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Parte 2. Cómo detener una guerra » 1

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Factores de riesgo

—Feliz cumpleaños, James —dijo la señorita Moneypenny cuando Bond entró en su despacho—. O, más bien, feliz cumpleaños con atraso. ¿Disfrutaste de tu día libre la semana pasada?

—Preferiría que olvidaras que fue mi cumpleaños —contestó Bond con voz ronca y pastosa.

Le costaba horrores tragar.

—No, no. Es mi tarea saber estas cosas —replicó ella, poniéndose de pie y yendo hasta un fichero—. Conocer todos los detalles triviales de tu vida.

A veces el buen humor de Moneypenny rayaba en una irritante suficiencia, pensó Bond. Le molestaba un tanto que ella supiera su edad.

—¿Por casualidad no tendrás un par de aspirinas? —preguntó.

—Es evidente que te has excedido con los festejos —comentó ella, volviendo a su escritorio.

Le tendió una carpeta, que Bond cogió de forma mecánica.

—Me duele la garganta —explicó él—. Un principio de gripe, supongo. Las dos últimas noches me he ido a la cama a las ocho.

—Tu secreto está a salvo conmigo —aseguró ella en el mismo tono mordaz.

Le sirvió un vaso de agua y sacó dos aspirinas del cajón de su escritorio. Bond le dio las gracias y tragó los comprimidos.

La luz que había sobre la puerta del despacho de M cambió de rojo a verde.

—Ya puedes pasar, James —dijo Moneypenny, que volvió a su máquina de escribir.

M se hallaba de pie ante una de las tres ventanas de su despacho, que daban a Regent’s Park. Daba la impresión de que la cabeza se le hubiera hundido entre los hombros, como si tuviera la espalda tensa y contraída. Por lo visto estaba totalmente ensimismado, ya que no se percató de la entrada de Bond. Éste advirtió que la pipa de M descansaba sobre el secante del escritorio, vacía, y se preguntó si tendría que soportar el habitual rito del llenado y encendido de la pipa, interminable e incitante, antes de que pudiera averiguar por qué lo había mandado llamar. Bond carraspeó.

—¿Quería verme, señor? —dijo, al tiempo que se detenía frente al amplio escritorio y dejaba en una esquina la carpeta de Moneypenny.

M se dio media vuelta. Bond reparó en su rostro bronceado y curtido, y supuso que había estado trabajando en su jardín. Parecía en forma, lleno de energía para ser un hombre mayor. ¿Qué edad tendría M?, se preguntó. Por lo menos…

—¿Qué le pasa en la voz? —inquirió M con cierto recelo.

—Me duele un poco la garganta —explicó Bond—. Me estoy recuperando de un resfriado. Moneypenny me ha dado unas aspirinas.

—Es más probable que sea por fumar demasiado —opinó M, que recogió su pipa y la enarboló—. Debería usar una de éstas. No he tenido dolor de garganta desde que iba a la escuela.

—Una idea interesante —contestó Bond con diplomacia, aunque preferiría dejar de fumar antes que hacerlo en pipa.

—Siéntese, 007, y encienda un cigarrillo, si quiere.

Bond hizo lo indicado, mientras M hurgaba en un cajón del escritorio y sacaba un atlas. Lo abrió, lo giró y lo empujó hacia Bond.

—Dígame qué sabe de este sitio.

Bond miró la página abierta: un país africano. Un pequeño país del oeste de África llamado Zanzarim.

—Zanzarim —dijo Bond, haciendo memoria—. Está en guerra. Una guerra civil. La población se muere de hambre por millares.

—Por centenares de millares, según parece —lo rectificó M, recostándose en la silla—. ¿Algo más?

—Era una colonia británica, ¿no? Antes de que cambiaran de nombre.

—Un territorio bajo administración de la Sociedad de las Naciones, para ser preciso. El Estado de Zanza del Norte. Consiguió la independencia hace cinco años. Una vieja colonia alemana establecida en 1906. Francia y nosotros la liberamos en 1914, y quedó dividida en dos. En 1953 hubo un plebiscito, y los zanzarinos votaron por nosotros.

—Sorprendente.

—Olvida lo poderoso e impresionante que era el Imperio británico, incluso en esa época, 007. Era lo más sensato que podían hacer.

—¡Ah! Moneypenny me ha dado esta carpeta —dijo Bond, tendiéndosela.

—No, no. Es para usted. Ábrala.

Bond la abrió y se encontró con un montón de recortes de periódico y documentos con el membrete «Agence Presse Libre». Algo cayó al suelo, y Bond lo recogió. Era una credencial de plástico con su fotografía. Rezaba: «James Bond. Periodista. Agence Presse Libre».

—Qué bien… —dijo lentamente—. Así que voy a ser periodista de esta agencia de prensa francesa.

M sonrió, complacido. Bond sabía que gozaba dándole los datos sobre su misión con cuentagotas, jugando con él.

—Una pequeña agencia de izquierda, con buena reputación y alcance internacional —dijo M—. Su viejo amigo René Mathis del Deuxième Bureau se encargó de arreglar todo.

—¿Y dónde voy a ejercer como periodista? —preguntó Bond, siguiéndole el juego tal como se esperaba de él, aunque ya conocía la respuesta.

—En Zanzarim.

—¿Y qué se supone que tengo que hacer una vez que esté allí?

M volvió a sonreír, esta vez más abiertamente.

—Detener la guerra, por supuesto.

) ) )

Bond le indicó a su nueva secretaria, Araminta Beauchamp, que no quería interrupciones, y se sentó ante el escritorio para leer todo el material sobre Zanzarim contenido en la carpeta que le había dado Moneypenny.

Hojeó los recortes de periódico. La guerra civil de Zanzarim se había convertido en una crisis internacional por el hambre generalizada de la población. Había varias fotos terribles y desgarradoras de niños malnutridos: delgados como palillos, con una cabeza descomunal, el vientre protuberante y ojos descoloridos de mirada fija e interrogante. Bond seleccionó un documento del Ministerio de Asuntos Exteriores titulado «Los orígenes de la guerra civil de Zanzarim» y empezó a leer.

Cuando Zanzarim se había independizado en 1964, era un pequeño país del oeste de África que gozaba de estabilidad. Habían cambiado su nombre y también el de la capital, que había pasado a ser Sinsikrou (en su corta vida colonial se había denominado sucesivamente Gustavberg, Victoireville y Shackleton). Zanzarim tenía un encomiable superávit comercial, y exportaba sobre todo granos de cacao, plátanos, cobre y madera. Entonces habían descubierto petróleo en el delta del río Zanza: un vasto depósito subterráneo, al parecer sin límites. Tal bendición se tornó pronto una fuente de amargura. El problema era que la capital de Zanzarim y sede del Gobierno, Sinsikrou, se hallaba en el norte. Por añadidura, el Gobierno estaba básicamente en manos de la tribu lowele, la más numerosa de las dos docenas de tribus del país. En el sur, en el delta del río, la tribu principal era la de los fakasas, y el depósito de petróleo descubierto se encontraba en el centro de sus tierras tribales. No era de extrañar que los fakasas consideraran que la perspectiva de un flujo sin fin de petrodólares constituía una bendición concedida ante todo a ellos. El Gobierno de Zanzarim y la tribu lowele disentían: el petróleo debía beneficiar al país entero y a todos los zanzarinos, fuera cual fuese la tribu a la que pertenecieran. Siguieron largas discusiones entre los representantes de los fakasas y los loweles, que fueron volviéndose más y más agresivas cuando se hizo evidente que no había manera de llegar a un acuerdo. La situación se estancó de forma precaria hasta 1967, cuando se dio a conocer la primera valoración de la reserva y el monto del rédito potencial.

En Port Dunbar, la principal ciudad de la región del delta, doscientos mil fakasas tomaron las calles para protestar contra ese «robo» de su patrimonio por parte de los loweles. En Sinsikrou hubo grandes disturbios, y una turba descontrolada masacró a más de trescientos fakasas. En venganza, en el sur se desató un pogromo contra los loweles: incendiaron tiendas, echaron a los comerciantes y se apoderaron de sus mercancías. Ocho policías loweles que intentaron huir fueron capturados y linchados. Cuando la situación se agravó y se sucedieron más matanzas indiscriminadas, los diplomáticos británicos y de la ONU hicieron intentos infructuosos de negociar la paz, y la tensión creció inexorablemente en ambos bandos mientras se desataban nuevas masacres respondidas por más masacres, en un toma y daca mortal e inhumano. Un alud de refugiados fakasas provenientes de todo Zanzarim se precipitó hacia las tierras de su tribu y se concentraron en los alrededores de Port Dunbar. A finales de 1967, el sur del país —el territorio de los fakasas— se separó formalmente de Zanzarim y constituyó un nuevo Estado: la República Democrática de Dahum. Dos brigadas del ejército zanzarino invadieron Dahum y fueron rechazadas. Había dado comienzo la guerra civil de Zanzarim.

Bond dejó a un lado el documento. Era como aquella antigua maldición china: «Que vivas en una época interesante». Pero reconvertida como «Que descubran grandes reservas de petróleo en tu país». Revolvió los recortes de periódico y seleccionó uno escrito por un experto en defensa cuyo nombre conocía. En los dos años transcurridos desde el inicio de la guerra, las fuerzas de Zanzarim, abrumadoramente superiores a las de Dahum, habían hecho retroceder a los dahumeños desde sus fronteras naturales y los habían obligado a internarse en su país y concentrarse alrededor de la ciudad de Port Dunbar. Como resultado, la República Democrática de Dahum consistía ahora en Port Dunbar, un aeropuerto cercano a un lugar denominado Janjaville y unos pocos centenares de kilómetros cuadrados de selva, riachuelos y manglares. Dahum estaba cercada y había empezado el asedio. La desesperada población fakasa comenzaba a perecer de hambre.

El Gobierno británico apoyaba a Zanzarim (a la vez que proveía de material militar a su ejército) e instaba a Dahum a solicitar la paz y restaurar el statu quo anterior. A juicio de todos los observadores, sólo así podía impedirse una catástrofe humana. Nadie había creído que Dahum pudiera resistir más de una o dos semanas.

Bond recordó lo que le había relatado M.

—No obstante, no ocurrió así —había dicho, encogiéndose de hombros—. Es realmente heroico que este ejército de Dahum, reducido e improvisado, resista contra unas fuerzas muy superiores y mucho mejor equipadas. Por supuesto, hay un puente aéreo clandestino que vuela de noche a ese aeropuerto de Janjaville para llevar suministros. Pero de algún modo han logrado detener por completo el avance del ejército zanzarino. Al parecer, las fuerzas dahumeñas las dirige con enorme acierto un estratega genial que consigue una victoria tras otra. A este paso, la guerra durará para siempre.

Bond cogió un recorte del Times que mostraba a un soldado africano, un general de brigada, con una boina negra y una escarapela roja, de pie en lo alto de un carro blindado zanzarino quemado. La leyenda del pie decía: «El general de brigada Solomon Adeka, el Escorpión, denominado el Napoleón africano». De modo que ése era el artífice de la sorprendente resistencia de Dahum, un prodigio militar que conseguía infligir derrota tras derrota a un ejército diez veces más numeroso que el suyo.

—El general de brigada Adeka es la clave —había dicho M sucintamente—. Según todos los informes, es el único responsable de que esta guerra continúe. Él es el objetivo de su misión. Quiero que vaya a Zanzarim, se infiltre en Dahum y consiga acercarse a este hombre.

—¿Y qué se supone que tengo que hacer luego, señor? —había preguntado Bond, conociendo de antemano la respuesta pero manteniéndose impasible, sin traslucir nada en el rostro.

—Quiero que encuentre un modo de que Adeka deje de ser tan eficiente —había contestado M con una leve sonrisa.

) ) )

Llamaron a la puerta. Bond alzó la vista, irritado, y entró Araminta Beauchamp. Era una chica bonita, con un flequillo de pelo oscuro que casi le tapaba los ojos y que continuamente se echaba hacia atrás con una sacudida de la cabeza.

Bond suspiró.

—Minty, te dije que no quería interrupciones. ¿Es que no fui lo bastante claro?

—Lo siento, señor. Acaban de llamar de la Q Branch para decir que lo esperan cuando usted quiera.

—Ya lo sabía. Acabo de hablar con M.

—Creí que era importante… —repuso la secretaria, con un temblor en la barbilla.

Se apartó el flequillo con un dedo y dejó al descubierto los ojos, que parecían a punto de anegarse de lágrimas de contrición.

—Gracias —dijo Bond con suavidad—. Tienes razón. Probablemente es importante. Y, por favor, no llores, Minty.

Bond tomó el ascensor para bajar a los dominios de la Q Branch, situados en el sótano. Lo recibió un joven con gafas que se presentó como Quentin Dale. Aparentaba unos veinticinco años y manifestaba el mismo entusiasmo proselitista de los misioneros que van de puerta en puerta.

—Creo que no nos conocemos, comandante —dijo Dale alegremente—. Hace sólo un par de meses que estoy aquí.

Condujo a Bond por un pasillo hasta su pequeño despacho, le señaló una silla y tomó asiento enfrente de él. Sacó una carpeta de su escritorio y se acomodó las gafas en la nariz.

—Necesitará algunas vacunas si va a viajar a África. ¿Quiere que nos ocupemos nosotros o prefiere acudir a su médico?

—Yo me ocuparé —dijo Bond.

—Tiene que vacunarse contra la fiebre amarilla, la viruela, la poliomielitis. Y tendrá que tomar un preventivo contra la malaria. Parece que el Daraprim es muy bueno.

—De acuerdo —repuso Bond, pensando que el único problema con la Q Branch era que trataban a todo el mundo como a inocentes, por no decir como a tontos e ignorantes.

—Creemos que no tiene que ir armado a Zanzarim —prosiguió Dale, consultando las notas de su carpeta—. A causa de la guerra, los registros en el aeropuerto de Sinsikrou son muy minuciosos. Y usted va a trabajar para una agencia de prensa francesa.

Sonrió con conmiseración, como si estuviera a punto de comunicarle una mala noticia.

—Y los franceses no son muy apreciados en Zanzarim —añadió.

—¿Y eso por qué?

—Han dado un reconocimiento de facto al Estado de Dahum. La misión diplomática dahumeña tiene su base en la embajada francesa en Londres —concluyó con una mueca.

—Tengo entendido que fue colonia francesa por un tiempo.

—Así es.

—Pero en cambio me recibirán muy bien en Dahum.

—Exacto, eso es lo lógico.

Dale volvió a sonreír, esta vez con gesto aprobador, como si el alumno más atrasado de la clase hubiera respondido a una pregunta difícil. Extrajo de otro cajón un neceser de piel de cerdo y abrió la cremallera para mostrarle el contenido a Bond. Dentro había un lujoso equipo de afeitado: cuchilla, barra de jabón Old Spice, brocha de cerdas de tejón, loción para después del afeitado, polvos de talco y un desodorante de bola, todo cuidadosamente guardado en el bolsillo correspondiente.

—No podemos proporcionarle un arma, pero podemos darle con qué defenderse —dijo Dale, sacando la loción del estuche—. Una cucharada de esto dejará fuera de combate a un hombre durante doce horas. Y, si añade una cucharada de esto —señaló los polvos de talco—, estará en coma dos o tres días. Por cierto, es totalmente insulso. Puede ponerlo en cualquier bebida o comida, que nadie se dará cuenta.

—¿Qué pasa si añado dos cucharadas? —preguntó Bond.

—Probablemente lo mate. Pero, si quiere provocarle la muerte, más vale asegurarse con tres cucharadas. Primero entrará en coma y luego morirá de un ataque al corazón.

Sonrió y volvió a acomodarse las gafas en la nariz.

—Eso tendría que darle tiempo suficiente para huir.

Cogió un sobre del interior de la carpeta y se lo tendió.

—Aquí está toda la información que necesita. Y su billete de avión a Zanzarim. El viernes por la tarde en la British Overseas Airways. Sólo pasaje de ida.

—De manera que no vuelvo —dijo Bond con ironía.

—El jefe de nuestra central de Sinsikrou arreglará su viaje de regreso. No sabemos cuánto tiempo permanecerá en el país… ni si se marchará.

—Entiendo. ¿Quién es el jefe de la central?

—Eh… —echó una ojeada a la carpeta—. Un tal E. B. Ogilvy-Grant. La central se acaba de constituir. En el sobre hay una tarjeta de visita con la dirección y el teléfono, y la confirmación de su reserva en el hotel Excelsior Gateway. Está cerca del aeropuerto. Ogilvy-Grant se pondrá en contacto con usted a su llegada.

Bond extrajo del sobre la tarjeta de visita y leyó: «E. B. Ogilvy-Grant, lic. en Cambridge, Exportaciones de Aceite de Palma y Servicios de Agricultura». En una esquina había un número de teléfono.

—¿Algo más, comandante? —inquirió Dale.

Bond cerró la cremallera del neceser.

—¿Qué me dice de las comunicaciones? ¿Cómo contacto con la central de Londres?

—Ogilvy-Grant se ocupará de eso.

Bond se puso de pie muy despacio. No las tenía todas consigo. Todo parecía un tanto vago, un tanto improvisado, un tanto basado insensatamente en la suerte. Pero tal vez era lo que cabía esperar de una misión en un país africano desgarrado por una guerra civil. Una vez que estuviera en Zanzarim y se encontrara con Ogilvy-Grant, todo sería sin duda más claro. En todo caso, tenía unos días antes de que saliera su avión, por lo que podía ser una buena idea investigar un poco más por su cuenta.

—Buena suerte —le deseó Dale, dedicándole una de sus juveniles sonrisas. No hizo ademán de estrecharle la mano.

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