Solo

Solo


Capítulo 1

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Capítulo 1

I

La cena había concluido, estábamos sentados en el salón y el reloj ya marcaba las doce. Había sido una velada forzada, y las palabras, carentes de contenido.

La conversación había languidecido y amenazaba con quebrarse por completo. Cuando un cochero y su carruaje dejaron de romper el silencio, sólo se escuchó la melodía susurrante de la mecha de la lámpara.

Vi a Anna ocultar discretamente un bostezo con la palma de la mano. Arrellanado en el sillón con las piernas extendidas, su hermano bostezaba sin disimulo, pues éramos viejos amigos. Ya no podía seguir allí por más tiempo, aunque hubiese deseado contemplarla un instante más desde la penumbra, a la sombra de la lámpara, ese lugar donde ella se sentaba próxima a la luz, inclinada sobre su labor. Ahora la dejaba en la mesa y tenía la evidente intención de levantarse. Me adelanté, cogí mi gorra del piano e hice una reverencia a su madre.

—¿Te vas ya? —preguntó ella; así y todo me tendió la mano.

—Ya es hora —respondí, y no tuve suficiente orgullo para frenar la melancolía de mi voz, aunque comprendía que hubiera debido hacerlo.

—Bueno, ¡entonces hasta siempre, y que tengas buen viaje!

Me deseó, además, salud y prosperidad y me pidió que trajera nuevas ideas del extranjero.

—¿Cuántas? ¿Un baúl lleno? —traté de imprimir a mi voz un matiz de amargo desdén.

—Suerte, cuídate, que te vaya bien, vive generosamente y, tal y como hablamos, escríbeme sobre toda suerte de cosas —dijo el hermano sacudiéndose la flojera que me había importunado toda la noche.

Anna estaba sentada entre ambos. Al pasar de su madre a su hermano, me la había saltado. Deseaba que su apretón de manos fuese el último antes de partir de mi país.

—Adiós…

—Adiós, buen viaje…

¡Con qué sequedad, formalidad y frialdad lo dijo! ¡Cuán inerte y carente de todo sentimiento el apretón de su mano!

Mientras los demás me acompañaron hasta el vestíbulo, ella se quedó en el salón para cerrar el piano, ante el cual la había encontrado sentada, en la penumbra de la tarde, sumida en ensoñaciones, cuando llegué. Había oído la música desde el pasillo y la había escuchado un momento detrás de la puerta, sin aliento y con el corazón palpitante. Ahora la veía levantar la lámpara de la mesa y esperaba que tal vez se acercara, que tal vez me iluminara el camino por las oscuras escaleras. Pero sólo se llevaba las notas a la estantería, luego se giró, atravesó el salón hacia la puerta de su cuarto y la cerró, implacable, así lo sentía yo. Lo último que vi de ella fue su fino perfil, su mejilla pura y un ondulado mechón junto a la oreja.

No, pensé yo, al bajar las escaleras, ¡si tú no, pues yo tampoco! Y dejé que el resorte de la puerta principal ejerciera su poder. ¡Que arme estruendo! Y lo armó de modo que las ventanas temblaron en la pared y el largo pasillo sombrío respondió enojado.

¡Gracias a Dios que aquello por fin había quedado claro! Hasta el final me había atormentado la esperanza. Ahora ya no había motivo por el que sufrir. No más que un caminante en el desierto cuando, de pronto, el espejismo se desvanece y no divisa a su alrededor más que un mar de arena sin límite. Y sabe que no puede apagar su sed.

Entonces, confórmate, me dije a mí mismo. ¿Y qué si se agita allí en tu pecho y gime el corazón? No hay inquietud, pues tampoco hay salvación.

Un cochero dormita flácido en su coche de caballos en la esquina de la calle, bajo una jadeante llama de gas.

Los frondosos árboles de Bulevardi forman una bóveda tenebrosa sobre mi cabeza. En el cementerio de la Iglesia Vieja se desliza sigiloso un oficial artesano con su amada.

Una mujer solitaria, tocada con un pañuelo, aminora el paso y se escurre indecisa a mi lado. Sus ojos son dóciles, implorantes. ¡Si te la hubieras llevado se hubiese mostrado agradecida, tal vez te esperaba, casi detenida bajo una farola! Mañana te hubiese acompañado al barco, te hubiese observado entre el gentío y agitado secretamente el pañuelo en señal de despedida. ¿Por qué la dejaste marchar?

¡Ella no puede venir, Anna! ¡Vendría con mucho gusto, pero no puede! ¡No te lo tomes a pecho, querida mía! ¡No puedes! ¡No llores ni mueras de tristeza! ¡Trata de ser feliz! Dentro de un par de años regresaré y traeré conmigo muchas ideas nuevas.

Toda la plaza Erottaja se convierte en un único ruido seco cuando un carruaje baja desde Kolmikulma repleto de animosos estudiantes, recién llegados a la ciudad.

¡Ellos son jóvenes, ellos dan gritos y vítores! Todavía disfrutan y el mundo les tiende la mano.

Pero ¿acaso estoy en mis cabales? Amargo y envidioso hacia quienes ella dudo que conozca. Quién sabe si a ellos les importa Anna lo más mínimo, ¡tan poco como a ella ellos! ¿Sólo porque se quedan aquí? Pero uno, el más cercano, tenía una gorra blanca calada con descuido y descaro sobre una de las orejas. Sus hombros eran vigorosos y tenía el pelo negro y rizado. Yo llevo el sombrero como un caballero mayor, soy pesado, y gordo, y torpe.

Me obligo a reírme altanero ante la comparación. Con simulada energía atravieso Esplanadi hacia el restaurante Kämp, sobre su puerta destella una brillante lámpara eléctrica.

¡Qué sensación más dulce ascender al apartamento, al hotel, a la habitación! Por la rendija de la puerta extiende tan amablemente su mano la factura que «para evitar errores, se entrega cada día». ¡Qué hogareño aroma en esta habitación! ¡Qué orden exquisito denotan las velas sin estrenar, de igual largura, a ambos lados del espejo! Y delante un cenicero de porcelana en cuyo fondo leo mecánicamente: ALMACÉN INDUSTRIAL NÓRDICO DE HELSINKI. GRAN DEPÓSITO DE MENAJE PARA PARTICULARES Y RESTAURANTES.

¿Por qué dicen que a una habitación de hotel le falta personalidad? ¿Porque en ella no se nota la impronta de su residente, no despierta recuerdos de escenas de su vida? Pero si yo he vivido la mitad de mis años en hoteles. Estas sillas, sofás y mesas mudos y en todas partes semejantes son para mí como muebles heredados.

Y ahí está mi maleta, rica en recuerdos, abierta de par en par delante de la alcoba. Hace una semana, cuando la preparaba para volver del campo, Anna y yo éramos aún buenos amigos. Ella me había traído la ropa limpia de la lavandería, arrebolada por las tareas domésticas. De subir corriendo las escaleras hasta el cuarto del ático estaba casi sin resuello y se sentó a recobrar el aliento en la silla, con las manos en el regazo de la falda.

Quería ver cómo se preparaba una maleta que viaja a tierras extranjeras. «¡Ah, qué maneras! ¡Pero si tú, solterón, no conoces ni las nociones básicas! ¡Apártate!». Y me hizo a un lado, volcó el contenido de la maleta y comenzó a colocarlo todo de nuevo. Estaba de rodillas en el suelo, con el pelo en atractivo desorden. Yo tenía que alcanzarle las cosas. La ropa blanca descendía entre sus manos, se apilaba una sobre otra, una encima de otra, y la más diminuta rendija era rellenada con cuellos y pañuelos.

Allí estaba de pie, torpe, enamorado. Ella no actuaría así si no me amara. Mañana es mi partida, ahora es el momento adecuado. Y le expresé lo que todo el verano había estado rondándome los labios, que la amo.

No veo su rostro. Veo la nuca arrebolándose, coloca aún un par de pañuelos más, deja caer de sus manos el montón al suelo y ya sólo oigo sus pasos apresurados, que bajan la escalera y continúan por el salón hasta su cuarto, cuya puerta se cierra de un portazo.

Salgo sin molestar a nadie —la madre trajina con las vasijas en la cocina—, yerro por las colinas y bosques y, cuando regreso siguiendo las vías del ferrocarril, apenas si me aparto del camino del tren que viene en sentido inverso, su puerta permanece aún cerrada. Pero en mi cuarto, sobre la ropa, aguarda una nota suya. Me considera un amigo, un hermano mayor, casi un tío. Otra cosa es absolutamente imposible. No le ha comentado nada a su madre ni a su hermano. Y me pide que también yo me abstenga. Pues ella «no quiere».

No se presenta a cenar. No la veo hasta la mañana siguiente, un poco antes de la partida del tren. El ligero vestido de verano ha desaparecido y lleva uno serio de paseo. La joven alegre, revoltosa, a quien ayer aún me atrevía, en aras de la vieja amistad, a tomar de la mano y hacerla girar, se ha convertido en una respetable señorita.

¡Acaso no hay aquí recuerdos, objetos preciados, queridos en esta habitación! La maleta aún conserva la huella de sus manos. ¿Por qué dicen que una habitación de hotel carece de personalidad y que al partir no despierta nostalgia?

También ella sabría contar algo, esta alcoba donde he pasado las insomnes noches de mi semana de tormento y, llorando —un hombre adulto— he apretado en mi regazo un cojín que en la esquina mostraba el sello del hotel.

¡Cómo hallar ahora coraje para dejarte, donde he sentido felicidad en lo más profundo del corazón! ¡Pero he de hacerlo!

¡Fuera, fuera! ¡Ciérralo todo! ¡Un candado al pasado y la llave a los rápidos! Y con las rodillas presiono despiadado la maleta y cierro los cerrojos como si con ello hubiese deseado estrangular a alguien.

Supongo que ha sido mi llamada la que ha hecho sonar el timbre eléctrico al final del corredor que oigo por la puerta abierta.

¡Ah! ¡Conserje! «Por favor, ocúpese de hacer llegar estas cosas al barco».

¡Adiós, habitación mía! Y me pregunto a mí mismo, a media voz, si no me aflige marcharme de mi hogar. Lanza junto a esa portilla un último beso al aire, un beso a la casa de tus antepasados en cuyas ventanas resplandece como despedida el arrebol de la tarde extinguiéndose.

Bajo a la zona del restaurante. No es propio de mí marcharme de esta manera, como un fugitivo. Ésta es una ocasión solemne y excepcional, y he de vaciar una copa en su honor.

Mientras desciendo las escaleras de tapizados peldaños, donde no se siente nada más que el suave avance de los pasos, en el gran espejo veo para mi agrado a un hombre con los ojos fruncidos de ironía y cuya comisura de los labios revela desdén. Disfruto de mi burla y del desprecio de mi espíritu, que, de pronto, he conseguido resucitar en mí tras largo tiempo. Y deseo mantenerlo.

Pero tengo la sensación de que la burla y el desprecio caen y caen, como si hubiese una falla en el suelo.

En la antesala del restaurante, siento bajo los pies un duro felpudo de rafia. Mi abrigo pasa de mis hombros a las manos del sirviente… Allí estaba sentada ella la pasada primavera, ante el espejo, y se atusaba el pelo y el sombrero… El gran comedor está iluminado como para una boda. Se oyen voces en la pieza adyacente, se ven sombreros de mujer, charreteras de oficiales y una pechera blanca… Allí cenamos una vez juntos, con toda la familia, antes de que partieran al campo. La sala está ahora casi vacía. Frente a la puerta, en el centro, hay una mesa de aquavit redonda. A su alrededor gira un caballero de edad, pequeño, calvo, mascando pan duro, y con el tenedor en posición de ataque. Otro par de caballeros vestidos con frac, cancilleres del senado que aparentemente han venido de algún banquete, se sientan más lejos al fondo de la sala, cada uno a un lado de una mesita redonda, las frentes casi juntas, hablando a media voz.

Me deslizo hasta el rincón más retirado del salón. Un camarero se ha puesto en marcha desde el lugar donde espera atento en la pared de enfrente.

No sé qué pedir. ¡Que me traiga, pues, un grog!

Pero cuando me lo sirven y comienzo a mezclar mi bebida, no entendiendo por qué diablos estoy allí, completamente solo, preparándome un trago, en mitad de la noche. De pronto, languidece en mí toda resistencia y me deshago como un ovillo. No estoy en condiciones de mantener erguida la cabeza y la burla y el desprecio caen al suelo de su afectado soporte.

Y es que esto es, en realidad, infinitamente triste y desesperado.

Ella había sido mi última esperanza. Me había devuelto mi aplomo, que estaba por los suelos, espiritualmente entumecido. Yo me había propuesto rehacer mi vida, atrevido a abrir ante mí otro futuro. Deseaba actuar, influir y esforzarme. Ya me había hecho a la idea. Y ahora todo volvía a ser como antes. Estaba en este restaurante como en una orilla desierta de la que creía haber partido. Me notaba aún más viejo y más carente de vigor que antes. No había en mí nada roto ni sentía el dolor de la fractura. Pero todo énfasis había flaqueado. Yo estaba gastado por la edad, era un arco distendido.

En el transcurso de las últimas noches había rabiado lo que tenía que rabiar, lamentado lo que tenía que lamentar. Ahora ya no tenía fuerzas para lamentar ni penar. Me hubiera dado por satisfecho si hubiese podido alejar de mi cabeza los recuerdos, pero éstos se habían acostumbrado a presentarse a aquella hora de la noche. Acudían por el canal antes surcado. Igual de lúcidos, aunque tal vez un tanto más pálidos y descoloridos que la primera vez.

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