesado y largo.

La costumbre de transformar lo vivido en obra literaria abre la válvula de seguridad a la sobreabundancia de impresiones y sustituye la necesidad de hablar. Las vivencias adquieren en la soledad un matiz de premeditación, y mucho de lo que sucede parece puesto en escena expresamente para mí. De este modo, una tarde fui testigo de un incendio en la ciudad, y al mismo tiempo escuché el aullido de los lobos de Skansen[4]. Esos dos extremos de diferentes hilos se anudaron en mi imaginación, se pusieron en relación e hilaron la propia urdimbre de un poema.

Aúllan los lobos

Aúllan los lobos en Skansen,

Mugen los hielos del mar,

Troncos golpean la cuesta

Pesados de primera nieve.

Aúllan los lobos al frío,

Los perros urbanos responden,

Bajo el sol de atardecer,

La noche comienza en el día.

En lo oscuro los lobos aúllan,

Las luces de la calle lanzan

Su luz a la Aurora Boreal

Sobre las casas dispersas.

En el hoyo aúllan los lobos,

Ahora con gran entusiasmo,

Añoran el monte y el bosque,

Y ver la Aurora Boreal.

Aúllan los lobos del monte,

Afónicos de odio aúllan,

Los hombres los han hecho libres

De tener celibato y prisión.

* * *

Calmo el viento, reina la quietud, los relojes urbanos dieron las doce;

Silenciosos trineos se deslizan en el hielo como por piso encerado

La última hora del tranvía ha sonado, ni un perro en la calle se oye,

Duerme la ciudad, se apagan los faroles, ni una rama se mueve en los árboles;

El negro cielo de la noche se hunde profundamente, interminable

En lo alto se mece la espada de Orion, La Vía Láctea se asoma al abismo.

Los fuegos de la cocina se apagaron, sube en la lejanía un humo solitario;

Del obelisco de una chimenea sube un humo como desde una cocina colosal

El panadero, en la noche, nos amasa el pan de cada día—

Sube el humo, azul y blanco, vertical; pero —justo ahora— se tiñe de rojo.

¡Es fuego! ¡Es fuego! ¡Es fuego!

Y una roja bola de fuego sube como una luna llena;

Y la roja bola de fuego se pone blanca y amarilla y florece como un girasol del cáliz.

¿Es el sol que sube de las masas de casas entre nubes negras como carbón?

Allí donde el techo es un peine en una ola que es negra cual tumba.

Ahora está el cielo en llamas, cada torre y cúpula de la ciudad,

¡Cada mástil y cetro, cada callejón, cada recodo tienen luz de día!

Cada cable e hilo de cobre se hace rojo como las cuerdas graves del arpa,

En las fachadas se ve cada ventana ardiendo, y las chimeneas nevadas alumbran

como fuegos de alerta.

¡No es el sol ni es la luna! ¡Ni fuego artificial! ¡Es fuego! ¡Es fuego! ¡Es fuego!

Pero en la montaña que recién yacía en la oscuridad de la noche, hay luz, hay vida.

De las fauces del lobo sube un aullido como si fuesen acuchillados,

Del odio, de la venganza: es ansia de incendio, es placer de asesino—

Y una risa resuena de la cueva del zorro llega, hay alegría, hay angustia, hay complacencia.

Y en la jaula del oso, hay danza de talones como aullido de cerdos carneados

Pero en la fosa del lince hay silencio y se ve sólo la mueca de dientes que relucen.

* * *

¡Y gritan las focas su queja! ¡Queja sobre la ciudad!

Gritos como de ahogados en el mar.

Y todos los perros aúllan a coro;

¡Gruñidos, quejidos, ladridos,

Tirar de cadenas, cadenas,

Cantar, llorar, sollozar!

¡Como almas desgraciadas!

¡Tienen compasión, sólo ellos, los perros,

Con sus amigos hombres

Cuánta simpatía!

Se despiertan los alces, príncipes de los bosques del Norte

Se juntan y ordenan sus largas patas,

Estiran un trote en corta voltereta

Dentro de la pared del pesebre

Como gorriones contra una ventana;

Braman sin comprender,

Preguntándose si es otra vez el día.-

Nuevo día, como todos los otros,

Tan fatalmente largo,

Sin otra visible meta

Que ser seguido por una noche.-

Se reaviva el mundo de los pájaros:

Las águilas chillan y aletean,

Arriesgan alas nuevas

Prueban un inútil vuelo alto,

Golpean sus cabezas contra las jaulas,

Muerden las rejas, arañan, trepan,

Hasta que caen a tierra,

Y quedan yaciendo tullidas,

Con las alas colgantes, como arrodilladas—

Reclinadas, rogando

Un tiro de gracia

Que las vuelva al aire

Y a la libertad.

Los halcones silban apurados

Como emplumadas flechas —de aquí para allá;

El halieto se queja

como niño enfermo—

Los dóciles gansos salvajes despertaron

Y caminan con cuellos estirados

Un acorde de cuernos de pastor.—

Mudos nadan los cisnes

Atrapan entre hielos

Las brillantes llamas

Que se apuran como peces dorados

En la superficie del estanque;

Se detienen y meten las cabezas

En el agua negra—

Los blancos cisnes—

Se adhieren al fondo

Para evitar ver

Cómo el cielo se quema.

* * *

Otra vez oscurece, la sirena de incendios

Ha otorgado silencio sobre ciudad y campo;

sobre el contorno de la ciudad una nube de humo

se estira como imagen de negra, enorme mano.

Mi compañía se limita en el momento a lo impersonal de los libros. Balzac, cuyos cincuenta volúmenes han sido mi lectura durante los últimos nueve años, se ha vuelto para mí un amigo personal, de la que nunca me he cansado. Él no ha hecho, por cierto, algo que se llama obra de arte, en especial ahora que se confunde arte con literatura. Todo en él está desprovisto de arte: uno no ve nunca la composición y nunca he percibido su estilo. No juega con las palabras, nunca representa nada con imágenes innecesarias, que por otro lado pertenecen a la poesía, pero tiene por otra parte un sentimiento tan nítido de la forma, que el contenido siempre adquiere la expresión clara que continuamente se llena con la palabra. Desdeña toda imitación, y parece en directa continuación un narrador en un grupo, el que a veces relata un hecho, a veces introduce a los personajes hablando, a veces comenta y explica. Y todo es para él historia, su historia contemporánea; cada pequeño personaje se muestra a la luz de su época, y por lo tanto la historia de su origen y su desarrollo bajo una y otra forma de gobierno, lo que ensancha el radio de visión y coloca un fondo tras cada figura. Cuando pienso en toda la incomprensión que han escrito sobre Balzac sus contemporáneos, me asombro. Este hombre creyente, confiado, tolerante, en los libros escolares de mi tiempo era llamado un impiadoso fisiólogo, materialista y cosas por el estilo. Pero aún más paradójico es que el fisiólogo Zola saludó en Balzac a su gran profesor y maestro. ¿Quién puede entenderlo? La misma relación existe con mi otro amigo literario, Goethe, que en los últimos tiempos ha sido usado para todos los fines posibles, más que nada para la ridícula exhumación del paganismo. Es claro que Goethe tiene muchos estadios en el camino de la vida: a través de Rousseau, Kant, Schelling y Spinoza, llega hasta un punto de apoyo propio que podría llamarse filosofía de la ilustración. El resolvió todas las cuestiones; todo es tan simple y claro que un niño puede entenderlo. Pero entonces, llega un momento en el que las explicaciones panteístas sobre lo inexplicable no alcanzan. Al septuagenario todo le parece misterioso y extrañamente inexplicable. Es entonces cuando la mística se revela y recurre al mismo Swedenborg. Pero esto no lo ayuda; en la Segunda Parte del Fausto se inclina frente al poder, se reconcilia con la vida, se hace filántropo (y cultivador de musgo), socialista a medias, y recibe la apoteosis de todos los aparatos de la Iglesia Católica y del Juicio Final.

El Fausto de la Primera Parte, que en lucha contra Dios se presenta como un Saulo vencedor, en la Segunda Parte se vuelve un derrotado Pablo. ¡Ese es mi Goethe! Pero, aunque uno y otro tienen lo suyo, no puedo entender dónde pueden encontrar el paganismo, si no es en algunos traviesos cabos de verso en los que flagela a los sacerdotes; o si es en el Prometeo, donde el emplumado hijo del dios puede representar al crucificado, burlando la condenada tiranía de Zeus.

No: es toda la vida y la allí enraizada literatura de Goethe lo que me convence. Fue un amigo y poeta mayor quien le dio la llave de su escritura: «Tu esfuerzo, tu recta literatura consiste en dar una imagen poética de la realidad; los otros intentaron hacer real lo llamado poético, lo imaginativo, pero de ese modo solamente se pueden crear tonterías».

Así relata Goethe en una parte de Aus meinem heben; en otra dice él mismo: «Y entonces me inicié en esta dirección, de la que nunca pude apartarme, es decir en transformar en poema o imagen todo lo que me alegraba o dolía o simplemente me ocupaba, y de allí tratar conmigo mismo, para confirmar mis conceptos de la realidad y conseguir orden y calma en mi interior. Nadie mejor que yo para poseer este don, ya que por naturaleza me arrojaba de una superficialidad a otra. Todo lo que he publicado son de esta manera los fragmentos de una única y gran Confesión, cuya culminación es este libro (Aus meinem Leben)».

El deleite de leer Goethe consiste para mí en la mano liviana con la que todo lo toca. Es como si no pudiese entender la vida con seriedad, ya sea por faltarle una realidad fija, o como si no mereciese nuestra aflicción y nuestras lágrimas. Además, su coraje a medida que se acerca a los poderes divinos, con los que se siente emparentado; su desprecio por las formas y las convenciones; su falta de ideas hechas; su constante crecer y rejuvenecer, a través de los cuales es siempre el más joven, siempre en la punta, adelantándose a su tiempo.

Siempre se ha considerado a Goethe como el contrario de Schiller y de esos dos se ha creado un «sí o no», como se hizo con Rousseau y Voltaire. No puedo hallar esta alternativa, sino que doy lugar a ambos, porque se completan mutuamente; no puedo designar con palabras la diferencia que hay entre ellos, ni siquiera de forma, porque Schiller tiene más sentido de la forma, especialmente en el drama, y levanta las alas tan alto como Goethe. El desarrollo de los dos es una colaboración, y los dos tuvieron influencia mutua. Por eso, el pedestal de Weimar tiene lugar para los dos, y cuando se dan la mano, no encuentro ninguna razón para separarlos.

*

Es otra vez invierno; el cielo está gris y la luz llega desde abajo, de la nieve blanca sobre el suelo. La soledad va a tono con la muerte fingida de la naturaleza, pero a veces se hace demasiado pesada. Echo de menos a la gente, pero en la soledad me he puesto tan frágil como si mi alma no tuviese piel, y me he vuelto tan caprichoso en dirigir mis pensamientos y sentimientos que apenas puedo soportar el contacto con otra persona; sí, cada extraño que se me aproxima parece que me ahoga con su atmósfera espiritual, invadiendo la mía.

No obstante, en un momento de la noche llega la criada con una tarjeta de presentación, justo cuando yo echaba de menos la compañía, y estaba dispuesto a encontrarme con cualquiera, aun con el más antipático. Me alegré cuando vi la tarjeta, pero cuando la leí, me puse sombrío, porque era un nombre desconocido. Da lo mismo, me dije, ¡de todos modos es una persona! —¡Hágalo pasar!

Luego de un momento entró un joven, muy pálido, muy indeciso, de manera que no pude notar a qué clase social pertenecía, tan delgado que su vestido no acompañaba el contorno del cuerpo. Pero era decidido y consciente de sí mismo; se mantuvo a la defensiva, a la espera.

Luego de decirme algunas cortesías que me dejaron indiferente, fue derecho al grano y me pidió ayuda. Contesté que difícilmente ayudaría a un total desconocido, al tiempo que ya me había equivocado ayudando a los que no debía. En este momento descubrí una cicatriz en su frente, sobre el ojo izquierdo, y que ahora se veía de color sangre. Al instante, el hombre me pareció temible; pero al momento siguiente fui atrapado por la compasión por su profunda desesperación, y viéndome a mí mismo en una situación similar, enfrentado a la noche de invierno, cambié mi decisión. Para no alargar su sufrimiento, le entregué una suma de dinero y le pedí que tomase asiento.

Cuando guardó el dinero, parecía más asombrado que agradecido, y parecía querer retirarse, ahora que su gestión estaba terminada. Para empezar, le pregunté de dónde venía. Entonces me miró con asombro y tartamudeó: «Creí que conocía mi nombre». Esto lo dijo con cierto orgullo, que me ofendió, pero cuando reconocí mi ignorancia, tomó la palabra con calma y dignidad.

—Vengo —dijo— de la prisión.

—¿La prisión? (Ahora se había vuelto interesante, porque yo estaba escribiendo una historia de criminales).

—Sí; me quedé con veinte coronas que no eran mías. El director del periódico me perdonó, y todo fue olvidado. Más tarde escribí en otro periódico —soy por cierto periodista— artículos contra la Iglesia Libre; el caso fue reabierto, y entonces fui a prisión.

El asunto era espinoso; me sentí como desafiado a expresarme, y como no lo deseaba, me dispuse al asalto y perdí la línea.

—Veamos, ¿es posible que en «nuestra ilustrada época» se impida a un hombre encontrar trabajo, porque haya sido condenado…?

La última palabra fue cortada por el gesto de desagrado que hizo el hombre.

Para mejorar la cosa, le sugerí que escribiese para un periódico muy popular, del cual sabía que el director estaba por encima del terrible prejuicio de que un condenado no puede reconciliarse con la sociedad.

Cuando oyó el nombre del periódico resopló con desprecio, y replicó:

—Yo estoy en contra de ese periódico.

Esto me pareció muy contradictorio, ya que creía que en su situación actual debía buscar el único apoyo que pudiese encontrar para reivindicarse. Pero como la situación era confusa y yo no desperdicio tiempo en investigaciones, tomé otro camino, por el muy humano deseo de recibir un favor a cambio del mío. Pero ahora hice mi pregunta en un liviano tono de camaradería.

—Hombre, dígame, ¿es tan duro estar en prisión? ¿En qué consiste el castigo mismo?

Pareció que el tema lo tocaba de cerca y lo lastimaba.

Para ayudarlo, no esperé la respuesta, sino que completé:

—¿Es por cierto la soledad? (Aquí me traicioné, pero esto hace uno muy a menudo cuando tiene necesidad de hablar).

Él tomó con cuidado la pelota que le arrojé y la devolvió.

—Sí; no estoy acostumbrado a la soledad y siempre la he considerado como un castigo para los malvados. (¡Atención! Esto me lo merecía por extender la mano, ¡y lo sentí como el perro que muerde al que lo acaricia! Pero él no sabía, con seguridad, que me había mordido).

Aquí hubo una pausa, y entonces supe que se había herido a sí mismo y por esto se había vuelto malvado, porque no era en mí que había pensado cuando habló de la condena de la soledad.

Habíamos encallado y había que reflotar. Como mi posición era en realidad la del envidiado, me decidí por recuperarlo, descender a él para que se separase de mí con el sentimiento de que había recibido de mí algo más que dinero. Pero yo no lo entendía; sospeché que se consideraba inocente y mártir, víctima de una mala acción del director del periódico.

Sí, parecía haberse perdonado a sí mismo y haber quedado a mano desde el primer acuerdo, mientras el crimen había sido cometido por el otro cuando inició el proceso; el joven debe haber sentido en el aire que no era merecedor de mi aprobación; y nuestro trato parecía impregnado de un gran malentendido. El había pensado en mi persona de modo equivocado; tal vez había también notado que había empezado mal y que ya era tarde para repararlo.

De modo que abrí un nuevo camino y hablé con lo que pensé que era la voz de la sabiduría y del hombre ilustrado, sin mostrar que había notado su desánimo y su miedo a la gente.

—No va usted a dejarse derrotar por esta… (¡eludí la palabra!). En estos tiempos se ha avanzado tanto, que se considera que un… crimen ya purgado (aquí hizo una mueca de desagrado) se considera cumplido y borrado. No hace mucho estuve reunido con mis amigos en el hotel Rydberg, junto a un ex-camarada que cumplió dos años en Långholmen[5]. (A propósito, evité suavizar estas palabras). El había sido hallado culpable de falsificaciones.

Aquí hice una pausa para observar la claridad que aparecería en su mente y se expresaría en su rostro; pero vi que solamente se mostraba ofendido y furioso porque yo había osado compararlo a él, al inocente y perjudicado, con un visitante de Långholmen. Pero cierta curiosidad apareció en sus ojos, y cuando con un brusco silencio lo obligué a hablar, me preguntó cortante:

—¿Cómo se llamaba?

—Sería incorrecto decir su nombre, si es que usted no lo adivina. No obstante, él ha escrito y publicado sus pensamientos sobre la prisión, sin intentar defender su acción indefendible, y por eso ha recuperado su puesto y sus amigos.

Esto tiene que haberle llegado como una estocada, aunque fuese en realidad una palmada en el hombro, porque el hombre se levantó; y yo también, ya que nada quedaba por agregar. Tuvo una despedida de gentleman; mas cuando lo vi de espaldas, con sus hombros desgarbados y arrastrando las piernas, casi llegué a temerle, porque pertenecía a esa especie de personas que parecen haber sido procreadas por dos seres dispares.

Cuando se fue, pensé: Tal vez era todo mentira.

Y cuando miré su tarjeta, donde estaba escrita su dirección, tuve la certeza de que había visto ya esa caligrafía en una carta sin nombre. Abrí el cajón donde guardo las cartas y empecé a buscar. Esto es algo que uno no debería hacer nunca, ya que, buscando su carta, vi el desfile de todas las otras cartas recibidas; y recibí tantos alfilerazos como los remitentes de las cartas.

Habiendo buscado tres veces, y estando seguro de que su caligrafía estaba allí, me detuve a causa de un fuerte impulso: «¡No investigues su destino! Mas no dudes en darle ayuda. El porqué, ¡ya lo sabes!»

Mi habitación ya no era la misma: con el desconocido había llegado a ella algo turbador y sentí ganas de salir. Había en ese espíritu un elemento pesado, y por esto tenía que cambiar de sitio la silla en la que se había sentado, para no estar viéndolo sentado allí aún después de su partida.

Y entonces salí, luego de abrir la ventana, no para expulsar ningún olor material, sino para ventilar una impresión.

*

Hay viejas calles que no tienen encanto, y calles que lo tienen, a pesar de ser nuevas. La parte más joven de Riddargatan está llena de romanticismo, para no decir de mística. No se ve una persona en ella; ninguna tienda se abre en sus muros; es distinguida, hermética, desierta, aunque los grandes edificios contengan tantos destinos humanos. Los nombres de las transversales, tomados de los jefes de la Guerra de los Treinta Años aumentan la intensa impresión histórica en la que la prehistoria se mezcla plácidamente con el presente. Cuando uno toma la curva por la esquina de Banérgatan, ve hacia el Este una cuesta junto a Grev Magnigagatan que tuerce hacia la derecha y da a la perspectiva una terminación misteriosa, con una sombra dentro de la cual se puede imaginar todo lo posible.

Si uno viene desde el Oeste, por la vieja Riddargatan, y ve hacia abajo, hacia Grev Magnigagatan, la curva es muy aguda, y las casas tienen forma de castillo en tonos sombríos con portales y torres colgantes sobre destinos más grandiosos; allí viven magnates y funcionarios estatales que influyen en gobiernos y dinastías. Subiendo por Grev Magnigagatan hay un viejo edificio que ha permanecido desde el comienzo del siglo pasado. Por este edificio paso de buena gana, porque allí viví yo en mi tormentosa juventud. Allí se tramaron planes sobre campañas que más tarde se cumplieron con éxito: allí escribí mi primer poema valioso. Los recuerdos no son nítidos, pero la necesidad, las humillaciones, el descuido y los conflictos dejaron su mancha sobre todo eso.

Esta noche tuve nostalgia de ver este edificio, sin saber por qué. Y cuando volví a verlo, estaba igual, en el mismo lugar: pero ahora renovado y con los marcos de las ventanas recién pintados. Reconocí la estrecha y larga entrada del portal, como un túnel, con sus dos alcantarillas; el portal mismo con su manija de hierro que soporta una de las hojas, el llamador, los pequeños letreros del planchado, lavado a mano, cosido de zapatos…

Cuando estuve allí con mis pensamientos, llegó con pasos rápidos un caballero detrás de mí: apoyó su mano en mi nuca, como sólo un viejo conocido puede hacerlo y dijo: «¿Te contemplas a ti mismo?»

Era un joven compositor, con el cual yo había hecho un trabajo, y por esto lo conocía muy bien.

Sin más, lo seguí hasta el edificio, subimos las escaleras de madera, y nos detuvimos en el segundo piso, frente a mi puerta.

Cuando entramos y él encendió la luz, me hundí en el tiempo treinta años atrás, y volví a ver realmente mi domicilio de soltero, con el mismo empapelado, pero con nuevos muebles.

Y cuando nos sentamos, me pareció que él estaba de visita en mi casa y no lo contrario. Allí había también un piano, y por esto comencé enseguida a hablar de música. El hombre estaba, como la mayoría de los musía, tan totalmente encerrado en su música que apenas podía o quería hablar de otra cosa. Estaba tan imbuido en su época que no sabía nada de ella: mencionaba yo las palabras parlamento, consejero de estado, guerra de los boers, huelgas o derecho de voto, él callaba, pero sin parecer molesto por su ignorancia o herido por los temas, porque para él no existían. Y aun cuando hablaba de música, lo hacía de manera superficial y sin defender opinión alguna. Todo en él se había vuelto tonos, medida y ritmo, y usaba la palabra tan sólo para expresar lo más imprescindible de la vida cotidiana.

Esto yo lo sabía, y por esto necesité solamente señalar el piano abierto para que se sentase a tocar. Y cuando comenzó a llenar la pequeña y fea habitación de tonos, me sentí dentro de un círculo encantado donde mi situación actual se disolvió y mi persona de los años 70 apareció.

Me vi a mí mismo recostado en un sofá plegable que estaba justamente donde ahora me sentaba, frente a una puerta cerrada. Y era de noche… me despertó mi vecino, que vivía del otro lado de la puerta, que se revolvía inquieto en su sofá; a veces suspirando, a veces quejándose. Como yo era joven, sin temores y egoísta, me empeciné en conciliar el sueño. Eran apenas las doce y supuse que el vecino había llegado ebrio. A la una me desperté a un grito de auxilio que yo creí que era mío, porque había tenido una pesadilla. La casa del vecino estaba en silencio, en total silencio, pero algo desagradable emanaba desde allí; una corriente de aire frío, una atención dirigida hacia mí, como si algo allí dentro me escuchase o mirara por el agujero de la cerradura controlando mis actos.

No pude volver a dormirme, sino que me puse a luchar con algo terrible, desagradable. Por momentos deseé oír algún sonido que viniese de allí; pero como aunque sólo la distancia de un pie nos separaba, no escuchaba nada; ni siquiera la respiración o el crujido de las sábanas.

Por fin amaneció; me levanté y salí. Cuando volví a casa supe que el vecino, que era obrero de la construcción, había muerto durante la noche. Yo había dormido junto a un cadáver.

(La música siguió mientras revivía toda esta escena, y seguí recordando sin ser interrumpido).

Al día siguiente oí los preparativos del funeral y el entierro: el roce del ataúd en las escaleras, las abluciones, el hablar lento de las ancianas.

Mientras el sol estaba alto, todo me pareció interesante y pude bromear sobre ello con las visitas. Pero cuando cayó la oscuridad y me quedé solo, vino ese inexplicable frío que un cadáver exhalaba en mi casa, un frío que no es descenso de la temperatura o carencia de calor, sino un positivo soplo gélido que no registra el termómetro.

Tenía que salir, y me fui al café. Allí se burlaron de mi miedo a la oscuridad, de modo que sentí el desafío, abandoné mi decisión de dormir en otra parte y volví a casa un tanto ebrio.

Estaba erizado cuando fui a acostarme junto al cadáver, pero me acosté de todos modos. No entiendo cómo, pero el cuerpo muerto parecía tener todavía algunas cualidades vitales que lo animaron en relación conmigo. A través de la puerta había como una irradiación de olor a alpaca que entraba directamente en mis fosas nasales y me quitó el sueño. Un silencio que sólo puede ser el de la muerte dominaba en toda la casa, y el constructor parecía tener más poder sobre los vivos estando muerto que cuando vivía. A través de los delgados entretechos y de las paredes escuché al fin susurros y murmullos de gente despierta hasta la medianoche. Después, contra la costumbre del edificio, hubo un silencio total. Ni siquiera se escuchó al agente de policía que acostumbraba tomar la guardia nocturna.

Sonaron las campanas, una, dos. Entonces salté de la cama despertado por un ruido en la casa del muerto. ¡Tres golpes! ¡Tres! De inmediato pensé que el muerto había en realidad sufrido un ataque de catalepsia y no quise ser testigo de un caso de muerto que camina, de modo que tomé un manojo de ropas y me apuré escaleras abajo, hasta la casa de un conocido. Me recibió con una broma a propósito y me dejó acostarme en su sofá hasta la mañana.

Fue la primera vez que me puse a pensar en el cotidiano fenómeno de la muerte, que es tan simple, pero de todos modos tiene su secreta influencia sobre el más frívolo.

(El amigo del piano, que seguramente influido por mis pensamientos, se mantuvo en la oscuridad, hizo aquí una transición y empezó a tocar algo muy luminoso).

Las masas de notas parecían penetrar en mí en la estrecha habitación, y sentí la necesidad de arrojarme por la ventana. Por esto volví la cabeza y dejé que mis miradas siguieran la nuca del que tocaba; y como no había cortinas de enrollar, salieron fuera y pasando por sobre la calle, entraron en un departamento en el edificio de enfrente, que era un poco más baja, de manera que llegué a la mesa de la cena de una pequeña familia.

Era una muchacha joven, morena, delgada, sencilla, que se movía en torno a una mesa a la que estaba sentado un niño. En la mesa había un florero con crisantemos, dos blancos y uno amarillo. Alargué la cabeza y vi que la mesa estaba dispuesta y el niño iba a comer. La joven mujer ató una servilleta bajo su mentón, y enseguida inclinó la cabeza tan bajo que su nuca quedó a la vista, y vi un pequeño y hermoso cuello, como el tallo de una flor, y la hermosa cabecita con cabello abundante se inclinó como un capullo sobre el niño, cuidadosa, protectora. El niño hizo al mismo tiempo ese bonito movimiento doble movimiento con la cabeza, primero hacia atrás para dejar lugar a la servilleta, y luego hacia adelante, oprimiendo la rígida tela con el mentón, de manera que la boca se abrió y mostró los blancos dientes de leche.

Esta mujer no podía ser la madre, porque era demasiado juvenil, tampoco la hermana porque era demasiado mayor, pero alguna clase de parentesco debía tener.

La habitación era sencilla pero agradable; había allí muchos retratos en las paredes y la estufa respiraba amor familiar; y había manteles bordados sobre los muebles. Ahora, la joven muchacha se sentó a la mesa, no para comer, por suerte, porque es desagradable ver comer cuando uno mismo no participa. Se sentó para acompañar y convencer con bromas al niño a saborear la comida. El pequeño no estaba de humor, pero la tía (yo ya la llamaba así) pronto lo hizo sonreír, porque vi, por los movimientos de la boca, que ella cantaba para el niño. Que yo viese su canción sin oírla, mientras mi músico tocaba al mismo tiempo, lo encontré muy misterioso, pero me pareció que la acompañaba, o que al menos debía hacerlo. Yo estaba en las dos habitaciones al mismo tiempo, pero más al otro lado de la calle, y construí una especie de puente entre las dos. Me pareció que los tres crisantemos también actuaban, y por un instante sentí su aroma saludable, curativo, alcanforado, mezclarse con el inocente aroma de lirios de su cabello, y esto hizo que se deslizase una nube sobre la comida en la mesa, que pareció desaparecer, de modo que el niño parecía abrir la boca para respirar aromas agradables y sonreír con los ojos a su bella compañera. El vaso de blanca leche sobre el mantel blanco, la porcelana blanca y los crisantemos blancos, la estufa blanca y los rostros blancos —todo era tan blanco allí dentro—, y la maternidad de la joven muchacha frente a este niño que ella no había concebido, tan blanco, ahora cuando desató la servilleta, limpió la boca del niño y lo besó…

En este instante se volvió mi músico hacia la calle, y ahora oí que estaba tocando para ella, entendí que la había visto… y había deseado todo el tiempo que ella estuviese allí.

Sentí que molestaba y estaba de más, por esto hice signos de retirarme. Pero él me retuvo y terminamos la noche en el acuerdo de que haríamos otro nuevo trabajo, juntos.

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