Solo

Solo


Capítulo 4

Página 6 de 10

Capítulo 4

IV

—C’est fini, monsieur?

—Oui, madame.

—Pas de café, pas de cognac?

—S’il vous plait, madame.

—Vous avez l’air bien triste, monsieur! Vous avez des chagrins?

—Non, madame, au contraire[1].

Estoy sentado en un pequeño restaurante en el boulevard de Clichy y he terminado mi comida-cena.

La estancia es oblonga y la puerta de entrada da directamente al bulevar. Junto al vano de la puerta hay un mostrador de zinc, detrás el dueño, en mangas de camisa, sirve sin cesar bebidas a los obreros y cocheros que entran y salen. A lo largo de las paredes hay sofás de cuero y frente a ellos marmóreas mesas de patas de hierro a las que se sientan principalmente cocheros de chaleco rojo, hombres vigorosos y curtidos, comiendo y armando una bulla incesante, vocinglera, frente a sus vasos de café negro. Sus lustrosos bombines de piel cuelgan junto a sus cabezas de un gancho, en cada uno pende, además, un montón de abrigos y capas para la lluvia. En un rincón crece un puñado de sus largas y finas fustas.

Cada vez que la puerta se abre y entra un nuevo cochero que ocupa el vano, trae consigo ruido del bulevar, ese murmullo incesante de la gran ciudad: los gritos estridentes de vendedores callejeros, el trapaleo de cascos sobre el pavimento de madera, el restallar de látigos y la bocina del tranvía al pasar.

Resulta tan extraño pensar que ahora estoy aquí sentado y veo y oigo esto que existe y ocurre al lado y a mi alrededor. ¿Yo? Bueno, efectivamente yo, tras volar como por los aires, he caído por casualidad en este rincón de París, y aquí me he quedado.

En ese momento me siento, sin embargo, más o menos a gusto. Puedo estar completamente en paz, nadie me importuna ni se dirige a mí. Rostros desconocidos, la novedad del entorno y el incesante borboteo de una lengua extranjera me hierven la sangre y los pensamientos no llegan del todo a entumecerse. Paso dos o tres horas saboreando café y coñac, fumando a ritmo pausado y leyendo para pasar el rato algún periódico.

Pero, tan pronto como pongo un pie en el bulevar por donde circula una fila ininterrumpida de gente, se oye la conversación melodiosa, alegre, de mujeres que pasan de largo y donde fluye una incontenible corriente de carruajes con capota resplandecientes a la luz de las farolas de la calle, sus linternas parecen perlas luminosas que ruedan por una pendiente inclinada, me mortifica el espíritu esa aflicción antigua, eterna, que acude cada día a la misma hora y al mismo sitio. No hay un solo conocido a cuyo lado sintiera deseos de ir, no quiero regresar tampoco a mi cuarto, donde encontrar aún más monotonía, y así, lánguido, cruzo el umbral de mi café habitual.

Allí dedico unas horas a hojear periódicos, a observar a los jugadores de billar y a escribir cartas.

Esta vez tengo entre manos una larga carta para el hermano de Anna y ya he preparado varias hojas.

Nosotros dos, nosotros habíamos vivido juntos muchos estados de ánimo y muchos sentimientos. Conocíamos incluso los matices más pequeños de la naturaleza del otro. Juntos habíamos sufrido los correspondientes amores y cada uno había ayudado al otro en sus aventuras. Una vez vividas hasta el final, juntos habíamos cerrado cuentas y repartido beneficios, es decir, nuestras experiencias y percepciones psicológicas. Hasta el menor de los matices, escudriñábamos los fenómenos del alma en nosotros mismos y con su ayuda tratábamos de construir teorías psicológicas sobre el amor y la vida en general.

Le escribía ahora sobre mí, tratando de entregar un breve relato de mi estado tras nuestra separación. Tal vez era el motivo de mi carta otro distinto. Al leer lo que la noche anterior había redactado, me parecía como si estuviera pensado para que lo leyeran otros aparte de él.

Jamás hubiese creído que el extranjero causaría en mí el efecto que ha causado. Completamente distinto había imaginado mi viaje, esta ciudad y, en general, mi vida aquí. O quizá sea más correcto decir que a mí mismo me había imaginado distinto. Pues, al fin y al cabo, todo depende de los ojos con los que su estado de ánimo lo mira.

Es la relación con el otro sexo la que determina qué aspecto tiene para nosotros nuestro entorno. Incluso en los tiempos de cierto alto el fuego, de tregua en el amor, cuando no estamos bajo su influjo directo, también nos domina, bien a través de los recuerdos pasados o los deseos futuros. Recordarás cuántas veces antaño estábamos despreocupados, felices y tranquilos; no obstante, nos encontrábamos oteando fijamente la distancia, y cualquiera de los dos podía expresar de súbito su deseo: «¡Ahora no falta más que una muchacha en cuya compañía poder admirar este hermoso paisaje!». Y por tal motivo podíamos sumergirnos ambos en nuestros pensamientos y sentarnos mudos largo rato, dominados por ensueños indefinidos, melancólicos. Cuando, de esa manera, una mujer influye incluso estando ausente, ¡qué ocurrirá cuando te has encariñado con ella! Entonces, imprime su propio color en todo lo que vemos y vivimos. Para mí, al menos, no existe lugar alguno, persona alguna en la que no se hubiera grabado algo de esa mujer que en ese momento era el contenido de mi vida. Cuando los encuentro de nuevo, son para mí bien gratos bien desagradables, despiertan alegría o tristeza según como fueran los vínculos de mi corazón cuando los conocí. En sí mismos y por sí mismos, los objetos externos jamás me han producido efecto alguno, únicamente como testigos de las alegrías o tristezas de mi corazón. Así ha sido hasta ahora, y la misma circunstancia, tal vez incluso en mayor medida, se da también en este momento. El efecto del extranjero en mí no es efecto suyo, sino mi presente estado de ánimo. Creo que te distraerá si te hago rendida cuenta de algunos de sus detalles.

Aunque no hemos hablado de ello, supongo que sabrás, no obstante, en qué estado de ánimo abandoné la patria. Anna te lo habrá contado. En que un hombre de mi edad se enamore de una joven de la suya no hay naturalmente nada nuevo. Pero no podía adivinar en qué se convertiría la naturaleza de mis sentimientos. Parece que al llegar a cierta edad y haber atravesado todos los estadios de desarrollo, la vida afectiva hubiese recomenzado en mí su ciclo, igual que la savia en algunos árboles, que en los otoños largos se equivocan y florecen dos veces. En el transcurso del pasado verano brotaron en mí todos aquellos sentimientos nostálgicos e infantiles de los que creía haberme librado cuando me enamoré por primera vez. Esa niña pequeña que casi había sostenido sobre mis rodillas y llevado en mis brazos y que hasta entonces había tratado como a una cría, ante ella me sentía igual de cohibido que un joven colegial que por primera vez se ve ante su ideal. Me enamoré de ella como si fuese mi primer amor.

Creía deshacerme de mi sentimiento desesperado y poder dejarlo en la orilla de mi tierra natal, igual que todo lo demás. Pero me acompañó, me siguió durante el viaje y las primeras semanas de estancia aquí estuve bajo su completo dominio, tal y como pronto verás. Traté de combatirlo, pues me torturaba indeciblemente y el mundo exterior con sus nuevos efectos hacía lo que podía para disipar de mí el pasado. Mis sentimientos se colocaron, sin embargo, en posición de resistencia y el pasado no se ensombrecía. Por eso, casi en cada lugar donde he estado, cada nueva calle por la que he caminado, cada café donde me he sentado, existe un recuerdo de esta batalla.

Entre las consecuencias de ese esfuerzo en ambas direcciones está, sin duda, el que también percibo todos esos lugares y zonas con mucha claridad y detalle. Se han grabado en mi mente igual que un nítido clisé nuevo sobre un papel blanco limpio. Siempre que una imagen reciente penetra en mi cerebro y cuando en su frescura se apodera de toda mi atención, hay momentos en los que creo haber superado ya mi pasado. Pero cuando, de pronto, el humor cambia, cuando la luz, por así decirlo, incide desde el otro lado y la imagen pasa a contraluz, allí dentro, en algún lugar al fondo, está la marca de agua que se trasluce a través de todo lo demás. Es indeleble, imborrable y genuina. Muestra su contorno, tiene la tez tan fina, un perfil puro y un ondulado mechón junto la oreja.

Al salir por la mañana de mi habitación y descender a la calle que lleva al bulevar, no puedo sino cobrar vigor un instante a causa de la vida ante mí. Los pequeños comerciantes han extendido su mercancía en las aceras, y entre esos altos muros se apila fruta y verdura fresca, recién llegada, como la espuma de un rápido entre la orilla rocosa. Los vendedores se desgañitan y a su lado pasan sin cesar compradores, por lo general mujeres con traje de mañana, sin sombrero y únicamente un velo sobre los hombros. En el umbral de su puerta está de pie el carnicero con su delantal blanco, y en el escaparate de la panadería se amontonan esbeltos panes blancos, largos y gruesos como leños de abedul. A su lado brilla a través de la ventana el mostrador de zinc de un pequeño restaurante, delante se apuestan hombres vestidos con ropa de trabajo, frente a ellos, una fila de vasos en los cuales beben de pie su absenta verde amarillenta. Un grupo de colegiales de uniforme, los libros bajo el brazo, grita y jalea junto al cochero a los caballos de un gran carro de carga, que con los cascos en vano saltan chispas en la calle tratando de mover su carga. Casi cada mañana me cruzo con un anciano ciego, taza en mano, esperando limosna, y con los oscuros ojos fijos en los transeúntes. Delante del escaparate de la papelería siempre hay gente observando las revistas de humor. La calle desemboca en una pequeña plaza en cuyo centro hay una estatua y a su orilla aguarda una incesante fila de coches de punto con sus brillantes capotas negras. Una bocina suena y un vagón de tranvía tirado por dos caballos blancos enfila en la boca de la calle. Se dirige a la Exposición, echo a correr para alcanzarlo y consigo un asiento dentro.

Tras las ventanas en movimiento comienza a desfilar a mi lado un pedazo de París. Cafés en cuyos ventanales y grandes espejos de pared se refleja la calle con su gente, este tranvía y los árboles del bulevar. Muros cubiertos de grandes anuncios. Abigarrados quioscos de prensa. La parada donde aguarda un montón negro, tratando de entrar. El rostro serio de un guardia vigilando en la esquina de la calle. Una nueva plaza abierta en cuyo centro rebosa una fuente. De pronto, un nuevo bulevar, negro de gente y de carruajes, resonando y desvaneciéndose en la lejanía. Y por todas partes esos altos edificios de piedra, alzándose cual templos rocosos esculpidos en la montaña, sencillos y solemnes, y amueblados balcones de forja, semejante a una mujer de gris con un delicado velo.

Frente a mí está sentada una parisina, de movimientos delicados y graciosa. Es como un juguete de su creador, tallada con su cuchillo de hoja más fina, y la materia ha sido tomada del costado más sano del árbol más jugoso. A su lado se encuentra un hombre de cierta edad, lazo de la legión de honor en el ojal, y en la cabeza un sombrero de copa de seda brillante. Se ponen de pie en el estrecho pasillo entre las rodillas de otros. Ella es para mí como un pájaro que se desliza entre las ramitas sin deslucir una sola de sus plumas. Me aparto un poco, encojo las piernas y sus labios me dirigen un gutural pardon en señal de disculpa. Se bambolea hacia la calle, sube a la acera asfaltada y, conforme abre su sombrilla, coloca su mano enguantada en el brazo del caballero.

Y más no necesito. Recuerdo todo y mi ánimo se entristece y encapota. Y eso me sucede casi cada día, en cualquier momento, por cualquier motivo.

Es, en verdad, grande y poderoso el efecto que la Exposición me causa cada vez que la contemplo desde lo alto, bajo las bóvedas del Palacio del Trocadero, allí en el valle de los Campos de Marte. En medio se alza la Torre Eiffel, cual corona de flor de un abeto de los bosques inhabitados, a la luz del sol arden las cúpulas doradas de los edificios de la Exposición, y en sus remates hacen las estatuas gestos de gozo desde lo alto. Sin duda, la sangre en las venas se ve en animado movimiento al llegar al Puente de Jena, bajo el cual hormiguea el curso del Sena, y cual golondrinas se deslizan por sus arcos pequeños barcos de vapor repletos de gente. Y cuando yo mismo estoy bajo la Torre Eiffel, entre las piernas de este gigante de hierro, en ese momento no pienso más que en contemplar y asombrarme. Cuando luego me entrego a recorrer las calles y paseos de esa ciudad milagrosa, dentro de un palacio y fuera de un palacio, cuyos hastiales son obras de arte, las puertas esculturas, las paredes pinturas y el interior lo colman tesoros de todo el mundo, me evaporo por completo de mí y no sé creer que yo, que yo estoy caminando por aquí y a cada paso cambio de un continente a otro. O cuando estoy en la galería de máquinas, bajo su techo de cristal que trata de alcanzar el cielo, es como un taller donde se esfuerzan todos los brazos de esta época y forjan todos sus martillos y avivan vapor, gas y electricidad, así me veo aturdido y me embriago con el zumbido que parece nacer bajo la tierra, me recorre y electriza cada uno de mis miembros. En el cuerpo hay una extraña inquietud, como si crepitara una chispa eléctrica de cada punta de los nervios. Cuando luego, al caer la noche, «fuentes luminosas» comienzan a tocar su sinfonía de color y la Torre Eiffel al completo se convierte en una columna de fuego rojo, entonces también a mí me atrapa el júbilo colectivo, y vitoreo yo también junto a ese altar de sacrificio que parece haber sido encendido para desafiar a los dioses y ensalzar el genio humano.

Pero luego no vuelvo a necesitar más que acabar en el rincón más retirado, en uno de los numerosos cafés, solo delante de una mesita. El estrépito del campo de la Exposición penetra tenue aquí, y la luz que de allí mana sólo es un reflejo por encima de las copas de los árboles. Aquí también hay fuegos artificiales, entre las ramas de los árboles crecen farolas redondas, rojas, semejantes a grandes cerezas, y por aquí y por allá se encienden dentro de los bosquecillos luces de bengala que resplandecen, iluminando ora amarillo, ora azul los ramilletes, las fachadas de los pabellones cercanos y la gente que camina por el verde césped. Hay en ello algo rural, algo que recuerda a una fiesta popular. Y en mí comienza a surgir melancolía y agotamiento, y el cambio de ánimo está listo. Me siento hastiado de todo lo que he visto y ahora ya no creo que merezca la pena. Esa torre es una inútil caricatura de las aspiraciones humanas, y todas esas instalaciones son juegos de niños grandes. Esas decenas de miles que luchan por una silla alrededor de sus «fuentes luminosas», son infelices, bufones. Miro su entusiasmo casi desde el mismo punto de vista con el que un pietista reprueba los esparcimientos terrenales. Todo es efímero, dentro de varios meses de esto no quedará más huella que ruinas haciendo muecas. ¿Y para eso se ha puesto el mundo entero en movimiento? El presente es una bobada, y ésta es la mayor de todas. Pero siento, no obstante, que mi crítica sería otra por completo distinta si ella estuviese aquí, si pudiera pasearla por todas partes, si pudiéramos contemplarlo juntos: entonces me deleitaría, me admiraría y estaría entusiasmado.

En una ocasión voy a parar a un restaurante húngaro de la Exposición donde toca una orquesta de violines y se sirve genuino vino de la estepa. La música contiene el fulgor del sol meridional y el vino el sabor de la uva auténtica. Los músicos visten trajes nacionales, son hombres de ojos negros, bigotes intrépidamente enroscados. El director también toca y al tocar está de pie. Su instrumento sube y baja con pasión, el cuerpo se curva por la cintura y las perlas de su traje destellan. Sus ojos resplandecen bajo la luz eléctrica y, chanceándose, lanza miradas ardientes a una o a otra de las mujeres sentadas en derredor, que por todas partes arrojan al escenario ramos de flores. El público les acompaña, se entrega a los mismos sentimientos que los violines interpretan. Aquí y allá asoma una mano por los puños de la camisa, un pie y una cabeza marchan al ritmo de los músicos. Me entusiasmo yo también, me siento ligero y mi ánimo se alegra. Pero de pronto enmudecen los violines y la música cesa. Sólo se oye desde algún lugar al fondo de la sala el tintineo de monedas que un camarero calcula en la mano de alguien. El instrumento del director ha detenido su cadencia frenética, la punta en lo alto y su mano a la altura de la oreja. Y cuando él, despacio, apenas visible, la desliza hacia atrás, el ánimo del violín ha cambiado. Se ha vuelto triste, gime primero y llora después, como un anhelo hace un instante olvidado que de pronto regresa a su mente. El rostro del músico se ha tornado grave, su mirada pasea ahora por encima de las cabezas de la gente siguiendo una línea que tal vez conduce al farol de aquella puerta, pero que a mí me parece errar sobre una vasta llanura, hacia el horizonte del sur, donde se pone el sol del atardecer de su propio país.

 

Resuene la música, resuene hasta amargas,

ágiles aguas;

así, al sonar, desciende dulce,

desciende en apacible ensueño.

 

Allí lo tengo yo también, lejos de aquí, ese horizonte triste de Finlandia, el viento del norte se retira a descansar, las olas lamen el navío, las velas apenas empujan y Anna está sentada en la proa, de espaldas a mí, tarareando levemente.

Terminé aquí ayer. Ahora no deseo explayarme más sobre los cambios siempre idénticos de mis estados de ánimo. Una vez se ha visto una ola, se sabe cómo será la siguiente: o bien contienen el azul oscuro del cielo, o bien el blanco salpicar de la espuma. Tiemblan con pesadez un tiempo, se desvanecen al amainar la brisa y luego se alisan por completo.

Creo, sí, más bien estoy casi convencido de que también el oleaje de mi espíritu se acerca a su fin. He comenzado a trabajar en la biblioteca y ya no dispongo de tanto tiempo como al principio para observarme a mí mismo. Y, por otro lado, comienza el entorno, el cielo de París, por así decirlo, a penetrar más profundamente en mi mente, trayendo consigo nuevas ansias y deseos. Cuando, por ejemplo, camino por la tarde por esos grandes y resplandecientes bulevares donde el mundo entero danza y requiebra despreocupado, alegre y frívolo, me despierta asimismo el deseo de sumarme.

¿Qué me impediría, en realidad, a mí también asir con la mano tal mariposa callejera liviana, resplandeciente que cruje de seda y terciopelo y casi con aspecto inocente agarra del pescuezo los prejuicios del mundo entero? ¡Acaso semejante criatura no habría de hacerme olvidar el pasado, cerrar todas las heridas! ¿Acaso no haría perder el lustre a la marca de agua mostrándose en su lugar? ¿Por qué no me fundo también yo en el maremagno, por qué no entro en esos cafés donde negros bombines y claros trajes femeninos se mezclan unos con otros?

Eso pienso, pero en ese tema soy, al fin, como soy. No me desvío a ningún sitio, sino que retorno siempre por las mismas calles a mi apartamento; satisfecho de haber actuado así.

Al meter la carta en el sobre tuve la sensación de que el discurso sobre la proximidad del fin de mi amor no era exactamente como lo había imaginado. Mientras la pluma recorría el papel, sí que me lo parecía, pero esta idea se cruzó con otra. Creía que se trataba de un estado de ánimo casual que en cualquier instante podía cambiar. Y eso ocurrió tan pronto que al momento ya deseaba que de mi carta se desprendiera lo que había creído en ella ocultar. Tras leer la carta, con certeza dirá el hermano de Anna a su madre: «Es obvio que aún no se ha liberado, sino que aún la ama». ¿Qué pensará Anna? El hermano seguramente se la entregue para que la lea. Y si la lee, ¿qué efecto provocará en ella mi carta?

Mientras reflexionaba, comenzó a renacer en mí de nuevo la esperanza. Hilo a hilo, se entrelazaba una oportunidad con otra y comencé a imaginar que mi carta tal vez pudiera cambiarlo todo. Si lo meditaba bien, en realidad Anna aún desconocía la profundidad de mis sentimientos. Le había sobrevenido todo inesperadamente. Y yo no había podido hablar con ella en serio. Tras mi partida, quizá ella había empezado a cavilar y a pensar en mí con más ternura. Con la vileza propia de un enamorado, tuve también en cuenta el sentimiento de lástima que se despertaba en ella y, además, eso no podía ocultármelo a mí mismo, la influencia de madre y hermano. Ante todo, sin embargo, confiaba en mi carta. Verá lo infinitamente profundo que es mi amor, cuánto sufro y cuán infeliz soy.

Era tan extraño observar la carta allí, en la mesa, ante mí. El sobre era de elegante papel francés. Parecía estar viva, como una mariposa clara de alas de terciopelo que, inmóvil, se ha posado en una hoja. Ni siquiera tiembla, pero si te acercas, emprende el vuelo.

No tengo corazón para meterla en el bolsillo y que se arrugue. La dejo allí hasta que he bebido mi cerveza y fumado otro cigarrillo. Las bolas de billar chasquean en otra habitación. La cajera tintinea su plata detrás del mostrador. En las paredes revestidas de espejos se reflejan alargados horizontes de luces de gas. Al otro lado de las puertas de cristal desfilan constantemente parejas que se apresuran por el bulevar y circulan omnibuses y caballos.

Me marcho. Sostengo con cuidado la carta entre las yemas de los dedos y, cuando la escucho caer en el fondo del buzón, me sobresalto. Entonces comienzo poco a poco a caminar por la acera hacia mi apartamento. Todos los cafés resplandecen en llamas, de las salas de conciertos llegan música y canto. Por las puertas abiertas veo, a través de un humo azul, a mujeres que bailan al fondo de la sala, vestidas únicamente con un delicado velo. Apresuro el paso y mantengo la vista fija al frente para evitar a las mujeres que salen a olisquear a cada paso:

Monsieur! Dites donc, monsieur! Voulez-vous, monsieur?[2]

Las aparto inclemente de mi brazo y giro hacia mi calle. Ahora es tranquila y silenciosa. Las tiendas están cerradas y sólo la castañera trabaja aún en su esquina, ante la crepitante sartén. Y delante de mí camina rasando el suelo con su farol el chiffonnier, recogedor de toda la basura, el trapero, el chacal nocturno de París, que arroja a un cuévano a sus espaldas los vestigios de otros que encuentra en las cunetas.

Llamo, grito mi nombre al vigilante de la puerta y escalo hasta mi pequeño cuarto en la sexta planta. Cierro la ventana y trato de atravesar con la mirada la oscuridad. París entera está delante de mí en la penumbra de la noche. No la veo ahora, pero en el resplandor de los bulevares iluminados con electricidad y en los fuegos que titilan en las callejuelas presiento su gran tamaño. No se oye ni un susurro en las proximidades. Pero allí, más lejos, suena una incesante voz amenazadora, como si se alzara de unos rápidos lejanos cuyo murmullo al caer la noche penetra desde el interior del bosque hasta las aldeas en las colinas. Susurra, a veces restalla, brama y aúlla, como si lo atormentara una incesante agonía. Oigo cada noche los mismos sonidos, pero no sé explicar su origen. Otros sonidos creo, no obstante, reconocerlos. Eso es un tren que chirría al aproximarse a la estación vecina. Aquéllos son gritos humanos. Alguien canta.

Lejos, lejos, hasta la otra mitad de la medianoche me mantengo en vela. Olvido dónde estoy y me imagino en casa, en la casa paterna, en mi viejo cuarto en el ático, sobre una colina elevada donde antaño me sentaba noche tras noche delante de mis libros y me preparaba para mi examen sin albergar prisa. Mi mente estaba repleta de ilusiones y de deseos de futuro. Amaba y me creía amado. Mi ventana tenía extensas vistas como ésta, por encima del paisaje boscoso, y tenía mis propios fuegos vecinos en la cúspide de otras colinas. El edificio se ha recogido, los últimos pasos han callado. Pero el bosque despoblado no ha cesado de moverse. Velaba toda la noche, siempre emitía su mismo susurro apacible y las mismas voces nocturnas.

Me desvisto y retiro a descansar. En el sopor del sueño empieza a parecerme que la negrura bajo la ventana es el bosque y que allí rumorea sólo la espesura inhabitada de mi hogar.

Todo el tiempo entre esos dos momentos parece perdido. Soy el mismo ahora que entonces. Como objeto de mi afán veo los mismos deseos preservados y como posibilidad cierta sueño con el futuro, un hogar y fortuna. Y ya no creo que haya fundamento en mi temor a estar condenado a vivir solo, a pasar a lo largo de mi existencia días infelices.

Ir a la siguiente página

Report Page