Solo

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Parte 3. Solo » 3

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Amigos de África

El letrero de «Amigos de África» había desaparecido y el póster pegado en la mugrienta ventana, protegida ahora con una persiana de reja, había sido reemplazado por un cartel que rezaba «se alquila-razón aquí». Bond observaba desde la acera de enfrente de la calle de tiendas de Bayswater, profundamente frustrado. Aquélla era su principal línea de investigación. Recordaba bien la conmoción que había sentido al ver el logotipo de «Amigos de África» en el morro del Super Constellation en el aeropuerto de Janjaville, y había dado por sentado que Gabriel Adeka lo conduciría —a sabiendas o no— hasta Hulbert Linck y luego hasta Breed o quienquiera que estuviera detrás de todo el complot. Bond se paseó por la acera. Con la oficina de Amigos de África cerrada, tal vez la persona que debía tratar de localizar era Blessing —o Aleesha Belem—, pero ¿dónde podía empezar a buscar su rastro?

En ese momento se abrió la puerta del local y salió un muchacho —un muchacho negro— con una máquina de escribir. La puso en el asiento trasero de un Mini aparcado enfrente y se disponía a subir al coche y marcharse, cuando Bond lo detuvo con un grito y cruzó la calle para hablar con él. Se presentó —sin dar su nombre— como un amigo de Gabriel Adeka y antiguo patrocinador de Amigos de África.

El joven, que dijo llamarse Peter Kunle, hablaba como un alumno inglés de una escuela privada. Dejó que Bond entrara en la oficina para echar una ojeada. En la planta baja había desaparecido todo, incluso el linóleo, por lo que sólo quedaba una superficie de cemento notoriamente limpia en comparación con la suciedad circundante, casi como si acabaran de ponerla. Y, escaleras arriba, en el antiguo despacho de Adeka no había más que una pila de pósters amarillentos y curvados que indicaban cuál había sido la previa actividad de aquella oficina.

—¿De modo que Gabriel cerró todo cuando acabó la guerra civil? —le preguntó Bond a Peter Kunle, que lo había seguido escaleras arriba.

—¡Oh, no! Amigos de África sigue existiendo. Pero se ha trasladado a Estados Unidos.

—¿A Estados Unidos? —exclamó Bond, estupefacto.

—Sí —repuso Kunle—. Gabriel ha establecido allí la organización benéfica, Amigos de África Sociedad Anónima. Ha conseguido promotores muy importantes, al parecer.

—¿Cuándo ocurrió todo esto? —inquirió Bond, mientras paseaba por la habitación.

Alzó un póster y lo dejó caer: un niño famélico cubierto de moscas, algo que por desgracia conocía muy bien.

—Hace unas pocas semanas —repuso Kunle—. Quizás un poco más, en realidad. Todos recibimos una circular donde se explicaba lo que sucedía.

—Entonces todo cambió justo cuando terminó la guerra —dedujo Bond, tratando de encontrar sentido al relato.

—Sí. La organización benéfica ahora se centra en todo el continente, no sólo en Zanzarim… o en Dahum, como antes. Ya sabe: hambrunas, desastres naturales, enfermedades, revoluciones, anti-apartheid… Todo el tinglado.

Bond meditaba en el asunto.

—¿A qué lugar de Estados Unidos ha ido? ¿Lo sabe?

—Creo que a la ciudad de Washington —repuso Kunle, que luego añadió—: No conozco demasiado a Gabriel. Lo ayudaba un poco como voluntario en la primera época, pero lo hostigaban demasiado. A veces eran cosas que asustaban de verdad.

—Sí, Gabriel me lo contó —dijo Bond.

—Olvidó que yo le había prestado la máquina de escribir —prosiguió Kunle—, algo que no es propio de él.

—¿Qué quiere decir?

—Que era un tipo muy escrupuloso —explicó Kunle con una risita—. Honrado a carta cabal. Incluso pretendía alquilarme la máquina, pagarme una libra por semana. Yo me negué, por supuesto. Por eso es muy extraño que la haya dejado aquí sin decirme nada. Tuve que llamar al propietario para conseguir las llaves y recuperarla.

—Así que ahora se llama Amigos de África Sociedad Anónima.

—Sí. Supongo que la oferta era demasiado buena para rechazarla. Demasiado dinero contante sobre la mesa: un futuro brillante. Un local desvencijado en Bayswater difícilmente causa buena impresión.

Poco más podía decirle Peter Kunle, y se disculpó mientras cerraba con llave la oficina. Bond le estrechó la mano y le agradeció su ayuda.

—Perdone, ¿cómo dijo que se llamaba? —preguntó Kunle mientras abría la puerta del coche.

—Breed —contestó Bond—. Jakobus Breed. Si por casualidad habla con Gabriel, dígale que he pasado a verlo.

Se despidieron, y Bond se alejó andando calle arriba, al tiempo que analizaba las opciones que tenía a la luz de esta nueva información. De modo que Gabriel Adeka había recogido los bártulos para trasladarse a Estados Unidos, y en la ciudad de Washington había convertido Amigos de África en una organización filantrópica global que abarcaba todo el continente. Tal vez la operación era perfectamente legal y llena de integridad caritativa. Recordó su visita a Gabriel Adeka y cómo le había impresionado su celo discreto y su profunda humanidad… Pero necesitaba hacerle una acuciante pregunta: ¿por qué el nombre de su organización benéfica figuraba en el costado de un avión que llevaba armas y municiones a un país en guerra? ¿Qué tenía que ver eso con los amigos de África? Si no tenía respuesta a la cuestión, al menos sería capaz de indicarle quién podía tenerla.

Bond se detuvo para encender un cigarrillo y se percató de que se hallaba frente al cine donde, la última vez que había estado allí en Bayswater, proyectaban la película de vampiros con Bryce Fitzjohn, alias Astrid Ostergard. ¿Cómo se llamaba? Ah, sí, La maldición de la hija de Drácula. Parecía que había sido como un año atrás, no semanas, pensó, sonriendo para sus adentros al recordar el inocente striptease que Bryce había llevado a cabo para él sin saberlo la noche que él había allanado su casa. Bryce Fitzjohn, sí. Le encantaría volver a verla algún día.

Siguió andando, ahora en dirección a Hyde Park, siempre rumiando. Por fortuna contaba con una pista, pero conducía a Estados Unidos, a la ciudad de Washington… Y allí residía un gran escollo. No había inconvenientes para comprar un pasaje, pero no podía utilizar su propio pasaporte para viajar. Se suponía que estaba convaleciente en South Uist, no tomando un vuelo internacional con destino al otro lado del Atlántico. De un modo u otro era posible que esto saliera a la luz y le ocasionara problemas.

Cruzó la Bayswater Road y se internó en Hyde Park. Lo que necesitaba, y pronto, era un pasaporte falso. Disponía de un día, dos como máximo. Allí radicaba la principal desventaja de trabajar por su cuenta: la falta de recursos. Normalmente, habría llamado a la Q Branch, y una hora después habría tenido un pasaporte usado, lleno de sellos y visados de viajes al extranjero, extendido a su nuevo nombre. Repasó los números de teléfono que había apuntado de la lista de contactos que guardaba en su piso. No, no había nadie que pudiera hacer un trabajo como ése en el corto tiempo de que disponía, se dijo mientras deambulaba por el parque. ¿Y si se lo robara a alguien? Empezó a echar ojeadas a los transeúntes con que se cruzaba, buscando hombres de su edad que tuvieran un leve parecido con él, pero entonces cayó en la cuenta de que la mayoría de la gente no iba por ahí con el pasaporte encima, a no ser que se tratara de turistas extranjeros. Tal vez le convendría ir a un aeropuerto. No, sería…

Se detuvo. La idea le había llegado como una revelación. Todo lo que había que hacer era darle tiempo al cerebro para que trabajara. Al final siempre daba con una solución.

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