Solo

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Capítulo 5

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Capítulo 5

V

Vivo varias semanas en el mismo estado de ánimo sosegado. En mi vida ha aparecido algo nuevo que me mantiene en pie, una especie de esperanza plausible. Cada vez estoy más convencido del efecto de mi carta. Los días, cuando aún no puedo esperar respuesta, son casi felices. Sé que la carta está en camino, que supondrá un giro definitivo de los acontecimientos, la última tentativa, y que luego ya no podré hacer nada. Y en consecuencia me sumerjo en la tranquilidad serena del fatalista.

Mi trabajo, que abordo cumplidor, avanza como un reloj, y paso casi todo el tiempo en la Biblioteca Nacional. El silencio monacal allí reinante, la luz cenital que cae del borde del techo, la calidez siempre uniforme y dulce, esos eruditos de aspecto grave, rostros pensativos, frentes arrugadas a fuerza de pensar y cabellos grises… todo ello insufla en mí paz y calma espiritual y la desesperanza no puede asomarse más allá de su escondite. Suceda lo que suceda, pienso, he de conformarme. Mi vida, supongo, será regular, aunque sin especial alegría, pero tal vez tampoco sin la pena que consume. Y me parece que de las tierras colinosas de mi vida he descendido a sus planicies.

Esta quietud en mí la ha infundido, en realidad, esa esperanza aún del todo inextinguible y la espera. Cuanto más tiempo transcurre desde que envié la carta, más inquieto y nervioso me torno. Cuando han transcurrido dos semanas y no hay vestigio de respuesta, mis días se echan a perder. Con frecuencia descuido ir a la biblioteca y soy incapaz de abandonar mi cuarto antes de que el cartero haya efectuado su ronda a eso de las tres. Y si a veces salgo, puedo de pronto dejarlo todo y regresar a toda prisa en medio del viento, la lluvia y la suciedad a mi apartamento.

A mi regreso, la portera suele estar de pie frente a su cuarto, y para pasar el tiempo observa el movimiento en la calle. Ya de lejos trato de leer su rostro, si tiene algo para mí. Si lo tuviera se retiraría a su portería al verme. Pero tal vez no se acuerde y aun así tal vez lo tenga. La saludo con una voz de lo más amable. Responde igual de amable, se aparta cortés y paso a su lado. Pero no me sigue. Me limpio los pies más tiempo del necesario. Subo dos, tres escalones. No puedo continuar. Tengo que cerciorarme. Sin la certeza no puedo llevar nada a cabo en mi cuarto. El día entero se echará a perder. Tengo que preguntarle.

Rien, monsieur, rien![3]

Cada día, idéntica respuesta, y ese mismo rotacismo que desgarra el corazón en sus erres, que no intuye cuán profundamente duele. Es una mujer mayor bondadosa, siempre amable y siempre cortés. No obstante, a veces sospecho en ella secretas maquinaciones. Quién sabe si no ha ocultado mis cartas a propósito. Tal vez subestima las propinas que de mí recibe y no me entrega las cartas. En cuanto puedo, le coloco cinco francos en la mano.

Pero no hay señal de carta. Siempre la misma respuesta:

Rien, monsieur, rien!

Un día regreso de tomar el desayuno. He cesado de esperar y ya no me molesto en preguntar más. Me dispongo a subir por las escaleras cuando la portera me grita de repente:

Voilà une lettre pour monsieur![4]

¡Es de Anna! Me sobresalto al ver el encabezamiento. ¿Es acaso posible? ¿Qué significará? Y este pensamiento me transporta a toda prisa por las escaleras de caracol, un par de zancadas hasta la sexta planta. Estoy a punto de perder el aliento, y del desvanecimiento no soy capaz de meter la llave en el agujero de la cerradura. Cuando por fin logro abrir el sobre, el gesto desgarra también una parte de la carta, veo que es del hermano. Y tras examinar con más detenimiento el sobre, percibo que la letra es de la madre.

No deseo dar lectura de la carta. Desearía que no hubiese llegado. Temo que habrá de hacerme descarrilar por completo de mi senda serena. Un estado de espera titubeante es preferible a una esperanza fracasada por completo. Ahora que he recibido la carta, podría aplazar su lectura para mañana, por el momento.

¿Cómo habrá llegado al sobre la letra de la madre? La explicación será que el hermano, como es habitual, ha descuidado enviar la carta por la tarde. Se despierta por la mañana, pero no tiene ganas de levantarse y su madre la lleva al correo. Así habrá aparecido su caligrafía, que, de alguna manera, es similar a la de su hija.

Pero he de leerla. Y tal vez no contenga nada sobre la cuestión.

El hermano escribe que desea que no me ofenda, pero le ha mostrado la carta a su madre y a Anna. La madre ha sentido una enorme lástima por mí. Anna, tras leerla, la ha devuelto sin pronunciar palabra y sobre el asunto no han conversado.

Sin duda, desearás saber qué impresión ha causado en ella y con gusto te lo diría si yo mismo supiese algo. Creo, no obstante, que ni has perdido ni has ganado… De todos modos, las mujeres son así y sobre su opinión nunca se sabe nada. Y para referirte todo lo que por aquí ha ocurrido, Anna tiene un admirador. Lógicamente se trata de un bachiller, un joven pipiolo. Se conocieron en la Sociedad Finlandesa, la ha acompañado a casa después del teatro, han ensayado y bailado juntos bailes de disfraces y ha habido serenatas en las noches heladas a la luz de luna. Naturalmente, nos complace. Sus «sentimientos», eso sí, no conozco cuán profundos serán. Puede haber promesa de matrimonio, pero igual de probable es que no la haya.

Tal vez no sepa ponerme del todo en tu lugar, pero, así, entre nosotros, me extraña un poco que te tomes tu amor por ella con tal seriedad y, por así decirlo, con tanta gravedad. Tus sentimientos como tales los comprendo. Se trata de ese generalizado anhelo y pesar que a nuestra edad es tan difícil, prácticamente imposible, de sobrellevar. Nos conduce a buscar ternura y afecto como única posibilidad de vivir. Y cuando con más ímpetu se siente que el tiempo se escurre bajo los pies, con más fervor surge el deseo de lanzarse de un salto hacia una roca sólida. Aunque Anna es sin duda una buena muchacha, tal vez una de las mejores que conozco, no es, sin embargo, la única en el mundo. No creo en absoluto que la perdición te alcance si no la consigues. Dices que este amor de soltero maduro es similar al primer amor, pero la semejanza también se manifiesta en que, en ambos casos, uno se imagina que será el último. Y, con todo, ninguno de los dos lo es. Algún día encontrarás a otra igual de agradable y tal vez más agradable incluso. Los hombres de nuestro nivel de desarrollo siempre tienen que transigir en sus exigencias, y cuando lo hacemos, claro que aún quedan a nuestra disposición mujeres en el mundo.

En lo que a mí respecta, estoy a punto de navegar hacia el puerto de invierno de la felicidad familiar. Figúrate, amigo, que llevo varios días prometido. Su nombre es Helmi, la hija de un comerciante de Oulu, no emancipada, no especialmente erudita, de cabello rubio, constitución fuerte, cuerpo sano, una ostrobotnia práctica, no va a ningún curso de ampliación de estudios, ni alberga la intención de sacarse el título de bachiller, sino que es hábil con los trabajos manuales y ha venido aquí a la escuela de economía doméstica. Mi ojo preciso reparó en su larga trenza en la Sociedad Finlandesa, me dejé presentar y bailé un franseesi. Como sabes, resulto muy interesante con mi fino bigote y mi apariencia un tanto pálida. Aparté del tablero a todos los mozalbetes. Tuvo la ocurrencia de enamorarse enseguida de mí, lo que al poco llegó a mi conocimiento por Anna, de quien ella, de pronto, se ha convertido en una excelente amiga. Canta un poco, la invitamos a nuestra casa, y yo la acompaño. La escolto a casa, etc. En una palabra: los detalles son siempre idénticos, numerosas veces antes vividos, así que sobre ellos en esta ocasión nada más. En lo que a mí respecta, en absoluto se trata de lo que antes entendía por amor. Hubo y se fue con ella. Pero dónde hallaremos nosotros, querido amigo, a esas imponentes y profundas mujeres, con las que fantaseamos porque pueden satisfacernos y comprendernos por completo. Si en algún momento surge la necesidad de compañía espiritual más selecta, de esa llamada simpatía de las almas, pues iré junto a los camaradas, cambiaré (delante de un grog) opiniones con ellos y luego regresaré tranquilamente al hogar, donde todo estará en buen orden y me rodeará la comodidad y la ternura.

Por lo demás, estoy seguro de que ella no tendrá queja alguna. Habré de ser un buen padre para sus hijos, que añoro, y un marido fiel para ella misma. Eso no será, en absoluto, difícil. Yo, al igual que tú, he tocado todas las intrincadas melodías de la vida afectiva y creo que ahora me conformo con esas notas sencillas que el resto de mi vida llenarán «al calor del hogar». Ansío tranquilidad, ininterrumpida y nervina. ¡Oblómov!, dirás tú. En efecto, en cierto modo Oblómov. Yo he avanzado en esa dirección.

¿Y si intentaras tú también avanzar en la misma dirección? ¿Y si mandaras a la porra estas preocupaciones tuyas? No vale la pena caminar toda la vida como un soñador de la luna, y menos en París, debido a una pequeña belleza finlandesa. En tu lugar seguiría la corriente aprovechando que estoy en la orilla. ¡Suelta amarras, baja los rápidos, ya que existen! Si no llevas muy mal el timón, lo que a nuestra edad ya no supone un gran temor, te deslizas poco a poco hacia el remanso de tu vida. Yo ya estoy allí esperando, y de la proa arrastro tu navío hacia el muelle de los casados juiciosos. Si a Anna no le importas, lo que tampoco ha sido dicho, pues peor para ella. Yo trataré al menos de hacer todo lo posible, y de la misma opinión parece ser también mi madre. Tal vez todo se arregle en ese sentido, pero si no sale bien, puedes estar convencido de que con mi futura parienta, quien por cierto te envía sus saludos, buscaremos y te encontraremos a alguna fiel y buena hija de párroco, que no sea sabionda ni «excelente», pero esté dotada de comprensión natural.

La carta me causa una buena impresión. No porque acepte las teorías de mi amigo y su enfoque sobre el matrimonio, sino porque me deja colgando de un hilillo de esperanza, aunque fino. Estoy contento, pues no está todo definitivamente cerrado. Me entrego con renovado entusiasmo a mi trabajo. Vivo una existencia de eremita y el consejo de mi amigo de arrojarme a la vida resuena en mis oídos y pasa por completo de largo. Ahora, si alguna vez deseo serle fiel a mi ideal, pondré en práctica mis principios.

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