Solaris

Solaris


Éxito

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ÉXITO

Las siguientes tres semanas parecieron ser el mismo día que se repetía una y otra vez, siempre igual: las contraventanas bajaban y subían, de noche salía de una pesadilla para, arrastrándome, entrar en otra y allí empezaba el juego. ¿Pero se trataba de un juego? Fingía estar tranquilo, y Harey también; aquel tácito acuerdo, la conciencia del engaño mutuo era nuestra última escapatoria. Hablábamos mucho de cómo viviríamos en la Tierra, de nuestra casa en las afueras de una gran ciudad, de que nunca más abandonaríamos el cielo azul y los árboles verdes; nos recreábamos en la decoración de nuestro futuro hogar, con su jardín, e incluso llegamos a pelearnos por los detalles del seto, o por el banco. ¿Me lo creí, aunque fuera por un segundo? No. Sabía que era imposible. Lo sabía. Aunque pudiese abandonar viva la Estación, en la Tierra únicamente podían aterrizar seres humanos y un ser humano tiene papeles. El primer control acabaría con aquella fuga. Intentarían identificarla, así que, para empezar, nos separarían y aquello la delataría inmediatamente. La Estación era el único lugar donde podríamos vivir juntos. ¿Lo sabía Harey? Seguro que sí. ¿Alguien se lo había dicho? A la luz de cuanto ocurrió, sospecho que sí.

Una noche, escuché cómo Harey se levantaba sigilosamente. Tenía ganas de abrazarla. Ahora, el silencio y la oscuridad eran lo único que podía liberarnos por un momento, y ese olvido convertía la desesperación que nos cercaba en un descanso de la tortura diaria. No se debió de fijar en que me había despertado. Antes de que me diera tiempo a alargar el brazo, se bajó de la cama. Escuché, aún medio dormido, las pisadas de sus pies descalzos. Un pavor indefinido se apoderó de mí.

—¿Harey? —susurré. Tenía ganas de gritar, pero no me atreví. Me senté sobre la cama. La puerta del pasillo estaba entornada. Una aguja de luz atravesaba el camarote. Me pareció escuchar voces ahogadas. ¿Estaría hablando con alguien? ¿Con quién?

Bajé al suelo de un salto, pero tenía tanto miedo que me costó que las piernas me obedecieran. Durante un rato, me quedé allí de pie, a la escucha, pero no se oía nada. Trabajosamente, me arrastré de vuelta a la cama. La sangre golpeaba mis sienes. Empecé a contar, pero lo dejé al llegar a mil. La puerta se abrió en silencio y Harey se deslizó al interior de la estancia; se quedó allí, inmóvil, como si escuchara mi respiración. Intenté que fuera regular.

—¿Kris? —susurró, pero no contesté. Se metió rápidamente en la cama. No sé durante cuánto tiempo permanecí tumbado e inerte a su lado. Intenté formular preguntas, pero cuanto más tiempo transcurría, más claro tenía que no sería yo quien hablaría primero. Al cabo de una hora, me quedé dormido.

La mañana fue igual que siempre. Cuando ella no me miraba, yo la observaba de reojo. Después de comer, nos sentamos el uno frente al otro, junto a la cóncava ventana, con nubes bajas y de color bermejo al otro lado. La Estación las atravesaba como un buque. Harey estaba leyendo un libro y yo andaba sumido en uno de mis ensimismamientos que, en aquella época, a menudo me ofrecían mi único descanso. Me di cuenta de que, si inclinaba la cabeza en un ángulo determinado, podía ver nuestra imagen reflejada con nitidez en el cristal. Retiré la mano del brazo del sillón. En la ventana, vi cómo Harey, pensando que yo disfrutaba de la vista del océano, se inclinaba sobre el lugar exacto que yo había estado tocando y lo rozaba con los labios. Seguí sentado en una postura forzada, exageradamente tieso, mientras ella volvía a las páginas de su libro.

—Harey —dije en voz baja—. ¿Dónde fuiste por la noche?

—¿Por la noche?

—Sí.

—Lo habrás soñado, Kris. No he salido a ninguna parte.

—¿No has salido?

—No. Has debido de soñarlo.

—Puede ser —dije—. Es posible que lo haya soñado.

Por la noche, a punto de acostarnos, volví a hablarle de nuestro viaje, del regreso a la Tierra.

—Ay, no quiero oír hablar de eso —dijo—. No hables, Kris. Sabes que…

—¿Qué?

—Nada. Nada.

Ya en la cama dijo que tenía sed.

—Allí, en la mesa, hay un vaso de zumo. Alcánzamelo.

Se bebió la mitad y me lo devolvió. Yo no tenía ganas de beber.

—Por mi salud —sonrió. Me tomé el zumo, que me pareció un tanto salado, pero no le presté atención.

—Si no quieres que hablemos de la Tierra, ¿de qué quieres que hablemos entonces? —pregunté cuando apagó la luz.

—¿Te casarías si yo no estuviera?

—No.

—¿Nunca?

—Nunca.

—¿Por qué?

—No lo sé. —Llevaba diez años solo y no me había casado—. No hablemos de eso, cariño…

La cabeza me daba vueltas, como si me hubiese tomado, al menos, una botella de vino.

—No, al contrario, hablemos de ello. ¿Y si yo te lo pidiera?

—¿Que me casara? Eso es una tontería, Harey. No necesito a nadie más que a ti.

Se inclinó sobre mí. Noté su aliento en mis labios, me abrazó con tanta fuerza que se me quitó el sueño que empezaba a invadirme.

—Dilo de otra forma.

—Te quiero.

Golpeó su frente contra mi hombro, sentí el temblor de sus párpados tensos y la humedad de sus lágrimas.

—Harey, ¿qué te pasa?

—Nada. Nada. Nada —fue repitiendo cada vez más bajo. Intenté abrir los ojos, pero se me cerraban por sí solos. No sé en qué momento me quedé dormido.

El amanecer rojo me despertó. Tenía la cabeza de plomo y el cuello rígido, como si todas las vértebras se hubiesen fusionado en un único hueso, me resultaba imposible mover la lengua que sentía áspera y repugnante dentro de la boca. Algo debió de sentarme mal, pensé, levantando la cabeza con esfuerzo. Estiré el brazo buscando a Harey, pero solo encontré la sábana fría.

Me senté con brusquedad.

La cama estaba vacía y no había nadie en el camarote. La ventana multiplicaba el reflejo del disco solar rojo. Salté al suelo. Me tambaleé como un borracho, seguro que estaba muy cómico. Agarrándome a los muebles, alcancé el armario, el baño estaba vacío. El pasillo también. En el taller no había nadie.

—¡Harey! —grité en medio del pasillo, dando brazadas sin darme cuenta—. Harey… —gemí una vez más, consciente ya de lo que había ocurrido.

No recuerdo con exactitud lo que pasó después. Debí de recorrer la Estación medio desnudo, recuerdo que incluso eché un vistazo al interior de la cámara frigorífica; después, al último almacén, golpeando con las manos la puerta corredera. Puede que incluso pasara varias veces por allí. La escalera retumbaba, me caía, me levantaba, corría de un lado a otro, hasta que llegué a la barrera de cristal; detrás estaba la salida al exterior: una doble puerta acorazada. La empujé con todas mis fuerzas, pidiendo a gritos que ojalá se tratara de un sueño. Había alguien que llevaba un rato a mi lado, sacudiéndome y tirando de mí. Al poco, me encontré en el pequeño taller, con la camisa empapada de agua fría, el pelo pegado, la nariz y la lengua abrasados por alcohol de noventa grados. Estaba tumbado sobre una superficie fría, metálica, mientras Snaut, con sus manchados pantalones de tela, se afanaba en el interior del botiquín, tirando cosas y haciendo un ruido espantoso con el instrumental y los recipientes.

De pronto, lo vi justo delante; me miraba a los ojos, atento y encorvado.

—¿Dónde está ella?

—No está.

—Pero, pero, Harey…

—Harey ya no está —dijo despacio, con claridad, acercando su cara a la mía, como si me hubiera propinado un golpe y ahora estuviera observando sus consecuencias.

—Volverá… —susurré mientras cerraba los ojos. Y por primera vez, de verdad no tuve miedo de ella. No temía su regreso espectral. ¡No entendía cómo podía haberme asustado antes!

—Bébete esto.

Me acercó un vaso de líquido caliente. Lo examiné y se lo escupí a la cara. Retrocedió, limpiándose los ojos. Cuando los abrió, se encontró conmigo delante. Era tan pequeño.

—¡¿Fuiste tú?!

—¡¿De qué estás hablando?!

—No mientas, lo sabes perfectamente. ¿Fuiste tú quien habló con ella aquella noche? ¿Quien la obligó a darme el somnífero? ¡¿Qué le has hecho?! ¡Di!

Se palpó el pecho. Sacó un sobre arrugado. Se lo arranqué de las manos. Estaba cerrado. Ningún destinatario. Desgarré el papel y un folio plegado en cuatro cayó de su interior al suelo. La letra era grande, un tanto infantil, dispuesta en renglones desiguales. La reconocí.

Mi amor, fui yo quien se lo pidió. Él es buena persona. Siento muchísimo haber tenido que mentirte, pero no había otra manera. Puedes hacer una última cosa por mí: hazle caso y no te hagas daño. Has sido maravilloso.

Debajo había una palabra tachada, pero conseguí leerla: había escrito «Harey» y después lo había tachado; quedaba una letra, una H o una K, convertida en una mancha. Leí la carta una y otra vez. Y otra más. Estaba ya demasiado sobrio como para ponerme histérico, no podía llorar, ni siquiera era capaz de emitir ningún sonido.

—¿Cómo? —susurré—. ¿Cómo?

—Ahora no, Kelvin. Sé fuerte.

—Estoy siendo fuerte. Habla. ¿Cómo?

—Por aniquilación.

—Pero ¿cómo? ¡¿Y el aparato?! —Me levanté.

—El aparato de Roche era inservible. Sartorius construyó otro, un desestabilizador especial. De tamaño pequeño y que solo funciona en un radio de pocos metros.

—¿Qué le ha pasado?

—Ha desaparecido. Un destello y un soplo. Un soplo leve. Nada más.

—¿Dices que funciona en un pequeño radio?

—Sí, no disponíamos de suficiente material para construir uno más grande.

De repente, las paredes se me empezaron a caer encima. Cerré los ojos.

—Dios mío… ella volverá, sí, volverá…

—No.

—¿Cómo que no?

—No, Kelvin. ¿Recuerdas aquellas espumas? Desde entonces, ya no han vuelto.

—¿Ya no?

—No.

—La has matado —dije en voz baja.

—Sí. Tú, en mi lugar, ¿no lo habrías hecho?

Me levanté precipitadamente y empecé a caminar cada vez más rápido. Entre la pared y el rincón, ida y vuelta. Nueve pasos. Media vuelta. Nueve pasos.

Me detuve frente a él.

—Escucha, vamos a mandar el informe. Pediremos conexión directa con el Consejo. Se puede hacer. Estarán de acuerdo. Tienen que hacerlo. El planeta será excluido de la Convención de los Cuatro. Todos los medios estarán permitidos. Traeremos generadores de antimateria. ¿Crees que puede existir algo que se resista a la antimateria? ¡No hay nada! ¡Nada! ¡Nada! —grité triunfalmente, cegado por las lágrimas.

—¿Quieres destruirlo? —preguntó—. ¿Por qué?

—Sal. ¡Déjame!

—No me iré.

—¡Snaut!

Lo estaba mirando a los ojos. «No», dijo moviendo la cabeza.

—¿Qué quieres? ¿Qué quieres de mí?

Retrocedió hacia la mesa.

—Está bien. Enviaremos el informe.

Me di media vuelta y seguí caminando.

—Siéntate.

—Déjame en paz.

—Hay dos cosas. La primera son los hechos. La segunda, nuestras exigencias.

—¿Tenemos que hablar de eso ahora?

—Sí, ahora.

—No quiero. ¿Entiendes? No me importa en absoluto.

—La última vez que enviamos un comunicado fue antes de que muriera Gibarian. Hace más de dos meses. Deberíamos describir con exactitud de qué manera transcurrió la aparición de…

—¿Vas a seguir? —Lo zarandeé.

—Puedes pegarme —dijo—, pero, aun en ese caso, seguiré hablando.

Lo solté.

—Haz lo que quieras.

—La cuestión es que Sartorius intentará ocultar ciertos hechos. Estoy casi seguro de ello.

—¿Y tú no?

—No. Ahora ya no. Ya no es solo asunto nuestro. Se trata de… ya sabes de qué se trata. Ha demostrado una actitud inteligente. Posee la capacidad de síntesis orgánica de un orden superior, algo desconocido para nosotros. Conoce la estructura, la microestructura, el metabolismo de nuestro organismo…

—Está bien —dije—. ¿Por qué te callas? Ha llevado a cabo una serie… una serie de experimentos con nosotros. Una vivisección de nuestra psique. Basándose en los conocimientos robados de nuestras cabezas, sin contar con nosotros.

—Esto ya no son hechos, ni siquiera conclusiones, Kelvin. Son hipótesis. De algún modo, contaba con los deseos más secretos de nuestras mentes. Bien pudiera tratarse de regalos…

—¡Regalos! ¡Por Dios!

Empecé a reírme.

—¡Para! —gritó, agarrándome de la mano. Estrujé sus dedos. Cada vez apretaba con más fuerza, hasta que sus huesos crujieron. Me miraba con los ojos entornados, sin inmutarse. Lo solté y me aparté en un rincón. Cara a la pared, dije:

—Intentaré no ponerme histérico.

—Olvidémonos de esto. ¿Qué vamos a pedir?

—Dilo tú. Ahora no puedo. ¿Dijo algo antes de…?

—No. Nada. En cuanto a mí, creo que ahora existe una oportunidad.

—¿Una oportunidad? ¿Qué oportunidad? ¿De qué? Ah… —dije más bajo, mirándolo a los ojos, porque de pronto había entendido—. ¿El Contacto? ¿Otra vez el Contacto? Como si fuera poco contigo, contigo mismo y todo este manicomio… ¿El Contacto? No, no, no. No cuentes conmigo.

—¿Por qué? —dijo completamente calmado—. Kelvin, ahora más que nunca, sigues tratándolo de forma instintiva como a un ser humano. Lo odias.

—¿Y tú no? —lancé.

—No, Kelvin, si está ciego…

—¿Ciego? —repetí, sin tener la certeza de haber oído bien.

—Por supuesto, según nuestro modo de ver. Para él no existimos de la forma en que existimos los unos en relación a los otros. La superficie del rostro, del cuerpo que vemos, hace que nos reconozcamos como individuos. En cambio para él somos un cristal transparente. Se introdujo en nuestros cerebros.

—Pues muy bien, ¿y qué? ¿Adónde quieres llegar? Si ha sido capaz de animar, de crear a un ser humano que no existe, aparte de en mi memoria, con sus ojos, sus movimientos, su voz… la voz…

—¡Sigue hablando! ¡Sigue hablando! ¡¿Me oyes?!

—Sigo… sigo… Sí. Entonces… la voz… resulta por tanto lógico que pueda leer en nosotros como si fuéramos un libro. ¿Sabes a lo que me refiero?

—Sí. ¿A que si quisiera podría establecer contacto con nosotros?

—Naturalmente. ¿No es obvio?

—No. Para nada. Podía haber cogido una fórmula de fabricación sin palabras. De la misma manera que un registro de la memoria es una estructura proteínica. Al igual que la cabeza de un espermatozoide o el óvulo. Ahí, en el cerebro, no existen palabras o sentimientos; los recuerdos de un ser humano son una imagen escrita en el lenguaje de los ácidos nucleicos, grabada en cristales asincrónicos macromoleculares. Por lo tanto, él cogió de nosotros lo más metabolizado y oculto, lo más pleno y profundamente plasmado, ¿entiendes? Pero en absoluto estaba obligado a saber qué representaba para nosotros, qué significado tenía. Es como si nosotros fuéramos capaces de crear una simetriada y la arrojáramos al océano, cargada de nociones de arquitectura, de tecnología y de materiales de construcción, pero sin comprender para qué sirve ni qué representa para él…

—Es posible —dije—. Sí, es posible. En este caso él… quizás no quería pisotearnos y aplastarnos de esta forma. A lo mejor. Y sin querer… —Mis labios temblaban.

—¡Kelvin!

—Ya. Ya. Está bien. Ya pasó. Tú eres bueno. Él también. Todos son buenos. Pero ¿por qué? Explícamelo. ¿Por qué? ¿Por qué lo has hecho? ¿Qué le has dicho?

—La verdad.

—¡La verdad, la verdad! ¿Qué?

—Lo sabes perfectamente. Ahora ven a mi camarote. Vamos a redactar el informe. Ven.

—Espera. ¿Qué es lo que pretendes en realidad? ¿No querrás quedarte en la Estación?

—Quiero quedarme. Sí.

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