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Parte 2. Cómo detener una guerra » 9

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La larga marcha de James Bond

En algún momento de la noche, Bond se había quedado dormido sentado contra el tronco, con la cabeza apoyada en las rodillas y los brazos anudados en torno a las piernas. Se despertó con la primera luz del día y, muy despacio, estiró las piernas, se masajeó los músculos agarrotados y se tomó su tiempo antes de ponerse en pie. Hizo girar los brazos como aspas y trotó en el sitio durante un par de minutos para normalizar la circulación. Luego se abrió paso con cautela entre la maleza hasta que encontró el sendero, y avanzó lentamente hasta la carretera. Todo el suelo estaba cubierto con un burdo confeti de hojas hechas trizas, como si una violenta tormenta hubiera arrasado la selva, pero no había ningún cadáver a la vista: se habían llevado todos los cuerpos o los heridos. En el asfalto se veían las marcas de los impactos de los proyectiles y, allí donde los primeros disparos habían alcanzado a los dos soldados, una masa de moscas zumbaba sobre dos charcos de sangre seca.

Recorrió el camino arriba y abajo con poco entusiasmo, aunque no esperaba encontrar a Blessing ni ningún rastro de ella. Había brillantes cartuchos metálicos desperdigados por todo el suelo, e incluso descubrió un estuche manchado de sangre con un par de municiones. Fuera de ello, casi no quedaban signos del combate ni de sus víctimas.

Se detuvo en mitad de la carretera, sintiendo el calor del sol en la cara. ¿Qué debía hacer? ¿Qué dirección tomaría? Se volvió hacia el norte: de allí había venido el fuego de las fuerzas de Zanzarim. Si caminaba en esa dirección, seguramente se encontraría con la columna de avanzada del ejército… Bond reflexionó un momento sobre las opciones que tenía, mientras descargaba puntapiés a los fragmentos de asfalto rotos. Después de todo aquello por lo que había pasado, suponía que podía dar por abortada la misión. Sin duda M lo entendería. Pero el asunto quedaba inconcluso, y tenía un vago sentimiento de culpa por lo ocurrido a Blessing. Si la hubiera sujetado con más fuerza… Incluso podría haberla dejado inconsciente de un golpe. ¿Estaría muerta? ¿Se encontraría a salvo en manos del ejército zanzarino? ¿La habrían vuelto a capturar Kobus y sus hombres?

Bond echó una mirada alrededor. Kobus se había propuesto cruzar aquella carretera y continuar por el sendero que atravesaba la selva. Quizá ésa era la mejor opción… No tenía comida ni agua ni armas. Podía aguantar un par de días, estimó, o tal vez más si encontraba algo para comer o beber. Kobus sabía exactamente adonde llevaba ese camino y que era la ruta que debían seguir, se dijo. De modo que tomó una decisión: cruzó la carretera y se adentró en la selva.

Anduvo durante unas dos horas, según calculó, y luego se sentó a descansar. Hacía un calor húmedo y pegajoso y tenía picaduras de insectos por todo el cuerpo, pero al menos el camino discurría a la sombra de los árboles. Alzó la vista hacia el dosel de hojas que lo cubría, con ramas que semejaban vigas retorcidas de un altillo extraño y gigantesco. Se puso en marcha otra vez. El sendero seguía estando muy bien señalado, y de trecho en trecho descubría signos del paso de humanos: un tapón de botella, un jirón de tela añil, el envoltorio de papel de aluminio de una tableta de chocolate. Incluso halló la colilla de un cigarrillo liado a mano, que aún conservaba unas hebras de tabaco, y maldijo la pérdida de su encendedor pues quedaba suficiente tabaco como para dar dos buenas caladas. Se disponía a arrojarlo, cuando advirtió que aquello no era en absoluto tabaco. Lo olió: marihuana o alguna otra hierba potente.

¿Sería aquél un sendero de cazadores que unía una aldea con otra, las tierras de una tribu con las de otra, o, más probablemente, un camino utilizado por Kobus y sus hombres para hacer incursiones detrás de las líneas zanzarinas?

Siguió adelante, y advirtió que en las plantas y arbustos que flanqueaban el sendero había frutos y bayas de todas clases y tamaños, aunque no se atrevió a probar ninguno. Pese a la lozanía y el verdor de la vegetación, no encontró ninguna fuente de agua. Descubrió un guijarro liso y se lo metió en la boca para chuparlo, con lo que consiguió segregar un poco de saliva que le alivió la garganta, cada vez más reseca.

Descansó de nuevo llegado el mediodía, cuando los rayos de sol que se filtraban por el follaje iluminaban directamente el camino, y esperó a que creciera la sombra de la tarde. Creía estar dirigiéndose más o menos hacia el sur, si bien el sendero describía inexplicables vueltas y revueltas. Se topó con una zapatilla de gimnasia (del pie izquierdo) con la suela despegada y una lata sin etiqueta con un dedo de agua de lluvia dentro. Estaba a punto de beberla, cuando vio que dentro se agitaban unas larvas amarillas.

Al anochecer tenía los pies doloridos y se sentía agotado y terriblemente sediento. Encontró un árbol robusto color gris ceniza, con grandes raíces que sobresalían de la tierra, y se acomodó entre dos de ellas. La oscuridad llegó con la acostumbrada rapidez típica de los trópicos y, para no pensar en su reseca garganta y su vacío estómago, obligó a su mente a concentrarse en temas que nada tuvieran que ver con el delta del río Zanza. Sopesó con cuidado los respectivos méritos del Jensen FF y el Interceptor II, e intentó calcular si tendría suficiente dinero en efectivo para el depósito, en caso de que decidiera comprar alguno de los dos. Luego se preguntó si Doig y sus hombres habrían acabado de redecorar su piso de Chelsea. Le había dado instrucciones a Donalda para que supervisara el trabajo en su ausencia y extendiera cheques a medida que fuera necesario. Sería doblemente grato volver al hogar una vez acabada la misión y encontrarse con el piso reformado por completo, se dijo, y lo que lo ilusionaba en especial era su nueva ducha… Aquí rió para sus adentros. Se hallaba perdido en una selva tropical, deambulando por un camino que discurría entre dos ejércitos en guerra. De vuelta a la realidad, lo acosaron de nuevo las preguntas sobre Blessing y su suerte. Blessing, cuyo cuerpo desnudo, delgado y ágil veía en la imaginación, la noche de amor violentamente interrumpida cuarenta y ocho horas antes. Sentía un amargo remordimiento, pero ¿qué más podría haber hecho? Ahora tenía que concentrarse en su propia supervivencia.

Se alzó el cuello de la chaqueta de safari y metió las manos en los bolsillos. No era un quejica, y estaba convencido de que al día siguiente todo iría mejor.

El aflautado trino de un pájaro lo despertó al alba. Se puso otra vez en marcha sin más dilaciones, con la garganta hinchada y dolorida y la lengua seca como una cincha de cuero. Al cabo de una media hora notó que la selva empezaba a hacerse menos espesa. Aquí y allá había claros de hierba dorada, y los árboles gigantescos daban paso poco a poco a variedades más bajas y achaparradas. Desaparecida también su sombra, el calor del sol comenzaba a ser abrasador. Se quitó la chaqueta de safari y se la abotonó sobre la cabeza como una kufiya árabe. El sudor le chorreaba por la nariz y la barbilla.

Y de pronto el sendero desapareció sin más. Bajo sus pies, el suelo estaba seco y agrietado, con matas de hierbas duras; como si el sendero fuera una criatura de la selva y estos arbustos enanos no constituyeran un entorno de su agrado.

Entonces vio el árbol de papaya.

Tenía unos tres metros de altura, y en lo alto lucía un único fruto maduro. Bond aferró el rugoso tronco y lo sacudió con fuerza; luego lo golpeó con el hombro, haciéndolo balancear a un lado y otro, hasta que la papaya se soltó y cayó directa a sus manos.

Se sentó a la sombra y, clavando la uña del pulgar en la frágil piel, arrancó un trozo de fruta. Quitó rápidamente las suaves semillas oscuras e hincó los dientes en la cálida pulpa naranja. Era jugosa y dulce, y Bond sintió un alivio inmediato en la garganta mientras tragaba con avidez. Cerró los ojos y de pronto se vio transportado a la terraza del hotel Blue Hills de Jamaica, donde solía desayunar una helada papaya partida en dos y bañada en zumo de lima recién exprimida. Habría dado cualquier cosa por un café jamaicano y un cigarrillo. Sintió un nudo en la garganta ante la irrupción de los recuerdos de aquellos días y aquella vida, pero enseguida se recriminó por tal muestra de sentimentalismo y engulló el resto de la papaya con un hambre salvaje, comiendo asimismo las semillas y royendo la piel para desprender lo poco que aún quedara adherido.

Era extraordinario lo bien que se sentía después de haber logrado al fin comer algo. El sol de la mañana aún estaba bien al este, de modo que sabía hacia dónde se hallaba el sur, y se encaminó hacia allí con renovadas fuerzas. Doscientos metros más allá del árbol de papaya dio con una senda rudimentaria para el tráfico rodado. La siguió, y fue a parar a un camino de tierra con una vieja señal descolorida donde se leía «Forêt de Lokani», sin duda un legado de la antigua época colonial francesa. Si había una señal, debía de haber algún tipo de tráfico, razonó Bond. La idea le levantó el ánimo, y enfiló la carretera con entusiasmo.

Al doblar en una curva distinguió los cónicos techos de paja de una pequeña aldea a poco más de medio kilómetro. Tras buscar un palo grueso para hacer las veces de arma, se aproximó con cautela a las cabañas de barro. No había ninguna columna de humo que se alzara de un fogón. Los campos de mandioca estaban descuidados y con plantas marchitas. Entró en la aldea, manteniéndose pegado a las paredes de las chozas. Había unas veinte viviendas agrupadas alrededor de un enorme árbol de sombra. Algunas de las cabañas tenían el techo de paja quemado, y en una o dos las paredes se habían derrumbado, como si hubieran recibido el impacto de algún tipo de artillería. Cuando llegó al área de tierra batida que constituía el lugar de reuniones, bajo el árbol central, Bond vio tres cadáveres muy descompuestos —una mujer y dos hombres— con una nube de moscas revoloteando encima. Rodeó los cuerpos y recorrió las callejuelas que separaban las casas, buscando agua: un pozo o un abrevadero. Tenía que haber cerca un arroyo o un río desde donde pudieran acarrear agua fácilmente, razonó; ninguna aldea africana estaba lejos del agua.

Entonces, en el umbral de una casa, vio a un niñito sentado, apoyado contra el marco de la puerta. Un niño tan esquelético como un anciano arrugado. Desnudo, con las costillas visibles bajo la piel cubierta de polvo, las piernas delgadas como palillos y cubiertas de llagas, la cabeza tan enorme que casi se bamboleaba sobre el débil cuello. Tenía moscas en los párpados y en las comisuras de la boca. Miró a Bond con indiferencia, apenas interesado, al parecer, en ese hombre blanco que había surgido ante él.

Bond se agachó, trastornado y conmocionado.

—Hola —dijo con una sonrisa forzada, antes de darse cuenta de lo estúpido que sonaba.

Hubo un movimiento detrás del niño y apareció otro crío con rostro de calavera que lo miró sin interés. Bond se irguió y fue a asomarse dentro de la cabaña, pero un hedor espantoso le hizo retroceder, aclararse la garganta y escupir. Parecía estar lleno de cuerpos de niños, pero nada se movía. El hambre extremo los llevaba a esta abulia mortal, supuso Bond; se arrastraban hasta un lugar en sombras y esperaban la muerte. Ése era el destino de los débiles y olvidados en el reducido territorio de Dahum.

Bond dejó la aldea con un sentimiento de impotencia y una profunda depresión. Era como haber sido testigo de una versión surrealista del infierno. ¿Qué podía hacer por aquellos dos críos? Estarían muertos antes de que cayera la noche, como todos los otros que yacían en esa estancia infernal. Su impotencia le provocaba ganas de llorar. Tal vez hubiera otra aldea carretera adelante, quizá pudieran enviar ayuda desde…

En ese momento, como por milagro, vio una figura humana a corta distancia, un muchacho flaquísimo vestido con un pantalón corto hecho jirones. El joven le gritó y le arrojó una piedra, que levantó una nube de polvo a los pies de Bond. Sin dejar de gritar, le lanzó dos piedras más.

—¡Eh! —vociferó Bond—. ¡Ven acá! ¡Ayúdame!

Pero el muchacho dio media vuelta y, echando a correr, desapareció de la vista tras un bosquecillo de espinos. Bond salió en su persecución, pero se detuvo tras rodear la arboleda. Allí estaba la fuente de agua de la aldea, un riachuelo que formaba un pequeño embalse. El joven parecía haberse desvanecido en el aire, como si fuera alguna clase de duende o una visión. Se preguntó si habría tenido una alucinación, pero no se preocupó más por el asunto. Se metió con premura en el embalse y, sentándose en el fondo para empaparse bien, bebió el agua turbia y caliente recogiéndola en el hueco de las palmas. Ahora podría seguir adelante y encontrar tal vez algún modo de ayudar a esos niños. Se tendió de espaldas, sumergiendo la cabeza, y cerró los ojos, debilitado por la sensación de alivio. Cuando emergió unos segundos después oyó el distante rugido de un motor. La larga marcha estaba punto de llegar a su fin.

Se quedó de pie a orillas del embalse, con la ropa goteando, paralizado de pronto por la indecisión. No, no podía seguir su camino. Volvió a la aldea y encontró una calabaza vacía y una lata grande que había contenido leche en polvo. Regresó al riachuelo, llenó de agua los dos envases y los acarreó hasta la cabaña de barro donde yacían los niños muertos. El crío más pequeño había desaparecido.

Bond supuso que se había arrastrado al interior y dejó con cuidado los recipientes en el umbral. Entonces oyó un chasquido a su espalda.

Había un viejo encorvado de pie en el área de reuniones, apoyado en un bastón. Era increíblemente flaco, con brazos y piernas tan delgados como vainas de vainilla, e iba cubierto con harapos. Bond se acercó despacio, mientras el anciano lo imprecaba roncamente con insultos incomprensibles. La cabeza era pequeña, con unos pocos cabellos grises, y la cara demacrada, rematada en una barba rala y blanca. Bond se dijo que parecía salido de un mito, como un símbolo de la muerte. El viejo lo miró con ojos enrojecidos y relampagueantes de odio.

Bond le señaló la cabaña con los dos recipientes de agua colocados frente a la puerta.

—Niños… pickin dentro. Ayúdelos.

El anciano agitó el puño en dirección a Bond y siguió lanzando maldiciones.

Bond señaló otra vez la puerta y, al hacerlo, vio dos manitas como garras que se alargaban para aferrar la lata de leche en polvo y arrastrarla dentro. El viejo blandió ahora el cayado y, sin fuerzas, trató de golpear a Bond, pero sólo consiguió alcanzarlo en la pierna sin causarle daño.

—¡Ayude a esos niños! —le suplicó Bond por última vez, para luego dar media vuelta y abandonar la aldea.

Sentía la cabeza a punto de estallarle, como si hubiera tomado parte en algún estúpido espectáculo atávico: el encuentro de un extraño con la muerte en medio del camino, con todos los ingredientes de una horrible leyenda o fábula folclórica. Se esforzó en concentrarse en la realidad. Había oído el motor de un coche. Se salvaría, a menos que los malignos espíritus de aquel lugar se empeñaran en seguir atormentándolo.

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