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Parte 4. El país de la libertad » 5

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La suite 5K

Bond pasó el resto de la tarde en su oficina del Alcázar, observando las idas y venidas de Milford Plaza. No apareció ninguno de los sospechosos habituales, pero no se preocupó demasiado. Cuando oscureció volvió al Fairview y, tras meter un cojín y una botella de whisky en la maleta, fue a buscar el Mustang. Condujo hacia el oeste, cruzó el Potomac y llegó al Blackstone Park Motor Lodge. Aparcó el coche y se dirigió a la recepción, con la maleta en la mano. Deliberadamente no había avisado en el Fairview que se marchaba, pues a veces era mejor tener dos habitaciones de hotel en una ciudad en lugar de una sola.

Le dieron una gran habitación doble en el edificio principal. El Blackstone Park no era un motel barato y sucio; sólo tenía un exceso de uso. En la cama había sábanas de algodón bien almidonadas, pero la moqueta estaba raída, y la pintura, desconchada y con marcas. El aire acondicionado funcionaba, aunque el zumbido era un tanto fuerte. El váter tenía una lámina de celofán como protección, y una tapa de cartón cubría el vaso para enjuagarse los dientes, pero en el espejo del lavabo había grietas, y el esmalte del plato de la ducha se había saltado en varias partes de tanto fregarlo. Anónimo, grande, funcional: un sitio perfecto para ocultarse.

Bond bajó a la recepción y deslizó un billete de diez dólares en la mano del botones que la atendía.

—Que esto quede entre nosotros —dijo—, pero creo que mi mujer se ha registrado aquí con un nombre falso.

—¿Quiere decir qué…?

—Eso mismo —repuso Bond, con una mueca de amargura—. Ella ignora que lo sé.

El nombre del botones, según la placa de plástico sujeta en el bolsillo del pecho, era Delmont. El acné casi había desaparecido, pero la piel le había quedado tan agujereada como una pelota de golf. El ralo bigote que intentaba dejarse crecer tampoco lo favorecía, pero aceptó complacido la solidaridad masculina que Bond le ofrecía, y hablaron brevemente como dos hombres de mundo sobre la perfidia de las mujeres hermosas.

—Es de raza negra, ¿sabes?, pero con la piel muy clara —explicó Bond—. Muy sexy, con un peinado de estilo afro.

—Tenemos doscientas habitaciones aquí, señor —le recordó Delmont—. Pero preguntaré un poco por ahí. Una chica así no puede haber pasado desapercibida a mis colegas, ¿no le parece?

—Sólo necesito el número de su habitación —dijo Bond—. Te daré cinco dólares por el dato, y yo me ocuparé del resto —añadió con una sonrisa—. Soy el señor Fitzjohn, de la habitación 325.

Bond volvió a su habitación y se sirvió dos dedos de whisky de su botella. Mientras esperaba a Delmont, encendió la televisión y observó un partido de béisbol —Senators contra Royals— que le resultaba incomprensible y que hacía parecer excitante el criquet. Delmont llamó a la puerta diez minutos más tarde.

—Está en la suite 5K del nuevo anexo trasero, junto a la zona de aparcamiento —dijo el botones, doblando el billete de cinco dólares que le tendió Bond y guardándolo en un bolsillo de la chaqueta—. Ha pagado dos semanas por adelantado, así que no parece que piense volver pronto al hogar.

Delmont dijo que lo sentía y que estaba a disposición del señor Fitzjohn para cualquier otra cosa que necesitara. Sólo tenía que llamar a recepción y preguntar por él.

—Un millón de gracias —dijo Bond, y era sincero.

La vida se ponía más interesante a cada hora que pasaba.

) ) )

Bond se despertó al amanecer y fue en coche a la ciudad. Se detuvo en una cafetería para comer unos huevos revueltos con beicon y beber el líquido caliente marrón que en ese país pasa por café. Retomó su puesto de observación provisto de los prismáticos y controló a los oficinistas que entraban a trabajar como cada día.

Apenas habían dado las nueve, cuando Kobus Breed bajó de un Chevrolet Impala y atravesó la plaza en dirección al número 1075. Diez minutos después llegó el coche de Denga y, al ampliar la imagen, Bond distinguió a Blessing, que se acercaba caminando deprisa y volviendo de continuo la cabeza para comprobar que nadie la seguía. Bond sonrió. ¿Un consejo de guerra? El día apenas comenzaba.

Pasó una hora, luego dos. Bond salió disparado para el lavabo del fondo del pasillo, maldiciendo el poder diurético del café norteamericano, y volvió a la carrera, confiando en no haberse perdido nada ni a nadie. Cuando vio que aparecía Kobus Breed, veinte minutos más tarde, se tranquilizó. Lo seguía Blessing con paso vivo.

Bond cogió el rifle y ajustó el zoom de la mira telescópica. Ahí estaban, cara a cara en animada conversación. Fijó los hilos cruzados del retículo en la frente de Kobus, y vio cómo se enjugaba el ojo lloroso con un pañuelo. Entonces llegó su coche y el hombre se marchó. Bond desplazó la mira hacia Blessing. Verlos enfrascados en una apasionada discusión había vuelto a endurecer sus sentimientos, al rememorar su doble acción casi letal en la torre de control de Janjaville.

Vio que Blessing hurgaba en su bolso y sacaba un paquete de cigarrillos. La mujer se quedó allí fumando y paseando de aquí para allá, como si estuviera sumida en profundos pensamientos. Bond movió los hilos cruzados hasta su pecho. Tentador. Cinco centímetros por debajo de la clavícula derecha, justo en el sitio donde ella le había disparado. Menos mal que no tenía una bala en la recámara…

El chasquido que sonó junto a su oído fue inconfundible: el percutor de un revólver al amartillarlo. Sintió la presión del caño frío en la mandíbula.

—No, señor Bond. Suelte el arma y luego póngase de pie despacio, con las manos en alto.

La voz tenía un dejo de acento sureño.

Bond hizo lo que le decían y se puso de pie lentamente, con las manos sobre la cabeza.

Dos hombres jóvenes le apuntaban con sendas pistolas. Ambos vestían un traje azul marino y corbata de rayas. Uno era rubio y el otro moreno, y los dos llevaban el pelo corto al estilo militar. De la CIA, imaginó Bond al punto. ¿Qué demonios ocurría? ¿Cómo sabían su nombre?

—El arma no está cargada —dijo Bond—. Pueden verificarlo. No iba a dispararle.

—Me alegra saberlo —contestó el rubio—. Porque ella es de los nuestros.

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