Solo

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Parte 1. Allanamiento de morada » 2

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El Jensen FF

—¡Otra vez por aquí, señor Bond! Me alegro de verlo —dijo el vendedor con una sonrisa amplia y sincera, al ver a Bond dando vueltas alrededor del Jensen Interceptor I color chocolate.

El coche se hallaba aparcado en el patio delantero de una agencia de automóviles de Park Lane, en el barrio de Mayfair. Bond ya había acudido tres veces para ver el Interceptor, y de allí la sonrisa de bienvenida del vendedor. ¿Cómo se llamaba? Brian, eso es. Brian Richards. El Bentley de Bond se había averiado y le estaban reemplazando la caja de cambios. El viejo y apreciado coche, adaptado amorosamente a su gusto a lo largo del tiempo, había empezado a dar señales de los años acumulados y de su agitada historia, y mantenerlo en buen estado comenzaba a costarle demasiado dinero. Era como un viejo caballo purasangre: había llegado la hora de echarlo al pasto. Mas ¿con qué reemplazar el Bentley? Bond no era particularmente afecto a los coches modernos. Había probado a conducir un Jaguar tipo E y un MGB GT, pero no le habían proporcionado ningún placer, no le habían hecho acelerar el pulso. El Interceptor, en cambio, era diferente —grande y hermoso—, y por eso volvía una y otra vez a Park Lane.

Brian, el vendedor, se acercó subrepticiamente y dijo en voz baja:

—Dentro de pocas semanas, después de la feria de automóviles, tendré aquí el Interceptor II, señor Bond. Y podré hacerle un buen precio. No sería muy inteligente comprar el uno, con el dos a punto de salir, ¿me comprende? Pero…

Miró alrededor como si se dispusiera a revelar un oscuro secreto y añadió:

—Mientras tanto, acompáñeme al fondo para ver algo.

Bond siguió a Brian a través del local y, tras cruzar una puerta, salieron a un pequeño patio trasero. Aquí estaban los talleres y un espacio extra para los coches que había que encerar y pulir antes de exponerlos en el frente. Brian señaló lo que parecía ser otro Interceptor, color gris plomizo. Bond caminó alrededor. Parecía un Interceptor pero un poco más grande, pensó, y con dos respiraderos a cada lado, detrás de las ruedas delanteras.

—El Jensen FF —musitó Brian con veneración, con voz casi entrecortada—. Tracción en las cuatro ruedas.

Abrió la puerta y lo invitó:

—Suba, señor Bond. Pruébelo.

Bond se sentó en el asiento del conductor y puso las manos en el aro de madera del volante. Paseó la mirada por los indicadores del tablero, mientras el olor a cuero nuevo le impregnaba la nariz. Ese aroma actuaba en él como un afrodisíaco.

—¿Por qué no lo lleva a dar una vuelta? —sugirió Brian.

—No es mala idea.

—Adelante, señor Bond. Llévelo por la autopista y pise el acelerador a fondo. Le sorprenderá. Y tómese todo el tiempo que necesite.

Bond meditó un momento.

—De acuerdo —dijo al fin—. ¿A qué hora cierran? Podría tardar unas dos horas.

—Hoy trabajo hasta tarde. Estaré aquí hasta las diez. Entre simplemente por atrás y toque el timbre.

—Perfecto —repuso Bond, y encendió el motor.

Cuando aceleró el Jensen por la A316 en dirección a Twickenham, Bond tuvo la sensación de estar volando a baja altura con un avión, más que de conducir un automóvil. La amplia curvatura del parabrisas llenaba el coche de luz, y el poderoso rugido del motor sonaba como una propulsión a chorro. La tracción en las cuatro ruedas permitía girar casi sin disminuir la velocidad. Cuando se detenía ante un semáforo, los transeúntes observaban boquiabiertos el vehículo en punto muerto, volvían la cabeza, lo señalaban. Si uno quería un coche para inflar el ego, el Jensen FF serviría a las mil maravillas, pensó Bond. No es que él necesitara reforzar su ego, se dijo mientras aceleraba y la súbita velocidad lo aplastaba contra el asiento. Atravesándose en el camino de un Sunbeam Alpine Serie V, lo dejó atrás y vio cómo gesticulaba el conductor, frustrado.

Bond giró a la izquierda antes de llegar al puente Richmond y fue a una oficina de correos a preguntar cómo llegar a Chapel Close, donde vivía Bryce Fitzjohn. Tomó por Petersham Road, que discurría a lo largo de la orilla del río, encontró la callejuela y, tras girar en la esquina, aparcó. Era un poco antes de las seis, pero le agradaba la idea de ser el primero en presentarse a su fiestecita. Unos pocos minutos a solas le permitirían desechar o confirmar cualquier duda que abrigara sobre ella.

La casa de Bryce Fitzjohn resultó ser una bonita «casita de campo» georgiana con un jardín vallado, más allá de la cual se alzaban las imponentes mansiones de Richmond Hill. Bond examinó el camino de entrada y la fachada de la casa desde el otro lado de la calle. Ladrillos rojos deslucidos, techo de pizarra, un frontón en forma de concha sobre la planta principal, tres grandes ventanas de guillotina en la planta baja y otras tres en la de arriba: un diseño discreto y elegante. Esas distinguidas casas a orillas del río no eran precisamente baratas; por lo tanto, a la mujer no le faltaba dinero.

Por amargo que hubiera sido su divorcio, tal vez había resultado lucrativo, se dijo Bond mientras cruzaba la calle, reparando en que no había ningún coche aparcado frente a la casa. Era el primero en llegar. Magnífico. Tocó el timbre.

No hubo respuesta. Bond aguzó el oído y volvió a llamar. Y luego otra vez. Ahora sí que sonaron nuevas señales de alarma en su mente. ¿Qué clase de invitación era aquélla? No iba armado, y de pronto se sintió vulnerable y se preguntó si lo estarían observando desde algún lugar ventajoso. Echó una mirada alrededor y regresó a la calle. Una madre empujando un cochecito. Un niño que paseaba a su perro. Nada fuera de lo normal. Se dirigió de nuevo a la casa y entró por la ornamentada puerta de hierro de un costado, que conducía al jardín vallado. Vio setos bien cuidados que rodeaban un área cubierta de césped y, en el centro, un gran bebedero de piedra para pájaros sobre un plinto cincelado. En el fondo del jardín, bajo una nudosa y vieja higuera, había un banco y una mesa de hierro forjado. Todo muy ordenado y civilizado. Bond siguió el camino de losas que atravesaba el jardín y fue a parar a un invernadero, en la parte trasera de la casa. A un lado había una puerta que conducía a la cocina.

Espió por la ventana. Sobre la mesa de pino de la cocina vio dispuestas bandejas con canapés, hileras de copas de diversas formas y cuencos con nueces, queso y aceitunas. De modo que sí que iba a haber una fiesta. Pero ¿dónde estaba la anfitriona? Bond pensó en volver a Chelsea, pero aquel asunto le picaba la curiosidad, y creyó su deber profesional descubrir si allí se ocultaba alguna actividad clandestina. Todo lo que tenía que hacer era entrar en la casa. Cuando la necesidad aprieta…, dijo para sus adentros, y se agachó para quitarse un mocasín. Hizo girar el tacón y dejó al descubierto la hoja de cinco centímetros, semejante a un puñal, que salía de él, habitualmente encerrada en la suela especial del zapato. Deslizó la hoja en el resquicio contiguo a la cerradura Yale, exploró con cuidado y, haciéndola girar, sintió cómo retrocedía el pestillo y dejaba abierta la puerta. La empujó para entrar. Demasiado fácil, aquel allanamiento de morada.

Bond colocó el tacón en su lugar y se calzó otra vez el zapato. Se tomó unos segundos para reflexionar. Podía cerrar la puerta y volver a su casa, que sin duda sería lo más sensato; pero, puesto que había conseguido entrar, sería una tontería no explorar un poco más. ¿Quién sabía lo que podría descubrir? De modo que entró y se paseó por la cocina, escuchando con atención. Al no oír señales de movimiento alguno, se sirvió un vol-au-vent de pollo y luego un canapé de salmón ahumado. Delicioso. Se acercó al carrito que contenía un surtido impresionante de bebidas alcohólicas. Observó la colección de botellas (era obvio que algunos de los invitados debían de ser grandes bebedores) y se sintió tentado de tomar un trago del whisky, ya que se trataba de Dimple Haig, uno de sus favoritos, pero decidió que no era el momento. Luego decidió que sí lo era, así que se sirvió tres dedos en un vaso y salió de la cocina para ir a investigar la casa.

Las habitaciones de la planta baja eran muy amplias, con cielos rasos altos. Había un comedor, y una sala con elegantes cornisas y puertas vidriera que daban al jardín. Al otro lado del vestíbulo de entrada, un lavabo y un pequeño estudio. Se entretuvo un rato en el estudio, una de cuyas paredes estaba cubierta de estanterías de libros (en su mayor parte, biografías y ensayos, con una clara inclinación por el mundo del espectáculo). Abrió el cajón de abajo del pequeño escritorio doble que ocupaba un rincón (siempre empezaba con el cajón de abajo) y, para su sorpresa, se encontró con un manojo de fotos profesionales, grandes y brillantes, de una provocativa Bryce Fitzjohn casi desnuda. En algunas llevaba un minúsculo bikini de cuero; en otras tenía el torso al aire y se cubría recatadamente los pechos con el brazo, y en otras aparecía muy maquillada, el cabello empujado hacia un costado por una máquina de viento, y un escote que dejaba los senos a la vista.

En una serie de fotos se la veía sentada en una cama deshecha, desnuda y de espaldas a la cámara, con la raya de las nalgas visible, el cabello despeinado, los ojos entrecerrados y la mirada insinuante. Al pie de cada foto había un nombre: Astrid Ostergard. Así que Bryce Fitzjohn era Astrid Ostergard en otra vida. El nombre le resultaba familiar a Bond. ¿Dónde lo había visto antes? Repasó las fotos. ¿Una actriz, una bailarina, una modelo? ¿Una prostituta de lujo? Se sintió tentado de guardarse una foto como recuerdo.

Revisó rápidamente los cajones restantes, pero no halló nada fuera de lo común. El pasaporte de la mujer le confirmó que su verdadero nombre era Bryce Connor Fitzjohn, de treinta y siete años, nacida en Kilkenny, Irlanda. Era hora de ir escaleras arriba. Bond vació el vaso de whisky y lo dejó en el escritorio.

En el primer piso había dos dormitorios, uno de ellos con cuarto de baño propio (sin duda, la alcoba de Bryce). Bond abrió armarios y cajones y el botiquín del baño. Advirtió que no parecía haber señal alguna de una presencia masculina. En el cuarto de invitados, el cajón de abajo de la mesilla de noche reveló medio paquete de cigarrillos Gauloises secos y viejos, y un manoseado ejemplar de Mi vida y mis amores de Frank Harris. Las pruebas de que hubiera un hombre en su vida eran escasas. No, la verdad es que no había nada especial, salvo las fotografías con seudónimo…

El ruido de un motor —diésel— y de unos neumáticos en la grava paralizó a Bond por un segundo, antes de acercarse a la ventana y mirar hacia afuera con cautela. Una grúa que remolcaba un Triumph Herald 13/60 descapotable acababa de detenerse frente a la casa. Bryce Fitzjohn bajó de la cabina de la grúa, y por la otra puerta salió un mecánico con mono, que fue a desenganchar el Triumph. Bond observó cómo la mujer firmaba un cheque para entregárselo al conductor y cómo éste se alejaba en su grúa haciendo un gesto de despedida. Se retiró de la ventana cuando Bryce se disponía a abrir la puerta de entrada.

Bond se dirigió rápidamente a lo alto de la escalera, el mejor lugar para alcanzar a oír la sucesión de llamadas que efectuó la mujer desde el teléfono que había en una mesita del vestíbulo.

—Sí, soy yo otra vez —la oyó decir—. Una pesadilla… Después de la avería en Kingston todo fue peor… Ya no funciona…

—Hola, cariño, no sabes cómo lo siento… Lo dejaremos para otro día…

—Era como estar en Siberia, nadie me ofreció ayuda… Después de hablar contigo tardé tres horas en encontrar un taller…

—Y entonces el mecánico dijo que la avería estaba solucionada pero que el maldito coche no arrancaba… Exacto. Así que tuve que encontrar otro taller… Un día de perros… Sí, voy a darme un buen baño caliente y a tomarme un enorme gin-tonic…

—Hasta luego, cariño… Sí, es una lástima… Todo estaba listo… No, lo haremos otro día. Prometido…

Y así siguió unos minutos más, disculpándose por teléfono con todos los amigos que debían acudir a la fiesta, supuso Bond.

Mientras permanecía allí escuchando empezó a meditar cuál sería el mejor curso de acción. ¿Revelar su presencia o intentar escabullirse sin ser visto? Oyó cómo la mujer entraba en la cocina y, un minuto más tarde, salía y se dirigía hacia la escalera. Bond se metió a toda prisa en el cuarto de invitados. Oyó cómo se quitaba los zapatos en el descansillo, el tintineo del hielo en el vaso y, un momento después, el rumor del agua corriendo en la bañera. Se asomó con cautela. La mujer había dejado abierta la puerta de la habitación, por lo que él alcanzó a ver en parte cómo se desnudaba, como si fuera la escena parcialmente cortada de un striptease, mientras ella iba de un lado al otro del dormitorio, despojándose de la ropa. Bond salió en silencio al pasillo y la vio reflejada en el espejo del tocador. Llevaba bragas y sujetador rojos, y tenía la piel muy blanca. Se llevó las manos a la espalda para desabrocharse el sujetador. Y luego desapareció de la vista.

Bond retrocedió unos pasos dentro del cuarto de invitados. Estaba excitado y, al mismo tiempo, un tanto incómodo por haber actuado como un voyeur sin proponérselo. Todo parecía normal y justificado: era cierto que iba a haber una fiesta, que se había cancelado cuando a la mujer se le había averiado el coche en Kingston, en el camino de vuelta de Londres. Después de todo, no era una trampa con cebo femenino; todo se explicaba por una simple coincidencia, de nuevo. No obstante, mejor era confirmarlo que preocuparse por la posibilidad de que se hubiera puesto en marcha algún tipo de maquinación maquiavélica.

Salió del cuarto de invitados, cerró tras de sí, y se detuvo un instante en el rellano. Todo estaba en silencio. Por lo visto, la mujer debía de estar disfrutando de un placentero baño. Durante un fugaz momento consideró la delirante idea de interrumpirla… No, era una locura. Tenía que escabullirse ahora que se le presentaba la oportunidad. Pasó por encima de los zapatos de tacón alto desechados por Bryce y bajó a toda prisa la escalera. Entró en el estudio y buscó una hoja. «Gracias por el cóctel. James», escribió y sujetó la nota en el centro del escritorio con el vaso de whisky vacío. ¿Qué haría ella al leerla?, pensó, complacido con su travesura, sin molestarse en cuestionarse la falta de profesionalidad del gesto. Al diablo la profesionalidad: era su día libre. Salió por la puerta delantera, la cerró sin hacer ruido y, con las manos en los bolsillos, fue con aire despreocupado hasta el sitio donde había dejado aparcado el Jensen.

) ) )

Bond condujo con calma de regreso a Chelsea, sin probar ya la potencia del coche, concentrado como estaba en las imágenes que lo acosaban. Imágenes de Bryce desvistiéndose: el rojo del sujetador, resaltado por la blancura de alabastro de su piel; el modo en que había enganchado un dedo en el borde de las bragas y tirado para hacerlas deslizar sobre la curva de las nalgas. ¿Qué tenía esta mujer, esta perfecta extraña, para obsesionarlo tanto? Quizá se debía al hecho de haber irrumpido en su casa y haberla espiado, al hecho de que su presencia ilícita convertía las imágenes vislumbradas de ella en algo más… ¿qué? ¿Más turbador, más erótico, más perversamente excitante? Una cosa tenía clara: pasara lo que pasara, debía idear un modo de volver a verla. Aquello no había acabado.

Bajó la ventanilla para que entrara un poco de aire fresco en el coche. Sentía la cara caliente y se limpió la boca con el dorso de la mano. Cuando cruzaba el puente Chiswick, le llegó el olor a humo de leña de alguna chimenea encendida en las cercanías. Al instante, el efecto de la asociación de ideas lo devolvió otra vez al mundo en guerra de su sueño, de regreso al huerto del Château Malflacon. Se deslizaba velozmente de árbol en árbol, con el pesado fusil Sten del cabo Tozer en la mano, atento al sonido de las voces alemanas, que charlaban, despreocupadas, y se hacían cada vez más fuertes a medida que él se aproximaba.

Bond se detuvo en un semáforo. Alguien, al ver el Jensen, gritó:

—¡Vaya coche, colega!

Él ni siquiera desvió la vista: se hallaba en otra parte, veinticinco años atrás. El olor a leña, pensó, recordándolo como si estuviera en realidad en aquel huerto de Normandía, moviéndose con cautela de árbol en árbol. Al llegar al límite del huerto había visto la hoguera, una enorme pila de archivadores de acordeón y cajas con documentos que se consumían lentamente. Del montón de papeles se desprendían volutas de humo, pero no había llama alguna. Tres jóvenes soldados alemanes —adolescentes como él— vaciaban las últimas cajas de documentos en lo alto de la hoguera, riendo y bromeando. Uno de ellos, que se había quitado la chaqueta y dejado a la vista su camiseta de lana y unos tirantes verde oliva, se valía de una horca de mango largo para ensartar los legajos de papeles y lanzarlos al montón. Eran archiveros, taquígrafos, radiotelegrafistas, supuso Bond, los últimos en abandonar el castillo, cumpliendo la orden de quemar todo, ajenos al hecho de que el comandante Brodie y el resto de la Brodforce estaban a punto de irrumpir por la puerta del frente.

El muchacho dejó caer la herramienta y empezó a vaciar un bidón de gasolina sobre la pila de papeles. Arrojó al suelo el bidón y buscó una caja de cerillas en los bolsillos. Uno de los compañeros le lanzó una.

Bond salió de atrás de los árboles, apuntándoles con el fusil Sten.

Weg vom Feuer —dijo, ordenándoles alejarse del fuego.

Se quedaron paralizados por la sorpresa al ver a un soldado británico y darse cuenta de que había hablado en un correctísimo alemán. Dos de los oficinistas dieron media vuelta y echaron a correr hacia el bosque, llenos de pánico. Bond los dejó marcharse. El muchacho de los tirantes siguió bregando con las cerillas, empeñado en ser un héroe. Algo les pasaba, porque no encendían.

Lass das —le advirtió Bond, amartillando el arma—. Sonst shiess ich.

El muchacho de los tirantes consiguió prender un fósforo, y al instante lo dejó caer al suelo. Buscó otro. ¿Es que estaba loco?, pensó Bond.

—No seas tonto —le dijo en alemán, alzando el fusil y disparando al aire.

No ocurrió nada. Sólo el inútil clic del gatillo. El arma se había atascado: la maldición de los fusiles Sten. Se concentraba carbón en la recámara o fallaba el cargador. Según las instrucciones, cuando esto ocurría había que extraer el cargador, golpearlo contra la rodilla y reintroducirlo. Bond no pensaba tomarse la molestia.

El muchacho de los tirantes lo miró y esbozó una sonrisa. Con gran lentitud sacó otra cerilla y la frotó. Se encendió con una llama.

—Ahora el tonto eres tú —dijo en inglés, lanzando la cerilla a la hoguera.

Se alzaron unas tímidas llamas.

Bond dio una palmada al cargador del fusil y volvió a amartillarlo.

Apretó el gatillo una y otra vez. Nada. Clic, clic, clic. El muchacho se agachó y recogió la horca. Tenía tres puntas curvadas de más de un palmo de largo, advirtió Bond.

Volvió a amartillar el arma y la apuntó hacia el muchacho.

Forke weg —le dijo—. Sonst bring ich dich um.

Por toda respuesta, el alemán se lanzó hacia él blandiendo la horca, y Bond se encontró de pronto con las afiladas púas curvas a cinco centímetros de la garganta y el pecho. Las imaginó perforando la tela de su uniforme y su piel, y luego hundiéndose sin esfuerzo en su interior. No podía volverse y correr, porque entonces lo ensartaría por la espalda. Aún sostenía el fusil en la mano, y pensó que, en los frenéticos segundos que le quedaban, podía hurtar el cuerpo hacia un costado y descargar el arma contra la cabeza del muchacho. De alguna manera, abrigaba la absoluta convicción de que no iba a morir allí, en aquel huerto de Normandía.

El muchacho sonrió fríamente y movió hacia adelante los dientes de la horca hasta rozar casi la sarga de la chaqueta de Bond, listo para descargar el golpe mortal.

Dummkopf Englander —masculló.

El primer disparo de Tozer dio de lleno en la garganta del alemán; el segundo lo alcanzó en el pecho y lo arrojó hacia atrás.

Bond echó un vistazo a su espalda y vio a Tozer apoyado en un manzano. El cabo bajó el Webley de Bond, que aún humeaba.

—Lo siento, señor Bond —se disculpó—. Ese maldito Sten nunca es de fiar.

Se acercó cojeando, con el revólver apuntado al alemán que yacía en el suelo.

—Creo que he dado bien en el blanco —dijo, con una sonrisa de satisfacción.

Bond se dio cuenta de que estaba temblando, como si de golpe tuviera mucho frío. Avanzó unos pasos hacia el muchacho y lo miró. Tenía la camiseta de lana empapada de sangre. La bala que lo había alcanzado en la garganta se la había desgarrado por completo. Unas gruesas burbujas rosas se formaban y estallaban sin ruido mientras se le vaciaban los pulmones.

Bond se dejó caer de rodillas. Depositó con cuidado el fusil en el suelo y vomitó.

) ) )

El semáforo se puso en verde. Bond metió la marcha y aceleró. Ahora sabía por qué lo acosaba ese sueño, rescatado de su inconsciente como un símbolo ominoso. ¿Por qué había recordado aquel episodio? ¿Cuál era la causa de que lo hubiera rememorado con todo lujo de detalles? ¿Su cumpleaños? ¿La conciencia de hacerse más viejo? Fuera lo que fuera lo que lo había provocado, se dijo, lo más notable de aquel día en particular, el 7 de junio de 1944, fue que su vida había estado a punto de llegar a su fin: había sido la primera vez que había visto a la muerte cara a cara. Por entonces ignoraba que aquello iba a ser una constante en su vida futura.

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