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Parte 4. El país de la libertad » 2

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Operación de vigilancia

Milford Plaza era una nueva urbanización con ciertas pretensiones. Tres bloques de oficinas de seis pisos de hormigón y cristal se alzaban alrededor de un gran espacio pavimentado de granito —la «plaza»— con bancos de piedra y una generosa colección de arbolillos jóvenes. Una pileta oval con un surtidor y una estatua moderna montada sobre un plinto —constituida por tres vigas enormes pintadas con los colores primarios y apoyadas unas en las otras— contribuían a darle gracia y su aire pretencioso. Amigos de África S. A. se hallaba en el segundo piso del bloque central.

Bond se detuvo bajo la neutra luz filtrada del alto vestíbulo de mármol —donde había más plantas y un móvil gigante que giraba lentamente, colgado del techo— y fingió estudiar la lista en letras doradas de las compañías que alquilaban oficinas. Pensó en tomar el ascensor y ver qué aspecto tenía el local de Amigos de África, pero juzgó que era a la vez prematuro y peligroso. Necesitaba unos días para observar y evaluar, ver quién entraba y salía, estimar el riesgo. No había prisa, se dijo. Tenía el tiempo a su favor; se llamaba Bryce Fitzjohn.

Salió con paso tranquilo. Los edificios de enfrente, al otro lado de la calle, resultaban un tanto decepcionantes: una hilera de construcciones de piedra caliza anteriores a la guerra, con claros signos de vejez, que contrastaban con el granito y el prístino cristal de los nuevos bloques. Había un hotel para abstemios —el Ranchester—, una tienda de artículos de segunda mano, otra de comestibles A&P, una iglesia adventista del séptimo día, una lavandería china y una joyería, así como diversos sitios de venta de comida y de platos preparados, dos de ellos con las ventanas tapadas con tablones.

Bond encendió un cigarrillo y cruzó la calle, en busca de algún posible lugar desde donde pudiera establecer una vigilancia casi permanente. Podría haber reservado una habitación en el hotel para abstemios, que se hallaba en un sitio ideal, pero se negaba a padecer la humillación de albergarse en un establecimiento de esa índole. No obstante, un poco más adelante, en diagonal a la plaza, vio un edificio pomposamente denominado Alcázar, con un letrero descolorido donde se leía: «Oficinas en alquiler. Una, dos o tres habitaciones. Todos los servicios». Bond alzó la vista para observar la fachada de cinco plantas. Si alquilaba una oficina del último piso que diera al frente, tendría una buena vista de todo aquel que entrara o saliera del número 1075.

Un joven entusiasta vestido con un traje brillante y que se presentó como Abe trató de convencerlo para que eligiera las oficinas de lujo, que daban a la parte trasera del edificio e incluían dos plazas en la zona de aparcamiento privada. Bond insistió en la ubicación en el frente. Lo único que les quedaba era una oficina de tres habitaciones en el cuarto piso. Abe lo acompañó a verlas, y Bond se asomó a la ventana para comprobar la vista. Era perfecto. Abe quería tres meses de adelanto del alquiler, pero Bond sacó su grueso fajo de dólares y le ofreció sólo un mes, con una propina de cien dólares para Abe por su gentileza.

—De acuerdo —dijo el joven, tratando de reprimir su sonrisa de alegría.

Tras pagar el depósito y pasarle con disimulo a Abe su incentivo, Bond firmó el contrato de alquiler y recibió un manojo de llaves.

—Bienvenido al Alcázar —dijo el joven, estrechándole la mano.

Las ventanas tenían unas persianas sucias de tiras verticales de plástico, no había muebles, y el suelo estaba cubierto con losetas de moqueta manchadas. La tercera estancia, la más pequeña, era la que ofrecía una vista mejor. Todo lo que Bond necesitaba era una silla y unos prismáticos, y entonces podría vigilar Milford Plaza a su gusto. Había llegado el momento de equiparse.

Se dirigió en coche hacia el oeste, al otro lado del río Potomac, hasta un barrio de las afueras de Washington. Deambuló por las calles y pasó ante varios centros comerciales hasta que encontró lo que buscaba. Aparcó frente a un gran local pintado de amarillo chillón, con unas enormes letras rojas enmarcadas en neón que decían: «SAM M. GOODFORTH. ARMAS Y MUNICIONES». Debajo, en una línea escrita en cursiva, se leía: «Todo lo que ha soñado en armas».

Bond empujó la puerta y echó una ojeada al interior del local. El armamento letal se exponía en vitrinas con reja, detrás del largo mostrador de ventas. El resto de la tienda estaba lleno de excedentes militares, así como de equipos y accesorios para caza y pesca. Bond eligió una silla plegable de lona y un colchón de goma que se podía enrollar, y fue hasta el mostrador.

El hombre que lo atendió, fumando un cigarrillo, era delgado y musculoso y estaba pelado al rape, con un curioso copete en la frente. En los brazos llevaba tatuados diversos emblemas y blasones. A despecho de su aire marcial, tenía una voz extrañamente aguda y un ligero ceceo.

Bond compró también un par de prismáticos Zeiss que habían pertenecido a la Marina de Estados Unidos.

—¿Es usted el propietario? —preguntó.

—Soy su hermano, Eugene —repuso el hombre, con una sonrisa que dejó a la vista un diente negro—. Sam tenía una cita con una amiga.

—Necesito una pistola —dijo Bond—. ¿Tiene por casualidad una Walther PPK?

—Tengo algo mejor —contestó Eugene—. Pequeña pero poderosa.

Abrió un cajón y extrajo una Beretta M1951. A Bond le gustaban las Berettas. De hecho, a veces lamentaba haber cambiado su vieja Beretta por la Walther. La hizo girar en la mano para inspeccionarla —era de la tercera serie, con mira más pequeña—, la amartilló, apretó el gatillo, sacó el cargador vacío —ocho balas Parabellum de 9 mm— y volvió a colocarlo.

—Ya veo que no es la primera vez que tiene una pistola en la mano —comentó Eugene.

A Bond le agradaba el peso del arma.

—Me la llevo —dijo.

Y paseó la vista por los fusiles, carabinas M5, ametralladoras y escopetas protegidas tras las rejas. Quizá necesitara algo de largo alcance… Se le ocurrió entonces que una buena mira telescópica podía representar una gran ventaja desde su habitación en lo alto del Alcázar. Tendría el radio de visión de un francotirador, mucho mejor que el de unos prismáticos.

—Pienso ir a cazar un poco —dijo Bond—. Me gustaría algo de cierta potencia y con un buen radio de visión.

Eugene Goodforth le mostró una selección de potentes rifles de caza: un CZ-550 con culata Mannlicher, un Mauser Karabiner y un Springfield 1903 en perfectas condiciones. Bond estaba más interesado en las miras, de modo que fue hasta la puerta con el último modelo de una Schmidt and Bender para ver cómo enfocaba a larga distancia.

Miró hacia los transeúntes que pasaban por la calle. El zoom de aumento era excelente, y las pequeñas calibraciones y el retículo de hilos cruzados se ajustaban con sólo darle a una llave del costado.

Volvió junto al mostrador y le explicó a Eugene que quería un rifle que se adaptara a esa mira y que se pudiera desmontar para llevarlo en una bolsa.

—Tengo justo lo que necesita, señor —afirmó Eugene, que fue a la trastienda y volvió a salir con lo que parecía un maletín negro de plástico.

Lo abrió y le mostró a Bond el contenido.

—Acaba de llegar. Un Frankel and Kleist S1962 —dijo Eugene con tono reverente.

Sacó la caja del rifle, la recámara y el cañón de sus huecos acolchados y montó el arma, a la que le añadió la mira telescópica.

—Rifle de cerrojo, de un tiro. Calibre cincuenta, gatillo de doble acción y dos kilos de presión.

Bond lo alzó y se lo llevó al hombro. Era de un negro mate y sorprendentemente liviano. Apoyó el carrillo contra la pieza protectora de la mejilla y apuntó a través de la ventana al letrero de una tienda, al otro lado de la calle.

—Si mantiene en funcionamiento la iluminación del retículo de la mira, puede disparar esta maravilla en plena noche, se lo aseguro —dijo Eugene.

—Perfecto —repuso Bond—. Me lo llevo.

—¿Cuál es su objetivo? —preguntó el hombre con una sonrisa de complicidad—. ¿Un vecino?

Bond rió.

—Un alce —dijo sin pensar.

—No encontrará muchos alces por aquí. Pero tal vez tenga suerte.

—Buscaré bien.

Compró las armas y la munición correspondiente, mostró su pasaporte de Bryce Fitzjohn y rellenó la documentación necesaria, poniendo como dirección la de su hotel, el Fairview. No por primera vez en su vida, se maravilló de la sencillez con que uno se armaba en el país de la libertad.

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