Solo

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Junio II. La lucha

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Junio II

LA LUCHA

MI CONTACTO ACORDADO CON LITTLE America para el día siguiente, martes 7, confirmó lo que ya sabía en mi interior: la mejoría de mi estado era más mental que física. Aunque no estaba tan débil estuve por lo menos tres horas reuniendo gasolina, calentando el motor, moviéndolo dentro y fuera de la cabaña y realizando el resto de preparativos. Me movía débilmente, como un hombre muy anciano. Una vez me apoyé en la pared del túnel, demasiado agotado para mover el motor un centímetro más. «Estás loco», me susurré. «Sería mejor que te quedaras en el catre recortando muñecas de papel en lugar de mantener este maldito sinsentido».

Ese día el frío fue peor. El termógrafo mostraba una mínima de -48o. Todo indicaba que se había acabado la «ola de calor». La capa deslizante de hielo blanca de las paredes había subido desde el suelo hasta la mitad de la pared. Parecía que mi resistencia al frío había desaparecido. Mi piel sufría escalofríos y mis dedos realizaban un tamborileo incontrolable en cada cosa que tocaban. Era descorazonador ver que estaba completamente a merced de algo de lo que no había escapatoria segura. Con descansos entre medias, me apoyé sobre la estufa. El calor era solo superficial. Tenía la sangre fría como el hielo.

A pesar de todos mis esfuerzos, no conseguí llegar a tiempo al contacto. Dyer estaba reproduciendo una grabación, como hacía algunas veces cuando se cansaba de repetir la llamada. Al final reconocí lo que era: The Pilgrim Song, de Tannhäuser. Esperé hasta que la grabación se acabó. Cuando me puse en contacto, Charlie Murphy me dijo: «¿Te has dormido, Dick?».

—No, ocupado.

Charlie tenía poco que decir. Por el contrario, Siple estaba esperando para leerme un artículo. Por lo que recuerdo, trataba sobre la configuración teórica de los extremos costeros sin descubrir del cuadrante del Pacífico, donde se suponía que realizaría un vuelo de exploración en primavera. Sí, era interesante, no se podía negar el esfuerzo que Siple había invertido en él. Y, como estaba desesperado por terminar la conversación, no pude evitar reflejar que era la mayor de las ironías: estaba ahí sentado, apoyándome en la mesa para sujetarme y escuchando una teoría sobre una costa que no había visto y que a lo mejor no vería jamás.

Si me acuerdo bien, dije: «Muy interesante. Dáselo al equipo científico». Dyer interrumpió para preguntar si tenía más mensajes antes de cortar la comunicación. Le pregunté si sería posible cambiar los contactos de la mañana a la tarde. Me contestó: «Espera un minuto, por favor». Aunque no entendía lo que decían, oía voces hablando de fondo. Dyer dijo que ellos podían hacer ese cambio si así lo deseaba, pero que para hacerlo tendrían que modificar los contactos por radio con Estados Unidos, que se habían fijado después de muchos intentos. «No importa», dije. Y dejé el tema por el momento, pues no quería crear sospechas. Justo después del contacto por radio me metí en el catre y apenas me moví durante el resto del día. Había vuelto el dolor y, con él, la amargura y el desánimo.

—¿Por qué molestarse? —respondieron con burla—. ¿Por qué no dejar vagar las cosas? Eso seria lo fácil. Tu filosofía te dice que te sumerjas en los procesos universales. Bueno, aquí los procesos van en dirección a la desintegración ininterrumpida. Esa es la dirección de la paz eterna, así que, ¿por qué resistirse?

Desde ese día temía los contactos por radio con Little America. La tarea de preparar el motor con sus gases continuos me despojaba de toda la fuerza y resistencia que pudiera haber acumulado. Parecía mejor dejar el asunto de la radio. Intenté pensar en excusas, para dejar de hablar por radio, que pudiera comunicarle a Little America en el siguiente contacto, pero ninguna tenía sentido. No podía decir que las conversaciones empezaban a aburrirme o que el transmisor estaba a punto de colapsar y que no se preocupasen si la Base Avanzada se quedaba sin comunicación. Además, había que discutir muchos problemas de la expedición con Poulter y Murphy y, a pesar de las órdenes explícitas que había dejado a los oficiales de Little America y repetido al equipo de tractores justo antes de que se marchase de la Base Avanzada, no podía evitar sentir que un silencio permanente por mi parte provocaría que el campamento hiciera algún movimiento precipitado.

Por lo tanto, me encontraba atrapado en un círculo vicioso. Si seguía con los contactos, el desgaste de mis fuerzas, además de los gases, seguramente acabaría conmigo, y, si no continuaba con ellos, habría sido mejor que estuviese acabado de todas formas. Así era como yo veía la situación, y como creo que la habría visto cualquier miembro de la expedición en mi lugar. Tal como haría cualquier hombre normal, estaba tercamente decidido a evitar que se realizase una misión de rescate posiblemente desastrosa.

Y así llegué a temer los contactos por radio por un segundo motivo: el miedo a traicionar el estado que estaba intentando esconder. Sabía que Murphy me estudiaba siempre de manera cínica y penetrante. Según pasaba el tiempo, le iba mandando mensajes divertidos para tranquilizarle, aunque debo decir que después parecían bastante tontos. Pero, cuando el curso de una acción es obvio, das por sentado que no lo harías de forma distinta deliberadamente y, cuando tu conciencia es muy débil para mantener ese curso, sigues en él por inercia. En un giro irónico de las circunstancias, la radio, que debía haber sido mi gran factor de salvación, se había convertido en mi mayor enemigo.

Aquel martes por la noche me di cuenta realmente de lo bajo que había caído. En el diario escribí: «… Estos contactos por la mañana son devastadores. Me dejan sin fuerzas para el resto del día. Hasta dormir es increíblemente difícil. Tengo dolores molestos y extraños en brazos, piernas, hombros y pulmones… Hago todo lo posible por continuar. Si pudiera leer las horas no parecerían tan largas, ni la oscuridad tan deprimente, ni mis pequeñas desgracias tan enormes…».

Por la sala, entre las sombras más allá del alcance de la tormenta, había hileras de libros, muchos eran libros fantásticos que conservaban la esencia de vidas profundas. Pero no podía leerlos, el dolor en los ojos no me lo permitía. El fonógrafo estaba ahí, pero para sobrevivir tenía que ahorrar la energía de darle cuerda. Cada pequeño detalle de la cabaña revelaba mi debilidad: la llama titubeante y humeante de la lámpara y los contornos flácidos de la ropa en las paredes, las latas congeladas de comida en la mesa, los trozos de hielo en el suelo, las manchas negras de queroseno derramado y los lugares amarilleados donde había vomitado, la silla tirada al lado de la estufa que no me había molestado en recoger y el libro, Lord Timothy Dexter de Newhuryport, de John Marquand, que estaba bocabajo en la mesa.

8 de junio

Me empeño día a día en describir mi forma de vida. Estoy manteniendo firmemente una rutina pensada para ofrecerme la mejor oportunidad de seguir adelante. Aunque el simple hecho de pensar en comida me revuelve por dentro, me obligo a comer un poco cada vez. Me lleva dos o tres minutos tragar un simple bocado. Sobre todo como verduras deshidratadas (judías secas, arroz, hojas de nabo, maíz y tomates en lata) que tienen las vitaminas necesarias. Y de vez en cuando, cereales fríos con leche en polvo. Cuando me siento con fuerzas, preparo carne fresca de foca.

La incertidumbre de mi existencia nace del pensamiento, cuando apago las velas por la noche, de que es posible que me falten las fuerzas para levantarme a la mañana siguiente. En los momentos en que me siento fuerte, lleno el tanque de combustible para la estufa. Ahora solamente uso queroseno. Su gas parece menos dañino que el del disolvente. Ya no llevo el tanque hasta el túnel como al principio. Mi único contenedor es de cuatro litros y tengo que hacer cuatro viajes al túnel para llenar el tanque y disponer de combustible para la lámpara. Me muevo un poco, luego descanso otro poco; más de una hora con el trabajo de esta mañana. Se me congela bastante la mano. Poco a poco he añadido cosas a los estantes de comida en los estantes cerca del catre. Son las provisiones de emergencia. Lo último que hago cuando me meto en el catre es asegurarme de que la lámpara tiene combustible suficiente. Si alguna mañana no puedo salir del catre, tengo que asegurarme de tener comida y luz suficientes y accesibles para mantenerme un tiempo.

Lo que me frustra es que ya no tengo fuerzas de reserva. Para subir la escalera hasta arriba tengo que descansar en cada peldaño. Hoy la temperatura era solamente de 40o bajo cero pero, aunque estaba cubierto de pieles, el frío parecía encoger mis huesos. Sopla de forma bastante constante desde el sureste y parece que no consigo mantener el calor en la cabaña. Por la noche, los dolores en el cuerpo me molestan constantemente. Lo que más necesito es dormir, pero rara vez lo consigo. Caigo en un letargo alumbrado por terribles pesadillas. Por las mañanas, es una tarea difícil sacarme del saco de dormir. Siento como si me hubieran drogado. Pero me digo una y otra vez que si me rindo, si dejo que este sopor me lleve, nunca despertaré.

*

Poco a poco volví a ponerme en pie y recuperé algo de control sobre mis tareas. Pero la mejora llegó de forma tan lenta, y fue interrumpida por tantos ataques, que únicamente fue perceptible después de un largo periodo. Sobre todo se notaba en la mejora de mi habilidad para controlar mis estados de ánimo depresivos. Aunque intenté reanudar las observaciones aurorales, en realidad estaba demasiado débil como para estar más de unos minutos arriba. Lo que hice fue sujetar la trampilla con un palo y observar desde dentro mientras me sostenía en la escalera. El domingo fue sombrío y cálido. El registro mostraba un viento no mayor que un susurro, que provenía del norte, del este e iba hacia el sureste. La temperatura subió hasta los 4o. Estaba agradecido por ello. La mayor parte de la tarde, la estufa estuvo apagada y me convencí de que la tregua de los gases me estaba ayudando a liberarme del cansancio que seguía al contacto por radio.

Ahora que estaba disminuyendo la agonía en mis ojos y en mi cabeza, lo más difícil era tolerar la oscuridad en la cabaña. Había ansiado la luz con anterioridad, pero en junio llegué a codiciarla. La lámpara y las velas eran, como mucho, charcos amarillos en una cueva. Tenía miedo de encender la lámpara de queroseno. Uno de los motivos es que tenía que bombear aire dentro con un pequeño émbolo, lo que requería más fuerza de la que estaba dispuesto a perder. Otro motivo es que el quemador tenía que calentarse primero con pastillas de encendido y el humo era visible siempre al principio. Nadie podía haber tenido más cuidado del que yo tuve. Durante la breve conversación con Little America, les pedí que el doctor Poulter consultase al Instituto Nacional de Estándares en Washington y averiguase, primero, si la lámpara de mecha producía menos humo que la de queroseno, y segundo, si la humedad en el queroseno o disolvente Stoddard (como consecuencia de la escarcha en el tubo de la estufa) sería capaz de crear monóxido de carbono. Formulé estas preguntas de forma improvisada y Guy Hutcheson, el otro ingeniero de radio, que de vez en cuando relevaba a Dyer, dijo que le daría el mensaje a Poulter y que, con toda probabilidad, tendría una respuesta de Washington en el próximo contacto por radio, es decir, el martes. Mi vida en ese momento está resumida en la entrada de diario de ese día:

10 de junio

… Durante mis escasos momentos «animados» me obligo a mover todo el combustible desde el barril más lejano del túnel. El techo vuelve a ceder en el extremo y no tengo fuerzas para arreglarlo bien. Puede que sea incapaz de dar estos pasos de más y quiero tener un barril lleno a mi alcance. Incluso hay ocasiones ahora en las que apenas puedo llegar al barril más cercano.

Me atrevo a decir que se ha eliminado cada gramo de egoísmo en mi ser y, sin embargo, hoy, cuando miré el montón de datos acumulados en el túnel, me sentí orgulloso. Me gustaría que los aparatos no realizasen siempre sus inevitables demandas, aunque en realidad requieren poca fuerza. Cuán resueltos y leales son, no tienen piedad. En el frío y la oscuridad de este silencio polar realizan sus tareas sin parar, sonando día y noche, exigiendo un reabastecimiento que no puedo darme a mí mismo. A veces, cuando me duele el cuerpo y mis dedos no obedecen, no muestran remordimientos. Parece que dicen, una y otra vez, «si tú paras, nosotros también; si tú paras, nosotros también».

11 de junio

Estoy intentando reducir los gases tapando el tubo de la estufa con esparadrapo. El fuego de la estufa arde muy lento la mayor parte del día y, para asegurarme de que haya buena ventilación, tengo la puerta de la cabaña abierta hacia el túnel durante mucho tiempo. Así que siempre hace frío. Dejé un trozo de carne en la mesa para que se descongelase hace cinco días y todavía no lo ha hecho.

Por la tarde apagué la estufa para que no hubiese humo y me metí en el saco de dormir hasta las 6:30. El dolor que siento en los hombros a veces es tan intenso que no puedo estar tumbado boca arriba. Quiero calmantes, pero no me atrevo a tomarlos. He estado demasiado cerca del final como para volver a dejarme caer durante una hora.

Sigo sin comer en condiciones, tengo que obligarme a masticar la comida hasta el punto de disolverla. Para evadir mi mente de la angustia de mi estómago a veces juego al solitario mientras como. Uso tres barajas de cartas. Están marcadas como «A», «B» y «C». Anoto la puntuación y apuesto contra mí. Mis brazos se agotan simplemente con sujetar las cartas. He terminado una partida entera esta noche antes de tragar tres bocados de comida.

Para entonces era la hora de la observación de las 8 p.m. Descansé después y volví a subir para anotar la aurora de las 10 p.m. Como se ve, mi existencia, al igual que la mayor parte de la vida normal, está regulada por la rutina, un patrón que se repite de forma infinita e inexorable. No obstante, desde el 31 casi siempre es precario.

Nevó durante la noche. Cuando subía la escalera esta mañana, descubrí que no podía mover la trampilla con mi método habitual. Descansé e intenté levantarla con los hombros. Ni se movió. Bajé y cogí un martillo. Al golpearla, finalmente conseguí abrirla. Me dejó agotado bastante tiempo.

13 de junio

Para tratarse del junio antártico, el tiempo está siendo sorprendentemente cálido. Tengo los registros del termógrafo y los formularios del Instituto Meteorológico al lado según estoy escribiendo esto (estoy tumbado en el saco de dormir), y en ellos he visto que la lectura menor desde el primer día fue de -46o, el día 7. La mínima de ayer fue de -38o, la de hoy es -34o. Además, el aire ha estado muy parado, lo que también ayuda.

No obstante, he tenido la estufa tanto tiempo apagada que el hielo de las paredes nunca se derrite. He visto cómo subía lentamente hacia el techo. Parece que aumenta una media de un centímetro y medio cada día. A pesar de todo, parece que voy mejorando. He dejado de tomar el té de la mañana a propósito. Ha sido una tortura hacerlo, pues he bebido té durante toda mi vida, pero parecía más sensato dejar los estimulantes. Ahora en su lugar tomo leche.

*

El jueves 14 llegó con un contacto por radio. Murphy estaba de excelente humor. Dijo que todo estaba bien en Little America y me contó un par de anécdotas que había apuntado mientras hablaba con alguien en Nueva York durante una prueba de emisión. «No puedo asegurar que sean ciertas», dijo con indiferencia, «porque me llegan de forma indirecta». Luego vino el doctor Poulter con las respuestas a las preguntas que había formulado acerca de la estufa y las lámparas. Debido a la elegancia de sus palabras supuse que estaba leyendo un texto preparado, me parecía incluso oír el crujido del papel en el micrófono. Si hubiera estado impartiendo una clase de física en la Universidad Wesleyan de Iowa, no habría sido más serio ni más impersonal.

Entre los dos tipos de lámparas, el doctor Poulter pensaba que la lámpara de mecha era la más segura. Me advirtió de que si siempre hay algo de humedad en el combustible, podría hacer que la estufa o la lámpara ardieran con una llama amarillenta, liberando algo de CO. También me advirtió de que tapase todas las grietas alrededor del quemador de la estufa donde hubiese goteo o el metal caliente vaporizase el queroseno y crease gases que provoquen náuseas.

Eso cerró el asunto temporalmente en lo que respectaba al doctor Poulter. También lo hacía para mí, puesto que había hecho todo lo humanamente posible en la dirección sugerida. Además, era reacio a insistir más en el tema para no levantar sospechas. Con esto, mi especialista científico se dirigió a un tema muy querido para su corazón científico: las observaciones meteorológicas. Desde que había llegado la oscuridad, él y su equipo, en colaboración con los observatorios repartidos por todo el mundo, habían mantenido una observación continua del cielo en busca de meteoros. Como era algo que me interesaba, y a menudo encontraba fragmentos de meteoritos en la nieve que derretía para conseguir agua, de tanto en cuanto se me informaba de los progresos de estas observaciones, ya fuera directamente el doctor Poulter o Charlie Murphy. En el tejado de su propia cabaña en Little America, el doctor Poulter había construido una pequeña cápsula transparente, casi al nivel de la superficie, que permitía ver los cuatro cuadrantes del cielo y, cuando el cielo estaba despejado, estaba ocupada continuamente por observadores. Los resultados habían sido increíbles. Debido a la claridad extraordinaria de la atmósfera antártica, se había avistado un gran número de meteoritos que no serían visibles a través de la capa de partículas de polvo y agua que oscurece el cielo en las regiones más templadas. Era un descubrimiento astronómico importante, que aumentaba las estimaciones predominantes sobre la cantidad de material que recibía la Tierra constantemente con ese origen.

—Estamos encantados con esta investigación —dijo el doctor Poulter—. No tenía ni idea de que saldría tan bien. Ahora estamos planeando avanzar algo más. Como sabes, Demas está reparando los tractores. Las cubiertas de lona se están reemplazando con trozos robustos de madera, equipados con catres, estufas, radio… En otras palabras, son unidades completas para una travesía. Nos gustaría llevar uno de los coches y establecer una segunda estación de meteoritos en la barrera, a unos cincuenta kilómetros en la Travesía Sur.

—¿Cuánto tiempo se ocuparía la base? —respondí.

—Un par de días durante una temporada clara —fue la respuesta en mis auriculares—. De esa forma podremos tener una base con la que calcular los radiantes, la altitud a la que los meteoritos se adentran en la atmósfera y demás.

—¿Cuándo estarán listos los tractores? —fue mi siguiente pregunta.

Poulter no estaba seguro. Eso dependería de Demas y los mecánicos.

—Pero el Número Uno debería estar listo en unos días.

—¿Viaje de prueba? —pregunté.

—Hasta el cabo Amundsen[14] y de vuelta —dijo el científico—. Está lo suficientemente lejos como para damos una idea del punto hasta el que las banderas están cubiertas y ver si somos capaces de seguir la pista.

—¿Cuándo?

—Eh, dentro de un mes. Ya veremos cómo van las cosas y luego hablaremos del resto del proyecto contigo.

—Vale. —Tecleé un mensaje de cierre para Dyer: «¿Contacto el domingo?».

Dyer intervino.

—Sí, te buscamos el domingo a la misma hora de siempre. Buenas noches, señor. KFZ termina la comunicación. —Ese era Dyer, el joven más brillante que ha estado jamás bajo mi mando. Nunca se alteraba, nunca se desconcertaba y era tan cortés como largo era el invierno.

Curiosamente, mi mente no consideró las implicaciones de la propuesta, pues se habían presentado de forma informal. Quizá en mi debilidad no podía verlas. Solamente en una ocasión anterior alguien había llevado a cabo un viaje tan largo durante la noche antártica[15]. El frío era demasiado para los perros y los riesgos para los aeroplanos (sobre todo los que rodeaban un aterrizaje forzoso) eran casi apabullantes. Un mes es demasiado tiempo en la Antártida; los planes mejor formulados tienen una manera especial de desvanecerse en el aire. «Ya veremos», murmuré mientras me adentraba en el túnel para apagar el motor. Ni por un instante se me ocurrió que este desarrollo pudiera tener relación alguna con mi suerte menguante. Tampoco era lo que se pretendía en Little America.

Al igual que los otros, este contacto por radio me dejó agotado. La diferencia fue la velocidad a la que me recuperé. A última hora de la tarde, después de pasar varias horas en el catre, me sentí con fuerzas suficientes como para intentar dar un paseo, el primero en dos semanas. O quizá «paseo» no fuera la palabra exacta, porque me apoyaba en los postes de bambú y descansaba a cada paso para recuperar el aliento y calmar el veloz latido de mi corazón. Al final no caminé más de veinte metros, pero estaba agradecido por ello. «Te estás poniendo bien», me dije, y esas palabras sonaron convincentes.

No recuerdo haber visto la aurora tan activa. Incluso a través del ventilador podía ver fragmentos. Además de las «obs» normales, hice varios viajes más arriba para ver el espectáculo. El cielo había estado oscuro todo el día, pero por la noche las nubes parecían retirarse especialmente para la aurora. Primero era un puñado de rayos temblorosos, luego se convirtió en un gran río de color plateado que atravesaba el dorado centelleante. Alrededor de las 10:30, cuando abrí la trampilla para echar un último vistazo, era una masa abultada de vapor diáfano que se extendía inquieta a través del cénit, entre los horizontes norte y sur. Empezó a palpitar, primero despacio, luego más y más rápido. Toda la estructura se disolvió en un sistema de arcos verdosos, todos bruscamente desafiantes. Sobre ellos giraba un conjunto rotatorio sobre otro de reflejos que avivaban los cielos con un brillo arrebatador. Verdes pálidos, rojos y amarillos acariciaban las estructuras majestuosas; el oscuro cielo volvió a la vida.

Los movimientos elegantes y temblorosos eran de algún modo provocativamente femeninos. Me senté y observé, olvidando mi flaqueza por un instante. Balanceándose cada vez más rápido, los rayos entrecruzados de repente se convirtieron en espirales rizadas que viraban en un sistema de grandes circunvoluciones, todas agitadas y marcadas con un ligero color. En un instante, toda esa creación había desaparecido, como si se hubiera escurrido por un desagüe. Lo único que quedaba eran unos cuantos rayos cuya agitación era una señal que decía: «Todavía no se ha acabado, todavía no».

Mirando desde la trampilla, adiviné que se acercaba el clímax. Y entonces, desde todos los horizontes (norte, sur, este y oeste) se elevaron incontables rayos, como si una gran ciudad se levantase de su sueño para tocar el cielo con ataques aéreos. Las columnas de luz se abalanzaban hasta dos tercios de la distancia del cénit, volvían con un vacío de color y volvían a elevarse. Finalmente, con un fuerte golpe, se liberaban del horizonte deslizándose con una elegancia infinita. Allí, en las alturas del cielo, se transformaban en la geometría incomparable de una aureola decorada con preciosos hilos de luz radiante. Y el brillo del rojo Marte, la Cruz del Sur y el cinturón de Orion eran tan pálidos, en contraste, como las velas en la cabaña.

*

El viernes 15 la temperatura subió a 7o a primera hora de la mañana, luego cambió y se hundió hasta los -20o. La escarcha enfundaba todo con un aislamiento térmico abultado. La veleta estaba atascada y por la mañana subí al poste del anemómetro para soltarla y limpiar los contactos al mismo tiempo.

Mi diario dice: «Todavía no tengo fuerzas suficientes para hacer este tipo de cosas, me ha costado muchísimo». El sábado fue un día oscuro como la boca del lobo. El barómetro llegó hasta los 71,22 centímetros, después de una larga y lenta caída. Los días de tranquilidad fueron interrumpidos por el viento, que sopló de nuevo desde el noreste. Caía la nieve, y la ventisca resurgió sobre la barrera en avalanchas arrastradas por el viento. Durante todo el día hubo una espiral regular de ventisca por la ventilación y parte del tubo de la estufa. Después del silencio por la ausencia de viento, el sonido de la tormenta era particularmente emocionante; su ruido distante me recordaba mi fuerza y seguridad anteriores. Descubrí que podía leer de nuevo sin que me dolieran los ojos, y pasé una hora estupenda terminando la narración de Marquand sobre ese caballero excéntrico del siglo XVIII, Lord Timothy Dexter. Después puse en marcha el fonógrafo, por primera vez en casi una semana. Parece increíble que una persona no tenga fuerzas para dar cuerda a algo tan pequeño, pero así era. Recuerdo bien las canciones, pues las anoté en el diario. Una era The Parade of the Wooden Soldiers, otra era Holy Night cantada por Lucy Marsh. Esta última era una de mis favoritas, sobre todo la melodía del principio que reza así:

Oh, Holy Night, the stars are brightly shining

‘Tis the night of our dear Saviour’s birth.

Después venía una frase incomprensible seguida por otra acerca de la emoción de la esperanza. En el pasado había escuchado esta canción una y otra vez, intentando averiguar las palabras para cantarla. Nunca lo conseguí, y aquel día prometí que, si salía vivo de esta, lideraría un movimiento reformista nacional que insistiera en una dicción más clara de los sopranos para mejorar la tranquilidad de los exploradores que pudieran verse tentados a cantar en una etapa posterior de sus vidas.

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