Solo

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Parte 4. El país de la libertad » 10

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Un comando de un único hombre

Bond llamó a Brig Leiter desde el Fairview. Era pasada la medianoche.

—Alerta roja, Brig —dijo Bond con voz ronca—. Malas noticias. Han liquidado a tu agente. Lo siento muchísimo.

—¿Qué? Dios mío, no. ¿Aleesha? ¿Dónde está? ¿En su casa?

—No, en un motel. El Blackstone Park Motor Lodge, suite 5K. Una escena muy desagradable.

Silencio. Bond casi podía oír cómo trabajaba el cerebro de Brig.

—¿Cómo lo sabe?

—La vi.

—¿Qué hacía ella en un motel? ¿Y cómo es que usted estaba en su habitación?

—Se mudó. Creo que se sentía más a salvo en un motel.

—¿Quién la mató?

—Kobus Breed.

—Dios mío…

Hubo otra pausa, y luego Brig añadió:

—No ha contestado usted mi segunda pregunta, señor Bond.

—Fui a su habitación para preguntarle algo.

—¿Cómo sabía que se alojaba allí?

—La seguí.

—De acuerdo. Félix viene de Miami esta noche.

—No voy a poder verlo —dijo Bond—. Vuelvo a Londres esta noche.

Hizo una pausa para que Brig asimilara su mentira y prosiguió:

—Brig, no sé qué procedimientos seguís en estas circunstancias, pero creo que deberíais poner un equipo a vigilar el motel y sellar la habitación. Dejé un cartel de «No molestar» en la puerta. Controlad todas las entradas y salidas. Además, yo esperaría veinticuatro horas antes de avisar a la policía. Esperad a que llegue Félix y coordine todo con ellos. De otro modo, Breed podría darse a la fuga.

—Sí, tiene razón —asintió Brig—. ¿A qué hora sale su avión?

—A las nueve de la noche.

Que siguieran pensando que volvía a Inglaterra; cuanto más tiempo lo creyeran, mejor. Tenían tareas más importantes entre manos que preocuparse por James Bond.

Se despidieron, y Bond colgó el auricular. Se desvistió y se quedó bajo la martilleante ducha como si el agua pudiera llevarse sus dolorosos sentimientos, sus recuerdos de Blessing y su horrible muerte. Luego trató de dormir, pero su mente trabajaba a un ritmo febril en el plan que estaba concibiendo. Necesitaba equiparse mejor para poder atacar la mansión de Rowanoak sin ayuda. Dio la vuelta a la almohada y apoyó la mejilla en el lado inferior, más frío. ¿Por qué Breed había matado a Blessing? Sólo podía haber una respuesta: Breed la había seguido hasta el motel y la había visto con él. Blessing otra vez en contacto con James Bond. Eso habría sido suficiente para que pesara sobre ella una sentencia de muerte. Bond recordó el aviso que le había enviado su sexto sentido al pasar por la zona de aparcamiento después de dejar las habitaciones de Blessing. ¿Habría estado Kobus Breed allí fuera, vigilando en la oscuridad? Además, Bond era consciente de que el modo de matarla había sido una advertencia para él. Breed sabía que él interpretaría el mensaje que le había dejado: «Sé que estás ahí. Y tú eres el próximo, Bond».

Siguió meditando. Si Breed no había actuado de inmediato, era porque quería esperar hasta que hubiera llegado el vuelo y Blessing hubiera cumplido sus obligaciones para con Amigos de África. Por lo tanto, en ese avión que había aterrizado en Seminole Field debía de haber algo de suma importancia. ¿Doce niños enfermos? Tenía que haber algo más.

Bond pidió que le llevaran el desayuno a la habitación, pero se limitó a tomar una taza de café y fumar un cigarrillo, sin tocar los huevos. No tenía hambre. Cuando dejó el Fairview, vio que el agente Massinette se dirigía a su encuentro. Bond lo saludó con bastante afabilidad, pero Massinette se mantuvo impasible.

—Brig me pidió que le dijera que tenemos bajo vigilancia el Blackstone Park. La habitación está sellada.

—Muy bien. Eso les dará algo de tiempo.

—¿Puedo preguntarle adonde va, señor Bond?

—A hacer algunas compras. Regalos para mis amigos de Londres.

—¿Ah, sí? Bueno, que pase un buen día.

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Esa noche, Bond desplegó sobre la cama todo lo que necesitaba. Armas: el Frankel and Kleist, totalmente cargado y con cartuchos de reserva; su Beretta con dos cargadores extra; la navaja del atracador con sus incrustaciones en forma de rombo; un pequeño aerosol de gas pimienta (con capsaicina) y, por último, un calcetín lleno de monedas de cinco y diez centavos de dólar, bien anudado para hacer una cachiporra. En cuanto a la ropa, había comprado una cazadora de cuero negro con grandes bolsillos pegados, un jersey negro de cuello alto y un pasamontañas negro de punto, así como un rollo de cuerda de nailon. Iba a llevar los pantalones gris oscuro de su traje remetidos en los calcetines, con un par de zapatillas negras con gruesas suelas de goma.

Un comando de un solo hombre para un ataque comando de un solo hombre, se dijo Bond con ironía.

Tenía que hacer una última llamada telefónica, y luego pagaría la cuenta en el hotel y saldría para el aeropuerto. Se sentó en la cama y sacó la tarjeta de visita de Turnbull McHarg.

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Ya había oscurecido cuando Bond llevó el Mustang hasta la puerta del Fairview y el botones cargó su equipaje en el maletero. Bond le dio una propina y miró a su alrededor para ver si alguien estaba prestando especial atención a su partida. No había señales de Massinette; pero Bond se dijo que, de haber estado él en el lugar de Brig Leiter conduciendo esta operación, lo habría hecho seguir. Era el procedimiento habitual. Por razones de seguridad.

Se dirigió hacia el aeropuerto de Dulles. No habría podido decir si lo seguían, pues había muchísimo tráfico que salía de la ciudad. No muy lejos del aeropuerto se detuvo en una gasolinera y llenó el tanque, mientras observaba si algún coche se paraba o disminuía la marcha. No advirtió nada raro, de modo que volvió a subir al Mustang y dio un viraje para tomar la autopista en dirección a la ciudad. Incrementó la velocidad y, en el último momento, salió en una intersección, cambió de dirección y enfiló otra vez hacia el aeropuerto. Empezó a relajarse. Pasó de largo ante la salida para Dulles y poco después abandonó la autopista para internarse en las tranquilas calles de Ashburn. Anduvo durante unos diez minutos, deteniéndose de pronto y reanudando la marcha, o girando súbitamente en redondo. Nadie lo seguía. Podía emprender el camino a Rowanoak Hall con total seguridad.

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Bond aparcó el coche en un camino cercano a la casa y se vistió con la ropa negra. Miró el reloj: las once y diez. Para entonces, Brig y Félix Leiter ya sabrían que no estaba a bordo del avión a Londres. Bond se había esfumado: un agente solitario que volvía a actuar por su cuenta.

Ese asalto a solas al cuartel general de Amigos de África era un riesgo calculado, y se preguntó si Félix imaginaría lo que planeaba hacer. Lo dudaba. Sólo un loco intentaría algo así. ¿Tratarían de capturar a Breed? No, no lo harían todavía. Blessing le había dicho que, a su juicio, el verdadero objetivo era Hulbert Linck, y la CIA no haría nada que ahuyentara a su presa. Como fuera, Bond sabía que disponía de esa única noche. Pasara lo que pasara, no habría una segunda oportunidad. Tenía que llevar a cabo su venganza en unas pocas horas, antes de que la CIA encontrara su pista y lo detuviera.

Se enrolló en el cuerpo la cuerda de nailon y montó el rifle Frankel and Kleist, tras lo cual se llenó los bolsillos de la cazadora con el resto de las armas. Confiaba en que no hubiera perros —hasta el momento no había visto ninguna señal de ellos—, pero por si acaso tenía el aerosol de gas pimienta. En una ocasión había detenido con una rociada a un dóberman que gruñía amenazador: la capsaicina era infalible.

Fue con el Mustang hasta el extremo más apartado de la mansión de Rowanoak y lo aparcó contra el muro de ladrillo. Se subió al techo del coche y desde allí trepó a lo alto de la cerca. Antes de saltar al otro lado dejó caer con cuidado el rifle en el césped, con el cierre de seguridad puesto. Se colocó el pasamontañas y empezó a atravesar el parque arbolado en dirección a las distantes luces de la casa.

Al acercarse a ésta vio a un hombre que fumaba un cigarrillo, en el jardín posterior. Parecía llevar un walkie-talkie en la mano mientras se paseaba arriba y abajo, en teoría haciendo guardia. El terreno trasero estaba iluminado por un potente reflector instalado en lo alto de las falsas almenas. También el camino de grava de la entrada tenía una intensa iluminación, de modo que nadie podía aproximarse a la casa sin introducirse en este amplio cerco de luz resplandeciente.

Bond avanzó sin problemas por entre los árboles y arbustos del parque, de tal manera que contaba siempre con una buena vista de la fachada principal, donde dos grandes reflectores iluminaban todo el camino de entrada hasta las garitas. Un pequeño sicomoro le ofreció el lugar ideal para apoyar el Frankel en una rama baja y disponer de una base firme para disparar. Movió la llave de la mira telescópica para colocarla en el modo de visión nocturna. Eugene Goodforth estaba en lo cierto: el tenue brillo rojo del retículo no interfería en absoluto la vista. Miró a través de la lente, enfocó el objetivo y aguardó. Cinco minutos para la medianoche. Confiaba en que su distracción fuera puntual.

De hecho se atrasó diez minutos, pero no importaba. A las doce y diez Bond vio los faros del coche de Turnbull McHarg que se detenían frente a las garitas y oyó que hacía sonar la bocina con insistencia, tal como Bond le había indicado. Cuando le había telefoneado un poco antes, lo había invitado a una fiesta «sorpresa» de cumpleaños que unos amigos ricos iban a darle en una enorme mansión fuera de Washington, Rowanoak Hall, y le había dado instrucciones precisas y unos cuantos detalles. Iba a ser muy divertido, con grandes cantidades de caviar y champaña. Y chicas. McHarg se había mostrado encantado. «Allí estaré, James. Estaba ansiando verte. Tenemos que ponernos al día en muchas cosas. Un millón de gracias».

Bond sabía que no permitirían que McHarg cruzara las puertas, pero eso era todo lo que necesitaba. Un altercado y su nombre mencionado con énfasis. Ya podía oír a McHarg alzando la voz, protestando de forma estentórea contra el intransigente guardia de la garita, exigiendo entrar a la fiesta, insistiendo en que lo había invitado el propio agasajado, James Bond.

Bond apoyó el Frankel contra la mejilla y fijó los hilos cruzados del retículo en el primer reflector. El ruido del estallido del foco casi apagó el del disparo. Movió la mira y eliminó la segunda luz. En la súbita oscuridad, Bond oyó la grosera exclamación de asombro y conmoción de McHarg, y luego corrió hacia el jardín trasero, oculto entre las sombras.

Agazapado en una posición segura enfrente de la parte posterior de la casa, disparó rápidamente al reflector de atrás. Sólo quedaban encendidas las luces de la casa, y del interior de ésta le llegaron gritos y portazos que indicaban la consternación reinante.

Bond retiró la mira de su sujeción sobre el cañón del Frankel y escondió el rifle bajo un arbusto: ya había cumplido su función. Retrocedió hacia la oscuridad del parque, a la vez que sacaba la Beretta del bolsillo y la amartillaba. Mientras se retiraba vio que tres hombres salían corriendo por la puerta trasera, enarbolando pistolas y potentes linternas; atravesaron el jardín y se dispersaron hasta que desaparecieron entre la fronda del parque. Sólo la intermitente luz de las linternas delataba su posición. Bond les siguió el rastro lo mejor que pudo con la mira. Tres guardias y ningún perro, a Dios gracias, se dijo. Se puso de pie, con la espalda pegada contra un árbol, y escudriñó la oscuridad que lo rodeaba, a la espera de que un guardia se acercara. Una vez que tuviera dominado a uno, los tendría a los tres. «Espera que vengan hacia ti —se dijo—. No vayas a buscar a tu presa». Respiró lo más lento que podía, manteniéndose completamente inmóvil, y aguardó, con el arma preparada.

Fueron los parásitos de un walkie-talkie los que lo alertaron, más que el haz de la linterna. Entonces vio la luz que se movía entre los árboles y oyó la voz de un hombre.

—Dawie, no veo nada, tío. ¿Estás seguro de que está en el parque? Corto.

Las interferencias hicieron inaudible la respuesta.

Dawie, pensó Bond. Qué interesante. Era uno de los colegas de Kobus de la Infantería Ligera de Rodesia.

El hombre se aproximó más, pero no llegó a oír a Bond cuando, al pasar a su lado, éste lo golpeó en la nuca con la base de la culata de la Beretta. El guardia se desplomó al instante, desmayado. Bond se apresuró a cortar unos trozos de cuerda con la navaja y le amarró las manos a la espalda para luego atarle las muñecas a los tobillos. Arrancó un terrón de tierra y tapó con hierba la boca abierta del hombre. Entonces disparó un tiro al aire y, recogiendo el walkie-talkie, gritó «¡Dawie!», disparó otra vez y apagó el aparato.

Oyó que alguien avanzaba tropezando entre los arbustos y enseguida vio la luz de una antorcha que se movía entre los árboles. El hombre —debía de ser Dawie— gritaba con voz áspera en su walkie-talkie, instando al tercer guardia a reunirse con ellos.

—¡Henrick, ven aquí, tío! —vociferaba—. Estamos cerca de la puerta oeste.

Bond apuntó un poco por encima de la luz de la antorcha y disparó dos veces. Oyó un grito de dolor y vio que la antorcha caía al suelo. Dawie empezó a aullar.

—¡Me ha dado! ¡Me ha dado! ¡Está aquí!

Bond se arrastró hacia adelante mientras Dawie seguía gritando y guiando a Henrick hacia él. Entonces vio la luz de la linterna de éste, que se sacudía mientras el tercer guardia se acercaba corriendo entre los árboles.

Bond se tomó su tiempo para asegurarse de que avanzaba en completo silencio. Dawie gemía, retorciéndose de dolor, y Henrick estaba agachado a su lado, buscando la herida. Bond sacó del bolsillo su cachiporra de monedas y la descargó con fuerza en la nuca del tercer guardia. Henrick se desplomó como una vaca a la que aniquilan con una pistola neumática para ganado. Se quedó tan inmóvil que Bond pensó que tal vez le había dado un golpe mortal. Le palpó la garganta. Tenía pulso, aunque débil.

—Me estoy muriendo, ayúdame —rogó Dawie.

Bond recogió la linterna caída del guardia y lo enfocó con ella. El disparo lo había alcanzado en un costado del vientre, bastante abajo. No era una herida mortal, aunque el tipo estaba ya muy pálido por la pérdida de sangre.

Sin decir una palabra, Bond lo cogió por el cuello de la cazadora y lo arrastró hasta un árbol, mientras el guardia no dejaba de gemir, y le ató las manos detrás del tronco. Volvió a controlar a Henrick, que respiraba pero seguía inconsciente. Le amarró las muñecas juntas y lo puso de costado para que no se ahogara si vomitaba. Disparó varias veces al aire las pistolas de los dos guardias y luego las arrojó a la oscuridad. Quería que quienquiera que estuviera aún en la casa pensara que los guardias estaban trabados en combate en un extremo del parque. Cuando se hiciera el silencio empezarían a preocuparse, y tal vez los dominara el pánico: no tenían ni idea de cuántos asaltantes había allá afuera.

Echó una última ojeada a Dawie y recogió su walkie-talkie.

—¡Le he dado! —chilló Bond en el micrófono, y luego apagó el aparato y le habló a Dawie—. Si gritas bien fuerte vendrá alguien a buscarte.

Sabía que no era cierto; sólo quería que desde la casa oyeran gritos distantes e ininteligibles.

—No me dejes, tío —suplicó Dawie con acento lastimero, y luego añadió con sorprendente lirismo—: Siento cómo se me escurre la vida, cómo me abandona poco a poco.

Bond no dijo nada y se alejó en dirección a la casa.

Al acercarse, observó que en algunas de las ventanas de la planta baja había luz, y que otras tenían las cortinas echadas. A través de una rendija entre las cortinas de la gran ventana salediza del salón principal vio a Kobus Breed —sin chaqueta y con el nudo de la corbata aflojado— que hablaba nerviosamente por teléfono. De vez en cuando se interrumpía para gritar por el walkie-talkie, y luego lo arrojaba a un lado. Era evidente que la falta de respuesta por parte de Dawie lo enfurecía.

Bond se detuvo fuera. No quería entrar en la casa porque no tenía ni idea de quién más podía haber dentro.

Era mejor tratar de atraer a Breed para que saliera a la oscuridad. Entonces concibió un plan que le pareció más eficiente: treparía e irrumpiría por una ventana del piso superior. Rápidamente escaló por una de las gruesas tuberías de plomo de la bajada de aguas. Pocos segundos después se encontraba en las falsas almenas, con sus contrafuertes góticos, sus cañones de chimenea de base poligonal y su profusión de florones esculpidos. La mente de Bond trabajaba a toda velocidad, detectando las posibilidades, evaluando las opciones, reduciendo el riesgo. Cuando se dirigía hacia una ventana a oscuras, chocó accidentalmente con uno de los florones que decoraban un achaparrado cañón de chimenea de ladrillo. Sintió que la mampostería se movía con un chirrido, y la gruesa bola de piedra de la cima se bamboleó, casi suelta. Bond la sujetó. Tenía aproximadamente el tamaño de un balón medicinal y debía de pesar cerca de veinte kilos. Sonrió para sus adentros: se le había ocurrido una idea.

Sacó del bolsillo el walkie-talkie de Dawie y lo encendió. Movió levemente hacia un lado el dial de selección de canales de tal modo que se estableciera la conexión y luego se interrumpiera. Habló entre los dientes cerrados y estrangulando la voz, repitiendo unas frases en el micrófono:

—Ven… Bond… lo tengo… ven, ven… no recibo… Bond, repito, Bond, lo tengo, corto.

Supuso que este confuso mensaje llegaría a Breed y a los restantes que estuvieran escuchando. Hurgó en vano en los bolsillos en busca de unas monedas, antes de recordar la cachiporra repleta de centavos que llevaba. Desató el nudo y quitó un puñado. Luego se arrastró a lo largo de las almenas hasta que tuvo un buen ángulo respecto a la ventana salediza del salón principal. Inclinándose hacia afuera, arrojó unas monedas contra los cristales y las oyó tintinear cuando golpearon. Luego arrojó unas más. Retrocedió a toda prisa hasta el florón que casi había hecho caer y, con mucho cuidado, levantó la bola de piedra sujetándola con los dos brazos. Era compacta e increíblemente pesada. Sin soltarla, se deslizó hasta el borde de la almena que se asomaba sobre la ancha puerta del salón que daba al jardín. «Vamos, Kobus —dijo para sus adentros, con los músculos en tensión—, tienes que ser curioso. Bond está aquí. Dawie lo tiene».

La puerta se abrió muy despacio y un rayo de luz del interior del salón se proyectó en el césped.

Kobus Breed salió cautelosamente, con una pistola en la mano.

—¡Dawie! —gritó hacia las sombras—. ¿Dónde demonios estás, tío? ¡No te oigo por la radio! ¡Se corta la transmisión!

Bond miró hacia abajo; los músculos empezaban a dolerle terriblemente. La cabeza de Breed era un blanco pequeño desde su altura, pero quería aplastarla como un melón maduro.

Breed avanzó otro paso, apuntando el arma a un lado y otro, creyendo que el peligro se hallaba en el parque, no arriba.

—¡Dawie, déjate ver! ¿Le has dado?

Bond soltó la bola de piedra y dio un paso atrás. Oyó el impacto —el ruido sordo de carne y huesos aplastados— y el penetrante aullido de Breed ante el horrendo dolor.

Se asomó para mirar. Breed yacía en el suelo, retorciéndose y gimiendo, mientras el brazo derecho se agitaba sin control como el ala rota de un pájaro. La bola no le había dado en la cabeza, pero por lo visto lo había golpeado de pleno en el hombro derecho y le había pulverizado el hueso.

Bond se deslizó hacia abajo por la tubería y, una vez de nuevo en tierra, rodeó con cautela el edificio, con la Beretta en la mano. Debería matarlo sin más, pensó, pero quería que Breed supiera por qué moría, que supiera que su dolor y su ejecución inminente eran en retribución por lo que le había hecho a Blessing. No era cuestión de liquidarlo simplemente. Bond quería saborear la venganza.

Mientras se aproximaba, apuntó la pistola. Breed yacía boca abajo, con la bola de piedra junto a la cabeza, sin duda presa de un dolor intolerable. Todo el cuerpo se le sacudía y se crispaba espasmódicamente. Al parecer, el impacto de la bola de piedra le había destrozado el omóplato y la clavícula. La presión del peso muerto también había fracturado el húmero, y a través de la camisa le sobresalían más de cinco centímetros de hueso desnudo a la altura del codo.

Bond giró a Breed con el pie. Éste aulló cuando el brazo destrozado se hundió en el césped del suelo. Pero en la mano sana que había quedado bajo el cuerpo sostenía su pistola automática. Le disparó a Bond y falló —la mano le temblaba visiblemente— y volvió a disparar. Esta vez la bala dio en el arma de Bond y la lanzó a lo lejos dando vueltas en medio de una lluvia de chispas. Bond se arrojó sobre el pecho de Breed, con las rodillas por delante, y sintió cómo se rompían varias costillas y se curvaba el esternón. Le arrancó la pistola a Breed de una patada y hurgó en el bolsillo de la cazadora, buscando la navaja. No halló la navaja, pero sí el aerosol de gas pimienta.

Bond roció el ojo defectuoso de Breed, el que no podía cerrarse, con una espesa nube de gas, y oyó el alarido que le brotaba desde el fondo de la garganta. El brazo derecho de Breed estaba inutilizado, de modo que Bond le pisó el izquierdo para inmovilizarlo y contempló cómo se retorcía de tormento y pataleaba convulsivamente, mientras la potente disolución de capsaicina le quemaba el globo ocular. Breed berreaba como un bebé, y Bond le envolvió complacido la cabeza con una nueva nube de gas pimienta.

—Esto es por Blessing, gusano, escoria humana —le dijo con voz áspera, inclinándose sobre él—. Y esto es por mí.

Y le roció de nuevo el ojo abierto desde dos centímetros de distancia.

Buscó la navaja en el otro bolsillo y abrió la hoja. Tiró con violencia de Breed para volver a ponerlo boca abajo y hundió la hoja hasta el fondo, seccionándole la médula espinal. El cuerpo de Breed tuvo una sacudida y luego quedó inerte. Sus gritos se apagaron mientras se le formaban unas burbujas de saliva en la garganta.

Bond retrocedió, jadeante, un tanto atónito por su propio salvajismo. Se masajeó la mano derecha para aliviar la sensación de hormigueo y se obligó a recordar lo que Blessing había padecido: Kobus Breed no había tenido compasión con ella. No obstante, sentía enojo consigo mismo. «Nunca más —pensó—. Ejecuta cuando surja el momento». La emoción —el justo deseo de venganza— había socavado su profesionalidad y casi lo había matado.

«Si te propones matar, mata. No te entretengas queriendo embellecer de algún modo tu acción». Podía oír la ronca voz del cabo Dave Tozer: «RD, cabrón estúpido. Respuesta desproporcionada. Ante cualquier amenaza, la destrucción máxima. Si te escupe, le cortas la garganta. Si te patea en la espinilla, le amputas la pierna. Las dos piernas».

Bond empezó a calmarse. Miró el cuerpo de Breed, con la navaja del atracador sobresaliendo de la nuca. La recuperaría más tarde. El hecho de que no hubiera aparecido nadie desde la casa cuando sonaron los disparos era una buena señal. Dio unas vueltas por los alrededores hasta que encontró su pistola. La segunda bala de Breed había dado justo delante del gatillo y hecho una muesca en el metal. Bond amartilló el arma, quitó el cargador y volvió a colocarlo. Parecía estar en buenas condiciones.

Se quitó el pasamontañas y se enjugó las manchas de sudor de la cara. Entró en el salón por la puerta del jardín y revisó rápidamente las estancias comunes: una biblioteca, un pequeño cuarto de estar y un pasillo con suelo de parqué que conducía al vestíbulo principal, de donde salía una escalera ancha y sólida. De vez en cuando Bond se detenía y escuchaba con atención, pero no oyó nada que indicara que había alguien más en la casa.

Detrás de la escalera vio un par de modernas puertas de batiente. Las abrió y se encontró con una decoración muy diferente. Ante él se extendía otro amplio corredor, pintado de verde pistacho y con baldosas blancas de caucho en el suelo. Parecía un hospital, y del otro lado de las puertas cerradas —que tenían paneles de vidrio— se oía el rumor de maquinarias. Bond se asomó a una habitación: incubadoras, centrifugadoras, esterilizadoras, congeladores. Otra estaba equipada como una sala de hospital, con cuatro camas y un puesto de enfermeras. Otras puertas tenían un letrero de «Rayos X» o «Farmacia». En una decía «Dr. Masind», un nombre que le resultó vagamente familiar. No había duda de que aquélla era la modernísima clínica donde recibían a los niños procedentes de los vuelos de Amigos de África.

Bond seguía atento por si oía algo, pero no percibió nada que lo alarmara. Se preguntó dónde estaría Gabriel Adeka. ¿En la planta superior, quizá? Tal vez debería volver sobre sus pasos y explorar los pisos de arriba. Entonces llegó al final del largo pasillo. A la izquierda había una puerta y, a la derecha, un tramo de escalera que conducía al sótano. Abrió la puerta y se encontró con una especie de aula con dos filas de escritorios frente a una pizarra. En el suelo, delante de la pizarra, había una pila de lo que parecía ser ropa desechada. Bond encendió la luz y vio que no se trataba de ropa sino de pequeñas mochilas, las que llevaban los niños al desembarcar. Alzó una y advirtió que tenía el fondo cortado. Recogió otra: rasgada también. Habían abierto en dos todas las mochilas.

Cuando se volvía para apagar la luz descubrió otra mochila sobre una mesa, ésta intacta. Al lado había un cúter y, junto a éste, un ordenado montón de paquetitos envueltos en celofán que parecían contener masilla. Bond alzó uno. Veinte centímetros de largo, diez de ancho, dos o tres de espesor; estimó que pesaría más o menos medio kilo. En eso debía de haber estado ocupado Breed cuando Turnbull McHarg había hecho sonar la bocina y Bond había disparado a los reflectores. Cogió el cúter y cortó el fondo de la mochila. En el forro había otro paquete de lo que ahora sabía que era heroína pura dispuesta en forma de tableta, del tamaño de medio ladrillo. Doce niños enfermos, doce mochilas, seis kilos de heroína. ¿Quién iba a revisar a un crío malnutrido y tembloroso de fiebre? ¿O a un niño de ocho años con un miembro amputado? Como método de contrabando de drogas era despiadado, cruel, simple y extremadamente eficaz. Cada vuelo de Amigos de África debía tener su cupo de…

De pronto oyó algo: una tos.

Se quedó inmóvil. Luego apagó la luz y regresó al pasillo. Volvió a oír la tos, que venía del sótano; era débil y cavernosa. ¿Había un niño allí abajo? Tal vez se trataba de una suerte de sala de aislamiento para casos muy contagiosos.

Empuñó la pistola y empezó a bajar con cuidado la escalera. Una mariposa en el techo arrojaba una luz tenue que le permitió distinguir un rellano con dos puertas. De nuevo oyó la tos, y se dijo que no era de un niño sino de un adulto. Había una llave en la cerradura de la puerta detrás de la cual sonaba la tos. Apoyó el oído contra la puerta y percibió una respiración trabajosa. Giró la llave y luego el pomo y abrió despacio, con la pistola apuntada al interior de la habitación. La lámpara del rellano proporcionaba suficiente luz para permitirle distinguir un hombre que yacía en un colchón en un extremo de la estancia. Bond tanteó en busca del interruptor, lo encontró y encendió la luz.

El hombre temblaba, con las rodillas dobladas a la altura del pecho, tendido sobre una sábana sucia. Un africano, desnudo con excepción de unos mugrientos calzoncillos. Se volvió hacia Bond y murmuró algo. Tenía la cabeza afeitada y una pequeña barba de chivo. Gabriel Adeka.

Bond dio unos pasos en su dirección, pero se echó hacia atrás ante el olor a heces. Gabriel Adeka víctima de un mono terrible. La cara y la rasurada cabeza estaban cubiertas de sudor, y todo el cuerpo se le sacudía por los temblores constantes. Sobre una mesa, al otro lado de la habitación, había una batea esmaltada, un mechero Bunsen acoplado a una bombona de gas, un trozo de tubo de goma, unas cucharas y unas cuantas jeringas aún con su envoltorio de plástico. Todos los instrumentos necesarios para inyectarse heroína.

Ahora entendía por qué nadie había vuelto a ver a Gabriel Adeka. Breed lo había convertido en heroinómano y lo había encerrado en aquel sótano, sin duda sometido a un régimen de inyecciones de droga seguido de un período de privación, hasta hacerlo devenir un adicto deshumanizado y desesperado.

Gabriel Adeka estiró una mano temblorosa hacia Bond, con sus grandes ojos implorantes. Dame más, te lo suplico, dame mi salvación en una aguja.

Sólo que no era Gabriel Adeka, cayó en la cuenta Bond, que se quedó paralizado al reconocerlo. La última vez que había visto a este hombre estaba confinado al lecho de un hospital de Port Dunbar. El general de brigada Solomon Adeka, el genio militar, el «Napoleón africano», rogando que le administraran una inyección de heroína.

—Es algo terrible, la adicción —dijo una voz a su espalda—. Deje la pistola en la mesa y vuélvase muy despacio.

Bond hizo lo que le indicaban; depositó su arma junto a las jeringas y se volvió lentamente.

Hulbert Linck estaba en el umbral, alto y larguirucho como siempre, excepto que el cabello rubio lo llevaba ahora muy corto y teñido de negro, y lucía una espesa barba. Vestía una cazadora de lona color canela y vaqueros, y apuntaba a Bond con una pistola automática. Dio unos pasos dentro de la habitación y echó una ojeada a Adeka.

—Perdone las precauciones, señor Bond —se disculpó—. Espero que me comprenda. Todo esto es obra de Kobus Breed. Nos tiene prisioneros a Adeka y a mí, mientras él y sus hombres usan la organización de beneficencia para introducir droga en Estados Unidos. Se está haciendo extremadamente rico con extrema rapidez. Qué curioso que sea usted, Bond, quien haya venido a rescatarnos —añadió con una sonrisa, bajando el arma y dejándola junto a la de Bond—. Estamos muy felices de rendirnos a usted. Muy felices.

El primer disparo alcanzó a Linck justo al lado de la oreja izquierda, y de la herida brotó un chorro fino de sangre. El segundo le dio en el pecho y lo arrojó violentamente contra la pared. Linck se resbaló hacia abajo, dejando un delgado rastro de sangre, y se desplomó. Adeka gritó y farfulló, acurrucado en su rincón.

El agente Massinette irrumpió en la habitación, con la pistola apuntada a Adeka, seguido de cerca por Brig Leiter. Bond oyó ruido de pasos en el pasillo del piso superior.

—¿Se encuentra bien, señor Bond? —preguntó Brig Leiter.

Bond miraba de hito en hito a Massinette, quien se había agachado junto al cadáver de Linck y le revisaba los bolsillos.

—¿Por qué demonios le disparó? —dijo Bond sin contener su furia.

Massinette se volvió hacia él y se puso de pie.

—Tenía una pistola e iba a matarlo a usted.

—Había dejado el arma y se estaba rindiendo.

—No fue eso lo que nos pareció desde la escalera —contestó Brig—. No podíamos correr riesgos.

Massinette se inclinó y cogió algo de un bolsillo de Linck. Tenía otra arma en la mano, un pequeño revólver Smith and Wesson calibre 22, al parecer.

—Ocultaba esto en el bolsillo, señor Bond —dijo Massinette—. Lo estaba engañando. Sus planes eran otros.

Bond miró a los dos agentes.

—Lo siento —se disculpó.

No obstante, sabía muy bien que Massinette acababa de poner esa arma en el cuerpo de Linck. Pero ¿por qué? Dejó de buscar una respuesta a esta pregunta cuando Félix Leiter entró en la habitación.

—Veo que te tomaste tu tiempo —dijo Bond—. Aun así, me alegro de ver tu fea cara.

Se estrecharon la mano con efusión. Una mano derecha y otra izquierda.

—Vaya compañías que tienes, James —replicó Félix, acompañando sus palabras con una sonrisa—. ¿Dónde está Kobus Breed?

—Fuera, en el jardín trasero. Muerto. Te mostraré dónde. Ahora tendrías que conseguir ayuda médica para Adeka. Está en muy malas condiciones.

—Yo me encargo —dijo Brig, que sacó un walkie-talkie del bolsillo y pidió una ambulancia con un médico.

Bond y Félix subieron la escalera y atravesaron la clínica en dirección al vestíbulo.

Félix palmeó a Bond en la espalda.

—Tu amigo el señor McHarg llamó a la policía con una extraña historia sobre una mansión, disparos y alguien de nombre James Bond. Cuando descubrimos que no estabas a bordo del avión a Londres, pusimos un aviso de búsqueda y captura. La policía se comunicó con nosotros y nos preguntó si este Bond formaba parte de nuestra operación. Muy ingenioso, James.

—A veces es uno quien llama a la suerte —respondió Bond, decidido a no mencionar todavía sus sospechas sobre Massinette.

Por lo que él sabía, Brig Leiter podía haber tomado parte en el asesinato de Linck, y quería cerciorarse de que estaba en lo cierto antes de hacer ninguna acusación.

Bond se detuvo en el vestíbulo y miró hacia lo alto de la escalera. Linck debía de haber estado esperando allí arriba, en alguna parte. Pero ¿por qué la CIA lo quería muerto?

—¿Tienes un cigarrillo? —preguntó Bond.

Félix buscó en el bolsillo con la mano sana y sacó un paquete de Rothmans. Luego, con el complejo mecanismo de titanio que reemplazaba su otra mano —un pequeño gancho curvo y dos dedos con bisagras— extrajo una caja de cerillas. Bond observó con cierto asombro mientras Félix cogía una cerilla con la garra, la frotaba para encenderla y la acercaba al extremo del cigarrillo de Bond.

Bond inhaló hondo, saboreando la bocanada de humo de tabaco.

—Vaya artilugio que tienes ahí —comentó—. ¿Es un nuevo modelo?

—Así es —repuso Félix—. Con este chisme soy capaz de apartar una mierda de mosquito de un puñado de pimienta.

Bond rió.

—Gracias a Dios que estás aquí, Félix. Tengo algo que contarte. Ven, primero te mostraré a Breed.

Fueron al salón principal, y Bond abrió la puerta que daba al jardín y salieron al parque.

Kobus Breed había desaparecido.

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