Solaris

Solaris


Introducción

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INTRODUCCIÓN

SOLARIZADOS
por Jesús Palacios

¡Atención, lectores! O, mejor dicho, viajeros: más allá de las páginas de este prólogo hay monstruos. Quienes se atrevan a penetrar en el interior de Solaris deben estar dispuestos a cualquier cosa. Pero muy especialmente, a renunciar a todo lo que han aprendido antes sobre ciencia ficción, sobre vida inteligente en otros mundos, sobre el tan traído y llevado Primer Contacto del ser humano con una inteligencia alienígena. Nada de ello les servirá para moverse sobre la superficie eternamente cambiante y siempre igual de Solaris, como nada de ello les permitirá escapar a sus propios espectros… Si antes no aprenden a comprenderlos y aceptarlos. Y aun así… Aun así, nada es seguro bajo nuestros pies.

Cuando Solaris —la novela— se publicó en 1961 se convirtió prácticamente en un clásico automático. Traducida pocos años después a numerosos idiomas (aunque casi siempre partiendo de su versión francesa y no de la original polaca), llevada al cine en dos ocasiones (y al parecer una a la televisión), se erigió en consagración de su autor como genio absoluto de la ciencia ficción moderna —mal que les pese a los anglosajones— y en obra de culto, que no puede faltar en ningún canon mínimamente completo del género. Pero con todo, a pesar de las versiones cinematográficas, de las sinopsis y resúmenes incluidos en los manuales sobre ciencia ficción e incluso literatura general, la obra maestra de Stanislaw Lem no ha perdido un ápice de su impacto original, ni de los bienvenidos peligros que representa para el lector primerizo, como también para el soñador experto. Tanto el estilo prístino y objetivista, casi científico, del autor, no exento de ironía, como la peripecia cósmica y existencial —las dos una y la misma— de los protagonistas siguen produciendo en el lector una agradable sensación de incomodidad, una inquietud fascinadora, que participa tanto de la característica fundamental del género —el Sentido de la Maravilla—, como del particular enfoque autorreferencial, posmodernista y metaliterario de su autor. Porque, como es bien sabido, Solaris es una novela de ciencia ficción y sobre la ciencia ficción, que a través de su argumento y propuestas cuestiona la naturaleza misma del género, y hasta la del género humano en cuanto a su fe en la posibilidad de comprender el universo. Al menos, el universo no-humano, para el que nuestra mente no está preparada y al que, de hecho, tratamos siempre de reducir a nuestro engañoso tamaño, en un desesperado (e inútil) intento por hacerlo comprensible y manejable.

Me niego a volver a extenderme en demasía, en estas breves páginas, acerca del meollo filosófico de Solaris, tantas veces expuesto y discutido por tantos y tantos autores, expertos o no en el género. Baste decir que, efectivamente, la novela de Lem plantea la imposibilidad de la comunicación con cualquier ente no-humano, por inteligente que sea (¿inteligente desde el punto de vista humano? ¿Desde qué otro punto de vista podría ser?), y nuestra tendencia inevitable a antropomorfizar todo intento de aproximación a formas de vida —imaginarias o reales— que no pertenezcan a la especie humana. Lem señala el gran fallo de la ciencia ficción en general y de aquella que trata sobre la vida alienígena en particular: su incapacidad para concebir una forma de inteligencia que no tenga absolutamente NADA que ver con la nuestra, y, por tanto, la imposición de características humanas a sus creaciones supuestamente in-humanas, incluso cuando lo que se pretende es describir su completa otredad, su divergencia absoluta respecto al ser humano, que las identifica como los Otros o lo Otro por excelencia. Cómo, engañosamente, inventamos sucedáneos de lo alienígena, de ese Otro ajeno, para disimular, sin que podamos evitar esculpir y rellenar su Vacío —incluso en negativo— con nuestras propias concepciones humanas de la realidad (nuestra humana percepción de lo real). Así, tanto Kelvin como los demás científicos «atrapados» en la estación espacial que debe «vigilar» Solaris, el planeta viviente, intentando acumular datos que permitan establecer comunicación con «él» —el simple uso de un pronombre, sea masculino o femenino, sea incluso neutro como «ello», antropomorfiza ya engañosamente nuestra visión de Solaris—, son víctimas de un espejismo —de muchos, en realidad—, que vienen a sumarse a la casi infinita cantidad de obras que componen el inmenso, abstruso e inútil campo de la «solarística»: la ciencia que estudia el planeta Solaris y todo lo con él relacionado.

Esta reflexión, casi diríamos obvia, aunque no por ello menos necesaria, es uno de los grandes aciertos de Lem como autor de ciencia ficción que pareciera, paradójicamente, querer destruir la esencia propia del género que ha elegido para expresarse más y mejor. De un plumazo, la reflexión que Solaris, libro, y Solaris, planeta, imponen al lector se lleva por delante desde los marcianos tentaculados e invasores de Wells hasta el monolito de 2001, pasando por el crístico Klaatu de Ultimátum a la Tierra hasta llegar al no menos crístico pero bastante más feo E. T. de Spielberg. De nada sirven los bonitos y simples tonos musicales usados por Truffaut para comunicarse con los recién llegados de Encuentros en la Tercera Fase; de nada la sofisticada maquinaria desarrollada para crear agujeros de gusano con que solucionar el dilema de las distancias cósmicas en Contacto, y poder así visitar a nuestros vecinos de las estrellas, de forma acorde con la lógica científica de Sagan y su SETI. De nada los un poco cómicos y recurrentes «traductores» de lenguas automáticos que pululan en novelas, series de televisión e inocentes space operas, para resolver sobre la marcha el problema de entenderse con alienígenas procedentes de los más diversos y remotos puntos de la galaxia. En realidad, como descubre el lector superviviente de Solaris, todos estos extraterrestres no son tales, sino todo lo contrario: son «nosotros». Y cuanto más nos esforzamos porque sean menos «nosotros», más patéticos resultan nuestros resultados. Describir lo indescriptible, como intentara el por otro lado siempre genial Lovecraft, es una trampa semántica ineludible, que llena de adjetivos completamente entreverados de moral, experiencia y ética humanas a criaturas que se pretenden por completo ajenas a lo humano (criaturas, así, «arcanas», «perversas», «viciosas», «insondables», «antiguas», «malignas», «innombrables», etc.).

Pero basta. Ir directamente al corazón digamos que filosófico de Solaris es también una trampa, que incita a olvidar y obviar imperdonablemente el hecho de que, aun siendo la obra de ciencia ficción que pudiera haber acabado con la ciencia ficción entera, no lo hace porque es, sobre todo, una aventura que arrastra al lector al centro mismo de la maravilla. Lo incomunicable, lo inexplicable e inabarcable es también lo fascinante, lo asombroso. El Misterio. Y su eterno desafío a la mente humana, un acicate no para la cobarde retirada, sino, por el contrario, para insistir una y otra vez en llamar a las puertas del infinito, para buscar las respuestas adecuadas, a la manera de Sísifo, aunque sea imposible encontrarlas o, precisamente, porque es imposible encontrarlas.

Solaris, la novela, es una obra maestra de la ciencia ficción, porque, además de plantear la paradoja epistemológica por excelencia, es también una novela llena de intriga e ingenio. A ratos, funciona como auténtica obra de horror cósmico, que suscita un escalofrío lovecraftiano en el lector, pero que se niega a entrar en el juego catastrofista y pesimista del genio de Providence y, por tanto, se niega también a atribuir determinadas intenciones, propósitos comprensibles, a los «actos» que, «en apariencia», realiza Solaris. Es también una historia de amor, desde luego, pero a diferencia de las que muestran en pantalla las dos versiones cinematográficas del libro, tanto la de Tarkovski[1] como la de Soderbergh, esta relación de pareja, de fantasmas eróticos, amores ultraterrenos (aunque no por ello sobrenaturales) y complejos libidinales, no se apodera del libro, convirtiéndolo en una suerte de gótico romance espacial, sino que está siempre descrita e inserta en el marco de la peripecia solariana, y solo en él. Hay suspense, pero no a la manera barata del thriller, sino con la tranquila indiferencia de quien sabe crear tensión y ansiedad, sin necesidad de resolverlas en meras fórmulas dramáticas. Todo esto, por demás, se entreteje magistralmente con una serie de brillantes, irónicos y no menos fascinantes capítulos que exponen la ciencia de la «solarística», en muchas de sus variadas facetas: la historia del descubrimiento de Solaris, las teorías e hipótesis sobre su naturaleza, la descripción de su comportamiento y de las «criaturas» que surgen de sus entrañas, el estudio sociológico de su impacto en el entorno humano, en la historia de la ciencia, en las creencias religiosas, etc., etc. Con un pie en la fantasmagórica erudición borgiana —por Borges, claro, no por los Borgia— y otro en la tradición del grotesco centroeuropeo —Kafka, Capek, Topor…—, Lem ilustra al lector en la «solarística» y crea, de hecho, un mundo y un concepto tan completos y autónomos (si no más) como la Tierra Media de Tolkien, los Mitos de Cthulhu de Lovecraft, el Dune de Frank Herbert, o cualquier otra invención fantástica de la literatura moderna. Con la diferencia de que nadie se ha atrevido todavía a escribir nuevas obras que sumar al campo de la «solarística», quizás por falta de atrevimiento, quizás por fortuna.

O tal vez sí. Porque lo cierto es que la «solarística» existe, pero no es exactamente la ciencia —casi el arte— de interpretar la actividad del planeta Solaris e intentar contactar con él, sino el arte —casi ciencia— de interpretar la novela Solaris, y satisfacer así nuestra inquietud devoradora. Caso único en la historia de la literatura, al menos eso creo, el libro Solaris de Stanislaw Lem se ha hecho uno y lo mismo con su principal protagonista, el planeta Solaris, hasta el punto de que descifrar el primero sería, quizás, descubrir la clave del segundo. Y a la inversa. Así, el peculiar invento de Lem, la «solarística», nueva escolástica alrededor de un ente no por ficticio menos auténtico (¿suena familiar?), no es ya una entelequia, sino una realidad: «Solaris es una novela de ciencia ficción extraordinariamente interesante y sofisticada, que elabora la noción de un Dios imperfecto, omnipotente pero no omnisciente y plantea el problema de la comunicación entre esa extraña entidad y un grupo de humanos»,[2] concluye el historiador de la ciencia ficción Sam J. Lundwall. El filósofo y cinéfago Slavoj Žižek, fiel a sus principios lacanianos, piensa de otra forma: «¿Y no es acaso el planeta alrededor del cual gira la historia (compuesto por una misteriosa materia que parece capaz de pensar, es decir, que es en cierto modo la materialización misma del Pensamiento) un nuevo ejemplo de la Cosa lacaniana como “Gelatina Obscena”, como lo Real traumático, como el punto en el cual desaparece la distancia simbólica y deja de haber necesidad de discurso ni de signos, puesto que el pensamiento pasa a intervenir directamente en lo Real? (…) Solaris es una máquina que genera/materializa en la realidad el suplemento/pareja objetual último que yo nunca podré aceptar en la realidad, por más que toda mi vida psíquica gire alrededor de él.»[3] Más pedestre, el escritor y también historiador de la ciencia ficción, Jacques Sadoul, nos dice sencillamente: «Solaris fue escrita en 1961; su tema no es nuevo en la ciencia ficción, ya que versa sobre la imposibilidad de comunicación con una criatura extraterrestre aunque inteligente. Pero la idea, verdaderamente extraordinaria (…) se centra en la naturaleza de este extraterrestre; se trata, simplemente, de un gigantesco océano-cerebro protoplásmico que recibe el nombre de Solaris.»[4] Franz Rottensteiner, experto austríaco en el género, que saludó a Lem como «el más importante escritor de ciencia ficción contemporánea» (para horror de Brian Aldiss y otros muchos), apunta: «La novela de ciencia ficción más famosa de Lem es, quizás, Solaris, que según un crítico británico puede leerse como “una inspirada colaboración entre Freud y H. G. Wells”.»[5] David Ketterer, en su valioso ensayo Apocalipsis, Utopía, Ciencia Ficción, tras una interpretación psicoanalítica, netamente sexual, de la novela, concluye sabiamente: «… la precedente interpretación vale la pena aun cuando sea totalmente falsa. El alcance de mi análisis señala cierta medida del grado en que la novela Solaris estimula toda clase de hipótesis, ninguna finalmente comprobable, y algunas indiscutiblemente incorrectas. Sin embargo, la naturaleza paradójica de la novela es tal que las interpretaciones erróneas no hacen sino realzar su impacto.»[6] (Las cursivas son mías). De hecho, muchos otros académicos y estudiosos de la ciencia ficción, como Darko Suvin, Bryan Appleyard, Adam Roberts,[7] etc., tienen también sus propias opiniones, mejor dicho: teorías e hipótesis, sobre Solaris y, claro, sobre Solaris. Porque he utilizado adrede, mezcladas, referencias tanto a la novela como a su planeta protagonista, para sugerir e indicar cómo ambos se funden y confunden, confundiendo a su vez sanamente al lector, que se verá sin duda alguna, finalmente, tentado a reflexionar y ofrecer su propia versión del tema. En definitiva, a convertirse también un poco en «solarista».

Este es el gran mérito de una joya de la literatura moderna —dentro y fuera de la ciencia ficción—, que sobrepasa las expectativas más sofisticadas y que, al cerrar las puertas a la posibilidad de comprender al Otro, abre al tiempo infinitas posibilidades y combinaciones para intentarlo, sin cejar en el empeño, aunque el destino pueda ser la muerte o, peor aún, vivir junto a los fantasmas de nuestra culpa, quienes, a su vez, tarde o temprano —genial pirueta existencial y absurdista, a la par que implacablemente lógica— han de sentirse también culpables por su (no)existencia. Solaris es la única obra literaria que hace de sí misma el principal objeto de su estudio, y proyecta sobre la realidad una ficción científica iluminadora a la vez que se lee como espléndida narración de género, llena de suspense, Sentido de la Maravilla, horror, humor y sorpresa. Y pese a lo que pueda decirse o pensarse a primera vista, una obra divertida y en absoluto pesimista, lo que su hermoso final deja bien sentado.

Como se ve, es fácil dejarse arrastrar al interior de Solaris, ser atrapado por sus mimoides, sus simetriadas y asimetriadas, o por sus «visitantes» fantasmáticos, es decir, por sus paradojas, sus vericuetos filosóficos, sus metáforas y parábolas de la existencia misma y su misterio (¿no es Solaris símbolo o, mejor, alegoría de la imposibilidad de conocer, de entender, la propia contingencia humana, el mito de Dios, el origen de la vida?). Y aquellos que hayan visto las dos meritorias adaptaciones a la pantalla, genial la de Tarkovsky, simpática la de Soderbergh, no crean por un momento conocer o haber penetrado lo más mínimo en los secretos de Solaris. Antes al contrario, tanto el cineasta ruso —escultor del Tiempo—, como el norteamericano —con un pie en el cine indi y otro en Hollywood—, se han limitado, como Kelvin, como Snaut y Sartoris, como tantos otros «solaristas», a dejarse engañar por sus fantasmas, proyectando sus propias interpretaciones de Solaris —ambas, curiosamente, apegadas al romanticismo y la pareja, centradas más en el problema de la identidad que en el de la comunicación—, creyendo ingenuamente que son Solaris. Pero nada más lejos de la realidad —el propio Lem, muy educadamente, renegó en su día de estas versiones—,[8] antes al contrario, las dos películas son obras que, como acotaciones «solarísticas» al margen o notas al pie, pueden enriquecer la lectura del libro, pero nunca sustituirlo ni, mucho menos, superarlo.

Terminemos como empezamos: al otro lado de estas páginas, viajeros lectores, hay, en efecto, monstruos. Pero esos monstruos no son sino los que llevamos dentro y con los que intentamos llenar y comprender el desconcertante vacío que nos rodea. Parafraseando al propio Lem en uno de los más brillantes párrafos de Solaris, hemos pretendido salir demasiado pronto a descubrir y colonizar el espacio exterior, cuando todavía queda mucho de nuestro espacio interior por descubrir y entender. Pero no nos equivoquemos, Solaris no es Lovecraft, ni Stapledon, ni C. S. Lewis, ni siquiera Arthur C. Clarke. En su interior no hay Grandes Antiguos que se diviertan jugando implacables con los hombres, fruto de su aburrimiento cósmico; ni un futuro épico de superhombres evolucionados hasta convertirse en algo ya por completo diferente al propio ser humano; ni metáforas bíblicas y alegorías morales de raigambre cristiana; ni monolitos que empujen a la humanidad hacia su próximo escalón evolutivo… En Solaris —y en Solaris— hay… hay…

Pero, mucho mejor que seguir diciendo nada —en Solaris, las palabras siempre sobran—, pasen ya. Pasen la página, lean, vean… y solarícense, solarícense con nosotros. Es inevitable, y lo agradecerán.

JESÚS PALACIOS

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