Solo

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Capítulo 3

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Capítulo 3

III

A la mañana siguiente, me encuentro a mí mismo en la acera de asfalto, detrás de Kappeli, subiendo Esplanadi. He preguntado al capitán cuándo zarpa el barco y ha respondido encogiéndose de hombros, después de gritar algo a sus hombres: «A eso de las nueve».

Son las siete y media. Camino junto a la estatua de Runeberg, giro en Erottaja y sigo el mismo camino por la calle Bulevardi, por la que anoche paseé. En la imprenta del periódico Hufvudstadsbladet están en marcha las rotativas y revolotean trocitos de papel. Una fila de colegialas camina delante de mí y dobla en la esquina de la Escuela Femenina Finlandesa.

Me pregunto qué demonios hago yo allí. Y tengo que reconocer que quiero pasar una vez más bajo su ventana. Me digo que estoy loco. Pero al mismo tiempo otra voz dice: «Guarda silencio… ¡qué más da si estás loco!».

Las tiendas ya están abiertas. Un carro de mercancías marcha delante de mí. Cada vez que las grandes y pesadas ruedas pasan de un guijarro del empedrado a otro me estremezco. He dormido mal, estoy completamente agotado y las piernas se arrastran tras de mí. El cálido sol me abrasa de tal modo la cara que la siento cansada, fláccida y entumecida.

Giro en la esquina de la Fredrinkinkatu y allí está su ventana, a sólo unos pasos. Aún está echada la cortina clara y detrás se ven flores. Aún duerme, así que no van al puerto. Sin duda, lo hubieran dicho la víspera, si ésa hubiese sido su intención. Y de pronto se me revela por qué el ambiente era ayer tan grave. La madre estaba más tensa y el hermano más distraído de lo habitual. Naturalmente, Anna no se ha resistido a contar que le han propuesto matrimonio.

Justo cuando estoy bajo su ventana al otro lado de la calle, se abre la puerta del balcón. Me sobresalto, me asusto, como si me hubiesen descubierto cometiendo una fechoría. Y me apresuro hacia delante sin mirar a los lados. Sólo alcanzo a ver que se asoma una mujer. Hasta llegar a la esquina de la calle no acumulo el valor para girar la cabeza. Veo que la criada está sacudiendo unas alfombras.

Por vez primera mi situación parece risible. Resulto irremisiblemente cómico. ¡Un viejo, igual que un colegial! Y me repito a mí mismo con desdén, varias veces, con un gesto de mano: «¡No, esto es demasiado ridículo, esto es demasiado ridículo!».

Y, atravesando la plaza Kasarmintori, donde realiza ejercicios una compañía de guardias e hincha el pecho un joven oficial —me parece «un bufón estúpido»—, me apresuro por el camino más recto al vapor.

Mientras observo desde la cubierta del barco los preparativos para zarpar, el puerto y su agitación, me siento de pronto como si me hubiese curado y liberado de todo. Para gran asombro mío, soy capaz de otear tranquilo a mi alrededor, casi alegre. El paisaje está limpio como tras la lluvia y yo mismo transfigurado.

El barco ya se muestra inquieto ante su marcha. Engulle los últimos pedazos de su carga. Los estibadores, gritando mecánicamente, arrastran los bultos atrasados a la cubierta de proa, desde donde una palanca chirriante los sumerge en la oscura bodega. Negro humo de hulla brota de la robusta chimenea formando una gruesa nube que, al situarse de cuando en cuando delante del sol, dibuja una sombra extraña, amarilla, en la pasarela y la gente allí atareada.

No sopla viento alguno en el puerto, pero sobre el estrecho de Blekholmen se ven pequeñas ondas que bajo el sol centellean en la superficie del mar infinito. A veces, una fortuita brisa trae el aroma salado del mar abierto. El aire es cálido. El brillo del sol se derrama a raudales y las fachadas de piedra, blancas como telas de lino, de las casas de alrededor y de la torre de la iglesia Nikolai, que asciende a las alturas y corona los edificios que quedan debajo, deslumbran.

Por la plaza del mercado pululan compradores y vendedores. Tras ellos, visible desde aquí por encima de las cabezas, retumba un ómnibus rojo y hace sonar repetidas veces la campanilla. Al fondo se divisa el frondoso verdor de Kappeli-Esplanadi y la alta casa Grönqvist, en cuyo tejado ondea una perezosa bandera. Atraviesa la plaza y desentona la armonía una fila de nuevas columnas blancas sobre cuya cúspide corre un grueso cable eléctrico, desde Seurahuone hasta el mercado cubierto del puerto.

Quiero llevarme de recuerdo de mi patria esa imagen luminosa. La obligo a imprimirse en mi mente, miro varias veces los mismos rasgos más destacados. No deseo recordar más que esto. El resto, que desaparezca detrás, que quede cubierto bajo sus intensos colores.

El barco se aparta lentamente del muelle. Con rigidez maniobra el pesado armazón su proa con ayuda de cabos y velas rumbo al mar. Las miradas de quienes quedan y quienes marchan aún se tocan, se buscan y encuentran, se pierden y vuelven a unirse. Luego, sus siluetas parecen evaporarse, conforme avanza el barco, se escurren unas de otras y no se hallan ya puntos de unión. Los pañuelos comienzan a ondear, inflamándose cual antorchas para llamear como un último adiós.

Un fino rostro, un perfil puro y el ondulado mechón junto a la oreja aparecen, de pronto, ante mí. Siento deseos de buscarlos entre ese gentío que despide el barco, aunque bien sé que no están allí. Pero recorro el paisaje delante de los ojos y no quiero ver más que el puerto, los edificios y el cielo despejado.

Los veo, y los veleros y los yates pavoneándose trazan un arco en la superficie del agua. Mofándose, lanzan un chillido los pequeños barcos de vapor del puerto, revolotean delante de la proa, como moscas alrededor del hocico de un toro de torpes movimientos.

El toro resopla por los ollares, aumenta la velocidad y dirige su rumbo hacia el estrecho de Viapori. Las ventanas solitarias en los edificios de la orilla desaparecen y se funden en tres líneas superpuestas. El murmullo de la ciudad cesa y el martilleo delicadamente intenso, profundo, de la máquina atraviesa por vez primera mis oídos. A toda velocidad dejamos atrás las defensas de Viapori, desde donde clavan fijamente la vista aspilleras huecas, negras.

Estamos en alta mar. Camino por la cubierta de acá para allá en la suave brisa. Helsinki desaparece más y más. Mi tierra se acurruca en el mar. La costa de Finlandia es una hermosa franja de tierra que se esfuma convirtiéndose en una nube marrón. No tengo ahora más que el cielo azul y un mar aún más azul. Aquí y allá, lejos, al final de los campos de Ahti, brilla algún velero isleño de blanco resplandeciente y me fijo y pienso largo rato que se afana hacia Helsinki. Delante de la proa se refleja el sol en el agua. Las ondas quebrantan la luz y la descomponen en fragmentos de los que se forma una ancha vía de deslumbrante fulgor.

Busco siempre algo nuevo que observar a mi alrededor. Me aferro a las imágenes que se presentan en mi camino y las corro como si fuesen cortinas delante de todo lo pasado. Cada nuevo paisaje es como un hermoso velo. Y en el transcurso del primer día han desaparecido la vida y sus recuerdos, cual informes espectros lejanos, apenas visibles tras la bruma y la calima. No los siento propios, no son como si fueran míos. Quién sabe si serán viejos, desgastados fantasmas.

Me asemejo a un caminante adormecido, como si soñase y yo mismo, no obstante, lo supiera y no deseara despertar. El mar imprime en mí una paz letárgica, dulce, y me sume en la impasibilidad. No genero pensamiento alguno y cada sentimiento duerme al despertar. No añoro nada, no espero nada.

Me encuentro a mí mismo bien en un sitio, bien en otro. Me recuesto en cubierta en una cómoda tumbona, fumo un cigarro adormecedor, que nubla la mente. El ojo se sacia de alta mar, de cielo despejado y de esas pequeñas olas murmurantes más próximas; algunas estallan en espuma, sin saberlo, sin querer, como hablando en sueños, pero carecen de la fuerza para elevar el alto, pesado armazón. Hay numerosos barcos en el horizonte. Bajo el sol, son como grandes, negras mariposas, contra el visillo blanco de la ventana del cielo. Al otro lado, brillan las velas de pleno iluminadas, se ven henchidas, y también las vergas. Desde allí, la atención se desplaza a nuestro barco, trepa por las escaleras de cuerda a los mástiles, escudriña poleas, cuerdas y velas. Las abandona cuando por la boca de la chimenea emerge un humo lanudo en forma de cola negra y desciende etéreo sobre la superficie del mar.

Me sorprendo a mí mismo caminando por la cubierta o clavando la vista en la estela del barco, siempre la misma, las mismas burbujas, la misma efervescencia y el mismo romper regular de las olas.

A veces, del agua comienza a surgir tierra. Se eleva y se hace más grande y al poco delante hay tierra firme. Se ven iglesias, pueblos y colinas, y en sus laderas, bosques verdes. Allí también hay gente, vive y tiene aficiones, las que sea que tenga. ¿Cómo será allí la existencia? Un pescador arrima su buque de vela a un flanco del barco. Si uno bajara de un salto a su barco, remara a tierra y se quedara junto a ellos, en medio del mar, en este humedal desierto, sin dejar huella alguna de uno mismo… Y así crear un nuevo entorno de por vida. ¿Se podría? Siento que debería poderse. Y puedo intentarlo allí, en el lugar al que me dirijo. Cuanto más lejos mejor.

Pero la tierra queda atrás, desaparece y se olvida. Nuevamente no existe más que el barco y las velas en el horizonte, siempre con idéntico aspecto.

Se acuesta el sol. La roja bola se hunde bajo la línea del agua. Roza el agua y luego se sumerge trémulo, como quien se entrega a nadar, que primero se humedece los dedos de los pies, luego se sumerge hasta la cintura y más tarde, de pronto, se zambulle entero y desaparece.

Llega la penumbra, el campo visual se oscurece y se repliega más próximo. El azul del cielo y el mar se derrama en gris y aquí y allá se forma bruma. Pero a través de las tinieblas se vislumbran luces distantes. Indican el camino, fuegos de faros, unos brillan inmóviles, otros, por el contrario, se encienden y apagan a intervalos regulares. Y entre ellos viaja el barco, dirigiendo su curso de un farol marino a otro. La máquina martillea en la bodega y parece ser consciente, comprender su posición y significado. Cuando todos han ido a descansar y yo aún velo en cubierta, me parece que comienza a vivir el barco y se oye como si el murmullo del agua delante de la proa fuera su propia voz, una misteriosa plática cuyos matices sólo comprende en verdad él mismo, y que yo no puedo sino adivinar vagamente.

Pero entonces comienzan mis sentidos a acostumbrarse al ambiente, el efecto del mar pierde su intensidad y los canales ocluidos de los pensamientos precedentes y las sensaciones precedentes vuelven a abrirse.

La mañana del tercer día de viaje, cuando subo a cubierta, los ojos casi cegados por la abundancia de luz, veo al capitán examinando un barco de vapor que humea a nuestra derecha, y amenaza con adelantarnos. Al entregarle el catalejo al timonel, dice: es el Capella.

Es el Capella, que quedó en el puerto y partió varias horas detrás de nosotros. Se creería que alcanzaría Travemünde un poco antes que nosotros.

Apoyado en el pretil y siguiendo con los ojos el hermoso barco en lontananza, me sorprendo deambulando en el siguiente sueño:

Ella está de viaje, ella, Anna, ahí, en el Capella. Ha partido por la tarde, yo por la mañana. Ella también me ama, igual que yo a ella. Cuando me vio marcharme abatido e infeliz, pasó la noche en vela sin sacarme de su pensamiento. Recordó nuestras excursiones estivales, sintió lástima y se dio cuenta de que me amaba. Por la mañana se abalanzó al puerto, pero el barco ya había partido. No alcanzaría paz antes de estar en cubierta del Capella, también de viaje al extranjero. Renunció a su madre y a su hermano y me siguió. Ahora navega, a corta distancia de mí, llega a puerto antes que yo y lo primero que encuentro en el muelle es a ella. Continuamos viaje juntos y ella es mi esposa y no nos separamos nunca. El resto sólo ha sido un mal sueño.

Y ya puesto en marcha, a mis fantasías nada las refrena. ¡La traigo aquí, a este mismo barco, a la misma cubierta, a mi lado! Por el día nos sentamos en la cubierta de popa al abrigo de la vela. La veo ante mí con tan inquietante viveza —incluso sus más pequeños rasgos, las oscilaciones más sutiles en su rostro, los distintos matices en sus ojos— que me entra una momentánea repugnancia de mi persona y tengo que ahuyentar un instante la imagen de mi lado, apartarme, alejarla de mí con un gesto tajante. Pero pronto regresa. Por la noche, cuando los faros resplandecen y los fanales de los barcos que vagan en la oscuridad titilan en forma de estrellas rojas y verdosas, nos retiramos a uno de los muchos recovecos del barco, a los pies de un mástil o al extremo más alejado de cubierta de proa, charlamos en voz baja, envueltos en la misma capa cálida, su mano bajo mi brazo, que de vez en cuando ella aprieta levemente y yo respondo de la misma manera.

Me entrego a un mundo de quimeras, el parpadeo de una estrella me causa tristeza y puedo, al mirar el vuelo de una chispa que sale de la chimenea, tararear canciones folklóricas melancólicas tales como:

 

Olvidarte no puedo,

aunque jamás mía seas, etc.

 

Comprendo bien que esto es descabellado y disparatado, pero carezco del valor de obligarme a salir de este estado de ánimo. No tengo corazón para reírme de mí mismo. Digo con lástima que no me queda otra cosa. Me hallo casi en el mismo estado que un borracho que bebe para aliviar su tristeza, bebe, pero al entregarse a la bebida siente que lo hace porque no quiere despertarse y regresar a la realidad. Grita, rabia y arma bulla tratando de olvidar su pena, pero al llevarse el vaso a los labios siempre recuerda, si bien borrosamente, por qué bebe. Por la mañana, ya repuesto, aborrece tanto el beber del día anterior como sus motivos. Pues la tristeza no se ha disipado, al contrario, es aún más profunda y desesperada.

También yo me despierto por la mañana con resaca espiritual.

La última noche del viaje, mientras nos aproximamos a Lübeck, sueño con ella, una continuación de las fantasías del día. Revivo las horas más dulces en el campo, cuando pescábamos y navegábamos. El sueño es frágil y se quiebra de cuando en cuando, aunque meto la cabeza en la almohada y vuelvo a conseguir que los hilos se unan uno con otro. Pero al final fuera hay ruido y el triquitraque en cubierta se torna demasiado fuerte. Me percato de que el aullido de la sirena de avisos es lo que no me deja dormir y sus terroríficos soplidos resuenan en mis oídos, al principio lejanos y ahora sobre mi cabeza.

Veo que nos anclamos en una espesa bruma. Escucho que estamos en una corriente estrecha, pero la orilla no se divisa. A unas brazas de nosotros se vislumbra entre la cortina tenebrosa otro barco, como una gran araña gigante. En su flanco leo el nombre CAPELLA, pero ya no me produce el mismo efecto que ayer. Tiemblo de frío interior y exterior. El cerebro está vacío; de las fantasías de la víspera y los sueños de anoche no queda más que la cruda realidad matutina. Todo el aroma de la belleza poética, incluso la fragancia falsa de ayer, se ha evaporado. La sirena sigue soplando igual de quejumbrosa y más lejos, en el interior de la bruma, responden otros barcos tenebrosos, barruntando un peligro, igual que los pájaros que se advierten uno a otro de una fiera que, en algún lugar, los acecha. Eso aumenta mi desesperación y me arrebata el último coraje y fuerza de resistencia.

Sé que allí, tras del velo de bruma, a unas brazas de distancia, comienza el extranjero, vasto, desconocido e impasible. Ya estoy en sus fauces. He de iniciar una nueva vida, plantarme en un lugar extraño, aunque las raíces se hunden aún en tierra vieja. Desearía que, sin llegar a tocar tierra, virara el barco de vuelta a mi patria.

Esta debilidad mía me exaspera, desearía vencerla. Pero durante el viaje en tren lo único que hace es aumentar. Idéntica realidad desconsolada reina allí también. Soy como una mota desplazada por el viento. Terriblemente pequeña y trivialmente insignificante. En casa era algo, al menos un engranaje en un mecanismo. Aquí me siento como algo suelto, que en cualquier momento podría sin pena caerse al borde del camino.

Hasta que poco a poco me emboto y me sumo en la indiferencia absoluta, dejando que mi cuerpo se balancee al compás de las sacudidas del tren. Los paisajes, pueblos y ciudades pueden pasar a toda velocidad. No despiertan en mí curiosidad alguna. No son para mí. No pienso en el pasado ni en el presente. Me dejo llevar como un preso preventivo de un tribunal a otro. Y no se despiertan otros estados de ánimo más que un par de veces durante mi viaje. La primera vez en Colonia, donde junto a los demás viajeros recalo en la catedral.

Lejos del traqueteo de la vida del ferrocarril, del silbido de la locomotora que desgarra los oídos, del polvo del vagón y el brillo del sol que me lacera los ojos cansados, me veo, de pronto, bajo la sombría cúpula, donde la luz está diluida y tamizada, donde la gente se desliza sigilosa, devota y con tiento, y en la que de algún lugar, no sé de dónde, del tejado o de los muros, susurra una música sosegada, profunda, apacible. Entre los pilares sombrean amplias perspectivas, y al fondo parece haber altares y esbeltas velas ardiendo, su fuego es sólo suave resplandor. En el interior de una capilla lateral, de rodillas, sumida en sus rezos, una mujer joven, lívida, de velo negro solloza. Paso de puntillas junto a ella y, tanto yo como esos otros turistas con ropa de viaje, sentimos ultrajar algo hermoso y sagrado. Yo, que siempre he explicado los sentimientos religiosos como un estado de embelesamiento de naturalezas débiles, me derrito como la cera. Me invade el deseo de entregarme a rezar también y deseo poder creer y abandonarme. ¡Dejar que el tren se marche, dejar que el mundo se vaya y brame! Me quedo aquí, en el silencio de las bóvedas. ¡Y qué bien comprendo ahora a esos ermitaños, monjes y monjas que, fatigados de la vida y desencantados de sus esperanzas, se encierran en conventos y buscan para sí mismos el retiro en la soledad del desierto! Qué distinto sería a buscar olvido en el trabajo y ahogarse en el estruendo del mundo.

Pero unas gentes vienen y otras se van, y al abrirse las puertas penetra en el interior el ruido del mundo exterior, el traqueteo de los coches de caballo y el relinchar de locomotoras de la estación cercana. Delante de mí camina un hombre que echa un vistazo a su reloj, lo reconozco como un pasajero del mismo tren y me apresuro a salir con él, inquieto por el retraso.

Como una bestia salvaje que arranca sus cadenas y se suelta fuera de control escapa el tren de Colonia. Al oscurecer la tarde, comenzamos a acercarnos a París y la llegada me despierta de nuevo de mi estado letárgico al que ya había empezado a habituarme.

El tren lleva retraso y quiere recuperar el tiempo perdido. Vuela a una velocidad tan tremenda que el vagón brinca. Me propongo ponerme en pie, pero, aturdido, regreso a mi asiento. Un tren viene de frente por la otra vía, parece rasgarme en dos. Estoy a punto de desmigajarme, de partirme en pequeños añicos. ¿Es sólo cansancio físico, falta de sueño y de descanso? Trato de explicarlo así y dominarme. ¿Por qué no puedo ser como los demás, que recogen tranquilamente sus pertrechos y no parecen sentir nada especial? ¿Estoy hecho de una sustancia más floja, o soy más débil? ¿Por qué me alarmo, por qué futilidades estoy inquieto?… Pero es un esfuerzo inútil tratar de distraer mi mente. ¡Si tuviera un camarada, un amigo! Sí, ahí está de nuevo. Y de nuevo viene a mí ese deseo infinito, que desgarra el corazón, de amor y anhelo de ternura que suscita dolor en la punta de cada nervio. No existe, no existe noticia alguna de su presencia, estoy completamente solo. Y acaso por ello ahora es como si me apresurara hacia mi perdición. La velocidad no cesa de aumentar, durante varias verstas se oye un único silbido de la locomotora, interrumpido durante un breve instante. Entrar en un túnel y salir de un túnel. Puentes, hondonadas, pequeñas estaciones que no importan. Parece como si no estuviera permitido siquiera detenerse. Como si hubiese delante una montaña magnética succionando la nave férrea, que ha cesado de obedecer el timón. Cuanto más nos aproximamos, más ávida sorbe hacia su pecho. Por fin lo atrapa por completo esa secreta fuerza de atracción, los clavos se desprenden de un tirón, las junturas del armazón revientan y el barco se quiebra en pedazos en el costado rocoso de un monstruo negro.

Pero, de pronto, nos hallamos bajo una bóveda de cristal, la velocidad disminuye y el tren desemboca con destreza junto a su andén. Me encuentro a mí mismo como parte de una larga cadena humana, uno de sus extremos está en el andén y el otro ya lo engulle París por la gran puerta en sus fauces abiertas, igual que la cresta de un rápido se traga largos troncos.

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