Solo

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Capítulo 6

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Capítulo 6

VI

Es Nochebuena. Son alrededor de las cinco. Una gruesa masa nubosa de color gris se ha retirado del Oeste y el Norte y ha dejado a la vista una luminosa franja en expansión de cielo puro, que parece tender a despejarse por completo. El sol vespertino se hace visible y brilla sobre todo París y entra en mi habitación. Su luz es amarilla y fría, y la imagen de los vidrios de la ventana en la pared sobre mi cama es falazmente acogedora. Recuerda a Finlandia, a esas tardes navideñas de invierno allí, cuando desde la ventana de mi cuartillo en el desván observaba el paisaje nevado, donde el disco de un sol con aspecto friolero descendía tras un sombrío abetal.

En mis pensamientos oigo livianos pasos acolchados, al otro lado de la puerta se cuchichea con sigilo, una mano agarra insegura la llave y dentro se abalanza una fila de hermanos y hermanas, de los cuales el más alto apenas alcanza a cerrar la puerta y girar la llave. Han venido a pasar conmigo las primeras horas de la tarde, que a la espera de que descienda la oscuridad y se encienda el árbol de Navidad, se hace tan larga y molesta. Han jugado a todos los juegos, atareados hasta el agotamiento con el escondite y la gallinita ciega, se han arrastrado bajo mesas y camas y, sin embargo, aún han de pasar muchas horas antes de que se abra la puerta del salón grande. No se sabe qué hacer, los juegos quedan a medias, no se tienen ganas de continuar, con las manos en las caderas se suspira de desesperación y no se seca la gota de sudor de la frente y la punta de la nariz.

Pero luego recuerdan que en la habitación del ático está el hermano mayor, único refugio en esa inmensa pena. Él sabe divertir, sabe hacer que pase el tiempo, si lo desea. Él se deja caer de espaldas sobre la cama, le encienden su larga pipa y se encaraman por todos los lados. Por la habitación vagan azules nubes de humo y el hermano cuenta «historias» que se escuchan aguantando la respiración. Nadie se percata de que la imagen de la ventana desaparece, que el crepúsculo desciende sobre los muebles, que ya no se distingue lo que hay sobre la mesa, en el rincón, donde está la nariz de los otros, la boca y los ojos. Únicamente entre las frases resopla la cazoleta de la pipa y por su boca se atisban las ascuas del tabaco. «¡Cuenta más! ¡Cuenta más!… ¿Y luego? ¿Qué pasó luego?».

Ya nadie recuerda la Navidad ni el árbol. No, hasta que, de pronto, desde el piso de abajo llega la voz de la hermana que grita hacia el desván, que suena a hueco: «¡Niños, yuju!… ¡Ya se puede bajaaar!». La cama es un hervidero de cabezas y piernas, de la cazoleta de la pipa vuela al suelo un poso candente de tabaco, una silla vuelca, la puerta queda abierta de par en par y, antes de que yo alcance a cerrarla, ya corretean escaleras abajo y cierran de un portazo la puerta de la planta baja. Entonces, me pongo una camisa limpia en honor a la fiesta, y al poco acudo también.

Qué tiempos aquéllos, tiempos que hace mucho existieron y se fueron. Los padres han muerto, las hermanas y hermanos andan dispersos por el mundo, y quién vivirá ahora en mi antiguo cuarto del ático.

Es una sensación turbiamente sombría la atracción por la soledad, vuelve a ser Navidad, pero no hay nadie con quien pasarla, nada más que esta inmensa ciudad con sus millones de habitantes, de los cuales ni uno sólo me conoce y yo a ni uno sólo de ellos. Me preparo empero con cierto agrado para vagabundear solo esta noche.

Observando por la ventana y recordando unos y otros acontecimientos de mi anterior vida, me visto con lentitud. Me concentro en la camisa limpia, en los cuellos y puños recién abrillantados, arreglo la corbata con esmero y saco del estuche mi sombrero de copa de seda, limpio su pelusa con una brocha de terciopelo. Guantes en la mano y bastón con empuñadura de plata.

El aire es claro y fresco. Bajo de inmediato hacia los Grands Boulevards. Más animado de lo habitual inunda ahora el gentío las calles. Los pasos y movimientos de las mujeres parecen más ágiles que otrora, y la marcha de los hombres es enérgica y vigorosa. Se oye el ruido con claridad, cual torbellinos de un rabión en tiempo sereno, y las fustas de los cocheros restallan alegres, como si juguetearan. Los pequeños coches ligeros y los impetuosos golpes de los cascos de sus caballos forjan el empedrado como mazos en una fábrica, al tiempo que carros de carga inmensamente enormes, tan altos como inmuebles, y con sus caballos delante, grandes cual elefantes, consiguen un retumbar que recuerda al ritmo estruendoso de un gran martillo pilón. Y de todo ello brota una única gran voz, que comienza con el estrépito de las ruedas, acelera con el resonar de los cascos, rebota con el silbido de la locomotora lanzando un grito al cielo, y logra chispas de los restallidos de las fustas y se alza entre dos tabiques en forma de grueso, poderoso bramido. A veces, hay obstáculos, el camino se obstruye y así se desborda esta marea que irradia y grita, retrocede a la fuerza y también las calles adyacentes hierven de vehículos parados, de cabezas de caballos y gorras masculinas negras. Hasta que se resuelve el atasco y se precipita todo hacia delante con acrecentada velocidad, fuerza y ruido.

Pero en los Grands Boulevards, adonde paulatinamente me dirijo serpenteando, ha desaparecido el ruido. Los carruajes han pasado a la superficie de madera y se deslizan mudos: la rueda no emite sonido alguno al girar y sólo se escucha el oscuro sonido de los cascos, como si tuvieran los caballos un calcetín de lana en las patas. Ese silencio contiene, sin embargo, un ímpetu que causa escalofríos. Cada punta de los nervios se afila y cada miembro se tensa en guardia, igual que en una fábrica donde una rueda motriz rota rugiendo furtiva, y resbaladizas correas de caucho giran zumbando de un eje a otro. Ya no hay caballos individuales ni carruajes individuales. A ambos lados de la calle sólo existe una única fila cuyo extremo no se ve.

Aunque en cierto modo todavía hay claridad, las luces ya se han encendido en el interior de las tiendas, almacenes y cafés. Las puertas se abren y cierran sin cesar, y a través de ellas humean voces de personas, ruido y trajín apresurado hacia el aire fresco del exterior. Las ventanas de los orfebres destellan joyas; anillos, pulseras, relojes, broches, candeleros y lámparas se multiplican, reflejándose de espejo en espejo. Los objetos de seda resplandecen bajo las luces eléctricas que se intensifican con ayuda de prismas de cristal. Los grandes bazares están abarrotados de arriba abajo con juguetes. Las librerías rezuman libros y papel cual coladas de lava hacia las aceras. Las camiserías se asemejan a castillos de nieve donde se amontonan blancas camisas, de paño, lino y tafetán.

Están ahora todas repletas de público comprador. Delante de mí camina una madre con sus dos niñitas. Las sigo de escaparate en escaparate, de puerta en puerta y me detengo con ellas a observar. La madre se ve constantemente obligada a comprar algo de lo que con el dedo señalan sus pequeñinas. Cargadas de paquetes, las tres traspasan por fin la puerta que, adivino, es su vivienda y suben por las escaleras, y hasta la calle llega, hasta la puerta donde estoy parado, el eco de la risa alegre de las niñas.

Ya se encienden las bolas eléctricas en medio del bulevar, y al borde de las aceras a ambos lados de la calle arden farolas de gas más oscuras. Pero el último reflejo del día aún vence a sus luces y parecen ojos deslumbrados que todavía no están acostumbrados a ver.

Voy a parar a un café de ventanales decorados con coloridas imágenes, igual que en una iglesia medieval. En la puerta me recibe una exhalación casi hogareña. Una estufa de hierro en mitad de la sala extiende un afectuoso calor en derredor. Un camarero se apresura a recibir mi abrigo y mi bastón. Me señala un agradable lugar en el sofá delante de la ventana y me trae para leer el periódico vespertino más reciente.

Pido absenta, esa bebida de olvido y ensueño que tiene el poder de correr despacio un velo tras otro delante de los ojos. Las bolas eléctricas de la calle ya ganan a la luz del día, exhiben ahora un resplandor más cálido y es como si derramaran una neblina aterciopelada azul a su alrededor. Vagones de ómnibus, grandes caballos blancos, anuncios color rojo encendido ruedan ante las ventanas. Rojo, azul y blanco se entremezclan y esa mezcla está en continuo movimiento. Pero el quiosco de prensa no se mueve, ni tampoco el árbol negro del bulevar, ni el poste de la farola de gas.

No tengo ganas de leer el periódico. ¿Por qué no he venido antes aquí, en mis tardes para soñar, al borde de esta corriente hormigueante… sí, verdaderamente al borde de una corriente… a este fabuloso castillo de cuento…?

Pero más arriba, arqueándose sobre la fila negra de inmuebles, hay un cielo cristalino traslúcido. El resplandor del atardecer no se ha apagado del todo. Es pálido y frío conforme se hunde hacia el horizonte del bulevar, y se torna más claro al descender. Pero para mí no concluye allí, continúa en forma de gran bóveda celeste arqueada hacia el Norte, cada vez más y más allá. Y cuanto más al norte va, a través de los mares y sobre las montañas, más frío se torna y las estrellas se inflaman y titilan. Allí en Finlandia, allí crea ahora un frío crepitante. Muerde la nieve y la vuelve quejicosa y seca, y cruje en los rincones. En Helsinki, los árboles de Esplanadi están blancos de la escarcha, los hilos telefónicos cuelgan gruesos y envueltos en vaho, de las chimeneas se elevan espirales de humo blancas y las campanillas de los cocheros tintinean…

¿Quién es esa que allí camina contoneándose, balanceando una tupida boa que le llega por debajo las rodillas? Las mejillas se arrebolan cuando se detiene un instante delante de la ventana iluminada y sus pestañas están escarchadas. Esa tez fina, fría… si se pudiera rozar con los labios…

¿No podría acaso una vez? Estoy seguro, no me precipito ni me preocupo. Espero mi momento. Un día habré de encontrar mi suerte, yo también.

Esa absenta de olor delicado lo causa… pero las ondas de mi mente, de súbito, han cambiado. Para mí ya no son esta vida ni este París los mismos de antes. En mí se desborda la alegría y le hace bien a mi espíritu. No he sabido apreciarlo antes como es debido. He temido esta ciudad cual monstruo de cien cabezas, y es, en verdad, una belleza afable, de ojos tiernos y tez fina, que se ofrece a tomarte del cuello, está preparada para mimar y arrullar y acariciar con seda.

Otra vez a la calle. Y me parece que aquí en todas partes bulle la pasión, un sentimiento ardiente y la alegría de vivir, como de calientes fuentes subterráneas. El desarrollo del siglo brota a chorros por el aire en todas partes y desciende cual fina lluvia sobre el entorno, refrescando y reanimando cada lugar. Y el colmo de todo, ese ramo de espuma a cada instante veleidoso, está en esa parisina que se cruza por todas partes, armiño liviano, ardilla de movimiento animado. Es linda como una criatura y digna como una reina. ¡Qué melosa dulzura en sus movimientos y conversación! ¡Qué plasticidad en su paso! ¡Cuánto puede saber amar y acariciar y entregarse a quien la ha ganado!

Comienzo a entender la simpatía de los franceses por París. Comprendo su añoranza de la patria en cuanto no ven estos Grands Boulevards coloridos, los ventanales iluminados de los cafés, el paso de los vagones del ómnibus, tan pronto como no sienten bajo sus pies ese asfalto donde resulta sencillo caminar y escuchan los gritos de los vendedores de periódicos. Comprendo muy bien cuánto se puede caminar así, horas enteras, ida y vuelta, e imaginar ser el centro del mundo.

¿No podría acaso yo también fundirme y acostumbrarme a esto el resto de mis días? Es bella Finlandia y su horizonte despierta sentimientos apacibles y puros; pero son tan tibios, tan débiles. En verdad, existe allí la luminosidad de la medianoche, pero en el aire se mueven siempre esas frías, heladas corrientes que exhalan los pantanos permanentemente congelados.

Allí tan profunda es la sombra

de alisos, de abedules;

y los bosquecillos brillan de oro,

y las olas frescas.

La dicha es allí deliciosa,

a su amor ama,

allí nace la fidelidad

y eso añora.

Pero aquí hay incandescencia y animación y vida generosa. Aquí podría pasar por joven también un viejo, rejuvenecer y disfrutar de la vida más tiempo que en otro lugar.

Se mete Anna de nuevo en mi mente y los consejos de su hermano. Y creo, medio me pregunto, qué efecto causaría en mí ahora si la viera aquí, en la calle, al lado de estas otras. ¿Sería posible que no fuera para mí como la he imaginado durante largo tiempo? ¿Quizá más lánguida, más insignificante? ¿Y si lleva el hermano razón?

No pienso más en ello. Camino delante de la gran ópera, giro y desciendo por la Avenue de l’Opéra y paso junto el Théâtre Français. De allí paso bajo las bóvedas del Louvre al vetusto jardín del Palacio Real, en cuyo centro hay una columna de hierro, alta como palo festivo, y de los extremos de dos travesaños cuelgan grandes lámparas eléctricas redondas que derraman una luz quimérica. Cruzo el Sena por un puente y me detengo un instante a seguir esos pequeños barcos de vapor cuyos farolillos de proa rojos se reflejan en el agua cual luces de pesca.

Me he deshecho por completo de mis preocupaciones. Tengo uno de esos raros días de completa calma espiritual en que no pienso más que en la existencia fugaz. A veces me ha ocurrido que al llegar a casa por la tarde de un día semejante ha aparecido sobre mi mesa un cable o una carta esperada. Un mal presentimiento me sobresalta al momento, y cuando, con mano temblorosa, se ha roto el sello, se puede leer algo que durante largo tiempo no se ha recordado, cuya llegada tal vez se ha temido, pero ya olvidado por completo. Y esos momentos pueden ser, sin embargo, los virajes más decisivos de la vida.

Tras cenar en el restaurante Duval, en la margen izquierda del Sena, regreso por el mismo camino y hago una breve visita al café Régence, para ojear allí periódicos finlandeses.

Hallo mi familiar café casi vacío. Los camareros están de pie desocupados y las mesas de billar guardan silencio bajo sus cobertores. Los habituales del café están naturalmente en casa, con sus familias. Y es que cualquiera que tiene un amigo o un conocido se ha unido a su compañía para esta noche. Sólo algún que otro caballero de edad está sentado leyendo el periódico y fumando en pipa. Quizá sean extranjeros, quizá de aquellos para quienes el café constituye el único hogar, igual que para mí.

A poca distancia de mí, al otro extremo de mi misma mesa, hay un hombre más joven. Ya estaba al entrar yo. Ha tomado su café y aparenta esperar. Está inquieto y consulta a menudo su reloj. La hora acordada, al parecer, ya ha pasado. No obstante, tiene aún paciencia y se prepara un cigarrillo. Al cabo de un rato por la puerta acristalada veo a una mujer que cruza apurada la calle por delante de un ómnibus en marcha y corre directamente hacia aquí. Ahora repara en ella también el caballero, se alegra y tintinea al camarero para pagar. La mujer se desliza en el café y se dirige hacia él. Discuten un poco, se explican, se comprenden y salen cogidos de la mano.

¡Imagínate si también tú tuvieras a alguien a quien esperar así! ¡Piensa que fuera ella, que a ella precisamente estuvieras ahora esperando! Sin mirar a los lados, ella caminaría con pasos rápidos por el bulevar, giraría junto a la ópera. Ahora ya estaría a ese lado de la plazuela abierta, la Place du Théâtre Français. Espera que pasen los carruajes para cruzar. No la veo, está detrás de aquella fuente…

—Buenas noches, ¿también tú estás aquí sentado solo?

Quien posa su mano sobre mi hombro es un finlandés conocido que ocasionalmente me encuentro aquí.

—¡Vaya, mira por dónde! Bueno, ¿qué tal estás?

Su compañía no me agrada mucho, y tampoco tiene ninguna novedad que contarme. No sabe más de lo que los periódicos cuentan, que en casa se viven tiempos amenazadores y que se habla de arrebatarnos nuestros sellos de correos y nuestra moneda propios. Por supuesto, es triste y ambos sacudimos la cabeza y suspiramos. Sus relatos me recuerdan que allí hay finófilos y suecófilos, que en estos instantes luchan por los cargos públicos. Él es finófilo y los suecófilos intrigan en su contra.

No tenemos mucho más en común, desaparecemos el uno para el otro, encorvados detrás de nuestros periódicos.

—¡Mira, vaya por dónde! —dice de pronto—. Y allí en casa sólo se prometen.

—¿Quién se ha prometido? —pregunto sin interrumpir la lectura.

Me extiende el periódico, en su primera página leo en grandes letras el anuncio:

 

ANUNCIO DE COMPROMISO:

ANNA HJELM

TOIVO RAUTIO

 

—Oh, vaya —escucho decir a mi voz.

—Tú eras conocido de la familia Hjelm, ¿quién es ese tal Toivo Rautio? ¿Es de los Rautio de Ostrobotnia?

—A él no lo conozco.

—Pues ha caído rápido la muchacha. No la conocía más que de vista. Era una joven bien bonita. La veía en el teatro y a veces suscitaba interés en Esplanadi, en compañía de su hermano.

Garçon!

—Pero ¿ya te vas?

—Tengo que ver a un conocido.

Veo una larga fila de farolas que se funden en una calle en la lejanía. Oigo el retumbar de las ruedas de los coches y el repicar de los cascos de los caballos. Delante de una tienda se derrumba una reja de hierro. El hastial de un edificio lo recorren en grandes letras de latón las palabras: HÔTEL DU LOUVRE. A la izquierda un gran edificio, un bloque oscuro como boca de lobo, negro, lúgubre. Una esfera de reloj iluminada en lo alto de una columna. Sus manijas son una sola.

Ahora están sentados allí en el cuarto de Anna, en su pequeño diván. En la habitación no hay velas. La única luz es la que del salón penetra por la puerta entreabierta. Si ella saliera, su flequillo estaría en desorden y las mejillas encendidas.

Camino y camino, sin pensar adonde voy…

En medio de un lugar espacioso, al borde de un aljibe, hay un grupo de limosos, verdosos duendecillos de agua. Cabeza humana y cola de pez. Centellean humedad y a la luz de la candela parecen burlarse y mofarse.

¡Adonde demonios! Allí está el puente del Sena y el frontón de la Asamblea Nacional. ¡Pero si ésta es la Place de la Concorde!… ¡Y yo vivo en Montmartre!

—¡Eeeh!

La rueda de un carruaje que viene por detrás me roza la manga. Apenas alcanzo a retirarme. El cochero me gruñe algo encolerizado.

¡Si tú no, pues yo tampoco!

Y la amenaza pronunciada la noche de mi partida comienza a crecer en mí y sigue aumentando conforme me aproximo a Montmartre. Rápido cruzo las plazas y camino a lo largo de muros de sombras negras. ¡Gracias a Dios que finalmente todo se ha aclarado! ¡Bien que por fin se quebró el último hilo! ¡Bueno, ahora ya no opondrán resistencia las viejas raíces! ¡Hunde el tronco en nuevas tierras! ¡Golpea así, que el entorno explote, y desconcha la vieja corteza!

¡Qué necios son! Pongamos el anuncio en el periódico. ¡Y cuántas veces nos burlamos juntos de esos anuncios de compromiso! Sólo faltaba que el compromiso del hermano estuviera al ladito, en letras igual de gruesas. ¡Tal vez estaba y todo! ¡Qué conmovedor, el hermano y la hermana!… ¡Y la boda el mismo día, naturalmente!

¡A mí no se considera necesario anunciarme nada! ¡Para qué molestarse! «¡Si se puede leer en los periódicos!». Como es natural, estamos encantados con el prometido y yerno.

He recorrido la rue Blanche, que serpentea entre edificios de aspecto frío. De pronto se abre ante mí en lo alto de la pendiente de Montmartre el Moulin Rouge, cuya existencia he olvidado. Brilla más rojo que nunca antes. Sus aspas rojas, provistas de pequeñas luces eléctricas, graznan a ritmo pausado, invitando con gestos a acercarse ya desde lejos. Las luces rojas titilan en las ventanas y la puerta de abajo, entre las patas del molino, es también roja.

Desde todas las direcciones se apresura gente hacia allí. Caminantes solos y grupos se apuran desde el bulevar y desde las bocas de las calles adyacentes hacia el molino. Los carruajes se detienen delante, uno tras otro, apartándose rápido para dejar paso a los demás. Cual incesante sima, atrae y engulle el molino a la gente en sus entrañas. Van habituados, seguros y contentos, riendo mujeres y hombres, igual que en la imagen en el muro de una iglesia donde la humanidad jubilosa baila en un ancho sendero hacia una gran puerta directa al infierno.

¡Allí también yo, justo allí… para Nochebuena! ¡Loco de mí, que no lo he hecho ya antes! Necio, casi severo, he pasado de largo por este lugar de alegría. Y he trepado como un pobre pietista austero de encorvada espalda las angostas escaleras de caracol de mi apartamento, hasta la sexta planta, a mi reino de los cielos. ¿Para qué? ¿Y con qué propósito?

Me detengo a la entrada, observo a los transeúntes. De un carruaje asoman la cabeza y la rodilla de una mujer, y un pequeño pie roza la acera. La seda de su capa murmura y sobre la coronilla se pavonea un diminuto sombrero de terciopelo, en la curva del pelo.

Oh! Oh! Comme c’est chic! —exclama un grupo de pie más allá.

Dudo si entrar con ellos. ¿Y allí, en realidad, qué? Pero un policía me insta a que me marche o entre. Cuando la puerta se abre, se oyen fragmentos del ritmo del baile y eso me arrastra consigo de un tirón, casi en contra de mi voluntad.

Estoy en lo alto de la escalinata que desciende, amplia, al salón de baile. Mi mente recuerda los cuentos largo tiempo olvidados de Las mil y una noches, festines clandestinos, castillos dorados y palacios de cristal en el interior de montañas hacia los que no existen senderos pero a los que Sésamo abre la puerta.

El techo decorado con pinturas atrevidas se eleva sobre mi cabeza. Banderas y banderines cuelgan en abundancia, oscilando levemente. Veo cavernas, bosques verdeantes, y a primera vista no reparo en que las paredes están cubiertas en parte de espejos en parte de pinturas. No sé qué es real y qué reflejo. Veo columnas altas e incontables luces eléctricas.

El gentío que se apiña sobre la pista parece llenar una espaciosa área que alcanza hasta donde se pierde la vista. Cada vez son más y más pequeños. Se mueven y fluyen con la melodía, meciéndose por allí y meciéndose por acá en las corrientes del vals. Las altas torres de los sombreros de copa resplandecen y centellean, y por todas partes el ojo se entretiene con cuellos blancos, corbatas, hombros desnudos y un cuello femenino pavoneante que un instante se demora en un punto, da una vuelta y al poco desaparece de nuevo en la multitud. La música es triste y, de pronto, la melancolía me retuerce el corazón. Es como si me debilitara, me agoto, las piernas me tiemblan. Casi podría llorar. Pero en el murmullo general destacan gritos estridentes de alegría y se eleva una risa tintineante. Las parejas giran apretadas, uno contra otro, hombres y mujeres, pecho con pecho, casi como un único ser. Las gorras caídas en el cogote, los talones se elevan en el aire, faldas blancas revolotean bajo las negras, una patada que sube a la altura de la cabeza descubre un zapatito de seda y una media roja por encima de la rodilla…

El ambiente es cálido y fogoso. Su efluvio flota en densas olas… y contiene sudor aderezado con perfume… como un humo que asciende del horno de las pasiones humanas ardientes.

Desciendo y me sumo al grupo. Veo ojos chispeantes y siento la seda crujiente, brazos tiernos y hombros redondos me rozan al pasar.

Vago de un extremo del salón a otro, aguardo de pie entre los grupos de quienes bailan y trato de estirar el cuello a uno y otro lado para ojear los ágiles movimientos de brazos y piernas, torsos y cuellos.

Y por primera vez en mi vida me entra el deseo de entregarme a la vida por completo, a disfrutar plenamente de lo que el mundo puede ofrecer. Quiero abandonarme, deslizarme por la superficie inclinada, pulida, embelesarme y embriagarme. Y no temo despertar, como antes. ¡Que me tome la vida, que me exprima París hasta morir mientras primero me acaricie y sostenga en sus brazos! ¡Al fin y al cabo, cuento con recursos, puedo organizar mi propia boda, pagar los gastos de mi luna de miel! Que me lleve la corriente, me balancee en los rápidos, yo agito mi gorra en señal de adiós a amigos inexistentes, a la patria, a sus costas tranquilas, bosquecillos de alisos, abedules, álamos temblorosos y oscuras junglas. ¡Y no quiero oír el estruendo de los rápidos, ni saber de la amenazadora muerte!

¡No siento ganas de lamentarme toda la vida! ¡Tengo derecho a mi propia vida! Quiero disfrutarla, antes de que mi sangre se hiele por completo y yo me anquilose ante el frío de mi vejez, que se acerca. Esta noche deseo besar y abrazar yo también, y compensar las penurias de años pasados.

Penetra en mis venas poco a poco este aire. Respiro ávido su voluptuosidad. Cobro valor y seguridad en los ojos, comienzo a tantear y examinar, comienzo a elegir en el grupo cuerpos, a buscar rostros que me agraden. Cobro la seguridad de experto de años pasados y los deseos largo tiempo desaprovechados se despiertan de nuevo. No me propongo interesarme por la primera que llegue. Rechazo a una, dudo con otra, tengo ganas de una tercera durante un momento, pero la abandono a ella también. Aquélla va demasiado pintada, ésa posee una palidez que despierta recelo, la zona de la boca de aquélla es muy obscena y aquellos ojos no lo bastante sabrosos. Para mí he de encontrar la más fina de las fragancias, lo mejor que haya aquí. Delante de mí ha pasado varias veces una mujer con aspecto serio. Su cuerpo es impecable y generoso, rasgos limpios y elegantes, casi noble. Al mismo tiempo, su apariencia es benévola y amable. No lleva el rostro empolvado y sus labios son frescos. El traje es sencillo y oscuro, y en el lazo del manguito aterciopelado hay enganchada una inocente violeta azul.

Ella no participa del baile, y no parece tener compañía. Pasa una vez delante de mí y parece rozarme por descuido con el codo. Desaparece entre la multitud y me giro de nuevo a observar a los danzantes. Pero cuando cesa la música y el círculo se disgrega, aparece de nuevo detrás de mí, y cuando paso de largo a su lado me mira directamente y yo miro sus grandes ojos; en mi opinión, los más bonitos que jamás he visto.

Se va, pero ahora soy yo quien la sigue. Tal vez no es una de las habituales, tal vez está aquí por casualidad. Y me imagino una aventura con una parisina más elegante de lo habitual, sobre las que a menudo he leído en las novelas.

No la aparto de mis ojos y, cuando se detiene, me quedo de pie tras ella.

De manera natural, sin más preámbulos, se gira hacia mí y pregunta:

—¿Usted no baila?

—Desgraciadamente no.

—Yo tampoco. ¿Tendría usted la amabilidad de ofrecerme algo de beber?

Me toma del brazo y nos acomodamos en una pequeña mesa redonda, junto a la pared del salón. Le pregunto qué desearía beber.

Tiene sed y dice que no desea más que cerveza.

Cuando el camarero se marcha a buscarla, se produce un silencio. Saco mi pitillera y le ofrezco. Toma uno, pero rechaza el fuego. Lo oculta en su pecho y dice que prefiere fumar en casa.

—¿Usted, naturalmente, vendrá a mi casa esta noche?

Cuando se lo prometo, aprieta su rodilla contra la mía bajo la mesa y bebe a mi salud.

—¡Ah, qué sed tengo! —Y vacía la mitad de un trago.

—Es usted muy gentil, me gusta —dice—. Se quedará toda la noche a mi lado, ¿verdad?

—Toda la noche.

Apura el vaso y nos vamos. Comienza a sonar de nuevo ese vals triste, quejumbroso. Al subir por las amplias escaleras miro el grupo negro, de nuevo en ondeante movimiento. Veo al otro lado de la sala el escenario de los músicos, los gestos de los violinistas y la cadencia de la mano del director.

¿Por qué, de pronto, vuelvo a sentir ganas de llorar? ¿Por qué todo parece tan triste que se derrite el corazón? ¿Por qué siento deseos de alejarme de aquí?

Pero ella se enrosca fuertemente en mí, y no suelta mi brazo ni para tomar su paraguas del guardarropía.

Mientras, fuera ha comenzado a llover. En la puerta abre su paraguas, me deja que lo sostenga y, tras recogerse la falda con la mano derecha, con la izquierda se agarra de mi brazo.

La lluvia es fina y chispeante. No ha formado un lodazal pero una fina suciedad se extiende por todas partes y nos hace resbalar a cada paso. Las farolas y las lamparillas de los vagones en movimiento se reflejan en la húmeda calle como en un cauce sereno. Los cascos de los caballos chapotean al igual que por el hielo rugoso y aguado.

Avanzamos en zigzag bajo el mismo paraguas. Ella guía todo el rato y tira de mí. Pregunto si vive lejos pero me asegura:

—¡Muy cerca, muy cerca!

En una esquina de la calle desea que la bese.

—¡Bésame, amigo mío!

Sale un poco torpe, pero en sus mejillas asoma una dulzura extraña, la tez es fina contra mis labios y la beso otra vez sin que me lo pida.

Y como la llama de gas, de pronto, arroja su luz bajo el ala de su sombrero e inciden las sombras, cuando levanta sus ojos hacia mí, creo entrever los rasgos de Anna. La misma mejilla, el mismo mechón junto a la oreja.

Me habla sin parar mientras caminamos, canturrea, me arrastra hacia sí. Pero no camino ya con ella, camino con otra. Con ésta me detengo delante de una puerta y su mano enguantada tira del botón de latón de la campanilla. Tenemos allí arriba, en la sexta planta, un pequeño hogar, dos estancias y cocina, pesadas cortinas en puertas y ventanas, está la alcoba y mi mesa de trabajo y su mecedora al lado. Y mientras espero a que se abra la puerta de entrada, en un abrir y cerrar de ojos, iluminado por la luz de un fortuito relámpago, recorro todos mis deseos más hermosos, todos mis sueños y fantasías, como se dice que un moribundo hace antes de que el espíritu escape de él.

La apertura de la puerta me despierta. Ella se desliza en el corredor y recoge una vela de la portería, sube delante de mí las escaleras, arrastrando la falda, y yo sacudo la humedad del paraguas.

Su cuarto parece decorado con elegancia. Un cómodo, ancho sofá; grandes, suaves butacas; pesados, sólidos cortinones delante de las ventanas y de la alcoba. Una iluminación, en cierto modo, acogedora, a través de la pantalla de la lámpara.

Me he despojado de mi abrigo y me he estirado en una butaca.

Está atareada como una anfitriona en su casa, enciende la chimenea, allí trajina de rodillas, ordena la mesa, prepara la cama y, siempre que pasa a mi lado, me prodiga una caricia. Ha cambiado el vestido con corpiño sumamente estrecho por un holgado peinador y ha arreglado delante del espejo su enmarañado pelo, atándoselo por el centro con una cinta roja. Ahora creo distinguir también en su cuerpo y en la postura de la cabeza algo familiar y similar.

La invito a mi lado, me echa los brazos al cuello, se acomoda sobre mis rodillas, me besa en la frente y sostiene mi cabeza entre sus manos, como si supiera qué añoro y qué pienso. Me admira cómo acierta a ser tal y como deseo.

—Bueno, pero ¿por qué estás tan triste? —pregunta.

No es ninguna tonta. ¡Qué experiencias tendrá! ¡Cuánto sabrá de la vida y la gente! ¡Cómo habrá aprendido a despreciarlos mientras vive a veces con uno, a veces con otro! Se habrá enamorado impetuosa y desgraciadamente ella también, quizá la han traicionado y a su vez habrá pisoteado a otros. ¿Y dónde concluirán sus días?

—¿Por qué me miras de una manera tan extraña? Dime, ¿por qué?

—Es que eres tan bonita…

Pretende tener frío, quiere que nos acostemos. El peinador cae sobre la alfombra, ella se desliza en la cama y me invita a que vaya enseguida.

—¡Pronto, pronto, date prisa!

Y deja que sus hombros tiemblen de inquietud bajo la manta.

En ella no hay crudeza ni obscenidad. Es tierna y buena y amable y desea seguir reteniéndome a su lado. Asegura que se sintió atraída por mí al instante. No puede ser que me vaya enseguida y la abandone. Toda la noche, hasta la madrugada quiere dormir a mi lado. Y nos envuelve en la manta y busca un refugio sobre mi pecho. Tengo que venir a menudo, ella está en casa cada día. Puedo venir cada día y en cualquier momento. Mañana mismo a tomar el desayuno ¿verdad?

No me repugna, cosa extraña.

La observo allí donde descansa, la cabeza sobre mi brazo izquierdo. Y vuelve a parecerse a Anna. Tal vez ha empezado a pensarlo porque busco en ella semejanzas, pues deliberadamente quiero engañarme a mí mismo y convencerme. Y al hacerlo siento un cierto deseo de venganza, con mano despiadada trato de obligar a ésta a reemplazar a la otra. Escuece, pero me deleito.

Así me la había imaginado a ella a mi lado, así había deseado vagar con mis dedos por su pelo, así acodado, y observando así de cerca su rostro, sus más pequeños rasgos, frente, cejas, punta de la nariz, boca y cuello. Y así, acaso, habría centellado la luz de la lámpara en sus también negras y húmedas pupilas.

De nuevo pregunta por qué la miro de un modo tan extraño y digo que se parece a una mujer a la que hace largo tiempo amé.

—¿Era bonita?

—No tan bonita como tú.

—¿La amabas?

—Sí, un poco, pero ya pasó.

—¿Te amaba a ti?

Y sin ningún motivo me invento una historia, que me fue infiel y que la descubrí en brazos de otro.

—¿Os batisteis en duelo?

Habíamos esgrimido espadas, yo lo había herido en la mano.

—¡Te vengaste! Por mí también se han batido en duelo —dice distraídamente, y pregunta si aún la amo, a esa otra.

—No, ahora te amo a ti.

—Sí, por un instante sólo.

—Creo que podría amarte largo tiempo incluso, si estuvieras en Finlandia.

Me pide que la lleve a Finlandia, está harta de esta vida, no le fascinan los cafés ni los bailes. Desearía marcharse, marcharse lejos de París.

—¿Entonces por qué vives así?

—Tengo que hacerlo.

Y ambos nos entregamos por un instante a esa ilusión de que viajamos juntos a mi país. Ambos sabemos bien que nada de eso ocurrirá, pero los dos simulamos creerlo y nos entusiasmamos al menos de imaginarlo posible. A ella nada la ata aquí, no tiene ningún amigo de verdad. Y navegamos cruzando el mar, por el día caminamos por la cubierta, nos sentamos donde más caliente brilla el sol, y por las noches dormimos así en el mismo camarote, en el más elegante que hay en el barco. Somos como recién casados.

—¡Así, así, jugamos a los recién casados!

Y cuando llegamos a Helsinki, digo que es mi esposa y cuando caminamos por los bulevares…

—¿Hay bulevares también en tu país?

—Sí, allí también hay bulevares…

Y todos se giran a mirarla, preguntan quién es esa mujer, tan hermosa y vestida con tal elegancia, tan chic.

—¿Crees que despertaría atención allí?

—Sí, mucha.

—Llévame allí, querido, mi tesoro… Partamos mañana de inmediato… ¡mañana mismo!

En verano vamos al campo, ¡tenemos allí una villa!

—Sí, sí, una casita… como en la campiña…

Y pescamos y remamos y navegamos.

Ella ha remado en el Sena, tiene un traje para pasear en barca, se lo llevará consigo.

Y así la colocaré en todas partes, en la misma posición que antes, en mis pensamientos, en mis excursiones solitarias y silenciosos momentos nocturnos en mi cuarto en la azotea había colocado a Anna, en los que ella ha enraizado y de donde ahora la arranco, tratando de desgarrar los tejidos sensibles de mis estados de ánimo más delicados. Y me siento satisfecho por ello, disfruto de poder hacerlo. Y al pensar en mi amor por Anna y en la manera en la que ahora trato mis sentimientos, comienzo a desdeñar su debilidad y me digo a media voz: «¡Bah, así que era eso! ¡Y en verdad no ha merecido la pena!».

Pero luego comienzo a fatigarme y desearía dormir, alejarme de todo esto. Apago de un soplo la vela, pero siento que aún no puedo dormir. Comienzo a ponerme nervioso, su cabeza me oprime el brazo como un pesado tronco y su respiración atraviesa la ropa y me quema el costado. Desearía que se marchara al otro lado de la cama y respirara hacia la pared.

Mientras pienso cómo sugerírselo sin ofenderla, ella misma lo sugiere. Cuando sospecho que lo hace sintiendo el mismo hartazgo hacia mí que yo hacia ella, empieza a molestarme todo esto, y cuando recuerdo lo que acabo de hablar, una sensación de irresistible repugnancia me causa escalofríos y me alejo de ella tanto como permite la cama.

Comienza pronto a respirar a la manera del durmiente, y yo también trato de que mis ojos concilien el sueño. Pero el entorno desconocido, la actividad nocturna en la calle y el traqueteo de carruajes me lo impiden. Oigo voces y pasos en la escalera, charla de hombres y mujeres en la habitación de al lado y risa contenida. Pero lo que más me perturba de todo es su presencia. Temo que se despierte y me acaricie y simulo dormir cuando la oigo moverse.

Por fin me sumo en un semiletargo. Pero apenas ha comenzado cuando empieza a atosigarme una terrible pesadilla. Sueño que la vigilo a ella, a ella que duerme a mi espalda. Creo que está en vela y aguarda a que cierre los ojos. Acecha la oportunidad para acercarse sigilosamente a la silla donde está mi ropa y todo mi dinero. Mas esa a quien vigilo no es ella, es Anna, una mezcla de ambas. Espera la oportunidad para robarme el dinero.

Trato de obligarme a mantenerme despierto, pero no tengo fuerzas y caigo rendido. Me sobresalto porque entretanto se haya levantado. Me despierto gritando de manera extraña, me he sentado de un brinco.

—¿Qué te pasa? ¡Déjame dormir! ¡Quiero dormir!

No me atrevo ya a dormir, no quiero de ninguna de las maneras que se repita tal sueño. Y paso largos instantes allí en vela, escuchando el reloj que martillea sobre la chimenea de mármol y da las horas y las medias. Toda la miseria de esta vida, toda la desgracia de mi destino me oprime y hostiga. Y no se trata sólo de mi infortunio sino del infortunio de la humanidad entera, que en este momento parece desear estallar a través de mí en un alarido de lamento por eso roto y retorcido por lo que ahora sufro. ¡Cuán sucio, inmundo y falaz es esto! ¡Y yo que por un instante había esperado que me brindara olvido y consuelo!

Y constantemente veo a Anna delante de mí. La veo ahora, esta noche, en su casa, durmiendo en su cama el sueño tranquilo de su inocencia, en su habitación decorada virginalmente, donde brilla una limpia luna pálida, en la ventana resplandecen imágenes de escarcha y fuera hay un paisaje nevado de noche de luna. Nunca, nunca, ¡está para siempre acabado, para siempre perdido!

Pero al poco mi compañera comienza a quejarse en sueños. Llora, gime y lanza quejidos, ella, en las garras de una pesadilla también. Quién sabe lo que ve, lo que sufre y si son sus sueños tal vez aún más terribles que los míos. Y siento una infinita lástima por ella, e imaginando el infortunio común la despierto y la tomo en mis brazos con ardor y la ternura de la desesperanza. Medio dormida me aprieta contra sí:

—Te quiero… te quiero… tuve una pesadilla… ¡bésame!… ¡bésame!…

De dormir está cálida y ardiente y se aferra medio enloquecida de ternura a mis mejillas. Y yo olvido de nuevo mi pasado, no deseo recordarlo, tengo que librarme de él.

La vela arde muda y brilla uniforme. He bebido un vaso de cerveza y encendido un cigarro. Tumbado y fantaseando despierto, en un estado anímico extrañamente lúcido y transparente, el cuerpo y el alma en efímero balance armónico entre relajación y agotamiento, pienso casi con asombro en mi afecto hacia Anna y en todos esos ahora infantiles estados anímicos que a causa de ella he vivido últimamente. De pronto, no me parece ser más que aquella muchacha pequeña de mi época de bachiller que encontraba de camino al colegio y que no era para mí más que un pajarillo familiar que sólo distinguía de los demás porque con frecuencia se cruzaba volando en el camino. Me pregunto a mí mismo qué ha sido, en realidad, ese tormento al que por su causa me he entregado. ¿De verdad he podido ser tan inmaduro, tan atrasado? Imaginar, de pronto, un amor primoroso, ideal, familia, hogar y felicidad conyugal, en la que hace años que ya no creo. ¿De dónde ha surgido, de repente, esta recaída en las viejas enfermedades? El mundo es realista y crudo, hay que aferrarse a él brutalmente igual que una ortiga que quema la mano que la acaricia con suavidad.

Empieza a clarear. Hace ya tiempo que se ha quedado dormida y esta vez en calma. El fuego de la vela amarillea y palidece, y la luz del día penetra a través de las cortinas. Anoche parecían de sólida seda y terciopelo, ahora están, por varios puntos, hechas jirones y raídas y la urdimbre brilla entre ellas. Me levanto y las aparto de la ventana. La funda del sofá está deslucida, las alfombras y manteles resultan viejos y gastados. Con la fuerza implacable de su realidad, el sol da de lleno en la cama. Reposa ella allí de espaldas, blanda, y la cabeza sobresale lacia de la almohada. Resiste tan poco la luz sin cortina como su habitación. Los rizos artificiales caen planos sobre la frente y despuntan como cardos. La frente está surcada de pequeñas arrugas, bajo los ojos tiene ojeras, la comisura de los labios muestra un gesto flácido.

Y yo mismo no tengo mejor aspecto en ese espejo. El rostro cansado, los ojos abatidos, el pelo revuelto, la barba incipiente, el pecho de la camisa arrugado.

Comienzo a vestirme sin lavarme. No deseo utilizar sus palanganas y toallas. Las perneras están aún húmedas de ayer y los zapatos embarrados. La pelusa del sombrero de copa está hirsuta por numerosas partes y el cuello sucio.

Cuando me escucha caminar, se despierta de golpe.

—¿Te vas ya? —pregunta.

Parece inquietarle algo, sigue, la cabeza sobre el codo, cada uno de mis movimientos mientras me visto. Cuando me he puesto ya el abrigo y cepillo el sombrero, no puede resistir la tentación de preguntar:

—¿No te irás sin darme un regalito?

Cuando oye la moneda de oro tintinear sobre la chimenea, se levanta, busca sus pantuflas, se envuelve en el peinador y me acompaña hasta la salida. Se ofrece a besarme en la puerta, pero se lo impido y tampoco a ella le importa. Ambos estamos saciados del otro.

Al bajar las escaleras, donde ahora sacuden alfombras, observo delante de cada puerta dos pares de zapatos, los más grandes de hombre y los más pequeños de mujer, cubiertos ambos de barro, colocados allí para que los lustren.

Fuera, la mañana de Navidad es clara y fría. De una iglesia cercana llega el tañido de campanas.

—¡Feliz Navidad! —me desea mi portera, la encuentro en las escaleras de mi casa.

Por la ventana de mi cuarto se ve el París matinal al completo, y los tejados y las cúpulas de las iglesias resplandecen.

Mecánicamente me apresuro a lavarme, a ponerme algo limpio y a acostarme de nuevo.

Y allí tumbado y con la vista clavada en el techo, persiste en mí la misma sensación de lucidez glacial. Hay una deliciosa lasitud en mi cuerpo y estiro con placer mis miembros, que parecen flexibles y agradablemente blandos. La sangre circula con tal tranquilidad y calma en mis venas que parecen despejadas y limpias de algún cieno. «¡Uf!», digo pensando de nuevo en Anna. «¡Así que esto ha sido todo! ¡Oh, las raíces al final no eran profundas!». Lo digo en alto, quiero escuchar cómo suena. Y en mi voz en verdad no hay objeción alguna.

¡Date por contento! ¡Así es la vida! ¡Acéptala tal y como se te entrega!

Y descansando allí, de espaldas, entre sábanas limpias, frescas, dibujo fría, sosegadamente y con irónico desdén una imagen ordinaria de mi futuro. Es una figura incolora y de líneas secas, como trazada con regla, semejante a mi actual estado de ánimo.

Es el apartamento de un soltero maduro donde hay una gran mesa con sus papeles, ordenados, y una estantería con sus libros. Un sofá de cuero y, en una de sus esquinas, un gastado cojín para la siesta del soltero. Cama de hierro. En la habitación, humo de tabaco. Ropa bien cepillada los días de escuela. En casa una bata que se arrastra por el suelo y pantuflas. Una vieja ama de llaves ocupándose de la economía. La mayoría de las noches en el restaurante, donde conversa seriamente sobre los asuntos del día y se inclina hacia el conservadurismo. Es lo más seguro. A cierta hora vuelve a casa. Lee de algún libro antes de acostarse. En la pared junto a la cama hay una amarillenta corona de laurel, recuerdo de su ceremonia del título de maestro. Pero en el interior falta la imagen. En verano vive en una isla marina solitaria y pesca.

Eso es todo, nada más. Y más allá no despierta una sola fantasía ni esperanzas fundadas en ella. El cielo de mi vida parece aclararse y enfriarse. Yo mismo me hielo y me encojo. El vacío perfecto me rodea, las campanas del alma de la soledad desierta resuenan en mis oídos. Y me creo listo para recibir lo inexistente que la vida me ofrece. Y me giro hacia la pared, para dormir.

Pero entonces creo sentir en mis sábanas el aroma a cama de esta mañana, su pelo, su habitación. Quiere acercarse a mí, trata de acariciarme, besarme y abrazarme.

Y de un barrido queda demolido mi anterior ánimo y su manera de enfocar las cosas. Un asco que repugna al corazón me voltea el ánimo y me sacude de la cabeza a los pies.

La vuelvo a amar, a Anna, la sigo amando con mayor locura, más desesperación que nunca jamás. Desde lo más profundo de mi ser la llamo justo ahora, justo en este instante, que acuda a mi lado, le grito que entre por esa puerta, se arroje a mi pecho, me purifique a besos, me renueve con sus caricias. Le contaría todo esto igual que un sueño malo, pérfido. Me perdonaría y yo comenzaría mi vida de nuevo.

Pero ella no viene. Los pasos en la escalera no son suyos. Es alguien similar a mí, se detiene junto a la puerta y se oye girar la llave en el cerrojo.

¿Por qué no me concede paz ni en mi tumba? ¿Por qué no puedo liberarme de ella, olvidarla, apartarla, igual que otras muchas esperanzas frustradas? ¿Por qué no puedo desprenderme de ella en el placer y en el egoísmo de mi soledad? ¿Por qué no puedo helarme en mi indiferencia?

Pero es vano preguntar. Sé que ni debo ni puedo. Tal vez se desvanezca de mi mente por un breve instante, tal vez por las tardes y noches. Estos instantes matinales desesperadamente reales, inmutables, habrán de ser siempre los mismos. Regresarán estos mismos sentimientos, este mismo anhelo desdichado, este pesar agotador, lacerante. Viva donde viva, busque consuelo y olvido donde los busque, siempre la echaré de menos a mi lado, donde ella no está. Probé a extinguir su imagen, a ocultar su rostro… siempre habrá de verse a través del sello de agua, un perfil puro y un ondulado mechón junto a la oreja.

París, septiembre de 1889 - Iisalmi, agosto de 1890

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