Solo

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Agosto. El reflector

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Agosto

EL REFLECTOR

AGOSTO COMENZÓ UN MIÉRCOLES. ESTABA cubierto por la amenaza. Nunca había visto el barómetro caer tan bajo. La presión cayó a 68,58 centímetros y la varilla del registro se salió de la hoja. Al verla caer tuve la sensación de que el aire de la barrera estaba siendo absorbido. Sin embargo, las semiesferas del anemómetro se movían con una brisa ligera que se ha contentado con golpear la brújula y expirar. No ha pasado nada más. Aun así, todo el día estuve imaginando que la barrera estaba conteniendo el aliento, esperando la llegada de un huracán.

Mi ánimo estaba contagiado por la incertidumbre en la naturaleza. Por primera vez estaba realmente a punto de perder mi autocontrol, no podía estarme quieto por los nervios. Rellené las latas de queroseno de repuesto que estaban justo al otro lado de la puerta, pues las había usado durante el último contratiempo, y traje más comida del túnel hasta que tuve en la cabaña al menos reservas para dos semanas. Ese esfuerzo adicional me dejó agotado, pero no pararía (ni podía hacerlo) hasta que estuviera hecho. La rutina y la necesidad me hacían realizar una serie de tareas de forma automática; las hacía a pesar de mí mismo.

El hecho de no escuchar nada de Little America en cinco días aumentó mis miedos. Por lo que sabía, Poulter podía estar de camino, de hecho podía estar cerca. Empleé las últimas fuerzas que me quedaban en colocar otra lata de gasolina. La noche envolvente carecía de señales, así que fui a dormir y soñé a ratos con tractores, grietas y extrañas caras hostiles que llenaban la cabaña gritando algo difuso que, sin embargo, deseaba ardientemente.

2 de agosto

Hoy no he oído nada pero, por si acaso, he encendido una lata de gasolina por la tarde y otra por la noche. El tiempo es moderado. Después de una mínima de -52o ayer, hoy la temperatura ha subido hasta los -2o a las 11 p.m. Hay niebla ligera, pero hay viento que destacar.

3 de agosto

La Providencia ha sido buena con nosotros. Poulter está a salvo en Little America y mis arreglos inútiles en la radio parecen haber dado sus frutos. Hoy los mensajes han cobrado sentido. Poulter no se ha marchado, pero está preparado para hacerlo en cuanto Haines le dé un informe meteorológico favorable. Little America está cubierta por la niebla, pero aquí el cielo está totalmente despejado. A mediodía, el cielo al norte tenía un delicado tono rosado y un toque amarillento en dirección al mar de Ross. El termómetro de máximas ha registrado cero esta mañana, pero está volviendo a hacer frío: casi 40o bajo cero ahora (10 p.m.). La luz creciente es un factor que reduce cada día los peligros para Poulter, pero a mí ha dejado de importarme. Parece que una especie de insensibilidad me ha invadido.

Dyer debe estar pasándolo mal al otro extremo de las conversaciones. Es un auténtico apuro no ser capaz de contestar las preguntas urgentes de Little America, pero debo decir que Dyer y Hutcheson han esperado con mucha paciencia.

4 de agosto

Poulter ha salido. Esta tarde me han dicho que se había marchado cinco horas antes con raciones para dos meses y una gran reserva de gasolina. El tiempo es bueno, apenas hay viento y la temperatura está estable en menos treinta grados. Además, el hecho de que Poulter se haya dirigido al sur de nuevo ha atravesado mi apatía y la esperanza ha acelerado de nuevo mi corazón.

*

El domingo es un día que me gustaría borrar de la memoria. Me encontraba en un estado horrible cuando desperté, estaba demasiado mal como para comer y muy cansado como para perderme en alguna tarea superficial. Estuve trabajando un poco con el registro, pero me molestaban los ojos y, finalmente, me hundí en la silla al lado de la estufa y esperé a que llegase el contacto de mediodía. Había malas noticias. Poulter había caído en las grietas del lateral de Little America en el cabo Amundsen. No había encontrado el camino que le había llevado sin peligros la otra vez y, al intentar recorrer una nueva ruta, se había perdido y seguía tratando de sacar el vehículo del agujero de la grieta donde había caído.

Como el receptor fallaba de nuevo tardé un tiempo en comprender los hechos y, cuando los recibí al completo tras escuchar los informes combinados de Murphy y Haines, parecían muy graves. Si Poulter estaba en peligro a menos de dieciséis kilómetros de Little America ¿por qué no se hacía nada por ayudarle? Mis nervios estallaron. Apreté con fuerza el interruptor: «Charlie y Bill, ¿cuál es el maldito problema? ¿No hay otro tractor que ayude? Usad todos los medios».

Charlie me respondía según ajustaba los auriculares. La ira había desaparecido y crecía el remordimiento. Habría hecho cualquier cosa por tener el poder de retirar esas palabras. Mi amigo habló con resolución, amabilidad e incluso, eso pensé yo, con un ligero reproche. Si no recuerdo sus palabras exactas, desde luego sí que recuerdo el sentido. En su opinión, dijo, Poulter estaba procediendo con cuidado y usando la razón. Había un tractor listo y lo había estado desde el momento en que Poulter se había marchado. Estaban en contacto constante con él. Aunque habían ofrecido a Poulter todos los equipos del campamento, los había rechazado, así que no había motivos para alarmarse. Seguramente el tractor volvería a estar en marcha en unas horas. Al terminar, Charlie dijo con el mismo tono calmado: «Dick, la verdad es que estamos más preocupados por ti. ¿Estás enfermo? ¿Estás herido?».

Intenté evitar las preguntas diciendo que entendía el estado del tractor, pero en ese momento, primero mis piernas y luego las manos, fallaron en las manivelas. El mensaje se quedó en el aire. Charlie empezó a hablar. Dijo que lo que habían escuchado era comprensible solamente a medias. No había escapatoria. La vieja historia del brazo dolorido no funcionaría de nuevo. Murphy insistía demasiado. Incluso mencionó algo de mandar un médico. «Nada de lo que preocuparse», dije al final, «pero no me pidáis que mueva más las manivelas».

Todo esto se anotó fielmente en el registro de Little America con la observación adicional de Dyer que decía que «la fuerza de Byrd parece desvanecerse después de varias palabras». Por lo tanto, mis evasivas no engañaban a nadie más que a mí mismo. Los recelos de Murphy aumentaron, pero afirmó estar satisfecho. «Sabemos lo duro que debe ser mover las manivelas», dijo. «No te preocupes por nosotros o por Poulter. Hablamos mañana».

6 de agosto

A mediodía Poulter estaba solamente a treinta y ocho kilómetros al sur. Ayer sacaron el tractor de la grieta, pero desde entonces está sufriendo varios problemas mecánicos. El embrague funciona mal, las correas del ventilador están desgastadas y Charlie duda que Poulter pueda hacer mucho al respecto. Mandé un mensaje tranquilizador, solo para hacer que Charlie dijera que Dyer no había entendido ni una palabra; mi señal era muy débil. Con mucho tacto, sugirió que no tenía que mover las manivelas a menos que tuviera un mensaje importante y que, en ese caso, un simple «bien» significaría que todo estaba en orden. Mandé dos o tres «bien» y apagué por hoy.

He sufrido por lo que dije ayer. Fui injusto con mis compañeros de Little America al cuestionar su juicio y eficacia. Por supuesto que sabían lo que estaban haciendo y a esta distancia no tengo forma de intervenir. Aun así, mi disgusto va más lejos todavía. Me vuelve loco que después de sesenta y seis días me haya dejado llevar por una muestra momentánea de impaciencia.

No tengo forma de saber cuánto ha adivinado Little America. El tono tranquilo de Charlie puede ser una fachada. Eso es lo que me atormenta. Lo último que quiero es ver esta expedición degenerar en una misión de rescate con todos los riesgos y humillaciones que eso implicaría. Y, de nuevo, lo digo con total humildad. Todo este asunto ha superado hace tiempo las consideraciones efímeras del orgullo o de salvar las apariencias. Si se ven tentados por la temeridad y algo sale mal, mis posibilidades de salir de aquí también se resentirán, pues la barrera no es lugar para hombres preocupados y nerviosos. Por eso mi petición es completamente egoísta. Obviamente, los oficiales de Little America actúan prestando gran atención a los riesgos. No podrían actuar de otra forma sin traicionarme a mí y a los hombres a su cargo…

Nada de esto importa, le pido al cielo que el asunto se resuelva de una forma u otra. No puedo seguir así; animado un minuto por la esperanza y al siguiente derrumbado por el fracaso. Mi capacidad de recuperación es cada día menor y muchas veces culpo a la radio de ello. Ponerla en funcionamiento constantemente se ha convertido en un infierno. Cuando termino de usarla, me limito a tambalearme en un estado que se aproxima a la impotencia. Solo es posible soportar tanta desgracia durante un tiempo, pero luego algo tiene que ceder. Me hundo de nuevo en la miseria.

Ahora debería ir a dormir, reconfortado por la idea de que mañana por la noche estarán aquí. Algo me dice que no es posible, no después del informe desalentador de Charlie. Lo peor de todo es que el frío aumenta: ahora está llegando a los 60o bajo cero.

*

El martes fue un día desolador. Murphy me informó de una forma objetiva de que Poulter estaba de vuelta otra vez en Little America. A cuarenta y dos kilómetros al sur, apenas la mitad de la distancia recorrida en el primer intento, el embrague había fallado definitivamente. Poulter había vuelto y, de hecho, tenía suerte de haber conseguido llegar a Little America.

—Es una lástima, pero esos son los hechos —dijo Charlie—. Ahora duermen. Están arreglando el vehículo y estará listo a medianoche.

Respondí que lo que estaban haciendo era delicado. No se ganaba nada con prisas y presiones.

—Repite, por favor, no lo hemos entendido —dijo Little America—. John dice que tu transmisor no está bien calibrado. —La suerte a veces llega inesperadamente. Mi transmisor fallaba. Antes no podía oír a Little America, pero al menos Little America me oía a mí. Ahora se invertía la situación. Yo les oía bastante bien, pero ellos apenas oían algo de lo que decía—. Esperad —dije. Comprobé rápidamente el transmisor, hice un par de ajustes y lo encendí de nuevo.

—No está bien, pero no importa —dijo Charlie—. Intenta tenerlo arreglado mañana. Hablamos a la misma hora. No te preocupes por las luces durante un par de días.

Aquella mañana me rendí de verdad. En el diario escribí: «Parece que la ayuda para mí y la seguridad razonable para los hombres no caben en la misma cama… Fue un error permitir que crecieran tanto mis esperanzas… Hoy he sabido que había tres hombres en el equipo y que uno de ellos era mi compañero de tripulación, el bueno y leal Pete Demas, otro era Bud Waite, en quien tengo total confianza. Si Poulter y estos dos hombres han dado la vuelta es que había una buena razón».

No obstante, incluso sin esperanza, la tenacidad animal que persistía en mí, como en cualquier hombre, no dejaba que me rindiera. Desde la primera salida he estado preparando latas y bengalas. Ahora, realizando un viaje cada hora, conseguí llevar media docena de latas de gasolina más a la superficie. Entonces ya tenía doce señales listas que consistían en latas de sopa de tomate y un par de latas de gasolina con un extremo cortado. Estaban colocadas en el banco improvisado del tejado sujetas con nieve y cubiertas con papel para evitar que entrase la nieve dentro. Coloqué la cometa en la veranda, a los pies de la escalera, con el cable enroscado con esmero. Ahí puse también las últimas bengalas, de las que quedaba media docena. En cierto modo me preparaba para un último ataque.

Estos sencillos preparativos, que me distraían durante un rato, me vinieron muy bien. Y el mismo día resultó alentador. Estaba despejado, no hacía demasiado frío, solamente 41o grados bajo cero a mediodía. Y no se podía negar que la luz del día se elevaba con la fuerza implacable e irresistible del sistema solar tras ella. La oscuridad entre mi base y Little America se dividía en dos durante un tiempo; la luz crepuscular perlada se extendía y se volvía rosada y amarillenta, y daba la impresión de que se colocaba una alfombra para el sol. Ahora el sol estaba alejado solo tres semanas. Intenté imaginar cómo sería, pero la idea era demasiado amplia para que yo llegara a comprenderla.

8 de agosto

Han salido otra vez esta mañana para realizar el tercer intento; van Poulter, Demas y Waite. El día estaba despejado, la luz era buena y el frío, regular. El aire estaba en los menos cincuenta esta mañana, pero se calentó hasta los menos treinta a mediodía y ahora se mantiene bastante estable en los menos cuarenta.

Charlie estaba contento. «Mantén las luces encendidas, Dick. Esta vez creo que van a llegar de verdad», dijo. Bueno, eso está por ver. No me puedo permitir tener esperanzas otra vez, la caída hacia el fracaso es demasiado abrupta. La lástima es que solamente tengo la mitad del contacto con Little America. Yo les oigo, pero ellos a mí no. Ya he desmontado el transmisor una vez y volveré a hacerlo esta noche.

*

El día siguiente era jueves. Me desperté con la firme convicción de que esta expedición, igual que las otras, acabaría en fracaso. Ahora entiendo mejor que entonces por qué decidí adoptar esa postura: era un mecanismo de defensa para protegerme de la tortura que supondría otra decepción. Curiosamente no tenía una sensación de desesperación, más bien pensaba que era totalmente realista. Mi propio interés personal en el resultado de la expedición importaba poco. Daba igual cómo acabase el trayecto, si llegaban a la Base Avanzada o no, yo estaba convencido de que tenía poco que ganar; el valor de mi rescate era próximo a cero. Solo había una cosa que seguía siendo importante: el prestigio de la expedición y la seguridad de los tres hombres entre Little America y yo.

El tiempo no era exactamente propicio. Aunque el barómetro estaba subiendo, el cielo estaba nublado y la veleta apuntaba al este, el cuadrante donde se originan las tormentas. Tuve miedo de que una ventisca o una ola de frío helador atrapase al equipo a medio camino entre Little America y la Base Avanzada. Me convertí en espectador de una obra de teatro. Los peligros que rodeaban a los protagonistas eran evidentes pero, como la resolución estaba en manos de otros, no podría gritar para avisar.

Evidentemente, la misma inseguridad se extendía en Little America. Cuando hablamos durante el contacto en las primeras horas de la tarde, John Dyer parecía apurado y nervioso. A partir de lo que dijo, supuse que Charlie Murphy estaba fuera esquiando en alguna parte. Bill Haines me informó en su lugar. Lo que saqué de todo eso es que Poulter estaba bien. «¿Qué tal el tiempo?», pregunté. Bill pensaba que no tenía buen aspecto. «Por Dios, Bill», tecleé, «diles que se den prisa». Si el tiempo estaba empeorando quería al equipo fuera de la barrera.

«Lo entiendo», respondió Bill, «pero están bien. Saben cuidar de ellos mismos».

Entonces intervino Charlie Murphy. Aunque su voz era clara, no oí mucho de lo que decía. Afirmó sin embargo, para mi tranquilidad, que el tractor de repuesto estaba listo para acudir en ayuda de Poulter y que en el caso de que los tractores fallasen, June y Bowlin podrían preparar uno de los aeroplanos para que volase en cuarenta y ocho horas. Charlie Murphy y yo nos conocíamos desde hacía mucho tiempo; teníamos una relación cercana y afectuosa; y, no tanto por lo que dijo, sino por lo que no dijo, sentía cierta ansiedad en él. «Gracias», respondí, «pero no tienes que cometer errores ni correr peligros».

Después me senté al lado del fuego con una sábana cubriéndome los hombros. Debí dormirme, pues lo siguiente que supe es que la cabaña estaba completamente oscura. No había rellenado la lámpara, así que se había consumido. Fui a tientas hasta que encontré la linterna. Era la hora del contacto por radio de las cuatro. Sentado en la oscuridad, escuché cómo Charlie me decía que Poulter estaba a unos sesenta y cuatro kilómetros y, evidentemente, seguía avanzando. El resto fue prácticamente incomprensible. Entendí una referencia a las luces y luego una frase en la que me preguntaban si necesitaba un médico. Estaba claro que Charlie tenía sus propias ideas acerca del estado de las cosas en la Base Avanzada, y ningún engaño por mi parte podría despistarle. No obstante, respondí: «No, no, no». Y con esta negativa acabamos por ese día.

A partir de entonces las horas cayeron como las astillas de una pieza tallada por un carpintero descuidado. Recorrí la cabaña por la necesidad física de hacer algo. Una vez fui arriba para comprobar el tiempo. El viento estaba casi parado en el sur y parecía que el cielo se estaba aclarando. El frío estaba volviendo. Desde los 16o bajo cero del mediodía, la temperatura volvía a descender a los menos treinta. Pensé que Poulter lo podía soportar, teniendo en cuenta todo lo que había vivido. Antes de cerrar la trampilla miré al norte y creo que recé una oración silenciosa por ellos tres.

Para cenar tomé sopa, galletas saladas y patatas. Cuando me lo había comido todo y la cena prometió quedarse dentro de mi estómago, me fui a dormir. Estuve dando vueltas mucho tiempo. La posibilidad que me negaba a aceptar era un hecho prácticamente demostrado: a saber, Little America sabía que estaba en peligro, y Poulter venía más para ayudarme que para observar meteoritos. Y, si este era realmente el caso, sabía que estaría empeñado en conseguirlo a pesar del estado de las banderas más allá del Valle de las Grietas. Esto explicaba toda la charla acerca de las luces. Una vez que hubiera rodeado las grietas, evidentemente se guiaría por brújula hasta la Base Avanzada, y confiaba en encontrarme siguiendo una luz que se viera a veinticinco o treinta kilómetros de distancia.

Yo sabía cuáles eran los peligros de esa estrategia. Supongamos que me desplomo del todo. Sin una luz que le guíe, Poulter podría pasar a noventa metros de la Base y no llegar a verla. Eso era algo muy posible en la noche polar. Y si con las prisas se dirigían rápidamente al sur, entonces las cosas se volverían complicadas para ellos. Es cierto que conocían su posición y que Poulter podía determinar su propia situación con entre uno y tres kilómetros de margen observando las estrellas. Pero hacerlo con el frío no es tarea fácil y, de hecho, si el cielo estaba cubierto, sería imposible. En ese caso, el único recurso de Poulter sería delimitar una zona y recorrerla hasta encontrar la base. Mientras tanto, se emplearían más horas, más gasolina, y el peligro de que hubiera grietas en una zona sin explorar se multiplicaría varias veces.

Estaba claro que tenía un trabajo que hacer. En lugar de ser un sujeto pasivo debía ser un colaborador activo. Mi tarea era la del vigilante del faro en una costa peligrosa. Simplemente tenía que mantenerme en pie y, puesto que me encontraba casi sin fuerzas, tenía que emplear las pocas que me quedaran. No tenía sentido malgastarlas como había hecho en el pasado, encendiendo las latas de gasolina cuando Poulter estaba tan lejos que no podía verlas. Así que me metí en el catre, encendí una vela y calculé su hora de llegada probable. A las cuatro estaba a unos sesenta y cuatro kilómetros, y treinta y siete horas de Little America; por lo tanto, su velocidad media era de 1,7 kilómetros por hora. Le faltaban 128 kilómetros. Ni con toda la suerte del mundo podría recorrer más de ocho kilómetros por hora. Supongamos que por intervención divina lo consiguiera; en ese caso, llegaría a las ocho de la mañana.

Parecía demasiado bueno para ser posible, pero tenía que estar preparado ante cualquier eventualidad. Por eso decidí volar la cometa por primera vez a las siete de la mañana y prender la gasolina a intervalos de dos horas durante el día. No podía hacer nada más y tenía mis dudas de poder conseguirlo. En cualquier caso, intenté dormir. El sueño tardó mucho en llegar y, cuando lo hizo, estuvo plagado de fantasmas, de grietas, hombres perdidos y luces distantes.

*

Por la mañana me desperté de un salto. Normalmente despertarme suponía una larga lucha interna entre la resolución y la desesperación, pero esta vez me puse alerta en un santiamén. Me vestí todo lo rápido que pude, encendí la estufa y subí lentamente hasta la superficie. Según el reloj de pulsera eran las 7:30. El día era oscuro. Había multitud de nubes al este. Miré al norte por costumbre. Y esta vez juraría que vi una luz. Para estar seguro cerré los ojos y, cuando volví a mirar, la luz había desaparecido. Las estrellas me habían decepcionado en muchas ocasiones y puede que una hubiera vuelto a engañarme otra vez, aunque no lo creía. Esa convicción me dio fuerzas.

La cometa estaba al pie de la escalera. La llevé con una cuerda y mojé la cola con gasolina, pero dejé medio metro de papel seco al final. Eso me serviría de mecha y me daría el tiempo necesario para elevar la cometa en el aire antes de que la cola se quemase. Entonces empecé a volarla. Había una ligera brisa del sureste. Para ahorrar fuerzas gateé una parte del camino. En total avancé unos sesenta metros, la distancia más larga que había recorrido en muchos días. Hice un pequeño agujero, coloqué la cometa en vertical y amontoné nieve alrededor del extremo inferior para mantenerla en pie. Luego, después de estirar la cola, prendí el papel. Aunque retrocedí lo más rápido que pude, la gasolina ardió antes de que yo hubiera llegado al otro extremo del cable.

Sin fuerzas para correr, tuve que lanzarla al aire tirando del cable con una mano sobre la otra. El primer tirón fue bastante afortunado. Una corriente de aire atrapó la cometa y la elevó con suavidad. Sujeté fuerte y la mantuve a una altura de treinta metros. Ver cómo se balanceaba en la noche, ondeando su cola ardiente, resultaba muy gratificante. Era mi primera acción creativa en mucho tiempo. La luz duró unos cinco minutos. Luego se convirtió en un filamento incandescente que finalmente se rompió y cayó. No hubo respuesta del norte. Recogí la cometa y fui hacia las latas de gasolina. Encendí dos rápidamente, una detrás de otra. Esto tampoco provocó ninguna respuesta. Pasó la emoción y tropecé por el cansancio. Durante un momento estuve demasiado débil para avanzar, así que me senté a pensar en la nieve. Mis luces eran visibles por lo menos a treinta kilómetros. El hecho de que Poulter no hubiera respondido significaba que debía estar todavía lejos. Eso quería decir que podía descansar del esfuerzo de las señales por lo menos cuatro horas más.

De vuelta en la cabaña, encendí la radio y escuché durante unos diez minutos por si acaso Little America estaba emitiendo señal. Todo estaba en silencio. Para entonces la nieve se había derretido en el cubo. Me preparé un poco de leche caliente que me dio fuerzas de nuevo, luego me metí en el saco de dormir y dejé la lámpara encendida. Estuve durmiendo a ratos. Varias veces pensé que estaba oyendo los crujidos de las orugas de los tractores, pero eran los crujidos de la barrera; y varias veces me confundió también el sonido del cable de la antena mecido por el viento. A mediodía volví a subir con los prismáticos. La luz del amanecer era bastante fuerte; conté al menos una docena de banderas en el camino, eso significaba que la visibilidad era buena a tres kilómetros; y un brillo rosado bañaba el cuadrante norte, a medio camino del cénit. Pero no se movió nada.

Contacté con Little America a la hora habitual. Murphy estaba casi exultante. Seis horas antes Poulter había avisado de que había recorrido más de la mitad del Valle de las Grietas y, lo mejor de todo, había encontrado el camino. Al parecer, las banderas se veían bastante bien. Poulter dijo que no esperaba tener más problemas y que estaba cruzando la zona del Montículo. «Son las mejores noticias en una temporada», dijo Charlie. «Tenemos otro contacto por radio con ellos a las 3:45. Luego, te enviaremos un informe».

Una hora más tarde me obligué a cruzar la trampilla y encendí una lata de gasolina. No hubo respuesta pero, de nuevo, tampoco esperaba que la hubiera tan pronto.

A las cuatro, Little America me llamaba con mucha emoción: Poulter estaba a 148 kilómetros al sur, justo en el camino. «Según el último informe», dijo Charlie, «las escobillas del generador están fallando, pero Poulter está seguro de que no se quedará parado. Buena suerte, Dick. No te olvides de mantener las señales encendidas». No contesté, pues temía lo que pasaría si movía las manivelas del generador.

Cuando Dyer se despidió diciendo que volvería a buscar mi señal en unas horas, intenté ordenar mis ideas. Charlie creía que, con suerte, Poulter estaría en la Base Avanzada en otras ocho horas, como mucho a primera hora de la mañana. La expectación era demasiado grande como para visualizarla. Era como saber con antelación que vas a renacer de nuevo, sin la destrucción intermedia de la muerte. Además, pensaba que Charlie estaba siendo demasiado optimista. A Poulter todavía le quedaban cuarenta y ocho kilómetros. En las 61 horas que había estado de camino había recorrido de media 2,4 kilómetros por hora, y en las últimas 24 horas, menos de tres kilómetros por hora. Incluso a esta última velocidad, todavía estaba a 15 horas de distancia de la Base Avanzada, así que no era probable que llegase antes de las siete de la mañana.

Aun así, la prudencia me convenció para prepararme ante una posible llegada anticipada. A las cinco subí por la escalera. El cielo se había despejado considerablemente, pero la luz del amanecer había desaparecido y la barrera pocas veces había parecido tan negra y vacía. Encendí otra lata de gasolina, igual que antes; esta vez tampoco hubo respuesta, aunque no la esperaba. Bajé y descansé una hora. Me obligué a leer Java Head, de Hergesheimer, a propósito, pero mi cabeza no seguía las frases. A las seis volvía a estar en la trampilla. Y esta vez sí que vi algo. Al norte un rayo de luz se elevaba en la barrera, se movía en vertical y caía; luego subió de nuevo, alcanzó una estrella y se apagó. Se trataba, sin lugar a dudas, del reflector de Poulter, y mis primeros cálculos establecieron que no estaban a más de dieciséis kilómetros.

No podía describir lo feliz que estaba. Fui a por la cometa con una bengala en la mano y casi me caigo por el camino. Até la bengala a la cola, la encendí y, repitiendo lo que había hecho antes, subí la cometa a más de veinte metros de altura. La bengala brilló con fulgor durante cinco minutos. Estuve mirando al norte todo ese tiempo, pero fue en vano. La bengala se apagó y bajé la cometa. Me senté en la nieve durante media hora, simplemente observando. La oscuridad aumentó de forma perceptible. Sabía que había visto una luz, pero después de todas las decepciones ya desconfiaba de todo. Lo que tenía que hacer, de una forma u otra, era tomar una decisión. La espera, las idas y venidas, la incertidumbre, todo era intolerable. Este era el día setenta y uno desde el primer colapso. Había soportado todo lo que la fragilidad humana podía aguantar.

Cuando me moví para levantarme, mis fuerzas se habían desvanecido. Gateé hasta la trampilla, bajé por la escalera y fui hasta el catre. Mi agotamiento era infinito. Sin embargo, no podía quedarme quieto. Media hora después subí de nuevo deteniéndome en cada peldaño de la escalera. «Ahora verás las luces más cerca», me dije. No vi ninguna luz. La barrera estaba oscura. Pero tenían que haber visto la cometa. Si había sido así, entonces no habrían sentido la necesidad de comunicarlo, pues yo no veía ni oía nada. Encendí otra lata de gasolina, cuando se apagó, encendí otra y la coloqué sobre la nieve. La consciencia de mi propia inutilidad echó más peso sobre mis hombros. Pasaron los minutos. A las 7:30 un par de estrellas se asomaron entre las nubes. ¿Dónde estaban? Con cuidado encendí otra lata de gasolina y esperé a que se apagase. A lo mejor habían acampado por la noche, pero sabía que no lo harían si estaban tan cerca. Sumido en el pesimismo, imaginé lo peor: una avería, fuego o quizás se habían caído en una grieta.

La marca roja del termógrafo estaba entre los menos cuarenta. Me sentía completamente desanimado cuando cogí los auriculares. Charlie Murphy estaba por la mitad del informe. Por lo que entendí, no sabían nada de Poulter desde las cuatro. Se me cayeron los auriculares de las manos. Es una lástima que no me quedase a escuchar más, ya que Murphy me estaba intentando decir que eso seguramente fuera una buena señal: al estar tan cerca de la Base Avanzada, Poulter habría decidido no gastar tiempo en establecer contacto por radio y avanzar lo más rápido que pudiera. El hecho es que yo estaba al límite de mis fuerzas. Mi mente se tornó confusa y cuando recuperé mis facultades, estaba tirado en el catre con la mitad del cuerpo dentro y la otra fuera.

El frío me despertó. Eran alrededor de las 8:30. Me subí al catre, me tapé con las sábanas y me dormí. Estuve durmiendo una hora y media. Luego, al darme cuenta de que debía atender las señales, me desplacé hasta la escalera. Lo mejor que podía hacer era animarme un poco. Volví a la cabaña e intenté pensar en lo que podía hacer. Obviamente, necesitaba un estimulante. Al recordar lo que me había provocado el alcohol la última vez que lo probé, lo descarté. El resto no está claro del todo. En el botiquín médico había un hipofosfato que contenía estricnina. En la botella había una nota en la que se detallaban los ingredientes y la dosis: una cucharadita diluida con un vaso de agua. El líquido estaba congelado, pero lo descongelé en el cubo de agua. Eché tres cucharaditas en una jarra y sobre ellas vertí tres tazas del té más fuerte que podía conseguir. Me sentía mareado, pero parecía que me volvían las fuerzas.

Armado con otra bengala y un trozo de cable flexible, salí de la cabaña. Tenía fuerzas que gastar, al menos temporalmente. Eché el cable sobre la antena de la radio, entre los dos postes, até la bengala a uno de los extremos, encendí la mecha y luego subí la bengala hasta el extremo superior de la antena. La luz era cegadora. Cuando se apagó, parpadeé y miré hacia el norte. La luz oscilante de un reflector se movía despacio hacia arriba y abajo en contraste con el fondo oscuro del horizonte. Podía ser otra alucinación. Me senté mirando al horizonte. Cuando me levanté y volví a mirar la luz seguía subiendo y bajando. De hecho, pronto vi otra luz, una fija y más potente que la primera; evidentemente se trataba del faro de un vehículo.

El mundo avanzaba hacia mí. En un momento vería a mis amigos y escucharía voces. La escapatoria que durante dos meses y medio había existido únicamente en mi imaginación ahora se convertía en una realidad cercana. Sería difícil describir exactamente lo que me causó esa luz. En toda mi vida solamente recuerdo una experiencia comparable: en el duro final del vuelo transatlántico. Habíamos cruzado el Atlántico entre niebla y tormentas y en la costa de Francia llegamos a una sucesión de borrascas que dieron lugar a lluvia y más niebla. Aunque llegamos a París, nos vimos obligados a volver a la costa, pues era el único lugar en el que podíamos aterrizar sin matar a nadie más además de a nosotros mismos. Casi no nos quedaba combustible, los cuatro estábamos agotados y ante nosotros, tan seguro como la muerte, se hallaba un aterrizaje de emergencia. Y entonces, a las cuarenta y ocho horas, en la costa de Francia vimos una luz móvil que era la señalización del faro de Ver-sur-Mer. Bueno, ver los faros del tractor fue algo parecido, solo que esta vez había esperado más tiempo y sufrido más. En ese instante milagroso, toda la desesperación y sufrimiento de junio y julio desaparecieron, y sentí que nacía de nuevo.

De repente las luces desaparecieron. El vehículo había llegado a uno de los valles poco profundos que abundan en la barrera y la pendiente que se interponía lo había ocultado. Por tanto, el tractor debía estar todavía a cierta distancia y dudaba que llegase hasta mí en menos de dos horas. Después de prender otra lata de gasolina (por lo que quedaban dos) y la penúltima bengala, bajé a la cabaña con la intención de preparar cena para mis tres invitados. Eché un par de latas de sopa en una cazuela y la puse en el fuego a calentar.

La siguiente vez que observé desde la trampilla vi el reflector claramente, tanto que de hecho fui capaz de ver que estaba colocado en un lateral de la cabina. Incluso entonces, decidí, todavía estaban a unos ocho kilómetros. Tardarían otra hora en acabar la travesía, así que me senté en la nieve para esperar el final de este suceso maravilloso. Un poco más tarde pude oír en el aire limpio y vibrante el crujido de las ruedas, luego el bip bip bip de la bocina, aunque el vehículo no parecía estar más cerca. Tenía frío, así que bajé y me puse un rato al lado del fuego. Era difícil estar sentado cuando arriba se estaba produciendo un milagro, pero aun así me obligué a hacerlo para no desmayarme. Miré alrededor en la cabaña y pensé en lo diferente que sería en unos minutos. Su estado era desastroso y recuerdo estar avergonzado de que Poulter y los demás me encontrasen en ese estado pero, aunque sí eché algunas cosas al montón de los desechos, estaba demasiado débil como para hacer mucho más.

Unos minutos antes de medianoche volví a subir. Estaban muy cerca. Veía la sombra abultada del tractor. Como bienvenida, encendí la última lata de gasolina y la última bengala. Se estaban apagando cuando el vehículo se detuvo a unos noventa metros. Tres hombres saltaron de él, con Poulter en el centro, que parecía el doble de grande vestido con las pieles. Me levanté, pero no me atreví a caminar. Recuerdo estrechar manos y Waite insiste en que dije: «Hola, compañeros. Bajad, tengo un plato de sopa esperando para vosotros». Si eso es cierto, solamente puedo declarar que no pretendía ser teatral. La verdad es que no encontraba palabras para expresar lo que sentía mi corazón. También dicen que me desmayé al pie de la escalera. Tengo un vago recuerdo de eso y uno un poco más claro de mi intento por esconder mi estado de debilidad. Sin embargo, sí que recuerdo sentarme en el catre y ver a Poulter, Demas y Waite devorando la sopa y las galletas. También recuerdo cómo eran sus voces, aunque no estoy seguro de lo que decían. Y recuerdo pensar que gran parte de lo que decían carecía de significado, como si lo estuvieran diciendo en un idioma que no me fuera familiar, pues llevaban mucho tiempo juntos, tenían experiencias comunes y al hablar se entendían sin decir la mitad de las cosas. El extraño era yo.

*

Todo esto ocurrió un poco después de la medianoche, el 11 de agosto de 1934. Pasaron dos meses y cuatro días antes de que pudiera regresar a Little America, algo que fue bueno, pues nos permitió ampliar los registros meteorológicos durante más tiempo. Esta segunda espera también fue larga, pero no estaba en condiciones de marcharme antes de cuando lo hice. No habría sobrevivido a un viaje de vuelta en el tractor y no quería poner en peligro un aeroplano hasta tener la fortaleza necesaria para soportar los peligros de un aterrizaje forzoso, que siempre es una posibilidad en esa parte del mundo. Debo alabar la templanza de Poulter, que nunca preguntó por mi regreso. Tampoco lo hizo, hasta el final, Charlie Murphy, que seguía actuando como intermediario y me informaba únicamente de los asuntos de la expedición que requerían mi decisión final. «Estamos muy contentos de la forma en la que ha resultado todo», le dijo a Poulter. «Dile que la expedición estará lista para salir cuando él diga».

Los dos meses que siguieron a la llegada del tractor fueron tan agradables como horribles habían sido los anteriores. Es cierto que al estar los cuatro en la cabaña no nos podíamos mover sin chocar unos con otros. Por la noche, ellos tres solían extender los sacos de dormir en el suelo y dormir hombro con hombro, como los tres mosqueteros. Demas y Waite se turnaban para cocinar y limpiar; Poulter se encargaba de los aparatos y observaba meteoritos mientras duraba la oscuridad. Durante mucho tiempo no me dejaron hacer nada y, para ser sincero, yo no insistí más allá de lo que exigía la cortesía. Era fantástico, para variar, no tener nada que hacer. La oscuridad desapareció de mi corazón, como lo hizo de la barrera, con un influjo increíble de luz blanca. Tardé mucho en recuperar las fuerzas, pero poco a poco lo conseguí y, con ellas, algo de mi antiguo peso.

Sin embargo, por motivos que no puedo explicar completamente, excepto en lo que al orgullo se refiere, oculté lo mejor que pude a estos hombres el alcance real de mi debilitamiento. Nunca lo mencioné y, por tanto, nunca lo reconocí. Por su parte, ellos nunca me presionaron a contar lo que había sucedido antes de su llegada. Seguro que se hicieron una idea cuando limpiaron todo el desastre, pero se la guardaron para sí mismos. El instinto de supervivencia del mando y la vergüenza por mi debilidad me llevaron a rechazar el pasado reciente. No quería que nadie lo observara y algo en mi interior pedía que alejara de mi mente la idea de que me habían rescatado.

El orgullo crea sus propias defensas. Durante mucho tiempo estuve convencido de que hubieran llegado los tractores o no, podría haber sobrevivido solo. De hecho, podría haberlo hecho si no hubiera sido por ese maldito generador. Sin embargo, eso es irrelevante. Lo importante es que necesitaba ayuda desesperadamente y lo menos que podía hacer era expresar mi eterna gratitud a Poulter, Demas, Waite y Charlie Murphy.

El 14 de octubre, Bowlin y Schlossbach llegaron de Little America con el Pilgrim. El sol ya estaba alto en el cielo y Bowlin me dijo que los principales equipos de trineos se preparaban para empezar las expediciones de tres meses. Poulter dijo que volaría de regreso conmigo. Waite y Demas se quedaron atrás para obtener las últimas hojas de los registros, almacenar el equipo y los registros meteorológicos en el tractor. Subí hasta la trampilla y no miré atrás. Una parte de mí se quedó para siempre en la latitud 80o 08’ sur; lo que sobrevivió de mi juventud, mi vanidad, quizá, y desde luego mi escepticismo. Por otra parte, me llevé algo que antes no tenía: el aprecio de la auténtica belleza, el milagro de estar vivo y un humilde repertorio de valores. Todo esto ocurrió hace cuatro años. La civilización no ha alterado mis ideas. Ahora vivo de forma más sencilla y con más paz.

Antes de acabar esta historia de la Base Avanzada tengo que mencionar una cosa más que aprendí como resultado de lo que allí me ocurrió. Ansioso como estaba por tomar de nuevo mis responsabilidades de mando al llegar a Little America, no tardé mucho en descubrir que algunas estaban más allá de mis posibilidades. El médico dijo que si volaba yo sería el único a quien se podría culpar de las consecuencias. De hecho, mientras dirigía el primer vuelo importante hacia lo desconocido (y esos vuelos eran lo que más me interesaba) y otro más tarde, tuve que contentarme con permanecer en tierra y ceder el difícil pilotaje del gran Cóndor a Ken Rawson. Por entonces, Rawson tenía veintitrés años y, si recuerdo bien, solamente había volado una o dos veces en su vida. Realizó la misión a la perfección. No hay mejor halago que la simple declaración de que los dos curtidos pilotos veteranos de la Marina que iban delante de él nunca pusieron en duda sus decisiones. Así que, como conclusión, puedo decir que un hombre no empieza a alcanzar la sabiduría hasta que reconoce no ser indispensable.

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