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Abril I. El dios del 5

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Abril I

EL DIOS DEL 5

DURANTE LOS CUATRO MESES y medio que estuve solo en la Base Avanzada llevé un diario bastante completo. Casi cada noche, antes de acostarme, me sentaba y escribía una descripción detallada del día. Sin embargo, al leer las páginas cuatro años después, me ha sorprendido y desconcertado encontrar que ninguna de las emociones y circunstancias que siempre he relacionado con los primeros días tuvieron su reflejo en el papel. Parecía que nunca había estado más ocupado; aunque me levantaba antes de las ocho de la mañana y pocas veces me acostaba antes de medianoche, los días no eran lo bastante largos como para realizar todo lo que tenía que hacer. Y en mitad de una tarea una mente ocupada tiene poca paciencia con las nimiedades autobiográficas. Para muestra:

29 de marzo

… Anoche cuando terminé de escribir me fijé en una mancha oscura que se extendía en el suelo desde debajo de la estufa. Había una fuga en el conducto del combustible. Como me preocupaba el riesgo de incendio, apagué la estufa y busqué entre el equipo un conducto de repuesto. No encontré ninguno, lo que me contrarió, aunque al final conseguí tapar la fuga con cinta adhesiva que cogí del equipo médico. Resultado: estuve levantado hasta las cuatro de la mañana, la mayoría del tiempo con un frío horrible, con el fuego apagado y una temperatura de 58o bajo cero. El frío metal me cortó la carne de tres dedos de una mano.

[Después]. Hoy es el vigésimo segundo aniversario de la muerte del capitán Robert Falcon Scott y he estado leyendo su diario inmortal. Murió en la barrera, aproximadamente en la misma latitud en la que se encuentra la Base Avanzada. Lo admiro como admiro a pocos hombres, más que a la mayoría; quizá puedo sentir lo que vivió…

30 de marzo

No tendré descanso hasta saber que el equipo de tractores ha llegado a Little America sano y salvo. Me culpo a mí mismo por haberlos retenido aquí tanto tiempo. Bueno, el contacto por radio dentro de dos días contestará a mi pregunta. He estado ocupado, sobre todo en ordenar los túneles, pero no lo he logrado del todo por mi hombro, que me enfada no tanto por el dolor como por su inutilidad. Falta por levantar una terrible cantidad de cosas y tengo que usar la cadera como apoyo…

31 de marzo

… Ha sido una tarea horrible levantarse sin despertador. Y es sorprendente porque siempre he sido capaz de ajustar mi mente a la hora a la que debería despertarme y hacerlo en ese momento, casi en el minuto exacto. Nací con ese don y me ha servido mucho cuando viajaba por el país dando conferencias, saltando de hoteles a trenes en horarios muy ajustados. Pero ahora ese don se ha desvanecido, quizá porque lo he presionado demasiado. Por la noche, en el saco de dormir, murmuro para mí mismo: «Siete y media». «Siete y media». «Tienes que despertarte a esa hora». «Siete y media». Pero me lo he estado saltando ampliamente; ayer, casi una hora y, esta mañana, media hora más.

*

No tardé mucho en descubrir una cosa: si finalmente conseguía regular el ritmo al que viviría en la Base Avanzada no sería por el tiempo, sino por los instrumentos meteorológicos. Había ocho en continuo funcionamiento. Uno era el anemógrafo, ya descrito, que guardaba anotaciones continuas de la velocidad y dirección del viento; el circuito eléctrico, que conectaba la veleta y las semiesferas del poste del anemómetro, estaba alimentado por nueve baterías, y el cilindro de latón con la hoja de registros que giraba por el mecanismo de reloj al que había que dar cuerda a diario. La hoja estaba pautada con intervalos de cinco minutos y, entre esas dos líneas, dos varillas, una que representaba la velocidad del viento y, la otra, su dirección, escribían incansablemente desde las doce de la mañana de un día hasta las doce de la mañana del siguiente.

Otros dos instrumentos eran termógrafos, que registran cambios en la temperatura. El llamado «termógrafo interior» era un invento prácticamente nuevo cuya única virtud consistía en que se podía instalar dentro de la cabaña. Un tubo de metal relleno de alcohol se proyectaba a través del tejado y las expansiones y contracciones del líquido en el tubo hacían subir y bajar una varilla sobre una hoja rotativa colocada en una esfera de reloj colgada de la pared, justo encima del equipo de radio de emergencia. La hoja, marcada con veinticuatro líneas para las horas y círculos concéntricos para los grados de temperatura, hacía una rotación en veinticuatro horas y registraba de forma exacta hasta 85o bajo cero. El termógrafo exterior era un pequeño mecanismo compacto que realizaba la misma función, pero se encontraba en la parte superior de la caseta meteorológica y solo había que cambiar las hojas una vez a la semana.

Aparte de estos instrumentos tenía un barógrafo para registrar la presión atmosférica que estaba guardado en una funda de cuero en el túnel de provisiones. También un higrómetro que empleaba un cabello humano para medir la humedad (aunque no era muy fiable a bajas temperaturas). Además, un termómetro de mínimas que registraba las temperaturas más bajas. En él había una pequeña aguja que caía por la contracción del alcohol en la columna. Se utilizaba alcohol en lugar de mercurio porque este último se congela a -38o mientras que el alcohol puro se mantiene líquido hasta los -179o. Este instrumento era útil como comprobación de los termógrafos. Se guardaba en la caseta meteorológica, una estructura en forma de caja, sostenida por cuatro patas y situada arriba, cerca de la cabaña. Los laterales eran paneles con lamas superpuestas separadas por dos centímetros y medio para que el aire pudiera circular libremente, pero impidiendo que entrase la nieve.

Si en algún momento había tenido la ilusión de ser el señor de mi propia casa, pronto lo descarté. Los dueños eran los instrumentos, no yo, y el hecho de que no supiera demasiado acerca de ellos incrementaba mi humildad. Apenas había una hora del día en la que no dedicase un rato a ocuparme de ellos o en observaciones relacionadas con ellos.

Cada mañana a las ocho en punto, y de nuevo a las ocho de la tarde, tenía que subir al tejado y apuntar la lectura de la temperatura mínima, después sacudía el termómetro con fuerza para que la aguja volviera a situarse en el líquido. Luego pasaba fuera cinco minutos más o menos, sobre la cabaña, e inspeccionaba el cielo, el horizonte y la barrera para apuntar en una hoja de papel el porcentaje de nubosidad, la neblina o claridad, la dirección y velocidad del viento (una comprobación visual del anemógrafo) y cualquier otra cosa especialmente interesante acerca del viento. Todos estos datos se introducían en el formulario n.o 1083 del Instituto Meteorológico de Estados Unidos.

Cada día, entre las doce y la una, cambiaba las hojas de registros del anemógrafo y el termógrafo interior. Las varillas y almohadillas de repuesto siempre necesitaban más tinta y había que dar cuerda al reloj del termógrafo. Los lunes realizaba la misma tarea con el termógrafo exterior y el barógrafo.

*

Abril llegó el domingo de Pascua. Llegó con ventisca y trajo un viento del sudeste que espolvoreó el aire con nieve, pero hizo subir la temperatura de -48o a -25o antes de que acabase el día. No fue un día agradable, pero sí cálido después del gélido marzo. Por la mañana, a las diez, intenté realizar el primer contacto por radio con Little America. Teniendo en cuenta mi experiencia, el hecho de que fuese un éxito, al menos porque conseguí hacerme entender, me animó enormemente puesto que, si había alguna contingencia que realmente me preocupaba, era la posibilidad de perder el contacto por radio con Little America. No en lo que a mí respecta, sino por la expedición en general. A pesar de las órdenes que había dado y las promesas de acatarlas que se habían hecho, en el fondo de mi corazón sabía que ambas podían ser ignoradas si Little America no estaba en contacto conmigo durante demasiado tiempo. Y si Little America decidía actuar, el resultado podía ser una terrible tragedia. Sabía cuánto dependía de mi habilidad para mantener la comunicación y me angustiaba la idea de fallar por pura ignorancia. Dyer me había enseñado a arreglar la radio y Waite me había enseñado a manejar el equipo, pero cuando miraba el conjunto de canales, interruptores y bobinas, mi corazón me hacía dudar. Apenas sabía código Morse. Por suerte, Little America podía hablar conmigo por radio, así que no estaba obligado a descifrar aludes de puntos y rayas de operadores experimentados. Sin embargo, debía responder con puntos y rayas, y dudaba si sería capaz de hacerlo.

Me preparé dos horas antes de la cita. El generador por gasolina que alimentaba el transmisor estaba en un hueco, como a medio camino del túnel de provisiones, desde donde un tubo de ventilación de quince centímetros atravesaba la superficie. Por supuesto, no se podría poner en marcha en la cabaña debido a los gases. Para quitar el frío del metal, traje el motor dentro y lo puse en una silla cerca de la estufa. Allí estuvo el motor durante una hora y media, goteando por la humedad. Luego, llené el depósito con una mezcla de gasolina y aceite lubricante, llevé rápidamente el motor a su hueco e intenté encenderlo antes de que el metal se enfriase. Lo arranqué al estilo de un motor fueraborda, usando una cuerda con un asa de madera en un extremo y un nudo en el otro. El nudo se deslizó en una muesca en el pequeño volante y, después de dar un par de giros al volante, tiré fuerte y moví el motor. Esa mañana comencé con el primer giro. Para entonces ya eran casi las diez y tenía que entrar en la cabaña para empezar la cita a tiempo.

El receptor estaba ajustado con una precisión de cien metros. Los tubos brillaron cuando apreté el interruptor y las lecturas de sintonizado mostraron que todo estaba como debería. Esperé cinco minutos más o menos para que los tubos se calentasen. Exactamente a las diez en punto, según me ponía los auriculares, escuché la voz clara y modulada de Dyer que decía: «KFZ llamando a KFY. Conteste, por favor». Nervioso, como un piloto novato en su primer vuelo en solitario, tomé el transmisor y marqué: «OK, KFZ. Todo bien. ¿Cómo están los equipos del camino?». O por lo menos eso es lo que intenté decir. Los equivalentes de puntos y rayas me resultaban tan confusos y extraños como el árabe, y a mitad de frase olvidé completamente lo que estaba diciendo.

Sin embargo, Charlie Murphy llegó unos minutos después con la noticia de que el equipo de la Base Avanzada y el de Innes-Taylor estaban sanos y salvos en Little America.

—Todos bien —continuó—. Tras unas observaciones más le escuché decir: «¿Tú estás bien?».

Me animé a crear una respuesta más elaborada: «Muy bien, trabajando mucho. El viento aquí 51 kilómetros. Nieva. Creo que viene tormenta».

Murphy rio.

—Creo que John ha entendido la mayoría. No hay nieve propiamente dicha aquí todavía, pero el viento del este trae mucha nieve en polvo.

El contacto duró solo veinte minutos. Confirmamos los días de contacto: domingos, martes y jueves a las diez con citas diarias de emergencia a la misma hora si el horario habitual no se cumplía. Justo antes de que desconectásemos, Charlie dijo: «Dyer te da un insuficiente en tu primera vez, pero creo que te mereces más nota». A lo que contesté: «Sí, el mejor operador de radio al sur de la latitud 80’».

Aquella noche escribí en mi diario: «El hecho de que el equipo de tractores y el de Innes-Taylor estén a salvo en Little America me ha levantado el ánimo. Es una noticia fantástica. Por primera vez, después de meses de lucha y nerviosismo, Little America, por fin, está preparada para el invierno, y yo también. Si todos obedecemos a nuestro sentido común, no debería ocurrir nada extraño. Soy libre de evaluar mi propia situación y de aprovechar al máximo una experiencia que es mía. Ahora me doy cuenta, más que en cualquier otro momento, de lo mucho que he deseado algo como esto. Confieso que siento una gran alegría».

Ya podía relajarme temporalmente y sufrir el golpe que vendría después. El lunes, día 2, el viento sopló algo más, después volvió al este. El martes se dirigió al norte y sopló un poco más fuerte. La parte inferior se salió del barómetro. Completamente fascinado, seguí el rastro morado según se hundía en el barógrafo. En un espacio de dieciséis horas la presión bajó 0,8 centímetros. Sobre las 5:30 de la tarde, el registro se salió de la parte inferior de la hoja. El barómetro exterior cayó finalmente a 70,66 centímetros. En casa, una lectura de esas características habría presagiado un huracán más violento que las grandes tormentas de Florida. Todos los presagios de una enorme tormenta estaban ahí. El viento chirriaba en el tejado. El repiqueteo de las semiesferas del anemómetro se convirtió en un zumbido. La nieve se colaba por el tubo de ventilación y creaba un montón helado en el suelo. Cuando subí para realizar la última observación, apenas pude levantar la trampilla por la fuerza del viento, y la nieve entró en el hueco con fuerza suficiente como para robarme el aliento.

Pero el presagio del barómetro, como suele pasar en latitudes altas, era una gran mentira. Al consultar los registros del viento la mañana siguiente, descubrí que durante la noche la velocidad no había aumentado de cincuenta y seis kilómetros por hora. El miércoles 4 seguía haciendo bastante viento, pero el barómetro volvió a subir. Ese día descubrí que el tejado del túnel de combustible había cedido bajo el peso de la nieve acumulada. La tela del tejado se abultaba entre las tablas de apoyo y dos de ellas ya habían cedido. Temía que todo el túnel se hundiera y que, con el brazo paralizado, nunca fuera capaz de despejarlo antes de la siguiente tormenta, así que lo arreglé lo mejor que pude con cajas y tablones de 0,6 por 1,2 centímetros. El frío que siguió al silencio del vendaval convertiría en un momento los nuevos y brillantes copos de nieve en un puente sólido sobre el túnel, pero, para acelerar el proceso, pasé horas derritiendo nieve en la estufa, llevando el agua arriba y vertiéndola sobre las zonas más débiles. La temperatura era de 6o bajo cero, lo que habría parecido cálido en comparación con el tiempo de -60o al que me había acostumbrado en marzo. Sin embargo, el viento era penetrante, y tenía la nariz y las mejillas en carne viva por la congelación. Estuve sin tomar comida caliente pues prefería usar la estufa continuamente para derretir nieve. Aquella noche llevé al catre a un hombre agotado.

5 de abril

Cuando me desperté esta mañana, supe por el ruido que el viento había amainado, aunque la nieve todavía se colaba a través de la ventilación y el tubo de la estufa. Me vestí rápidamente y me apresuré a subir la escalera para apuntar la observación de las ocho de la mañana. Pero cuando presioné mi hombro bueno contra la trampilla, esta no cedió. Medio dormido y rígido por el frío seguí empujando todo lo que pude. Entonces recordé la opción de doble acción, quité las clavijas de sujeción e intenté tirar hacia abajo. Esto tampoco funcionó. Incluso cuando salté desde la escalera y me balanceé sujetándome al asa con la mano izquierda la puerta no se movió. Esto era grave. La solté y fui de un salto al suelo de la veranda; un pensamiento surgió de entre mis sentidos nublados: ahora estás atrapado. Atrapado de verdad, con trampilla de doble acción y todo.

Con la linterna, que normalmente llevaba colgada al cuello con una cuerda, localicé en la veranda un tablón de 0,6 por 1,2 centímetros bajo un montón de equipo. Empleando el brazo sano para dirigir y, el otro, para equilibrar, utilicé la tabla como un ariete vertical. Quince o veinte minutos de golpes sirvieron para mover un poco la trampilla; al apoyarme en la escalera y presionar con la fuerza de la espalda contra el panel, por fin, conseguí una abertura suficiente como para moverla. Una vez en la superficie, encontré el origen de problema: el día anterior, mientras trabajaba en el túnel de provisiones, la puerta de la cabaña se había quedado abierta mucho tiempo. El aire cálido había derretido la nieve junto a la puerta y cuando el calor se acabó, esta masa derretida se había solidificado, convirtiéndose en hielo duro que había bloqueado la puerta al cerrarse.

Sin embargo, el hielo no era el único culpable. Setenta centímetros de nieve se habían acumulado sobre la trampilla. Me fijé en que esta acumulación se había creado tras el tubo de ventilación y la caseta meteorológica que, en un vendaval de levante, se había quedado en contra del viento respecto a la trampilla. Además, observé que la cabaña no se había hundido lo suficiente y se estaba creando un caparazón de nieve compacta que subía por el tejado. Puesto que la trampilla estaba en el lado oeste de la cabaña, naturalmente había recibido toda la fuerza de la ventisca, que siempre se coloca en el sotavento de un objeto elevado siguiendo la forma de la estela de un barco.

*

Durante todo ese día, cuando no estaba ocupado con las observaciones, estuve cortando, cavando y serrando el montículo, intentando nivelar la superficie de la cabaña. El día terminó bien, pero el viento seguía trayendo nubes de ventisca, y no quería volver a pasar por la experiencia del día anterior. El fallo de la puerta me había demostrado que necesitaba una salida alternativa para las mismas posibles emergencias. De hecho, ya había diseñado una y había trabajado en ella de forma intermitente durante la tormenta.

Mi idea era abrir un agujero en el túnel de provisiones que estaba orientado al oeste y minarlo en los ángulos correctos para crear un nuevo pasaje orientado al sur. Elegí esa orientación después de un estudio detenido. Gracias a mi experiencia en la meteorología antártica sabía que los vientos prevalecientes eran del este; los vientos del este son los fuertes, los que traen nieve y ventisca. Puesto que no podía evitar que se acumulase la nieve tras los tubos de la estufa y la ventilación, la caseta meteorológica y la propia cabaña y, por lo tanto, de los túneles de provisiones y combustible, lo más lógico era crear un tercer túnel fuera de la zona con más nieve. Incluso esto tampoco sería completamente seguro, puesto que podía llegar un viento del norte o del sur y crear nuevos montones de nieve en ciertos ángulos, además de los ya afectados. Los montones de nieve parecen aumentar y alimentarse unos de otros. Extrañamente, ha habido poco aumento de precipitaciones de nieve. La mayoría acaba volándose con el viento; aun así, si el Empire State Building estuviera en la Antártida, estaría cubierto de nieve.

Comencé el nuevo túnel como a medio camino del túnel de provisiones, en dirección contraria al hueco en el que estaba el equipo de radio. Tendría entre nueve y diez metros de largo, 1,8 metros de alto y 1,2 metros de ancho. Pretendía llevarlo entre 60 y 90 centímetros bajo la superficie y, al final, excavar un pequeño hueco que llegaría a 30 centímetros de la superficie. Esta capa fina se podría abrir cuando la otra salida se bloquease. Sin embargo, decidí que lo máximo que podría avanzar serían 30 centímetros al día. «Incluso 30 centímetros suponen un duro trabajo», observo en mi diario, «porque solo puedo usar el brazo izquierdo. Tengo que cortar los bloques, llevarlos hasta la trampilla desde donde los llevo a la superficie, cargarlos sobre un pequeño trineo y transportarlos a cierta distancia del sotavento».

A menos que se sepa algo acerca del carácter de la nieve de la Antártida, decir que hay que cortarla en bloques puede resultar desconcertante. Excepto por el hecho de que se une gracias al frío y no al calor, la nieve de la barrera es una especie de arenisca, dura y quebradiza; no se pueden hacer bolas con ella. Cuando la frotas, salen pequeños glóbulos como de hielo. Es del blanco más blanco que se haya visto jamás, no tiene ni la suavidad ni la transparencia del hielo. Después de que el frío haya fusionado los cristales de la nieve recién caída se puede caminar sobre ella y no dejar huellas. A veces, los esquís se deslizan sin remedio, como si estuvieran sobre el hielo resbaladizo de un glaciar. No se puede cavar en ese tipo de nieve; una pala suena cuando la golpea como si lo hiciese contra una roca. Usé una sierra de sesenta centímetros con la que corté bloques e hice palanca con la pala, con lo que creé líneas rectas y trozos fáciles de manejar.

De hecho, el túnel de emergencia no supuso malgastar ningún esfuerzo pues se convirtió en mi reserva de agua. Lo único que tenía que hacer era cortar los bloques de un tamaño adecuado para el cubo de agua, y almacenarlos en la veranda como si fueran troncos. A pesar de todo, la nieve derretida era un completo fastidio; la odiaba. Siete litros y medio de nieve, después de pasar varias horas en la estufa, apenas daban dos cuartos de agua. El cubo casi nunca estaba retirado de la estufa y, mientras estaba allí, quedaba poco espacio para otras cosas. Llegué a odiar sus laterales hundidos y ennegrecidos por el hollín, su boca avariciosa y siempre abierta. Una vez, que se cayó al suelo y se derramó el agua para la cena, con cierta alegría, le di una patada que lo lanzó al otro lado de la cabaña. Cuando fui a recogerlo, vi mi reflejo en el espejo de afeitarme. Estaba sonriendo.

6 de abril

Estoy durmiendo bastante bien, que es una bendición, pero todavía no puedo despertarme a la hora que quiero (esta mañana me he retrasado tres cuartos de hora), lo que supone un fastidio. No sé por qué he perdido esa facultad; tendré que recuperarla de alguna forma, pues cuando llegue la larga noche no tendré ninguna luz que me despierte.

Sigo manteniendo los tragaluces despejados de nieve para disfrutar de la poca luz natural que queda, pero los tres están helados la mayor parte del tiempo. Cuando la temperatura del techo supera la congelación, el hielo se derrite y el goteo crea pequeñas estalagmitas de hielo en el suelo, que siempre está frío. He comprobado con un termómetro que, cuando estoy sentado, la temperatura a la altura de mis pies es entre 10o y 30o más fría que en la cabeza…

7 de abril

Los seis meses de día se están acabando lentamente y la oscuridad desciende con suavidad. Incluso a mediodía el sol está a solo varias veces su tamaño del horizonte. Está frío y apagado. Y su mayor brillo apenas da luz suficiente para crear una sombra. Una tristeza fúnebre reina en el cielo del ocaso. Es el tiempo entre la vida y la muerte. Así será como el último hombre verá el mundo cuando muera.

8 de abril

Si no fuera por mi brazo tullido y las dificultades causadas por los instrumentos meteorológicos (que fueron diseñados para un lugar más cálido), estaría avanzando más en mis preparativos para la inminente oscuridad. Cosas impredecibles, pequeñas pero a menudo irritantes, me exigen tiempo constantemente. Por ejemplo, he descubierto que aunque no haya ventisca, el ventilador exterior de 8,8 centímetros se llena cada tres o cuatro días de hielo (o más bien lo que parece algo a medio camino entre la nieve y el hielo). Creo que se debe a la condensación. En cualquier caso, tengo que vigilarlo. Necesito buena ventilación a cualquier precio. Como el tubo está sujeto por fricción, simplemente lo saco del agujero, lo bajo y lo coloco en la estufa para que se descongele. El hielo no sale golpeando, tiene que derretirse.

Para complicarlo más, se está creando el mismo problema en el extremo superior del tubo de la estufa. Cerca de la hora de cenar (o cuando la estufa está caliente) el hielo se derrite y el agua sale por un agujero en el codo del tubo. Por suerte, el anemógrafo, que está justo debajo, tiene una cubierta de cristal; de lo contrario, hace ya tiempo que habría estado fuera de servicio. He atado una lata al codo del tubo para que caiga ahí el agua. No obstante, estoy bastante preocupado por el bloqueo del tubo. Si los gases de la estufa no salen a la superficie, tendré problemas…

*

Así, la primera mitad de abril pasó deprisa, como un hombre haciendo recados.

Estaba ocupado con todo tipo de pequeños proyectos. Además del túnel de emergencia, la tarea más pesada era ordenar los túneles de provisiones y combustible. Estos dos corredores paralelos, como se recuerda, salían de la veranda y estaban separados por un muro de nieve de noventa centímetros. Los dos estaban oscuros como mazmorras. Cuando trabajaba en ellos era con la luz de una lámpara o la linterna, pero bajo luz artificial adquirían un brillo apasionante. Los cristales de hielo que espesaban en la tela del tejado lucían como candelabros y las paredes brillaban con una cortante desnudez azul.

En el túnel del combustible había cuatro barriles de 190 litros de queroseno, que pesaban unos 227 kilos cada uno, y habíamos colocado en sus propios huecos. Además, tenía 1363 litros de disolvente Stoddard para la estufa, que estaban almacenados en cómodos barriles de 45 litros, con un peso de 41 kilos cada uno. Aparte tenía unos 340 litros de gasolina para el generador de la radio, divididos en dos barriles grandes al final del túnel. Excepto por el hecho de que los barriles estaban de pie para evitar fugas por los tapones, el lugar a veces me recordaba a una bodega francesa, sobre todo las sombras creadas por mi silueta según me movía por delante de la linterna.

El túnel de provisiones, que se abría directamente enfrente de la trampilla, era un lugar distinto. Allí las paredes las formaban las propias cajas de comida. Si quería algo, solamente tenía que abrir los laterales con un cincel y sacar lo que necesitase dejando la caja vacía como parte permanente de la pared. Lo que me perturbaba era la forma aleatoria en la que se habían colocado las cajas. Aquí y allí las paredes sobresalían, las alubias estaban mezcladas sin remedio con la carne enlatada, el zumo de tomate y cajas de cosas varias; y el techo se hundía. Todo esto alteraba mi creciente sentido del orden. Durante mi tiempo libre me encargaba de recolocar todas las cosas.

No intentaba acelerar el trabajo; si hay algo que he aprendido en las regiones polares es la paciencia. Pocas veces estaba más de una hora con una tarea, prefería cambiar a otra. Así era capaz de hacer pequeños progresos cada día en todas las cosas importantes y, al mismo tiempo, evitaba aburrirme con algo concreto. Era una forma de aportar variedad a una existencia que sería básicamente monótona.

*

No es que faltase variedad de materiales para una mente capaz de olvidar lo que era la civilización. El rigor puro de la barrera se encargaba de eso. Algunas veces sentía que era el último superviviente de una Edad de Hielo, luchando por seguir adelante con las herramientas endebles legadas por un mundo fácil y templado. El frío hace cosas extrañas. A 50o bajo cero una linterna se apaga en tus manos, a -550 el queroseno se congela y la llama se extingue en la mecha, a -60o la goma se vuelve quebradiza. Recuerdo que un día, el cable de la antena se rompió en mis manos cuando intentaba hacer una nueva conexión. Por debajo de -60o, el frío encontrará el último resto microscópico de aceite en un aparato y hará que deje de funcionar. Si hay la más mínima brisa, puedes escuchar cómo su aliento se congela según se eleva mientras hace un sonido parecido a los petardos chinos. Al igual que el rocío de la mañana, la escarcha cubre cada objeto al descubierto. Y si trabajas mucho y respiras demasiado profundo, a veces sientes que tus pulmones arden.

El frío, aunque fuera el frío moderado de abril, me dio mucho en lo que pensar. La novocaína de mi equipo médico se congeló y quebró los tubos de ensayo. Lo mismo ocurrió con las sustancias químicas de las bengalas. Las botellas de zumo de tomate de dos cajas se rompieron. Cuando metía comida enlatada dentro de la cabaña, tenía que dejarla todo el día cerca de la estufa para que se descongelase. En los días muy fríos, el queroseno y el disolvente Stoddard fluían como aceite de motor. Cavé un hoyo profundo en el suelo del túnel para que mi lata alargase la caída en la manguera de goma que usaba como sifón. El hielo se acumulaba siempre en las zonas de contacto eléctrico de la veleta y las semiesferas del anemómetro. Algunos días trepaba los tres metros y medio del poste del anemómetro dos y tres veces para limpiarlas. Era un trabajo tedioso, sobre todo en las noches tempestuosas. Con las piernas enroscadas alrededor del fino poste, los brazos elevados sobre los ganchos metálicos y las manos intentando limpiar el contacto rascando con un cuchillo mientras sostenía una linterna para ver, así me gané el puesto de cuidador del mástil más frío del mundo. Rara vez bajaba del poste sin un dedo de la mano o del pie, o la nariz o una mejilla helados.

En la cabaña siempre hacía un frío helador por la mañana. Dormía con la puerta abierta. Cuando me levantaba, la temperatura interior estaba (dependiendo del tiempo en la superficie) entre los -10o y los 40o bajo cero. La escarcha cubría el saco de dormir allí donde mi aliento se había condensado durante la noche. Cuando cogía los calcetines y las botas, estaban tan rígidos por el sudor congelado que primero tenía que calentarlos con las manos. Colgados de un clavo sobre el catre, había un par de guantes de seda, que era lo primero que me ponía. A pesar de su protección, sentía punzadas en los dedos y me ardían al tocar la lámpara y la estufa para encenderlas. La piel antigua se había desprendido de las yemas y durante un tiempo la nueva era de un blando insufrible. Así que tuve algunos problemas; algunos los causaba mi propia ineptitud. Al principio, lo pasé realmente mal con el equipo meteorológico. Las lecturas estaban emborronadas, las varillas se atascaban y los propios instrumentos se paraban sin ton ni son. Pero, de una forma u otra, normalmente conseguía encontrar una solución. Aprendí a diluir la tinta con glicerina para que no se congelase, a reducir el aceite en los instrumentos con gasolina y frotar las partes delicadas con grafito, al que no afectaba tanto el frío.

Aun así, estaba lejos de ser distinguido al interpretar al Admirable Crichton[2] para mí mismo. Muchos de los mejunjes de la Base Avanzada no habrían superado la revista del capitán. Siguiendo las palabras de la Marina, normalmente no eran más que «arreglos provisionales». En cuanto a eso, me declaré nolo contendere[3] y me puse a merced de la clemencia del jurado. Como oficial, estaba aprendiendo a arreglar las cosas con mis propias manos de nuevo. Era humilde. Como mínimo era nuevamente un discípulo adorador del Dios del 5 de la época de la Academia Naval, el dios del aprobado por los pelos, personificado en Tecumseh, a cuyo busto, nosotros, los marines, solíamos dar monedas como ofrenda según nos dirigíamos a los exámenes. Según el nivel de la Academia, tendría que haber «naufragado» en la Base Avanzada por mi cocina.

El desayuno no contaba; rara vez tomaba algo más que té y una galleta integral. El almuerzo normalmente era de lata, y solía consistir en zumo de tomate, galletas de avena y chocolate y, a menudo, carne o pescado frío, ya fuera carne en salmuera, lengua o sardinas. Esto lo preparaba con maestría. Pero la cena, por derecho el punto álgido de la jornada de un explorador, la comida caliente que un hombre helado y hambriento espera con creciente impaciencia, esa comida, resultó un fracaso durante algún tiempo.

Solamente tengo que cerrar los ojos para presenciar de nuevo la sucesión de desastres culinarios. Considerad lo que mi diario llamó el «Incidente de la Harina de Maíz». En una olla eché lo que parecía una cantidad moderada de harina, añadí un poco de agua y la puse en la estufa para que hirviera. Esa fórmula sencilla dio lugar a un monstruo con cabezas de hidra. La masa comenzó a crecer y secarse, crecer y secarse, con terribles soplidos y sonidos de succión. Yo, inocente, añadí agua, más agua y todavía más agua, con lo cual la olla entró en erupción como el Vesubio. Todas las ollas y sartenes que tenía al alcance no bastaban para contener la harina de maíz que rebosaba. Rezumó por la estufa, salpicó el techo y me cubrió de la cabeza a los pies. Si no hubiera actuado con decisión, podría haberme ahogado en harina de maíz. Agarré la olla con las manos cubiertas por guantes, corrí hacia la puerta y la tiré lejos dentro del túnel de provisiones. Allí siguió soltando lava amarilla hasta que finalmente el frío acalló el cráter.

Hubo otros desastres del mismo tipo. Está el «Incidente de las Judías Blancas del 10 de abril». «Es increíble», informa el diario con sobriedad, «cuánta agua absorben las judías blancas y todo el tiempo que tardan en cocinarse. A la hora de la cena tenía judías blancas a medio cocer para la tripulación de un barco». Mi primer postre de gelatina botaba como una bola de goma bajo el cuchillo; había que despegar las barritas de avena de la sartén con una espátula. «Y tú, el hombre que acudió a miles de banquetes» acusa la entrada del 12 de abril. Había temido los banquetes antes de llegar a la Base Avanzada, y los he temido desde entonces, pero en las horas oscuras de abril rebuscaba entre mis recuerdos, intentando acordarme de cómo eran. Lo único que podía rememorar era un filet mignon especiado y oscuro con el color de una antigua bota de equitación; o langosta thermidor, o pichones sobre triángulos de pan tostado; o ensalada de pollo amontonada sobre hojas de lechuga. Todo esto quedaba muy lejos de los sencillos alimentos de mi despensa. Cuando me atrevía a experimentar, los resultados llenaban la cabaña de fuertes olores a quemado y cubrían las sartenes de asquerosos residuos gomosos. Pero, a pesar de no tener el libro de cocina, no todo era un completo fracaso. Decidido a probar una última vez, tomé el pollo que quedaba, lo colgué durante dos días de un clavo sobre la estufa para descongelar, lo herví durante un día entero, lo especié con sal y pimienta y lo serví en un plato. La sopa, que fue un derivado inesperado, estaba deliciosa. Esa noche abrí una botella de sidra e hice un brindis a Escoffier[4].

*

Y así avanzó abril. Cada noche, como última acción formal del día, tachaba otra fecha en el gran calendario de la pared y cada mañana lo primero que hacía era revisarlo para asegurarme de que no se me había olvidado. Sobre mí, moría el día; la noche ocupaba su lugar. Desde finales de febrero, cuando el sol había terminado su circuito de veinticuatro horas alrededor del cielo, se escondía un poco antes cada noche y salía un poco más tarde cada mañana. Ahora, con menos de quince días de sol diurno en esta latitud, era simplemente una bola monstruosa que apenas se podía separar del horizonte. Rodaba durante unas horas, oscurecido por la niebla y luego se perdía de vista al norte, poco después de mediodía. Me descubrí a mí mismo observándolo un día como quien ve partir a su amor.

9 de abril

… Acabo de ver (a las 9 p.m.) un fenómeno curioso. Al principio parecía ser una bola de fuego, más pequeña y más roja que el sol. Seguro que ardía a unos 205o. No pude identificarla. Bajé a por los prismáticos y seguí observándola. Pasó de un rojo oscuro a plateado y de vez en cuando parpadeaba. Era sorprendente lo grande que parecía al principio. Pero tras un largo estudio, finalmente descubrí que se trataba de cuatro estrellas brillantes, muy juntas en una línea vertical. Sin embargo, puede que no fueran cuatro estrellas sino una sola con tres imágenes reflejadas en los cristales de hielo…

12 de abril

… Ha sido un día claro como el agua, con una temperatura de unos 50o bajo cero y un viento silbante del este que hacía arder la piel. Cada día cae más luz desde el cielo. La tormentosa protuberancia azulada de oscuridad que avanzaba desde el Polo Sur ahora está prácticamente encima de mí a mediodía. Esta mañana, el sol se elevó aproximadamente a las 9:30, pero nunca llegó a alejarse del horizonte. Enorme, rojo y solemne giraba como una rueda a lo largo del límite de la barrera durante unas dos horas y media, cuando el amanecer se encontraba con el atardecer a mediodía. Durante otras dos horas y media se deslizó sobre el horizonte, hundiéndose poco a poco hasta que no quedó nada más que una incandescencia de color rojo sangre. El efecto completo se asemejaba a algo que había presenciado durante un eclipse. Un crepúsculo sobrenatural se extendió sobre la barrera, alumbrado por llamas que subían como de un amplio pozo. La nieve ardía con color líquido.

En casa estoy acostumbrado a ver el sol salir recto por el este, cruzar el cielo sobre mí y dirigirse en una línea perpendicular hasta el horizonte occidental. Aquí, el sol sigue unas normas distintas, vive en los extremos. En primavera, se eleva por primera vez a mediodía y, por última, a medianoche; en otoño, sale y se esconde a diario durante un mes y medio; luego, durante cuatro meses y medio, nunca se pone, nunca llega a colocarse arriba en el cielo, sino que se desplaza por el horizonte, casi paralelo a él, y nunca se eleva más de 33,5o. En otoño, anochece por primera vez a medianoche y amanece a mediodía. Después, durante cuatro meses y medio no sale para nada, sino que se hunde gradualmente en el horizonte hasta una profundidad de 13,5o antes de volver a elevarse de nuevo. Esa es la época que se aproxima ahora; un periodo en el que el día parece contener el aliento.

*

Sin embargo, la llegada de la noche polar no es la avalancha espectacular que algunos imaginan. El día no acaba de forma abrupta y la noche no cae de repente; es, más bien, un efecto de acumulación gradual, como una marea que se prolonga infinitamente. Cada día, la oscuridad, que es la marea, cubre un poco más y permanece un poco más de tiempo. Cada hora del día, que es la costa, se contrae un poco más hasta que finalmente se cubre. El espectador no es consciente de ninguna premura. Al contrario, siente que algo de una importancia incalculable se realiza con una paciencia infinita. La desaparición del día es un proceso lento, modulado por la intervención del ocaso. Miras hacia arriba y se ha desvanecido, pero no del todo. Tiempo después de que el horizonte se haya interpuesto, el sol sigue creando una decreciente imitación del día. Se puede seguir su progreso por el brillo que arroja según recorre su camino bajo el horizonte.

Esas son las mejores ocasiones, aquellas en las que los sentidos abandonados se ensanchan hasta alcanzar una sensibilidad exquisita. Estás de pie en la barrera y, simplemente, observas, escuchas y sientes. La mañana puede estar compuesta por una niebla insondable y tentadora en la que tropiezas con una sastrugi[5] que no ves, te desvías para evitar obstáculos que no existen y confías tu orientación a pequeñas señales de bambú que parecen grandes como antenas de teléfono y están suspendidas en el espacio. En un día así, juraría que la caseta meteorológica era tan grande como un transatlántico. Uno de esos días, vi cómo el inexpresivo cielo al noreste se llenaba con la costa de la barrera más magnífica que he visto jamás, auténtica en cada línea y repleta de montañas de varios miles de metros de altura. Era un espejismo, obviamente. Incluso así, un hombre que no hubiera visto nunca nada igual habría jurado que era real. La tarde puede ser tan clara que no te atreves a hacer ningún ruido por temor a que se rompa en pedazos. Y, en un día así, he visto cómo el cielo se resquebrajaba como un cáliz roto y se dispersaba en alegres fragmentos iridiscentes, cristales de hielo cayendo por la cara del sol. Y una vez en el diluvio dorado, una fina columna de platino se elevaba desde el horizonte, clara a través del interior del sol; una segunda sombra luminosa formada en horizontal al sol con la que se creaba una cruz perfecta. Inmediatamente dos soles en miniatura, de colores verde y amarillo, volaban simultáneamente al extremo de cada brazo. Son parhelios, los más espectaculares de todos los fenómenos de refracción. No hay nada más bonito.

14 de abril

… He dado mi paseo diario a las 4 p.m. a 89o bajo cero. El sol había caído bajo el horizonte y un color azul, de una riqueza que no he visto en ningún otro lugar, se extendió apagando todo excepto las ascuas agonizantes del atardecer.

Al oeste, a medio camino del cénit, Venus era un diamante inmóvil y, en el lado contrario, en el este, había una brillante estrella parpadeante que se comportaba de forma exquisita, igual que Venus, en el mar azulado. Al noroeste, una aurora serpenteante plateada y verde latía y se agitaba suavemente. En algunos lugares, la blancura de la barrera tenía el aspecto del platino opaco. Todo era delicado y engañoso. Los colores eran apagados y no abundantes, las joyas eran escasas, el escenario era simple, pero la manera en la que todo se unía mostraba la obra de un maestro.

Me detuve a escuchar el silencio. Mi aliento, cristalizado según se alejaba de mis mejillas, vagaba como una brisa más ligera que un susurro. La veleta apuntaba al Polo Sur. Inmediatamente, las semiesferas del anemómetro cesaban su suave giro según el frío detenía la brisa. Mi aliento congelado flotaba por encima como una nube.

El día estaba muriendo y nacía la noche, pero con una gran tranquilidad. Aquí estaban los procesos y fuerzas imponderables del cosmos, armoniosos y mudos. ¡Eso era la armonía! Era lo que salía del silencio: un ritmo suave, el compás de un acorde perfecto; quizá, la música de las esferas.

Fue suficiente adoptar ese ritmo para ser parte de él durante un momento al menos. En ese instante no dudaba de la unión del hombre con el universo. La convicción llegó porque ese ritmo era demasiado ordenado, demasiado armonioso, demasiado perfecto para ser producto de la casualidad y, por lo tanto, tenía que haber un propósito en el conjunto, y el hombre era parte de ese conjunto, no una casualidad. Era una sensación que trascendía la razón, que llegaba al centro de la desesperación del hombre y lo encontraba sin fundamento. El universo era un cosmos, no un caos. El hombre era parte de ese cosmos igual que lo eran el día y la noche.

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