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Parte 2. Cómo detener una guerra » 11

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Domingo

Bond durmió mal, pese a todo el whisky que había consumido en compañía de sus nuevos colegas. Sus sueños estaban poblados con el fragor de los disparos en la selva y el terrible pánico de Blessing, todo ello entremezclado con imágenes de los niños muertos en la cabaña de Lokani, que rebullían, se levantaban y lo señalaban acusadoramente con sus huesudos dedos.

Apenas amaneció salió de la cama y fue a darse una ducha fría, tras lo cual se obligó a hacer media hora de ejercicios —saltos desplegando piernas y brazos, flexiones y trotes en el sitio— a fin de despejar la mente y estar alerta. Bajó al bar —que a aquella hora funcionaba como comedor— y tomó el desayuno que servían: zumo de naranja, una omelette demasiado hecha y café aguado. Había encendido el primer cigarrillo del día, cuando un joven entró en la estancia y se dirigió hacia él con una amplia sonrisa.

—Buenos días, señor Bond. Soy Domingo, su asistente.

Mi guardaespaldas, pensó Bond. Dupree y Haas le habían hablado de los guardaespaldas que les había asignado el Ministerio del Interior. No así a Breadalbane, para su vergüenza y pesar. Estos guardaespaldas también proporcionaban un medio de transporte al periodista y lo acompañaban a todas partes.

Domingo tenía poco más de veinte años y era bajito y musculoso, con un carácter alegre y franco y una sonrisa casi permanente. Conducía un Peugeot 404 color cereza muy maltrecho. Al coche le faltaba un faro, y en el costado izquierdo tenía una larga fila de limpios orificios de bala.

—Esto es obra de los MiG —explicó Domingo, y lanzó una carcajada—. Pero a mí no me dieron.

El primer destino en la planificación del día era el Ministerio del Interior, alojado en un antiguo centro social con una fachada decorada con azulejos y un vestíbulo lleno de tablones de corcho vacíos. Bond tenía una cita con la propia ministra del Interior, una mujer guapa de aspecto severo de nombre Abigail Kross, que había sido la primera jueza de Zanzarim después de la independencia. Su hermano era ministro de Defensa del Gobierno de Dahum y, en el curso de la conversación, Bond se hizo una clara composición de lugar de la incuestionable fortaleza de la lealtad tribal de los fakasas, lealtad y lazos que parecían ser muchísimo más firmes que cualquier cosa equivalente que pudiera existir en Europa occidental.

Abigail Kross le sonrió.

—Cuento con usted, señor Bond, para que consiga que sus lectores franceses comprendan plenamente nuestra terrible situación —dijo—. Si el Gobierno francés reconociera a Dahum, todo cambiaría. Sé que estuvieron a punto de hacerlo. Tal vez con un empujoncito más…

Bond fue diplomático.

—Le prometo que comunicaré todo lo que vea, pero tengo que decirle que hasta ahora estoy muy impresionado.

—Hoy verá más —repuso ella—. Nuestras escuelas, nuestra defensa civil, el entrenamiento de nuestras milicias.

Lo miró con perspicacia y añadió:

—Esto no se trata de un robo de petróleo, señor Bond. Se trata de un nuevo país que intenta forjar su propio destino.

Así que Domingo lo llevó diligentemente a una escuela, al hospital central, a un cuartel y una estación de bomberos, a refugios subterráneos y a empresas de agricultura experimental. Bond vio talleres donde un grupo de herreros reconvertían coches accidentados y averiados en camas de hospital y muebles de oficina. Cosa más interesante aún, vio una floreciente industria de defensa donde fabricaban sus propias granadas de mano y minas antipersona a partir de toda clase de materiales comunes. Al final de la gira del día, Bond estaba exhausto. Había tomado notas cuidadosamente —representando su papel de periodista—, pero la desesperación inherente a todas estas actividades lo había deprimido. Aquél era un país —a duras penas un país— que se aferraba con uñas y dientes a su existencia, desesperado por sobrevivir mediante su talento para la improvisación y los trucos ingeniosos. Pero Bond había visto las fuerzas concentradas contra ellos y sabía cuán vanos eran sus esfuerzos. Una granada de mano confeccionada con trozos de una vieja máquina de coser y una cortacésped no iba a detener un tanque Centurion ni una carga de napalm lanzada desde un MiG en vuelo rasante.

—Llévame de vuelta al Centro de Prensa, Domingo —le pidió Bond tras media hora de contemplar a unos escolares elegantemente uniformados que marchaban arriba y abajo con rifles de madera al hombro—. ¡Ah! —añadió—. Querría ir al aeropuerto de Janjaville esta noche. ¿Puedes arreglarlo?

—Hay que solicitar un pase especial —le explicó Domingo—. Se lo darán en el mismo Centro de Prensa.

Emprendieron el regreso por las concurridas pero ordenadas calles de Port Dunbar. Domingo bajó de un salto del coche y le abrió la puerta.

—Tienes que hacerme un favor, Domingo —dijo Bond—. Consígueme una chaqueta, una chaqueta de safari, con muchos bolsillos.

Le tendió unos cuantos miles de sigmas.

—Le conseguiré una muy buena, señor —afirmó Domingo.

Bond se dirigió a la oficina de administración del Centro de Prensa, donde un teniente joven le entregó el pase especial que le permitiría entrar en el aeropuerto de Janjaville.

—Mientras tengamos Janjaville, hay esperanzas —declaró el oficial, con evidente sinceridad.

Sonaba como un lema, pensó Bond, algo apropiado para gritar en un mitin, pero la convicción del joven hizo crecer aún más la curiosidad de Bond por ver el lugar y lo que allí ocurría. Sospechaba que la placidez y la casi normalidad de la vida en Port Dunbar significaba que el verdadero objetivo de los esfuerzos del ejército de Zanzarim lo constituía el aeropuerto. Janjaville era la clave estratégica de toda la guerra. Se obligó a recordar cuál era la clave estratégica de su misión.

Le sonrió al teniente.

—En nombre de la Agence Presse Libre querría solicitar oficialmente una entrevista con el general de brigada Adeka.

—Es imposible, señor —repuso el oficial—. El general no habla con la prensa extranjera.

—Dígale que somos una agencia de prensa francesa. Podría ser muy importante para Dahum si Francia…

—Es igual —lo interrumpió el teniente—. Desde que empezó la guerra hemos recibido más de un centenar de peticiones de entrevistas. Todos los periódicos, estaciones de radio y canales de televisión del mundo. El general no concede entrevistas a nadie.

Bond volvió al bar, perplejo. Tal vez tendría que intentarlo a través de Abigail Kross. Breadalbane estaba sentado en el bar y le preguntó si por ventura podía prestarle un poco de dinero, que se había quedado sin blanca, etcétera, etcétera. Bond le pasó unos billetes y lo invitó a una cerveza fría.

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