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Parte 2. Cómo detener una guerra » 7

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En camino

Después de desayunar —dos buenos vasos de zumo de naranja exprimida, huevos revueltos, beicon y banana frita—, Bond fue hasta el pórtico delantero del hotel y, tras el regateo de rigor, compró una bolsa negra de cuero con la bandera de Zanzarim —cinco franjas: rojo, blanco, amarillo, negro y verde— en un costado. No estaba forrada y desprendía un fuerte olor a cuero recién curtido. Las correas del asa eran lo bastante largas como para colgársela del hombro cuando fuera necesario.

De regreso en su habitación, preparó su equipaje con cuidado. Decidió ponerse una chaqueta de safari verde oliva, pantalones caqui y botines de ante. En la bolsa metió tres camisas de manga corta azul oscuro, tres calzoncillos, calcetines, un panamá enrollado en un tubo de cartón, las píldoras contra la malaria y su neceser de piel de cerdo. Le resultaba raro y un tanto inquietante no llevar consigo una pistola: se sentía extrañamente desnudo y vulnerable. Puso el resto de la ropa en la maleta, con la intención de dejarla en la oficina de Blessing para que ella pudiera enviarla a Inglaterra llegado el momento. Quien viaja ligero de peso llega más lejos, pensó Bond, y eso incluía las armas. Se internaría en una región en guerra con un bote de polvos de talco y una loción para después del afeitado. Se dirigió a la recepción con la maleta y la nueva bolsa, para anunciar su partida y pagar la cuenta. Hecho esto, se le ocurrió una idea y fue al bar a comprar una botella de whisky Johnnie Walker… para usos medicinales: nunca se sabía cuándo podía necesitarse.

Navidad lo dejó frente a las oficinas de Ogilvy-Grant, donde encontró a Blessing subida al techo de un Austin 1100 color crema, con un bote de pintura negra en la mano. Estaba pintando la palabra «PRENSA» en el techo, con grandes letras de sesenta centímetros. Al rodear el coche, Bond vio que había escrito lo mismo con letras adhesivas blancas en el parabrisas, del lado del acompañante, y en la ventanilla trasera.

—¿No podríamos conseguir un coche mejor? —preguntó, pensando que aquél era la clase de vehículo que una madre usaba para recoger a sus hijos en la escuela o para hacer compras.

—Éste es perfecto —replicó Blessing, bajando del techo—. No nos conviene un coche que llame demasiado la atención. Así nadie se fijará en nosotros.

Bond la ayudó a cargar en el maletero dos bidones de gasolina, dos neumáticos de recambio y un envase de plástico de cincuenta litros de agua. Se despidieron de Navidad, quien se encargaría de atender el teléfono de la oficina en ausencia de Blessing, y sin más dilaciones subieron al coche y emprendieron la marcha. Blessing conduciría durante la primera parte del trayecto.

La mujer le tendió un mapa de Zanzarim donde había señalado la serpenteante ruta al sur. Bond vio que se desplazarían azarosamente de un pueblo a una ciudad y otra vez a un pueblo, manteniéndose siempre a buena distancia de la carretera nacional. Pronto dejaron atrás las afueras de Sinsikrou y se internaron en el campo. Bond miraba por la ventanilla, observando los polvorientos matorrales, la resistente maleza de la sabana y los árboles dispersos. Pero, a medida que avanzaban, la vegetación se fue haciendo más y más espesa, hasta que todo lo que pudo verse fue una densa selva. Las carreteras por las que viajaban estaban asfaltadas, pero también terriblemente estropeadas con baches profundos y peligrosos. Pasaron por aldeas y pueblos de chozas de barro con techo de paja o de hierro ondulado y oxidado, y en cada uno había un puñado de puestos desvencijados junto a la carretera, donde vendían plátanos, pimientos, mandioca y frutas diversas. Cuando el coche pasaba ante ellos, la blanca cara de Bond en la ventanilla provocaba un estallido de gritos de entusiasmo o de mofa, o quizá sólo eran súplicas para que se detuvieran a comprar algo. Bond no habría sabido decirlo. Se sentía abrumado por el África real, consciente de que Sinsikrou no tenía nada que ver con el Zanzarim que estaban atravesando. Los únicos vehículos con que se cruzaban eran viejos camiones y autobuses, algún ciclista de vez en cuando y carros tirados por mulas.

Recorrieron un buen trecho, y a la hora de almorzar entraron en una ciudad de cierto tamaño, Oguado, y encontraron un bar donde podrían beber algo fresco. Bond pidió una Green Star y Blessing una Fanta, y comieron una especie de bollo picante llamado dago-dago, según le informó Blessing. Tenía un leve parecido con un donut sin agujero, pensó Bond, pero era sorprendentemente sabroso.

Reemplazó a Blessing al volante y reanudaron la marcha a través de una selva espesa e interminable. Durante un trecho cruzaron por una plantación de cacao tan extensa que les llevó media hora atravesarla. Hacía calor, y la calina volvía el cielo de un blanco lechoso. No vieron ningún vehículo militar ni se encontraron con controles de carretera. Bond comentó que costaba creer que aquel país se hallaba sumido en una guerra civil desde hacía dos años y que a un par de centenares de kilómetros al sur había medio millón de personas muriéndose de hambre.

—Esto es África —dijo Blessing con un encogimiento de hombros, y señaló el pueblo por el que pasaban—. Esta gente podrá tener una radio de transistores o una bicicleta, pero en realidad su vida no ha cambiado en mil años. Probablemente ni siquiera sepan que la capital se llama Sinsikrou.

Bond hizo un viraje brusco hacia el borde de laterita[3] para esquivar un bache de casi dos metros. Hacia adelante, la carretera era totalmente recta y el paisaje resultaba tan monótono que pensó que corría el peligro de adormecerse. Se acercó otra vez al borde del camino y dijo que tenía que aliviar la vejiga. Se internó con cautela unos metros en la selva, y pronto el coche desapareció de su vista. El ruido era ensordecedor —ranas, pájaros, insectos—, y de repente se sintió agobiado por un profundo sentimiento de soledad, aunque allí donde mirara había signos de vida no humana: columnas de hormigas a sus pies, tres mariposas encarnadas explorando un rayo de sol, un pájaro furioso que chillaba en lo alto de un árbol, una lagartija haciendo flexiones sobre un canto rodado. Aquel ejemplar de Homo sapiens que vaciaba su vejiga era sólo un organismo más en una selva primitiva rebosante de vida. Se alegró de volver a la carretera y al coche —débiles símbolos de la supuesta dominación del planeta por parte de su especie— y de fumar uno de los fuertes Tusker de Blessing antes de que ella se ofreciera a tomar el volante en el trayecto final de aquel día, que los llevaría a su primer destino, la posada Buen Compañero, situada en las afueras de un pueblo denominado Kolo-Ade.

Estas posadas eran otra reliquia del pasado colonial de Zanzarim. El Buen Compañero —un sólido edificio de ladrillo con una ancha galería, salón, comedor y cocina en la planta baja y ocho habitaciones en el primer piso— se había construido en la década de los treinta para alojar a los administradores y funcionarios que recorrían la colonia en una época ya pretérita. La posada mostraba claros signos de vejez —la pintura se había desconchado y los suelos de hormigón necesitaban un nuevo encerado—, pero estaba limpia y funcionaba bien. La habitación de Bond tenía una cama protegida por una tela mosquitera y, en un estante de madera, una jarra esmaltada y un aguamanil. Había un váter al final del pasillo.

Bond y Blessing se sentaron en la galería —eran los únicos huéspedes—, a observar los súbitos descensos y virajes de los murciélagos en el breve crepúsculo africano, mientras el sol se ponía en un cielo naranja y rojo sangre. Bebieron whisky y agua, y fumaron sin cesar para mantener alejados a los mosquitos. Blessing le mostró en el mapa hasta dónde habían llegado: habían recorrido unos trescientos kilómetros por aquellas carreteras secundarias, calculó. Al día siguiente alcanzarían la linde del delta del río Zanza, donde seguramente se encontrarían con controles de carretera y retrasos inevitables. Los soldados solían obligar a los coches a esperar durante horas, a fin de poder cobrarles más por el permiso para reanudar la marcha.

Bond disfrutó de esos momentos de descanso y charla en la galería. Tenía un buen vaso de alcohol en la mano y el calor de la atmósfera iba dejando paso a la fresca noche tropical. Se sentía a sus anchas, y también gozaba de la compañía de una hermosa joven. Blessing se había puesto un vestido bordado y teñido parcialmente con diversos tonos de bermellón y rosa, cosa que la hacía parecer más exótica y africana, aunque tal vez aquello fuera el efecto de su viaje por el interior de Zanzarim, se dijo Bond, recordando el aspecto futurista de la muchacha la noche anterior. Además, podía afirmar que no llevaba sujetador, pues veía el temblor de sus turgentes pechos cuando ella agitaba la mano para apartar una mosca revoloteante. Sin proponérselo, se la imaginó desnuda e intentó representarse su firme cuerpo juvenil debajo de… «¡Basta, Bond! —se recriminó con severidad—. No sigas por ese camino».

Un hombre canoso y desdentado, el gerente del Buen Compañero, les anunció que la cena estaba lista: ensalada de fruta, seguida por un filete duro acompañado por mandioca frita. Bond prefirió abstenerse del budín de sagú con mermelada de frambuesa que les ofrecieron como postre, y pidió otro whisky. Habían estado viajando durante ocho largas horas y empezaba a sentirse cansado.

Otro tanto le ocurría a Blessing, según advirtió Bond, pues la muchacha lanzó un gran bostezo, de modo que decidieron que era hora de retirarse. Subieron a sus habitaciones y se despidieron en el descansillo.

—Creo que tendríamos que salir al amanecer —dijo Blessing—. Llamaré a tu puerta para avisarte.

—De acuerdo —repuso Bond, resistiendo la tentación de darle un beso de buenas noches—. Hasta mañana.

Tumbado en la cama bajo la tienda de tul de la mosquitera, escuchó los ruidos de la noche que le llegaban a través de las contraventanas cerradas: los incansables grillos, los búhos ululantes, el croar de los sapos y el ladrido de los perros salvajes de los alrededores de Kolo-Ade. Un día más de viaje, pensó Bond, otra noche en una posada, y se infiltraría en el reducido territorio de Dahum. Sintió el hormigueo provocado por el flujo de adrenalina, pero también lo acometió un extraño presentimiento. El solitario periplo por el interior de Zanzarim le había traído a la mente las dificultades y la enormidad de la tarea que le aguardaba. A medida que el entorno se volvía más primitivo y elemental, toda fuerza, capacidad y habilidades que pudiera poseer le parecían más débiles e insustanciales. ¿Qué tiene África que me amedrenta tanto?, se preguntó, girando en la cama y golpeando la dura almohada de fibra de ceiba a fin de darle una forma más acogedora para la cabeza. ¿Por qué aquel continente le recordaba sin cesar su fragilidad humana?

) ) )

Cuando Blessing llamó a su puerta aún era de noche. El desayuno fue un jarro de achicoria con tostadas y mermelada, y, cuando salieron, empezaba a clarear y el aire estaba maravillosamente fresco. Recorrieron un buen trecho a lo largo de la mañana y, justo cuando planeaban detenerse a almorzar, se encontraron con el primer control de carretera. Había una cola de unas dos docenas de coches a cada lado de un vehículo blindado de transporte de tropas que habían atravesado en el camino. Media docena de soldados, con los ya familiares uniformes multicolores, controlaban con desgana los documentos de identidad y hurgaban en las pertenencias de los pasajeros, que se resignaban a la espera sin protestar.

Un oficial joven se acercó sin prisa, avanzando junto a la hilera de coches, atraído por el letrero de «PRENSA» que exhibía el 1100. Parecía más avispado que los otros soldados y llevaba pantalón y cazadora de camuflaje a rombos, así como una boina verde musgo.

—Quédate aquí —dijo Blessing, que descendió del coche.

Bond observó cómo hablaba en lowele con el oficial. De vez en cuando la muchacha se volvía para señalarlo, lo que mostraba a las claras que él era el tema de conversación. Luego ambos se aproximaron al vehículo, y el oficial se asomó sonriente a la ventanilla de Bond. Éste le devolvió la sonrisa.

—Buenos días, capitán —le dijo, elevándolo dos grados en el rango.

—Encantado de servirlo, señor —replicó el hombre, haciendo un saludo militar.

Blessing subió al coche, lo puso en marcha y, tras maniobrar para cambiar de sentido, volvió por donde habían venido.

—Habríamos estado aquí todo el día —le explicó a Bond—. Le dije que llegabas tarde a tu entrevista con el general de división Basanjo. Es el comandante en jefe de las fuerzas de Zanzarim. El oficial dijo que íbamos en la dirección equivocada.

Miró sonriente a Bond e inquirió:

—¿Plan B?

—Decide tú —repuso él, impresionado con la capacidad de improvisación de Blessing.

Se esforzó por no hacer caso de la súbita atracción sexual que experimentaba al observar cómo se tensaban los músculos de los delgados brazos morenos de Blessing cuando giraba el volante, al ver el brillo del sudor en su garganta, al advertir cómo la ceñida camiseta le realzaba los pechos. «Concéntrate en el trabajo», se dijo.

Abandonaron la carretera en la siguiente salida y se dirigieron hacia el este en busca de la carretera nacional. Una vez alcanzada ésta avanzaron con gran lentitud, pues continuamente les ordenaban apartarse para dar paso a los vehículos militares. Durante una de estas detenciones forzosas, Bond contó más de cuarenta camiones del ejército atiborrados de soldados. Algo más adelante pasaron junto a cinco vehículos que transportaban lo que parecían ser flamantes tanques Centurion. Los MiG, cargados con bombonas de napalm, atravesaban el aire a baja altura, produciendo un sonido que recordaba la rasgadura de una tela. Todo lo que Bond veía indicaba la inminencia de una gran ofensiva. Al parecer, el ejército de Zanzarim se preparaba para el asalto final al territorio rebelde. Se lo comentó a Blessing, pero ella se mostró escéptica.

—Es cierto que no les faltan armas ni hombres —repuso—. Pero estas tropas nuevas son reclutas, mal entrenados y asustados. Sólo avanzan si los proveen de cerveza y cigarrillos. Y esos tanques no sirven de nada en el delta. No están adaptados al terreno, y los dahumeños han volado todos los puentes principales.

En ese momento, como si alguien los hubiera oído a escondidas, observaron junto al camino una hilera de camiones plataforma aparcados, cargados con vigas de puentes portátiles. Al pasar a su lado, Bond vio soldados blancos y creyó reconocer el uniforme de fajina del ejército británico.

—Ve más despacio —le indicó a Blessing, volviéndose para echar una última mirada—. ¿Es posible que sean británicos, del Cuerpo de Ingenieros?

—Hay algunos «asesores militares» por aquí —dijo ella—. Conocí a tres de ellos en el aeropuerto la semana anterior a tu llegada.

Bond se recostó en el asiento, pensativo. Si estaba en lo cierto y esos soldados eran británicos, toda esa urgencia, esa ayuda militar concreta tenía una incidencia indirecta en su misión. Era evidente que el Gobierno británico tenía sumo interés en que aquella guerra acabara cuanto antes. ¿Por qué?, se preguntó Bond. Era de imaginar que esos «asesores militares» británicos pudieran también ocuparse de manejar los tanques…

Bond se sentó otra vez al volante tras un rápido almuerzo en un puesto de comida al costado de la carretera (más cerveza y dago-dago). Advirtió que el paisaje cambiaba a medida que se adentraban en el delta. A ambos lados del camino empezaron a aparecer pequeños lagos y charcas de agua estancada, grandes extensiones de cañaverales y más palmeras y mangles.

Blessing le indicó que saliera de la carretera y siguiese las señales hasta un pueblo llamado Lokomeji, en cuyos alrededores se encontraba su siguiente posada, la Hostería Canela. Era bien entrada ya la tarde cuando llegaron. Blessing lo dejó ante la puerta y fue a Lokomeji a encontrarse con el pescador que llevaría a Bond hasta Dahum.

La Hostería Canela era casi idéntica al Buen Compañero en estructura y disposición, y pertenecía a la misma época colonial. Desde el balcón de su habitación, Bond divisaba el denso monte bajo que conformaba el delta del río Zanza. Su aventajada posición le permitía ver el centelleo del sol del atardecer en los riachuelos y canales que se abrían paso sinuosamente entre la vegetación. Según dedujo estudiando el mapa, se encontraban justo en un extremo del vasto delta. Port Dunbar se hallaba a sólo sesenta kilómetros —a vuelo de pájaro—, pero bien podrían valer por seiscientos dado lo impenetrable que era la pantanosa selva y su laberinto de cursos de agua internos. La atmósfera estaba cargada y húmeda, y, en lontananza, distinguió una columna de humo que se alzaba en el aire, densa como un jirón de tela, como si se resistiera a disiparse. De nuevo pasaron volando los MiG, esta vez en dirección al norte, con los depósitos de las alas vacíos. Misión cumplida, pensó Bond, y sin duda los pilotos ya pensaban ansiosos en su siguiente noche en el bar del Excelsior Gateway. Aquello semejaba otro mundo.

Bebía su segundo whisky, sentado en una silla de mimbre en la galería, cuando vio cómo los faros del 1100 alumbraban la entrada del recinto vallado. Blessing parecía satisfecha. El pescador, llamado Kojo, esperaría a Bond al día siguiente a las seis de la tarde junto al muelle de Lokomeji y lo llevaría en su barca, con el pretexto de mostrarle la pesca nocturna de la carpa de Zanza. Lokomeji se hallaba a orillas de una pequeña laguna interior que se comunicaba con la intrincada red de riachuelos y canales que se abrían trabajosamente camino por entre la selva. Kojo conocía cada palmo de esos cursos de agua, aseguró Blessing. Había pescado en Lokomeji desde que era niño y sabía en qué punto exacto de Dahum dejar a salvo a Bond en tierra.

—Muy bien —repuso Bond—. Entonces ¿qué hacemos mañana? Quizá podríamos volver a la carretera. Me gustaría echar otra mirada a esos soldados británicos. Al fin y al cabo, soy periodista y podría escribir una buena historia —concluyó con una sonrisa.

Blessing era partidaria de ser precavidos.

—No deberíamos movernos de aquí —dijo—. El pueblo entero sabe ya que hay un inglés en la Hostería Canela. Eres un bicho raro en Lokomeji. Estás en boca de todos.

A Bond le hizo gracia que hubiera empleado una expresión escocesa, sin duda aprendida del padre, pero ella tenía razón, por supuesto. Pensó en el largo día que les esperaba, sin nada que hacer y recluidos en la posada, y deseó haber llevado consigo la novela inconclusa de Graham Greene. No obstante, de ningún modo se podía considerar que veinticuatro horas más en compañía de Blessing constituyeran un castigo.

Otra vez estaban solos en el comedor, como únicos huéspedes de la Hostería Canela. Les sirvieron un guiso de pescado muy sabroso y picante con los imprescindibles bollos dago-dago, y Bond comió incluso el postre: bananas al horno con una salsa de ron y mantequilla. Acabada la cena bebieron más whisky en la galería, de la botella de Johnnie Walker que había comprado Bond.

—Vas a lograr que acabe achispada —comentó Blessing—. No estoy habituada a beber whisky.

—Es la mejor bebida para los trópicos —repuso Bond—. No necesita estar helada. En realidad, hay que tomarlo sin hielo. Sabe igual en África que en Escocia.

Subieron juntos la escalera. Algo había cambiado en la atmósfera que reinaba entre ellos, advirtió Bond; quizá la velada aún no había terminado. Cuando llegó el momento de despedirse, la besó en la mejilla.

—Sé que eres el jefe de la central y que tal vez no debería haber hecho eso —se disculpó—. Pero hoy estuviste magnífica en el control de carretera. Muy rápida para improvisar.

—Gracias, gentil caballero —contestó ella con cierta mordacidad—. Tengo mis habilidades.

Tumbado en la cama, Bond meditó en los planes para la noche siguiente: el cruce de la laguna y la confianza depositada en aquel hombre, Kojo, para que lo dejara sano y salvo en Dahum. ¿Y luego qué? Era de suponer que se dirigiría a Port Dunbar, donde se presentaría como periodista simpatizante de la causa, conseguiría una nueva credencial y se mostraría dispuesto a informar sobre la guerra desde el bando de los dahumeños, a explicar los hechos al mundo desde la perspectiva de los rebeldes. De nuevo, todo le parecía muy improvisado y decidido sobre la marcha. No estaba acostumbrado a tal…

Blessing llamó a su puerta.

—Siento molestarte, James, pero necesito tu ayuda.

—Ya voy.

Bond se puso la camisa y los pantalones, y abrió la puerta. Blessing aguardaba en el umbral, con una larga camiseta blanca que le llegaba hasta los muslos. Lo miró, un tanto avergonzada.

—Hay un lagarto en mi habitación —explicó—. Y no puedo dormir sabiendo que está ahí.

Bond la siguió por el corredor hasta llegar a su aposento. Con cierta sorpresa comprobó que éste era más amplio que el suyo y que estaba mejor provisto de muebles. Un ventilador giraba con fuerza en el techo, haciendo que la mosquitera ondeara y se agitara suavemente. Blessing señaló: en lo alto de la pared, casi junto al cielo raso, había una salamanquesa moteada de quince centímetros, inmóvil, a la espera de que se acercara una mosca o una polilla.

—No es más que una salamanquesa —dijo Bond—. Come mosquitos. Considérala una mascota.

—Ya sé que es una salamanquesa. Pero también es un lagarto, y tengo fobia a los lagartos, por desgracia.

Bond sacó una percha de madera del armario y cogió una toalla colgada de un gancho junto a la jarra y el aguamanil. Con la punta de la percha desprendió al bicho de la pared, lo atrapó con la toalla y dobló ésta con cuidado para que no escapara. Luego salió al balcón y dejó que se escabullera en la oscuridad.

—Ya no hay más lagartos —anunció, cerrando las puertas del balcón tras de sí.

Blessing estaba de pie junto a la cama, y la luz de la lámpara de noche y las sombras que arrojaba revelaban la forma de sus pequeños pechos erguidos bajo la camiseta.

Bond supo lo que iba a pasar a continuación y, por la expresión de Blessing, comprendió que también ella lo sabía.

Atravesó la habitación en dirección a la joven.

—Gracias, James Bond —dijo Blessing—. Con licencia para cazar lagartos.

Bond la cogió en brazos y la besó con suavidad, y sintió la lengua de ella en su boca.

—Como jefe de la central de Zanzarim es importante que conozca a los agentes que nos visitan —declaró Blessing, y se despojó de la camiseta.

Dejó que Bond admirara un instante su desnudez y luego alzó la mosquitera y se metió en la cama. Bond se quitó la camisa y los pantalones y se acostó a su lado. La apretó contra él y la besó en el cuello y los pechos. Parecía pequeña y grácil en sus brazos, y sus oscuras areolas eran un círculo perfecto, como monedas.

La miró a los ojos.

—El viejo truco del lagarto —dijo.

—Una chica debe ingeniárselas con lo que tiene a mano.

—Voy a echarte de menos en Dahum, Blessing Ogilvy-Grant —susurró Bond, poniéndose encima de ella, que abrió las piernas para recibirlo—. Me verás de nuevo en Sinsikrou antes de lo que te imaginas.

—No veo la hora.

) ) )

Después de hacer el amor —con una urgencia y un apetito físico que los sorprendió a ambos—, Bond fue a buscar la botella de whisky a su habitación.

Tendidos desnudos sobre la cama, bebieron y fumaron mientras hablaban en voz baja y se acariciaban, hasta que el deseo volvió a acometerlos e hicieron de nuevo el amor, esta vez más despacio y a conciencia, prolongando el clímax con la destreza de dos viejos amantes. Luego Bond permaneció inmóvil, con un brazo sobre los delgados hombros de Blessing, que cayó dormida, acurrucada contra él y con una mano sobre su pecho. El zumbido regular del ventilador del techo tapaba todos los demás ruidos, y por un momento, antes de sumirse también él en el sueño, Bond se dejó dominar por aquella oleada de sensualidad, agotado y feliz, sintiendo a su lado el calor de una joven hermosa, sin dedicar ni un mínimo pensamiento a lo que podía esperarle al día siguiente.

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