Solo

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Parte 5. Epílogo en Richmond » 2

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En la oscuridad

Bond llamó a la puerta de Vampiria. Se había hecho cortar el pelo y dar un masaje, y llevaba su traje de estambre azul marino oscuro, una gruesa camisa de seda color crema y una corbata de punto azul claro. Por fin había vuelto a la normalidad, y se sentía mejor de lo que había estado en meses.

Bryce Fitzjohn abrió la puerta de su caravana. Vestía un traje pantalón de gabardina marrón con chaqueta de doble abotonadura y un jersey blanco de cuello alto, y se había recogido el pelo en un moño algo suelto.

—¿Llego demasiado pronto? —preguntó Bond.

—No, llegas justo a tiempo. Vampiria ha desaparecido, consumida por el fuego del infierno.

Lo miró de arriba abajo, apreciativamente.

—Tienes muy buen aspecto, Bond. Ven, entra. No quiero besarte con la mitad del equipo observando.

Él entró en la caravana, y se besaron tierna, apasionadamente. Bond sintió una especie de alivio interior, una inesperada sensación de bienestar. Tal vez podría abandonarse por veinticuatro horas y ser él mismo con aquella maravillosa mujer.

—¿Qué tal tu viaje a Estados Unidos?

—Pues… interesante.

—¿Alguna cicatriz nueva?

—Me alegra informar que esta vez no hubo cicatrices —repuso con una sonrisa tranquilizadora.

Pero para sus adentros añadió: al menos, ninguna visible.

Bond llevó a Bryce a su casa de Richmond en su Interceptor II.

—¿Es nuevo el coche? —preguntó ella.

—Lo tengo en prueba. No estoy seguro de poder permitírmelo.

—¿Te encuentras bien, James?

—Ahora sí —contestó él con total sinceridad—. Estaba un poco indispuesto… hasta que te vi otra vez.

—Hago lo que puedo —dijo Bryce, alargando la mano para rozarle la mejilla con los nudillos.

Bond pensó que se entendían bien, pues mucho de lo que se decían era sin palabras. Al parecer, ella ya lo conocía —su necesaria reserva, los lugares adonde no podía ir—, y él recibía a cambio sus tácitos mensajes de deseo y afecto, de calor humano. En todas sus conversaciones había una corriente oculta, profunda y poderosa.

Una vez en la casa de ella, Bryce le dijo que repetirían la comida: champaña, bistec con ensalada de tomate y una gran botella de vino tinto. Mientras ella iba a la cocina a decantar el vino —había elegido un Château Cantemerle 1955—, Bond fue con sigilo a su estudio y volvió a guardar su pasaporte en el cajón superior del escritorio. Dennis Fieldfare lo había devuelto con celeridad a su estado original y parecía tal cual como cuando lo había robado, aunque tal vez un día Bryce se preguntara de dónde habían salido aquellos sellos de entrada en Estados Unidos mientras ella estaba ocupada filmando Vampiria en los Estudios Amerdon. Pero no descubriría su doble juego, se dijo Bond. Jamás sabría cuánto lo había ayudado.

Comieron, bebieron y luego hicieron el amor como viejos y expertos conocidos.

—Me alegro mucho de que hayas vuelto —dijo Bryce, acurrucada en sus brazos, apartándole con un dedo el mechón que le caía sobre la frente—. Te eché de menos, por absurdo que parezca. Y recuerda que me prometiste unas vacaciones.

—Voy a llevarte a Jamaica —repuso él—. ¿Has estado allí alguna vez?

—No, nunca. Qué maravilloso.

—Prepárate para el mejor viaje de tu vida.

—¿Cómo podré agradecérselo, señor Bond? —dijo ella, que se acercó más y lo besó introduciéndole la lengua en la boca—. Tal vez podría pensar en algo fuera de lo común…

Y apartó de un tirón las sábanas para dejar al descubierto el cuerpo desnudo de Bond.

) ) )

Bond se despertó. Había oído un ruido. Lo oyó otra vez: el golpeteo de un puñado de gravilla arrojado contra el cristal de la ventana, casi como gotas de lluvia. Echó una ojeada al reloj: las cinco menos cinco de la madrugada. Bryce dormía profundamente. Bond se deslizó fuera de la cama y abrió las cortinas un par de centímetros para espiar el jardín. A la luz de la luna vio la gris extensión de césped y, más allá de la hilera de árboles, el río plateado con marea alta. De pronto creyó distinguir una sombra que se movía en la oscuridad, y al momento se puso tenso. Recogió su ropa y sus zapatos, abandonó en silencio el dormitorio y se vistió deprisa en el rellano. Tras ponerse los calcetines y los zapatos y luego la chaqueta, guardó la corbata en el bolsillo. Estaba seguro de que había alguien ahí fuera en el jardín e iba a averiguar quién era.

Bajó la escalera sin encender ninguna luz. Era consciente de que arrojar un puñado de grava contra la ventana del dormitorio constituía un viejo truco de ladrón: si no se encendía ninguna luz se podía entrar a robar en la planta baja casi con total seguridad. Cogió el atizador de la chimenea de la sala y fue con cautela a la cocina, que tenía una puerta que daba al jardín. Manteniéndose fuera de la vista, escudriñó desde la ventana de la cocina toda la fantasmal superficie del jardín encerrada entre altos muros. De nuevo le pareció ver que algo se movía en el gran arriate herboso cercano a la higuera. ¿Lo estaban engañando los ojos? Pero la gravilla contra el cristal no había sido una ilusión. Quizá podía limitarse a encender las luces, y así el intruso captaría el mensaje e intentaría robar en otra casa en lugar de hacerlo en Richmond. Pero esa llamada que lo había despertado le producía una sensación incómoda. Grava contra el cristal. Monedas contra el cristal… Tal vez alguien quería atraerlo a la oscuridad. Bueno, estaba dispuesto a hacerlo.

Abrió la puerta y salió. Hacía frío, y el aliento se condensaba; eran las primeras señales del invierno que se aproximaba. Aferrando con fuerza el atizador, avanzó por el camino de lajas que conducía al muro y a la puerta que daba al paseo que bordeaba el río. Se detuvo y aguzó el oído. Nada. Una suave brisa hizo susurrar las hojas. Bond se dirigió hacia el arriate herboso donde había creído distinguir un movimiento en las sombras.

Se paró en el borde del césped y observó las plantas del parterre, en busca de hojas o ramas quebradas. Buscó su encendedor en el bolsillo, se agachó y acercó la llama al suelo. Había unas hojas caídas y una planta curiosamente doblada hacia abajo. Movió la llama para que echara una luz oblicua… y descubrió las huellas. El suelo estaba húmedo, y las huellas frescas —cuatro— tenían unos dos centímetros de profundidad. Alguien había estado escondido en el jardín. Lo extraño era que una huella, la derecha, parecía torcida de forma anormal hacia la otra, y el talón derecho se había hundido más que el izquierdo. Y había una serie de agujeros redondos junto a las pisadas, como si el intruso se hubiera apoyado en un bastón. Esto es una locura, pensó Bond; pero otra parte más racional del cerebro decía que podía ser un inválido, alguien que no podía caminar sin ayuda. Alguna clase de lisiado…

Entonces oyó un ruido en la calle y corrió hacia la puerta del muro. Giró la llave que había en la cerradura, la abrió y dio unos pasos en la acera. La marea había bajado ahora en el río, y éste fluía con ímpetu hacia el mar. Bond miró a un lado y otro. El paseo que bordeaba el río estaba bien iluminado por farolas, allí en Richmond, pero no se veían signos de presencia humana alguna. Creyó oír el motor de un coche que arrancaba una calle más abajo y se alejaba en la noche.

Sintió un enorme pesar cuando comprendió lo que debía hacer. No tenía elección.

Bond volvió a la casa, se sirvió un dedo de coñac en un vaso y bebió un trago antes de dirigirse al despacho de Bryce. Se sentó ante el escritorio y le escribió una breve nota en una hoja de papel.

Querida Bryce:

Tengo que marcharme enseguida, por razones de «negocios». Eres mucho más de lo que me merezco y nunca podría hacerte feliz. Estas pocas horas maravillosas que he compartido contigo le han dado verdadero sentido a mi vida. Te lo agradezco con toda el alma. Adiós.

Con amor,

J.

Acabó su bebida y dejó el vaso vacío sobre la hoja para sujetarla. Bryce la encontraría por la mañana, cuando bajara a buscarlo. Era domingo, y habían hecho planes para el día.

) ) )

Bond cerró la puerta tras de sí sin hacer ruido y se sentó ante el volante del Interceptor. Se quedó inmóvil por un rato, repasando la decisión que había tomado. Su mente volvía sin cesar a la horrenda imagen de Blessing, muerta a manos de Kobus Breed. Quizá lo sucedido en el jardín había sido sólo obra de un ladrón de Richmond que probaba suerte. Pero Bond no podía vivir con el temor de que Bryce —como Blessing— llegara a ser una víctima por su relación con él. No podía exponerla a que sufriera daño, en especial si el daño se lo iba a causar un hombre como Breed.

Encendió el motor —el ronroneo era tan suave que dudaba que pudiera despertar a Bryce— y avanzó despacio por el camino de entrada de la casa, haciendo crujir la grava con los anchos neumáticos.

Al este, el cielo despejado tenía un nítido tinte de peltre amarillento que anunciaba el comienzo del nuevo día. Tomó la carretera hacia Londres y pisó el acelerador, concentrado en el placer de conducir un coche potente como aquél, esforzándose por no pensar en Bryce ni en los peligros que habían estado acechando en la oscuridad del jardín.

Condujo a buena velocidad hacia su casa, con rostro impasible, decisión firme y una pesadumbre desusada.

Se detuvo junto a la plaza de King’s Road y permaneció un momento sentado en el coche, meditando, arrepentido a medias ya de su espontáneo acto de caballerosidad, de haber dejado a Bryce sin prevenirla, de improviso y de forma subrepticia en mitad de la noche. Sería un golpe para ella y se sentiría dolida, después de los buenos momentos que habían compartido y de las veces que habían hecho el amor. Jamás sabría que si él la abandonaba era para mantenerla a salvo del despiadado salvajismo de Kobus Breed. Lo único que sabía de James Bond era su nombre, pero no tenía su dirección ni su número de teléfono. Nunca lo encontraría, por mucho que lo intentara. Y él ¿encontraría otra vez a alguien como Bryce?, se dijo con cierta amargura. Era el precio que pagaba por el trabajo que hacía, supuso. No era aconsejable enamorarse de una bella mujer.

Bond dejó escapar un suspiro. Era una mañana de domingo tranquila y hermosa. Al día siguiente era lunes, y M le había dicho que tenía un trabajito «interesante» para él. La vida continúa, pensó, y en cierta forma eso constituía un consuelo. Bajó del coche para encontrarse con un día soleado y fragante y, mientras se dirigía hacia la puerta de su casa, en alguna parte sonó un arrebato de campanas de una iglesia, y una bandada de palomas, que se alimentaban en el jardín central de la plaza, alzó el vuelo con un ruido de aleteos hacia el deslumbrante azul del cielo de Chelsea a primeras horas de la mañana… y desapareció.

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