Solaris

Solaris


Harey

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HAREY

Ejecuté los cálculos con un silencioso encarnizamiento, que era lo único que me mantenía de pie. Me sentía tan torpe a causa del cansancio que no fui capaz de desplegar la litera de mi camarote y, en vez de liberar los enganches superiores, tiré de la manivela de forma que las sábanas se me vinieron encima; cuando por fin conseguí abrirla, me quité el traje y la ropa interior, los arrojé al suelo y a continuación me dejé caer, semiinconsciente, sobre la almohada, sin terminar de inflarla siquiera. Me quedé dormido sin darme cuenta, con la luz encendida. Al abrir los ojos, tuve la sensación de haber dormido apenas unos minutos. La habitación estaba inundada de un nublado resplandor rojo. Tenía algo de frío y me encontraba a gusto. Yacía desnudo, completamente destapado. Enfrente de la cama, bajo una ventana que tenía la cortina descorrida hasta la mitad, había alguien sentado en una silla, bañado por la luz roja del sol. Era Harey que, con un vestido de playa blanco, las piernas cruzadas, descalza, el pelo moreno peinado hacia atrás, la fina tela ceñida sobre el pecho, extendía sus bronceados antebrazos y me observaba, inmóvil, por debajo de sus negras pestañas. La contemplé durante un largo rato, completamente tranquilo. Mi primer pensamiento fue: «Qué bien que sea un sueño, que eres consciente de estar soñando». Aun así, hubiese preferido que desapareciera. Cerré los ojos y empecé a desearlo con mucha intensidad, pero, al abrirlos de nuevo, ella seguía sentada en la misma postura. Fruncía los labios, como si fuera a silbar, un gesto habitual en ella, pero sus ojos no sonreían.

Me acordé de mis reflexiones de la noche anterior, antes de acostarme, acerca de los sueños. Tenía exactamente el mismo aspecto que la última vez que la había visto viva, cuando solo tenía diecinueve años; ahora tendría veintinueve, pero no había cambiado en absoluto: los muertos se mantienen jóvenes. Ella seguía mirándome y parecía estar sorprendida. «Voy a arrojar algo contra ella», pensé, pero aunque solo se trataba de un sueño no me atreví, ni siquiera dormido, a arrojarle nada a una muerta.

—Pobrecita, mi niña —dije—, has venido a hacerme una visita, ¿verdad?

Me asusté un poco, porque mi voz sonó muy realista y toda la habitación, incluida Harey, parecía absolutamente real.

¡Qué sueño tan plástico y colorido! Además, estaba viendo, por el suelo, objetos en los que la noche anterior, al acostarme, ni siquiera había reparado. «Cuando me despierte —pensé— tendré que comprobar si de veras están ahí, o si son también fruto del sueño, al igual que Harey…».

—¿Vas a seguir ahí sentada mucho tiempo…? —pregunté, y me di cuenta de que estaba hablando en voz baja, como si temiera que alguien me oyera, ¡como si alguien pudiera estar escuchando, a hurtadillas, lo que sucedía dentro de un sueño!

Mientras tanto, el sol se había elevado un poco más. «Bueno —pensé—, no está mal». Me acosté durante el día rojo, luego tocaba el azul y, después, otro día rojo. Como era imposible que llevase durmiendo quince horas seguidas, ¡estaba claro que se trataba de un sueño!

Más calmado, observé con detenimiento a Harey. El sol la iluminaba a contraluz: el rayo que se filtraba por la ranura de la cortina doraba el aterciopelado vello de su mejilla izquierda y sus pestañas proyectaban una larga sombra sobre su rostro. Era preciosa. Hay que ver, pensé, ¡qué meticuloso era, incluso fuera de la realidad!, me esforzaba por controlar los movimientos del sol y también porque ella tuviera su hoyuelo allí donde nadie más lo tiene, justo debajo de la comisura de sus sorprendidos labios; pero hubiese preferido que aquello se acabara ya. Tenía que ponerme a trabajar. Apreté los párpados, tratando de despertarme cuando, de pronto, oí un crujido. Inmediatamente, abrí los ojos. Estaba sentada a mi vera, sobre la cama, y me miraba muy seria. Le sonreí y ella me sonrió y se inclinó sobre mí: el primer beso fue liviano, como el de dos niños. Luego, la besé durante largo rato. ¿Era justo aprovecharse así de un sueño?, pensé. Pero aquello ni siquiera constituía una traición a su recuerdo, porque era ella quien, por su cuenta, había entrado en mi sueño. Nunca antes me había ocurrido… Seguíamos sin hablar. Yo estaba tumbado boca arriba; cuando alzaba el rostro, podía mirar dentro de las ventanas de su nariz, iluminadas desde el exterior, que habían sido siempre el barómetro de sus sentimientos; con la punta de los dedos, recorrí sus orejas, que tenían los lóbulos enrojecidos a causa de mis besos. No sé si era eso lo que tanto me inquietaba; yo me seguía repitiendo que solo se trataba de un sueño, pero tenía el corazón oprimido.

Me armé de valor para abandonar la cama de un salto; estaba preparado para no conseguirlo; en los sueños, a menudo uno no domina su propio cuerpo que está como paralizado o ausente; es más, pensaba que la mera intención de levantarme me despertaría. Pero no me desperté, sino que me quedé sentado, con los pies apoyados en el suelo. No me quedaba otra, tenía que soñarlo hasta el final, pensé, pero el buen ambiente se había desvanecido sin dejar huella. Tuve miedo.

—¿Qué quieres? —pregunté. Mi voz sonaba ronca y tuve que aclararla.

Instintivamente, palpé el suelo con los pies desnudos en busca de las zapatillas, antes de recordar que no las había traído, pero entonces me di un golpe tan fuerte en un dedo que chillé de dolor. «¡Ahora acabará todo esto!», pensé satisfecho.

Pero todo seguía igual. Harey retrocedió al incorporarme. Apoyó la espalda contra el cabecero de la cama. Su vestido palpitaba ligeramente, justo a la altura de su pecho izquierdo, al ritmo de su corazón. Me observaba con sereno interés. Pensé que lo mejor sería ducharme, pero se me ocurrió que una ducha con la que uno sueña no sería capaz de despertarme.

—¿De dónde has salido? —pregunté.

Me cogió la mano y la lanzó al aire, en un gesto familiar, jugueteando con las yemas de mis dedos.

—No lo sé —dijo—. ¿Te parece mal?

La voz también era la misma, baja y un tanto distraída. Solía hablar sin preocuparse demasiado de lo que decía, como si estuviera entretenida con otra cosa; por eso, a veces, daba la sensación de ser una persona irreflexiva, incluso desvergonzada, porque todo lo miraba con una sorpresa abatida que solo se reflejaba en sus ojos.

—¿Alguien… te ha visto?

—No lo sé. Simplemente he venido. ¿Acaso importa, Kris?

Siguió jugando con mi mano, pero su rostro se mostraba ya ausente. Se enfurruñó.

—¿Harey…?

—Dime, cariño.

—¿Cómo sabías dónde estaba?

Aquello la sorprendió. Descubrió el extremo de sus dientes al sonreír; sus labios eran tan oscuros que, cuando comía cerezas, no se notaba.

—No tengo ni idea. Es gracioso, ¿verdad? Estabas durmiendo cuando entré, pero no te desperté. No quería despertarte, porque te enfadas. Eres un gruñón y un aburrido —dijo y lanzó enérgicamente mi mano hacia lo alto, al compás de sus palabras.

—¿Has estado abajo?

—Sí, he estado. Me he escapado de allí porque hacía mucho frío.

Me soltó la mano. Al tumbarse de lado, sacudió la cabeza hacia atrás para que todo el pelo le quedase a un lado y me miró con aquella media sonrisa que solo dejó de molestarme en el momento en que empecé a quererla.

—Pero… Harey… si… —balbuceé.

Me incliné sobre ella y le subí la manga del vestido. Justo encima de la cicatriz de la vacuna contra la varicela, en forma de flor, se divisaba la minúscula huella roja de un pinchazo. Aunque me lo esperaba (porque instintivamente seguía buscando retales de lógica en medio de lo inverosímil), tuve náuseas. Toqué con el dedo la pequeña marca de la inyección, con la que me había pasado años soñando —despertándome sobre las sábanas revueltas, gimiendo, siempre en la misma postura, doblado en dos, la misma postura en que la había encontrado a ella, ya casi fría—, porque intentaba imitarla en sueños, como si así pudiera implorar su perdón, o tal vez acompañarla en sus últimos momentos, cuando empezó a notar el efecto de la inyección y a tener miedo. Lo cierto es que un simple arañazo la asustaba, no soportaba el dolor, ni ver la sangre y, de pronto, hizo algo tan terrible, dejándome apenas cinco palabras en una hoja de papel a mi nombre. La guardaba entre mi documentación, la llevaba siempre conmigo, desgastada, desintegrándose en los pliegues, no me atrevía a separarme de ella; mil veces imaginé el momento en que la estaba escribiendo y lo que debió de sentir entonces. Me convencí de que únicamente pretendía montar una escena y asustarme y que, por error, la dosis resultó demasiado alta; todos me aseguraban que así había sido; o bien que había respondido a una decisión impulsiva, originada por la depresión, una depresión repentina. Sin embargo, ignoraban lo que yo le había dicho cinco días antes con el fin de hacerle daño; después, mientras yo recogía mis cosas y preparaba el equipaje para marcharme, ella me preguntó con sorprendente calma: «¿Sabes lo que significa…?». Y yo fingí no entenderla, aunque la entendía perfectamente, pero pensaba que era una cobarde y eso también se lo dije y ahora estaba tumbada sobre la cama, en diagonal, y me miraba atentamente, como si no supiera que fui yo quien la había matado.

—¿Es todo lo que se te ocurre? —preguntó. El sol pintaba de rojo la habitación, el reflejo del amanecer brillaba en su pelo; ella se miró el hombro con repentino interés, solo porque yo lo había estado examinando durante mucho tiempo y, cuando dejé caer la mano, apoyó contra ella su fría y suave mejilla.

—Harey —dije con voz ronca—, esto no puede ser…

—¡Para!

Tenía los ojos cerrados, pude ver cómo temblaban bajo los tensos párpados, sus negras pestañas tocaban los pómulos.

—¿Dónde estamos, Harey?

—En casa.

—¿Y dónde está?

Abrió un ojo durante un segundo y enseguida lo cerró, cosquilleando mi mano con sus pestañas.

—¡Kris!

—¿Qué?

—Estoy tan a gusto…

Yo seguía sentado, inmóvil. Levanté la cabeza y vi una parte de la cama, el pelo revuelto de Harey y mis rodillas desnudas reflejadas en el espejo del lavabo. Con un pie, acerqué una de aquellas herramientas semifundidas esparcidas por el suelo y la cogí con la mano libre. La punta estaba afilada. Me la acerqué a la piel, justo por encima de una rosácea cicatriz, semicircular y simétrica, y me la clavé. El dolor fue punzante. Observé la sangre que corría por la parte interior del muslo y goteaba silenciosamente sobre el pavimento.

Fue inútil. Los terribles pensamientos que rondaban mi cabeza aparecían cada vez más perfilados, ya no me repetía «es un sueño»; hacía mucho que había dejado de creerlo, ahora pensaba más bien «tengo que defenderme». Miré su espalda que, bajo la tela blanca, se prolongaba en la curva de la cadera, y ella dejó sus pies descalzos colgando sobre el suelo. Alargué las manos hacia ellos, con suavidad le cogí un talón y empecé a acariciarle con los dedos la planta del pie.

Era tan delicada como la de un recién nacido.

Estaba ya casi seguro de que no era Harey y casi seguro, también, de que ella no lo sabía.

El pie descalzo se movió dentro de mi mano, los oscuros labios de Harey se llenaron de risas que no emitían ningún sonido.

—Para… —susurró.

Con suavidad, abrí la mano y me incorporé. Seguía desnudo. Mientras me vestía apresuradamente, vi que se sentaba sobre la cama sin dejar de mirarme.

—¿Dónde están tus cosas? —pregunté y enseguida me arrepentí.

—¿Mis cosas?

—¿Solo tienes ese vestido?

Ahora aquello era un juego. Conscientemente, procuré comportarme con despreocupación, de forma natural, como si nos hubiésemos separado el día anterior; no, como si nunca nos hubiésemos separado. Se puso de pie y con un leve pero enérgico gesto, de lo más familiar, se sacudió la faldita para estirarla. Mis palabras la intrigaron, aunque no dijo nada. Recorrió la estancia con la mirada, por primera vez curiosa, escrutadora, y la posó sobre mí, visiblemente sorprendida.

—No lo sé… —dijo con impotencia—; creo que en el armario… —añadió y entreabrió la puerta.

—No, allí solo están los monos de faena —contesté. Junto al lavabo, encontré una maquinilla eléctrica y empecé a afeitarme. Prefería no darle la espalda a la chica mientras lo hacía, fuese quien fuese.

Dio vueltas por la cabina, revisó todos los rincones, miró por la ventana; al final, se me acercó y dijo:

—Kris, tengo una sensación extraña, como si algo hubiese ocurrido.

Se interrumpió. Esperé, con la maquinilla encendida en la mano.

—Como si se me hubieran olvidado… muchas cosas. Lo sé… solo me acuerdo de ti… y… y de nada más.

La escuchaba, tratando de controlar la expresión de mi cara.

—¿He estado enferma?

—Bueno… se podría decir que sí. Durante un tiempo, estuviste algo enferma.

—Ah. Será por eso.

Se había animado otra vez. No sé expresar lo que estaba viviendo: cuando se callaba, caminaba, se sentaba o sonreía, la sensación de que tenía delante a la propia Harey era más fuerte que mi miedo nauseabundo; sin embargo, en momentos como aquel, me parecía que solo se trataba de una Harey simplificada, reducida a una serie de réplicas características, a unos cuantos gestos y movimientos. Se me acercó, apoyando sus puños apretados contra mi pecho, justo bajo el cuello y preguntó:

—¿Cómo nos va? ¿Bien o mal?

—Mejor que nunca —contesté.

Sonrió levemente.

—Si tú lo dices, será que las cosas van más bien mal.

—En absoluto, Harey. Cariño, ahora tengo que salir —dije precipitadamente—. Espérame, ¿vale? O quizás… Quizás tengas hambre —añadí, porque yo mismo empezaba a tener mucha hambre.

—¿Hambre? No.

Negó con la cabeza, hasta que su cabello ondeó.

—¿Tengo que esperarte? ¿Durante cuánto tiempo?

—Una hora —empecé a decir, pero me interrumpió.

—Te acompañaré.

—No puedes acompañarme, voy a trabajar.

—Te acompañaré.

Esta era una Harey completamente distinta: la otra no importunaba con su presencia. Nunca.

—Eso es imposible, mi niña…

Levantó la mirada y, de pronto, me cogió de la mano. Recorrí su antebrazo con la mía, hacia arriba: su brazo era redondo y caliente; sin la menor intención, mi gesto fue casi una caricia. Mi cuerpo la estaba reconociendo, la deseaba, me sentía atraído por ella más allá de toda razón, más allá de los argumentos y del miedo.

Intentando, a toda costa, mantener la calma, repetí:

—Harey, es imposible: tienes que quedarte.

—No.

¡Qué tono!

—¿Por qué?

—N… no lo sé.

Miró a su alrededor y de nuevo levantó los ojos hacia mí.

—No puedo… —dijo muy bajo.

—Pero ¡¿por qué?!

—No lo sé. No puedo. Me parece que… me parece que…

Al parecer, buscaba la respuesta en algún lugar de su mente y cuando consiguió encontrarla, fue para ella un descubrimiento.

—Me parece que tengo que estar contigo… a todas horas.

Su tono perentorio había privado a sus palabras del carácter sentimental de una confesión; aquello era algo completamente diferente. El sentido de mi abrazo cambió, aunque, en apariencia, todo siguiera igual, ya que seguía abrazándola; sin dejar de mirarla a los ojos, empecé a tirar de sus brazos hacia atrás: entonces supe a qué respondía aquel movimiento, ejecutado, en principio, de forma instintiva: yo ya estaba buscando con la mirada algo con que atarla.

Sus codos, doblados por detrás de la espalda, chocaron ligeramente el uno contra el otro y se tensaron al mismo tiempo, tornando vano mi esfuerzo. Resistí, como mucho, un segundo. Ni siquiera un atleta, arqueado hacia atrás como Harey y tocando apenas el suelo con la punta de los pies, conseguiría liberarse, pero ella, con el rostro de quien no ha roto jamás un plato, suavemente, sonriendo insegura, deshizo la presión, se enderezó y bajó los hombros.

Me observaba con el mismo sereno interés que al principio, en el momento de mi despertar, como si no se hubiese dado cuenta de mi desesperado esfuerzo, causado por un ataque de pánico. Ahora estaba de pie, pasiva, como a la espera de algo, al mismo tiempo indiferente, concentrada y un tanto sorprendida por todo aquello.

Me rendí. La dejé en medio de la habitación y me acerqué a la estantería, junto al lavabo. Sentía que había caído en una trampa peligrosa y trataba de encontrar una salida, considerando modos de alcanzarla cada vez más despiadados. Si alguien me hubiese preguntado entonces qué me estaba pasando y qué significaba todo aquello, no habría sabido qué contestar, pero a esas alturas ya era consciente de que los acontecimientos en la Estación constituían una unidad, tan terrible como incomprensible; de todas formas, en aquel momento no estaba pensando en ello, sino en tratar de dar con algún truco, una maniobra que me facilitara la huida. Aunque yo estaba de espaldas, notaba que Harey me estaba mirando. En la pared, sobre la estantería, habían fijado un pequeño botiquín de mano. Revisé por encima su contenido. Encontré un botecito de somníferos y eché cuatro pastillas, la dosis máxima permitida, en el vaso. Ni siquiera intenté disimular delante de Harey. No sabría decir por qué. Ni me lo planteé siquiera. Llené el vaso con agua caliente, esperé a que las pastillas se diluyeran y, a continuación, me acerqué a Harey, que seguía en el centro de la habitación.

—¿Estás enfadado? —preguntó en voz baja.

—No. Tómate esto.

No sé por qué, pero supuse que me obedecería. En efecto: cogió el vaso sin protestar y se tomó su contenido de un trago. Dejé el vaso vacío sobre la mesita y me senté en un rincón, entre el armario y la librería. Harey se me acercó despacio y se sentó en el suelo, junto al sillón, como solía hacer a menudo, encogiendo las piernas y, con un gesto muy familiar, se echó el pelo hacia atrás. Aunque estaba seguro de que no era ella, cada vez que la reconocía en aquellos pequeños hábitos se me hacía un nudo en la garganta. Era una situación incomprensible y horrorosa, y lo peor de todo era que yo mismo tenía que comportarme de manera pérfida, fingiendo que la tomaba por Harey, aunque lo cierto es que ella misma estaba convencida de serlo y, a su modo de ver, no obraba con malicia. No sé cómo llegué a la conclusión de que esa era la cuestión, pero estaba seguro de ello, ¡suponiendo que hubiera algo de lo que pudiera estar seguro!

Estaba sentado y la chica apoyó su espalda contra mis rodillas, su pelo rozaba mi mano inerte; permanecimos así, casi inmóviles. Consulté disimuladamente el reloj varias veces seguidas: había transcurrido media hora y el somnífero debería haber empezado a actuar. Harey murmuró algo en voz baja.

—¿Qué dices? —pregunté, pero no me contestó. Lo consideré un síntoma de la pereza provocada por el sueño, aunque, a decir verdad, en el fondo dudaba de que la medicina surtiera efecto. ¿Por qué? Tampoco encuentro respuesta a esta pregunta, quizás porque mi truco era demasiado sencillo.

Deslizó la cabeza lentamente sobre mi regazo, el pelo oscuro la cubrió por completo, respiraba regularmente, como si estuviera dormida. Me agaché para llevarla a la cama cuando, de repente, sin abrir los ojos, me agarró del pelo con la mano y soltó una carcajada aguda.

Me quedé petrificado, mientras ella reía sin parar. Me observaba con los ojos entreabiertos, con una expresión al mismo tiempo ingenua y astuta. Yo me había sentado de nuevo, forzadamente tieso, atontado e impotente; Harey rio una vez más, luego apretó su cara contra mi mano y se calló.

—¿De qué te ríes? —pregunté con voz sorda. Su cara de nuevo expresaba inquietud. Sabía que quería ser honesta. Se frotó con el dedo su pequeña nariz y dijo, por fin, suspirando:

—Ni yo misma lo sé.

Sus palabras sonaron sinceras.

—Me estoy comportando como una idiota, ¿verdad? —continuó—. De repente, he… pero tú tampoco lo estás haciendo mucho mejor: estás aquí sentado, malhumorado como… como Pelvis…

—¿Como quién? —pregunté, porque me parecía haber entendido mal.

—Como Pelvis, ya sabes, ese gordo…

Sin lugar a dudas, resultaba imposible que Harey conociera a Pelvis; tampoco podía haberme oído hablar de él, por la sencilla razón de que el regreso de su expedición ocurrió unos tres años después de que ella muriera. Fue entonces cuando lo conocí y yo mismo ignoraba que, al presidir las reuniones del Instituto, tenía la insoportable costumbre de alargar las sesiones hasta el infinito. Por otro lado, se llamaba Pelle Villis, nombre que devino en el abreviado mote del que tampoco se tenía noticia antes de su regreso.

Harey apoyó los codos en mi regazo, mirándome fijamente. Le puse las manos sobre los hombros y las deslicé lentamente por la espalda, hasta que casi se juntaron a la altura del palpitante y desnudo comienzo de su cuello. Al fin y al cabo, podía tratarse de una simple caricia y, de acuerdo con su mirada, no había imaginado nada distinto. En realidad, estaba confirmando que, al tacto, su cuerpo no dejaba de ser un cuerpo humano corriente y cálido y que, bajo los músculos, se escondían huesos y articulaciones. Al ver sus tranquilos ojos, me poseyó el deseo de apretar los dedos con fuerza.

Estaba a punto de hacerlo, cuando de pronto me acordé de las manos ensangrentadas de Snaut y la solté.

—Qué manera de mirar, la tuya… —dijo con calma.

Mi corazón bombeaba sangre con tanta fuerza que no podía hablar. Cerré los párpados un instante.

De pronto visualicé el plan de acción, desde el principio hasta el final, con todos sus detalles. Sin perder ni un momento, me levanté del sillón.

—Tengo que irme ya, Harey —dije—, pero si te empeñas, puedes venir conmigo.

—Vale.

Se incorporó de un salto.

—¿Por qué vas descalza? —pregunté mientras me acercaba al armario y elegía, de entre los monos de colores, dos: uno para mí y otro para ella.

—No lo sé… he tenido que dejarme los zapatos en algún sitio… —dijo insegura. Hice caso omiso de sus palabras.

—No podrás ponértelo con el vestido, tendrás que quitártelo…

—¿Un mono? Pero ¿para qué? —preguntó e, inmediatamente, intentó quitarse el vestido; sin embargo, enseguida se dio cuenta de que no podía hacerlo, ya que no había ningún cierre. Los botones rojos del centro no eran más que un simple adorno. Tampoco había ninguna cremallera. Harey sonrió desconcertada. Fingiendo que aquello era lo más normal del mundo, corté la tela por el lugar donde acababa el escote de la espalda, ayudándome de un instrumento parecido a un bisturí que había recogido del suelo. Solo entonces pudo quitarse el vestido por la cabeza. El mono le quedaba un tanto holgado.

—¿Vamos a volar? Pero ¿tú también? —No paraba de preguntar cuando, ya vestidos, abandonamos la habitación. Yo me limité a asentir con la cabeza. Temía que nos encontráramos con Snaut, pero el pasillo que llevaba al aeropuerto estaba desierto y la puerta de la estación de radio, por delante de la cual tuvimos que pasar obligatoriamente, cerrada.

Un silencio sepulcral seguía envolviendo la Estación. Harey me observaba mientras yo sacaba, desde el compartimento del medio y con ayuda de una pequeña carretilla eléctrica, el cohete a la pista libre. Comprobé por orden el estado del microrreactor, de los mandos teledirigidos y de las toberas y, a continuación, desplacé el cohete sobre la vagoneta hasta la superficie circular de la pista de despegue que se extendía bajo la bóveda central; previamente, había retirado de allí la cápsula vacía.

Era una pequeña nave utilizada para comunicar la Estación y el sateloide, que servía para transportar mercancías pero no personas, excepto en circunstancias extraordinarias, puesto que era imposible abrirla desde el interior. Era precisamente lo que necesitaba para llevar a cabo mi plan. Por supuesto, mi intención no era lanzar el cohete, pero actué como si lo estuviera preparando para un despegue de verdad: Harey, quien me había acompañado en tantos viajes, tenía ciertas nociones del protocolo. Para terminar, comprobé el estado de los aparatos de climatización y de oxígeno, los puse en marcha y cuando, tras encender el circuito principal, las luces de control se encendieron, salí del estrecho interior y le hice señas a Harey, que se encontraba de pie junto a la escalera.

—Entra.

—¿Y tú?

—Después de ti. Tengo que cerrar la puerta.

No me pareció que pudiera descubrir mi trampa antes de tiempo. Una vez hubo descendido por la escalera hasta el interior, metí la cabeza por la escotilla y le pregunté si estaba cómoda; respondió con un sordo «sí», ahogado por la estrechez del espacio, y yo di un paso atrás y cerré la puerta con ímpetu. Aseguré ambos cerrojos con dos rápidos movimientos y empecé a apretar los cinco tornillos de cierre del caparazón, con ayuda de una llave que traía conmigo.

El afilado cohete en forma de huso se hallaba en posición vertical, como si de verdad estuviera a punto de partir al espacio. Sabía que a la persona a la que había encerrado en su interior no le ocurriría nada malo: dentro del cohete había suficiente oxígeno, e incluso algo de comida; de todas formas, tampoco tenía intención de retenerla allí para siempre.

Deseaba a toda costa ganar al menos un par de horas de libertad en las que trazar planes para el futuro y contactar con Snaut, ahora ya de igual a igual.

Tras apretar el penúltimo tornillo, noté que las tres tornapuntas metálicas que sujetaban el cohete temblaban ligeramente, pero pensé que yo mismo había causado el movimiento pendular del bloque de acero al manejar con demasiado brío la enorme llave.

Sin embargo, al alejarme unos pasos, observé algo que espero no tener que volver a ver jamás.

¡El cohete entero temblaba, impulsado por series de golpes procedentes de su interior! ¡Y menudos golpes! ¡Seguro que un autómata de acero, en lugar de la esbelta joven de pelo negro, no habría sido capaz de causar semejantes estremecimientos a aquella mole de ocho toneladas!

Las luces del aeropuerto se reflejaban en su pulida superficie, temblando y titilando. No obstante, los golpes habían cesado; dentro del proyectil reinaba el más absoluto silencio, tan solo las barras del andamio, de las que colgaba el cohete, separadas entre sí, se veían borrosas, vibrando como las cuerdas de un instrumento. La frecuencia de las vibraciones alcanzó un nivel que me hizo temer por la integridad del caparazón. Apreté el último tornillo con manos temblorosas, tiré la llave y, de un salto, bajé de la escalera. Al retroceder despacio y de espaldas, vi cómo los pernos de los amortiguadores, calculados para soportar una presión constante, bailaban en sus fijaciones. Me parecía que la acorazada superficie perdía, poco a poco, su brillo uniforme. Como un loco, me abalancé sobre el panel de mandos y con ambas manos alcé la palanca de activación del reactor; en ese momento, a través del altavoz conectado con el interior del cohete, se oyó un penetrante silbido, una especie de aullido que en nada se parecía a la voz humana, pero en el que, a pesar de ello, pude distinguir, una y otra vez repetido, mi nombre: «¡Kris! ¡Kris! ¡Kris!».

Aunque no llegué a oírlo demasiado claro. Mis nudillos heridos sangraban, por culpa de mis caóticos y violentos esfuerzos por poner el cohete en marcha. Una aurora azulada resbalaba por las paredes, una humarada brotó de golpe del panel de control, por debajo de los tubos de escape, convirtiéndose en una columna de chispas venenosas, y todos los ruidos se vieron envueltos en un alto y prolongado zumbido. El cohete se elevó sobre tres llamas que enseguida se fundieron en una sola columna de fuego, dejando tras de sí un trepidante lecho de ascuas, y la nave salió despedida por la trampilla abierta. Los accesos en forma de diafragma no tardaron en cerrarse, los compresores automáticos iniciaron la limpieza del aire, inyectándolo limpio dentro del hangar, en cuyo interior remolineaba el corrosivo humo. No me di cuenta de nada de todo aquello. Tenía las manos apoyadas contra el panel, la cara ardiendo a fuego vivo, el pelo encrespado y chamuscado por el golpe térmico, y tragaba a bocanadas un aire con olor a quemado y a los gases producidos por la ionización. Pese a que, en el momento del despegue, había cerrado instintivamente los ojos, el fuego me deslumbró. Durante un buen rato, no vi más que círculos negros, rojos y dorados que, poco a poco, se fueron diluyendo. El humo, el polvo y la niebla se desvanecían, absorbidos por los conductos de ventilación que gemían prolongadamente. Lo primero que conseguí ver fue la pantalla verdosa del radar iluminado. Empecé a buscar el cohete con ayuda de un foco de luz direccional. Cuando por fin logré localizarlo, ya estaba fuera de la atmósfera. En mi vida había enviado al espacio un cohete de forma tan loca y a ciegas, desconociendo por completo qué aceleración y qué trayectoria adjudicarle. Pensé que lo más sencillo sería introducirlo en la órbita de Solaris, a una altura aproximada de mil metros; entonces podría apagar los motores, porque no estaba seguro de, si después de tanto tiempo encendidos, corría el riesgo de provocar una catástrofe de consecuencias difíciles de calcular. Como pude averiguar consultando la tabla, la órbita de mil metros era estacionaria. Para ser sinceros, tampoco aquello garantizaba un resultado óptimo, pero, simplemente, no encontré otra salida.

No tuve el valor de encender el altavoz que había apagado inmediatamente después del despegue. Habría preferido hacer lo que fuera con tal de no volver a escuchar aquella terrible voz, desprovista ya de todo rasgo de humanidad. Todas las apariencias —de eso estaba seguro— se habían desvanecido y a través de la máscara del rostro de Harey había empezado a entreverse otro, verdadero, frente al cual la alternativa de la locura se convertía en auténtica liberación.

Era la una cuando abandoné el aeropuerto.

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