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Parte 2. Cómo detener una guerra » 14

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La batalla de la calzada de Kololo

Bond estaba con Breed en lo alto de un risco, observando a lo lejos con unos prismáticos. Tras orientarse un poco y echar un par de ojeadas al mapa de Breed, comprendió claramente la situación.

El pueblo de Kololo, el principal puesto fortificado que defendía el acceso este a Janjaville, había caído. Algunas chozas ardían, probablemente tras un ataque aéreo de los MiG, y las tropas que habían estado apostadas en la aldea la habían abandonado y se habían retirado al otro lado de la calzada de doscientos metros que discurría por encima de una extensa área pantanosa; se habían reagrupado allí y habían levantado una barricada en la carretera con leños y bidones de aceite, preparados para repeler cualquier avance por la calzada procedente del pueblo.

Bond alcanzó a ver que toda la aldea estaba ocupada por fuerzas de Zanzarim, e incluso distinguió un carro blindado Saracen con una torreta superior, detenido al resguardo del techo de una cabaña de barro cercana a la calle que conducía a la calzada. Sospechó que aguardaban la llegada de los MiG antes de continuar avanzando, y recordó los comentarios de Blessing sobre su falta de celo militar.

—Bueno —dijo—, al menos sólo pueden atacar desde una única dirección. Pero esa barricada durará veinte segundos frente a aquel Saracen.

Se volvió hacia Breed y añadió:

—No tenéis suficientes hombres.

Breed le había explicado el problema. El ochenta por ciento del ejército de Dahum se ocupaba de defender la carretera nacional que conducía a Port Dunbar, para impedir el avance de las fuerzas zanzarinas. Allí era donde se encontraban apostados los tanques y la artillería. Era una situación de estancamiento que podía prolongarse indefinidamente, mientras ambos bandos esperaban que el otro se retirara. Por lo tanto, a esas alturas de la guerra la mayor parte de las acciones consistían en escaramuzas que tenían lugar cuando pequeñas unidades de las fuerzas zanzarinas exploraban otras rutas para acceder al corazón de la zona rebelde. Breed y sus brigadas móviles estaban bien capacitados para enfrentarse a cualquiera de esas ofensivas secundarias y repelerlas: sus soldados tenían un espíritu más agresivo y contaban con el sacerdote fetichista y su amuleto, mientras que a los soldados zanzarinos sólo conseguían persuadirlos para entrar en acción con la promesa de cerveza y tabaco a discreción. Aquella mañana Bond había visto las consecuencias con sus propios ojos. El territorio interior de Dahum había quedado tan reducido que era fácil disponer de tropas suficientes para desplazarlas de aquí para allá a fin de detener cualquier intento de incursión. Salvo que ese día los habían sorprendido: los mercenarios de Breed y dos compañías fuertemente armadas habían salido en persecución de los zanzarinos que huían a través del bosque. Y, entre tanto, Kololo había caído.

Breed cogió los prismáticos de manos de Bond.

—Supongo que podríamos intentar hacer volar la calzada —dijo sin mucha convicción, al tiempo que observaba el pantano.

—No, eso no. Tenéis que reconquistar Kololo.

—¡Ah, gran idea! ¿Por qué no se me habrá ocurrido antes? Eso está chupado, tío.

—Tenéis que volver al otro lado de la calzada. Atrincheraros otra vez en el pueblo —dijo Bond, que señaló a las tropas agazapadas tras la barricada—. Míralos. Cuando lleguen los MiG os machacarán.

Breed clavó en él una mirada llena de resentimiento.

—Entonces ¿qué es lo que sugieres, general?

—No es mi guerra —repuso Bond encogiéndose de hombros—. Sois vosotros los que recibiréis el cheque con la gran paga. Pero os veréis en serios problemas si dejáis que los zanzarinos se establezcan en este lado de la calzada.

Breed lanzó una maldición y escupió en el suelo. Su preocupación era evidente.

—¿Tenéis una segunda línea que podáis defender, más atrás en la carretera? —inquirió Bond—. ¿Un riachuelo, un puente?

—No. Pero supongo que podríamos derribar unos cuantos árboles.

—Pues entonces es mejor que saquéis ahora mismo las hachas —aconsejó Bond, que se apoderó de nuevo de los prismáticos y estudió otra vez el panorama que tenía delante.

No había ningún camino que bordeara el pantano que atravesaba la calzada. En el lado donde se hallaban apostados los dahumeños vio una profunda hondonada artificial, probablemente cavada para prevenir inundaciones. Empezó a concebir una idea. Tal vez fuera capaz de sacar una ventaja de todo aquello. Podía ser la oportunidad que estaba esperando.

—Tengo una idea —le dijo a Breed—, pero necesito saber con qué potencia de fuego contamos.

Descendieron del risco y se dirigieron a las improvisadas posiciones que ocupaban los soldados que habían huido de Kololo. Bond advirtió al instante que toda resistencia sería puramente simbólica. El carro blindado solo bastaría para barrerlos, y las tropas que vinieran detrás se fregarían las manos.

Bond estudió las posibilidades. Había dos morteros de 4,1 pulgadas con un par de cajas de granadas y una ametralladora pesada calibre 50. Entonces reparó en una docena de cubos con unas extrañas tapas abolladas.

—¿Qué es eso? —preguntó.

—Nuestras penosas minas terrestres de confección casera —contestó Breed con gesto despectivo—. Las llaman «la respuesta de Adeka».

—¿Y funcionan?

—Estallan con un ruido infernal. La percusión es enorme: te revienta los tímpanos, te hace sangrar la nariz y puede volcar un vehículo pequeño. El Saracen las aplastará como si nada —explicó con una mueca de desdén—. Se necesita una buena carga de cordita. Les dije que rellenaran el resto con clavos y pernos, para incrementar el daño, pero nadie me hizo caso.

—Creo que pueden servir a la perfección —dijo Bond, meditando, recordando.

—Entonces ¿qué hacemos, tío listo? —preguntó Breed con tono burlón.

Bond percibía su creciente preocupación. Cualquier acción que amenazara a Janjaville significaba el fin de la guerra.

—Vamos, genio —insistió—. ¿Qué hacemos?

—Te lo diré, pero con una condición —replicó Bond.

—No acepto condiciones —contestó Breed.

—Muy bien. Entonces, buena suerte para ti y tus hombres.

Bond dio media vuelta y empezó a alejarse.

—De acuerdo, de acuerdo. ¿Con qué condición?

Bond se detuvo y Breed se acercó.

—Si te muestro cómo recuperar Kololo, tienes que conseguirme una entrevista con Adeka —dijo Bond.

Breed lo observó, y Bond casi fue capaz de oír cómo le trabajaba la mente.

—¿Puedes conseguir que recuperemos el pueblo? ¿Lo garantizas? —inquirió al cabo.

—En la guerra no se puede garantizar nada. Pero creo que funcionará.

Breed bajó la vista al suelo y pateó una piedra. Era evidente que se resistía a pedir ayuda, como si eso significara una falta de experiencia militar por su parte, alguna debilidad fundamental. Volvió a escupir.

—Si consigues que recuperemos este pueblo, Adeka te propondrá matrimonio.

—No es necesario llegar tan lejos —repuso Bond—. Bastará con un encuentro cara a cara.

—No hay problema. Te lo prometo. Si consigues que recuperemos el otro lado de la calzada serás un héroe nacional. Pero si fracasas…

Dejó la frase en suspenso.

Bond ocultó la satisfacción que le producía esta promesa.

—No fracasaremos si hacéis exactamente lo que digo —aseguró.

—¿Por dónde empezamos?

—Por retirarnos —dijo Bond—. Llevados por el pánico. Como dicen los franceses, reculer pour mieux sauter. Dar un paso atrás para saltar más alto, ¿entiendes?

Breed lo miró con aire sombrío.

—Espero que sepas lo que estás haciendo, tío.

—¿Tienes una idea mejor? —inquirió Bond con afabilidad.

—No, no. Lo dejo en tus manos, Bond. Es tu jugada.

Bond se las ingenió para no sonreír y comenzó a dar instrucciones a los suboficiales. Envió equipos de hombres a enterrar los cubos-minas en la zanja de irrigación. Luego colocó los morteros y los apuntó con precisión, tomándose su tiempo para calcular las distancias lo mejor que podía y calibrar las miras con minuciosidad.

—No los toquéis —indicó a los encargados de los morteros—. Aun cuando disparéis y os parezca que están mal apuntados, seguid disparando, ¿entendido?

Luego hizo que llevaran la ametralladora pesada a lo alto del risco y la instaló allí, donde tenía un campo de tiro sobre toda la calzada. Le dio precisas instrucciones a Breed y volvió a observar la aldea con los prismáticos. Las tropas se habían reunido. El Saracen se había apartado de la protección de la cabaña para ponerse cerca de la entrada a la calzada. Era obvio que no iban a esperar la ayuda de un ataque aéreo.

—Dejaremos que el Saracen cruce —dijo Bond—. Se lanzará como un endemoniado. Haz que algunos hombres lo inciten a avanzar más por el camino. Luego, cuando nos «retiremos», nos reagruparemos entre los árboles, listos para cruzar la calzada a la carrera cuando dé la orden.

—Pareces muy confiado —comentó Breed.

—Bueno, funcionó la última vez que lo intenté.

—¿Cuándo fue eso?

—En 1945 —repuso Bond—. El principio es que, en una batalla, la confusión puede ser tan importante como un regimiento extra.

—¿Quién dijo eso? ¿El puto duque de Wellington?

—En realidad, fui yo —contestó Bond con una sonrisa humilde—. Bueno, así es exactamente como espero que suceda todo.

) ) )

Al mediodía, el ruido del motor del Saracen y de sus maniobras llegó al otro lado del pantano, hasta las posiciones dahumeñas. El aire estaba húmedo y caluroso. Bond se encontraba de pie junto a la rudimentaria barricada y se lanzó al suelo cuando llegó la primera descarga de proyectiles. El Saracen avanzó rugiendo por la calzada, con sus ametralladoras Browning 30 escupiendo fuego mientras la torreta giraba de izquierda a derecha, y tras él apareció una nutrida columna de tropas.

—¡Ahora! —gritó Bond—. ¡A correr!

Los defensores dahumeños lo obedecieron al pie de la letra. Con una exhibición de histrionismo, se pusieron de pie, agitaron los brazos y abandonaron sus puestos con presteza, para luego alejarse por la calzada a todo correr, en busca de la protección de los árboles. Y dejaron la barricada sin vigilancia ni defensa.

Bond se precipitó a reunirse con el equipo de los morteros. Breed estaba en lo alto del risco, detrás de la ametralladora. Con los prismáticos, Bond vio que el carro blindado aceleraba y derribaba la barrera de leños y bidones de aceite, mientras barría la linde del bosque con la ametralladora. Detrás avanzaban las tropas zanzarinas, corriendo por la calzada. Parecía una victoria fácil.

—Ya vienen, señor —dijo el soldado que se encargaba del primer mortero.

—Esperad —dijo Bond.

Quería que hubiera más hombres en la calzada antes de dar comienzo a la represalia.

—¡Ahora, fuego! —ordenó, e hizo un gesto a Breed.

Se oyó una explosión sorda cuando la granada del primer mortero se alzó en el aire. Una fracción de segundo más tarde la siguió la otra. Las granadas explotaron algo más atrás de la columna de zanzarinos.

—Seguid disparando —dijo Bond a los desconcertados responsables de los morteros—. No os detengáis.

Salió corriendo y subió agachado por entre la maleza hasta donde se encontraba Breed disparando con la ametralladora. Desde allí comprobó que su aliada «confusión» ya estaba echando una mano en el combate. Las tropas que avanzaban habían disminuido la velocidad, desorientadas por esa cortina de fuego de explosiones inofensivas en la retaguardia. Siguiendo las instrucciones de Bond, Breed también disparaba detrás de la columna de soldados, barriendo la calzada con sus proyectiles de grueso calibre, que arrancaban grandes terrones de tierra y polvo del suelo. Explotaron más granadas, mientras los morteros mantenían el ángulo de tiro.

—Muy bien. Ahora apunta al final de la fila.

Breed giró la ametralladora y disparó más cerca de la columna de soldados de Zanzarim en movimiento. Uno o dos cayeron muertos. Otros se lanzaron al pantano. Las tropas abandonaron la calzada en desbandada, desesperadas por encontrar algún sitio donde protegerse de ese desconcertante ataque por la retaguardia.

Y allí estaba, tentadora, la zanja de irrigación. El lugar perfecto para cubrirse la cabeza. Los hombres empezaron a arrojarse en masa en ella, buscando la seguridad que proporcionaba su profundidad.

Más adelante en el camino se oían disparos y explosiones, mientras el Saracen era atraído hacia allí. La hondonada estaba atiborrada de hombres encogidos de miedo, mientras Breed seguía disparando y regando de proyectiles el borde de la zanja. «Ahora —se dijo Bond— todo lo que necesitamos es la respuesta de Adeka».

Explotó el primer cubo-mina, y Bond percibió la onda expansiva desde lo alto del risco. La detonación puso en marcha una reacción en cadena, y los restantes cubos explotaron a lo largo de la zanja como si fueran una batería de petardos.

—Breed, ordena a tus hombres que crucen al otro lado de la calzada y regresen al pueblo.

Bond no quería pensar en lo que había ocurrido en la zanja. Alcanzaba a oír los gritos de los heridos, y una gran cortina de humo ondulante y polvo tapaba la vista.

A una señal de Breed —una bengala verde—, los dahumeños refugiados en el bosque corrieron por la calzada en dirección a Kololo. Hubo algunos disparos aislados mientras avanzaban, pero el desastre sufrido al otro lado de la calzada tenía que haber sido bien visible para las tropas que pudieran quedar detrás.

Breed estaba de pie, observando con los prismáticos.

—Sí, están huyendo —dijo—. Como era de esperar. Una panda de niñitas.

Bond miró hacia la hondonada cuando el humo empezó a disiparse. Los soldados, conmocionados y heridos, salían de ella tambaleándose y arrastrándose, para verse rodeados por los hombres de Breed.

—No los matéis —dijo Bond—. Un buen grupo de prisioneros puede llegar a ser una moneda de cambio muy útil.

—Como usted diga, señor Bond —contestó Breed con una risita, enjugándose el ojo con el puño.

Y luego lo miró con lo que a Bond le pareció que podía ser un asomo de respeto. Un tanto para la Agence Presse Libre.

—Acuérdate de mi condición —le dijo Bond—. Recuerda tu promesa. Te hice recuperar Kololo, y tú me llevas con Adeka.

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