Solo

Solo


Prólogo, Sara Maitland

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SARA MAITLAND

SOLO ES UN LIBRO INSÓLITO y muy hermoso. Y creo que para apreciar lo hermoso que es, es necesario comprender también lo insólito que es. Por ahí es por donde voy a empezar.

Se trata, de hecho, de un libro insólito en varios aspectos. En primer lugar, Solo cambia de género hacia la mitad del libro. Byrd partió para pasar un invierno solo en la Antártida, más al sur de lo que nadie antes había hecho jamás. Aunque esta aventura tenía una «excusa» científica —adquirir un mayor conocimiento sobre la meteorología de la Antártida a través de la recopilación diaria de datos científicos, algo que sin duda hizo—, Byrd explicó claramente desde el principio que ese no era el motivo por el que iba.

«Realmente quería ir por la propia experiencia. […] El deseo de un hombre por vivir esa experiencia al máximo, estar solo durante un tiempo y saborear la paz, la tranquilidad y la soledad lo suficiente para descubrir lo buenos que son en realidad. […] Yo quería algo más que aislamiento. […] Podría vivir exactamente como quisiera, sin obedecer a más necesidades que aquellas impuestas por el viento, la noche y el frío, y sin cumplir más leyes que las propias».

Y así, el libro comienza como una exploración filosófica sobre uno mismo en soledad, en uno de los lugares más extremos de la naturaleza. Por supuesto, no se trataba de una idea nueva; la creencia de que las formas de vida extrema, y especialmente en soledad extrema, aportan experiencias extremas, y que estas son recomendables, es muy antigua. La teoría es que cuando nos desprendemos del orden social que controla y dirige el superego aprendemos no solo cosas nuevas y auténticas sobre nuestra propia identidad, sino cosas nuevas y auténticas sobre el mundo que habitamos, tanto nuestro lugar en el mundo como el lugar que el mundo ocupa en nosotros.

Está claro que este era el tipo de reflexión interna, y también el libro, que Byrd tenía en mente, pero a mitad de su estancia todo se convirtió en una aventura de suspense llena de graves peligros, no solo para él sino también para otros. Fue enfermando poco a poco. Aunque intentó mantenerlo en secreto para que nada interrumpiera su soledad y no poner en peligro a nadie más, fue incapaz de hacerlo, y sus compañeros del campamento base acudieron a rescatarle con auténtica generosidad, heroísmo y, al parecer, entusiasmo. De hecho, Byrd maneja este cambio abrupto con elegancia e ingenio, pero tiene un efecto extraño en la narración; son dos libros muy distintos en uno solo.

La obra también es «extraña» porque en cierto modo el propio Byrd era un hombre extraño. No era como otros que experimentaron con su propia psique de esta manera peligrosa, emocionante y aventurera. Richard Byrd (1888-1957) un almirante estadounidense condecorado por su valor. Fue un pionero de la aviación y probablemente la primera persona en sobrevolar los dos polos (ese «probablemente» se debe a que hay alguna controversia acerca de si realmente llegó al Polo Norte). Esto le coloca en una generación concreta de «aventureros» ingleses y norteamericanos: hombres (prácticamente todos eran hombres) nacidos antes de la Primera Guerra Mundial, que no eran realmente exploradores —pues ya no quedaba mucho que explorar—, sino aventureros, «buscadores de desafíos». «No conquistamos las montañas, sino a nosotros mismos». Esta es una lista de los más conocidos, aunque hay muchos más:

John Buchan, posteriormente Lord Tweedsmuir, (1875-1940). Además de escribir un gran número de novelas, siendo Los treinta y nueve escalones la más famosa, aunque no la más típica, llevó una vida muy aventurera y terminó su distinguida carrera como gobernador general de Canadá. George Mallory (1886-1924), que fue visto por última vez «dirigiéndose a la cima» del Everest en su tercer intento de escalarlo. De vuelta a su hogar era miembro del Círculo de Bloomsbury, al igual que artistas y escritores radicales del Modernismo británico como Virginia Woolf. T. E. Lawrence o Lawrence de Arabia (1888-1935), viajero del desierto, soldado, homosexual, diplomático, líder guerrillero y buen escritor. Francis Chichester (1901-1972), aviador y aventurero que más tarde navegó solo alrededor del mundo en 1966. Charles Lindbergh (1902-1974), aviador, oficial del ejército, escritor, inventor, explorador y activista medioambiental. En 1927 realizó el primer vuelo sin escalas de Nueva York a París. John Hunt (1910-1998), famoso por haber dirigido la exitosa expedición al Everest en 1953.

Todos estos hombres tienen muchas cosas en común; disponían de una educación superior y provenían, más que de la aristocracia, de la clase media alta o bien tenían una alta cualificación profesional. Todos tenían un gran sentido del deber o del servicio público, algunos eran miembros del ejército o del cuerpo diplomático, pero también estaban involucrados en la política y en obras de caridad. Todos estuvieron implicados en los horrores de la Primera Guerra Mundial (aunque John Hunt —el más joven de la lista— era demasiado joven para luchar en ella, su padre murió allí).

También compartían ciertos valores del comportamiento masculino que ahora resultan difíciles de entender o asumir en su totalidad. Uno de los motivos para incluir a Buchan en la lista, a pesar de ser mayor que los demás, es que él, más que nadie, estableció cómo debería comportarse este tipo de hombre, cómo debería sentir, hablar y actuar. Los héroes de Buchan son todos «caballeros», pero eso no significa que pertenezcan a la clase alta. Dickson McCann es un tendero jubilado; Prester John es un negro africano (una innovación absoluta); Blenkiron es un norteamericano hecho a sí mismo; Richard Hannay es un «colono» (nacido y educado en Sudáfrica). Pero todos son físicamente muy valientes, muy patriotas, románticamente conservadores —más que capitalistas—, totalmente leales a sus amigos —aunque siempre se nombren por sus apellidos— y «caballerosos» con mujeres, niños y con cualquiera de quien se sientan responsables. Demuestran un profundo amor y culto por la naturaleza, a pesar de que, de una u otra forma, suelen matar una gran cantidad de fauna salvaje. Pero sobre todo tienen un gran dominio de sí mismos, nunca se lamentan ni se quejan, y obedecen —a menudo en contra de su voluntad— a la autoridad que reconocen. También puede que tengan sentimientos profundos, pero nunca los expresan, nunca hablan de sus emociones, y desprecian la introspección.

En La ascensión al Everest, John Hunt describe el momento en el que Tenzing Norgay y Edmund Hillary son vistos, unas horas más tarde, volviendo al campamento. En cuanto están lo bastante cerca, Hillary levanta el pulgar para decir al equipo —que espera nervioso pero con entusiasmo—, que han conseguido alcanzar la cima: el logro triunfal por el que Mallory y otros habían dado sus vidas, que se había considerado imposible para el ser humano y que se había intentado una y otra vez durante más de treinta años. Y lo consiguieron la misma mañana en la que la joven reina Isabel II sería coronada. Y Hunt escribe: «Me avergüenza confesar que hubo abrazos e incluso algunas lágrimas».

Curiosamente, en 1958 Hunt escribió un prefacio para una nueva edición inglesa de Solo, donde dedicó una buena parte a reflexionar sobre si era «sano» o «poco varonil» que alguien escribiera acerca de su vida interior. Hunt era plenamente consciente de la valentía demostrada por Byrd y de la gran belleza de sus palabras; y, sin embargo, era el haber actuado por propia iniciativa y haber hecho público un tiempo de «morbosa reflexión interna», de introspección y debilidad, lo que le hacía ser escéptico.

Y eso es parte de lo «insólito» de Solo. A diferencia de otros audaces aventureros de su época, Byrd no tiene miedo de sus sentimientos, no teme mostrarnos sus debilidades, incluyendo por supuesto su enfermedad, sino también su soledad y sus miedos:

«El frío y la oscuridad agotan el cuerpo poco a poco, la mente se vuelve torpe y el sistema nervioso ralentiza sus respuestas. Por más que lo intento, me doy cuenta de que no puedo tomar mi soledad a la ligera, es demasiado grande».

Y sobre todo, estaba dispuesto a «confesar» en detalle sus propias respuestas —complejas, precisas y extraordinarias—, a una forma de belleza natural que, quizá, fuera la primera persona en dejar constancia. No solo permitió que el poderoso y extraño silencio penetrase en su interior; lo procesó y lo exteriorizó, sin vergüenza alguna y a menudo de forma casi eufórica.

«El día no acaba de forma abrupta y la noche no cae de repente; es, más bien, un efecto de acumulación gradual, como una marea que se prolonga infinitamente. […] El espectador no es consciente de ninguna premura. Al contrario, siente que algo de una importancia incalculable se realiza con una paciencia infinita. […] Esas son las mejores ocasiones, aquellas en las que los sentidos abandonados se ensanchan hasta alcanzar una sensibilidad exquisita. Estás de pie en la barrera y, simplemente, observas, escuchas y sientes. […] La tarde puede ser tan clara que no te atreves a hacer ningún ruido por temor a que se rompa en pedazos».

Byrd no escribe solo de su lugar en el mundo, como hacen sus compañeros de aventureras, sino del lugar que ocupa el mundo dentro de él. Hay una especie de descarada sinceridad que era algo completamente nuevo durante el periodo entre las dos Guerras Mundiales.

Pero hay algo más que es insólito en Byrd. Precisamente por ser uno de estos hombres, estaba extrañamente poco preparado, desprovisto de las herramientas psicológicas para una aventura así. Puede que al lector actual no le resulte evidente teniendo en cuenta los exhaustivos detalles que proporciona acerca de los preparativos y suministros que realiza la expedición, pero no conozco ningún otro relato de soledad elegida libremente —en contraposición a la deriva, el confinamiento en solitario o el accidente—, y mucho menos en una situación tan extrema, realizada por alguien sin ningún tipo de experiencia de soledad. Byrd estaba casado y tenía hijos, era un líder de equipos, había pasado toda su vida profesional entre grupos de hombres, dando órdenes, ni siquiera voló solo, al contrario que Lindbergh. No tiene una «teoría», ya sea religiosa o social, para poner a prueba sus experiencias. No tiene «técnicas»: en el extraordinario fragmento en el que se preocupa por las distracciones mentales se pone de manifiesto que no tiene ninguna idea concreta sobre meditación, lo que hoy llamaríamos mindfulness, y se le ocurren algunas soluciones «equivocadas» acerca de la inteligencia y el poder de la voluntad. No tiene vocabulario sobre la práctica espiritual ni el psicoanálisis. Tampoco parece hacerse las clásicas preguntas más elementales sobre la soledad del tipo de: ¿Estás «solo» cuando lees o conversas con otro? ¿Y cuando escuchas música? ¿Y cuando hablas por radio? ¿Y cuando estás «ocupado» contigo mismo? Byrd no tiene más que su propio ser desnudo frente a una inmensa oscuridad, un viento ruidoso y despiadado, temperaturas de menos de 50o bajo cero y la imposibilidad de escapar.

Y sin embargo, a pesar de todo, obtiene una profunda alegría, la propia satisfacción y un sentido profundo de la belleza del mundo. Se había forjado a sí mismo en la naturaleza extrema, y era algo que le gustaba.

Mientras que Hunt, Lindbergh y Chichester parecen salir a «conquistar» la naturaleza por un empeño masculino, Byrd, sin pudor alguno ni vacilación, deja que la naturaleza le invada o, dicho de otra forma, que venza al superego y le enseñe algo más de lo que sabe, que le muestre, como profundo conocimiento emocional, que todo es uno y que él es parte de todo, que está inquebrantablemente conectado:

«El día estaba muriendo y nacía la noche, pero con una gran tranquilidad. Aquí estaban los procesos y fuerzas imponderables del cosmos, armoniosos y mudos. ¡Eso era la armonía! Era lo que salía del silencio: un ritmo suave, el compás de un acorde perfecto; quizá, la música de las esferas. Fue suficiente adoptar ese ritmo para ser parte de él durante un momento al menos. En ese instante no dudaba de la unión del hombre con el universo. […] El universo era un cosmos, no un caos. El hombre era parte de ese cosmos igual que lo eran el día y la noche».

Aparte de la experiencia mística estrictamente religiosa (algo que yo considero diferente en muchos aspectos), no hay nada igual escrito en prosa antes de Solo, al menos en inglés. El Walden o la vida en los bosques, de Thoreau, o los diarios de Dorothy Wordsworth (que por supuesto no estaban pensados para ser publicados) podrían ser lo más parecido. Y no habrá mucho más hasta finales de la década de 1960, cuando la masculinidad sufre un gran cambio y libros como El largo viaje, de Bernard Moitessier, el marinero francés con una sola mano, abrieron un espacio para un tipo de «experiencia autobiográfica de la naturaleza» que ahora se ha convertido en uno de los géneros literarios de no ficción en inglés, el new nature writing. Aunque lo que es «nuevo» es que el propio autor está inmerso emocional, intelectual y subjetivamente en esa obra sobre la naturaleza. Es una escritura de extremos: de terrenos extremos, de soledad extrema y de belleza extrema.

Nunca he estado en las regiones polares (aunque me gustaría mucho ir), pero, sin embargo, sí he pasado algún tiempo en el desierto que, curiosamente, tiene similitudes con los polos: un paisaje desnudo y vacío, un clima tan extremo que siempre resulta peligroso, estrellas relucientes en un cielo casi totalmente libre de polución y, sobre todo, un enorme silencio; no hay vegetación que cruja, ni agua que borbotee o salpique, pocos animales o personas —si es que hay alguna—, y no se escucha el canto de ningún pájaro. Sé lo difícil que resulta tratar de explicar al mismo tiempo la insólita belleza hostil y el profundo impacto que tiene en la mente de cada uno. Para mí, Solo profundiza en estos dos aspectos de lo que significa ser un ser humano despojado de todo en su interior.

Actualmente vivimos en un mundo en el que parece crecer la ansiedad social acerca de la soledad y el silencio. Deseamos «conexión», relaciones, la continua proyección pública de nuestra propia autenticidad. A veces creo que es algo provocado por el miedo: tenemos miedo, como los niños a la oscuridad, de «cerrar la boca», de estar en silencio y a solas. Solo es un libro que por lo menos nos alienta a intentarlo, a saber lo que puede ofrecernos, a vivir la vida al máximo. Richard Byrd no escribe únicamente contra la oscuridad y el peligro, sino que se adentra en ellos y los atraviesa, algo que hizo de forma improvisada; no hay que ser ningún experto, solamente estar abierto a la experiencia. Recupera la alegría y la propia conciencia de lo que podría ser un lugar muy tenebroso; lo comparte con nosotros con una prosa sencilla y agradable que cuando él escribió era y sigue siéndolo, aunque de forma distinta, profundamente contracultural. Solo es un libro muy peculiar, muy valiente y muy hermoso.

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